Buenvivir, Diseño, Gastronomía, Restaurantes

La dolce vita

El Marbella Club es, desde hace más de sesenta años, el lugar más elegante y refinado de Marbella, un símbolo de distinción y cosmopolitismo en todo el mundo. Fue la obra maestra de Alfonso de Hohenloe, aquel gran visionario a quien los marbellíes -y el resto de los españoles- deberían bendecir cada día, además de seguir su senda y perseverar en su ejemplo. Él hizo de un pueblito de pescadores, toda una referencia mundial del turismo de lujo, arrebatando la corona a Saint Tropez, Cap Ferrat o Portofino.

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El Marbella Club es además de un hotel, el más bello jardín abierto al público -quién sabe cómo serán los privados- de todo el sur de España y en él se cobija un restaurante inundado de velas, coloreado por los delicados tonos de las rosas, los encendidos rojos de los hibiscos y los estridentes fucsias de las buganvillas. Los jazmines y la dama de noche perfuman de flores el suave aroma del mar, que hasta aquí llega a través de árboles y veredas. Como la brisa marina, que todo lo inunda.

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El ambiente mezcla vertiginosas minifaldas con mojigatos pañuelos, la elegancia discreta con las extravagancias de Dolce & Gabanna, pero así es Marbella, una tierra de excesos y mezcla de culturas, de lentejuelas y animal print.

La comida del Grill del hotel es orgullosamente clásica, como si nada hubiera cambiado desde que el príncipe lo abriera. Una profusión de carnes y pescados a la parrilla se mezclan con clásicos de la llamada alta cocina internacional. El perfecto servicio también parece de otra época, pero es estimulante saber que aún perviven restaurantes herederos de la Belle Époque. Todos los gustos deben ser satisfechos y la herencia debe ser preservada. En lo antiguo, como en lo moderno, la calidad y el saber son lo único importante.

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Por eso, hay que volver a disfrutar con los grandes suflés, tanto los salados como los dulces. El de queso es sobresaliente y el de Grand Marnier quasiperfecto. Lo mismo que un chateaubriand tierno, jugoso y en su punto perfecto de cocción, pero al que una salsa holandesa bastante mediocre no hace justicia.

Todos sus platos clásicos son buenos, por lo que sería mejor abandonar experimentos absurdos como un ajoblanco delicioso, asesinado por una inexplicable guarnición de foie. La cocina popular, tan alejada de agridulces, agripicantes o dulcisalados, decretó para este plato fuerte y algo graso acompañamientos ligeros y frutales como las uvas, el melón e incluso, la manzana verde, cualquiera que le quite fuerza y agresividad; lo contrario del foie que lo engrasa y enmascara.

Los experimentos de la modernidad funcionan con genio y criterio. Sin ellos, tan sólo son disparates carentes de sentido. Pero esta es sólo una pequeña mancha, disculpable por ese torbellino que es la vanguardia española, una tendencia que parece arrasarlo todo, porque quien no está en ella, se siente disminuido; por ello no está demás repetir que la modernidad no está al alcance de todos y que más vale el clasicismo bien interpretado que los remedos sin talento.

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Además, para todo hay gustos y todo es necesario, en especial la preservación de lo que siempre se ha llamado justa, aunque pomposamente, gran cocina internacional, esa que bautizaba a los platos con bellos nombres de escritores, mujeres, lugares…: Rossini, Thermidor, Wellington, Alaska, Suzette, bella Helena, etc.

Ahí es donde debe perseverar este bellísimo lugar parado en el tiempo, en la evocación de un pasado que no fue mejor, pero que en nuestra imaginación surge poblado de beldades, música, buen gusto, lentitud y belleza. Y es que como dice el gran Harold Pinter, el pasado es lo que recuerdas, lo que imaginas recordar, lo que te convences en recordar o lo que pretendes recordar.

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Kabuki Raw

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Decir que Kabuki es unos de los mejores restaurantes japoneses de España, no es novedad ni descubrimiento alguno. Afirmar que Finca Cortesin es el mejor y más elegante hotel de campo y playa de nuestro país, tampoco. Por eso, la alianza entre ambos era una apuesta fuerte porque, desde que Ricardo Sanz comenzara en su mítico restaurante de Presidente Carmona en Madrid, varias han sido las filiales (la del Wellington, Tenerife, Valencia y ahora la T4) y no todas de la misma calidad. Mantener tantos y tan distantes restaurantes no es fácil, por mucho que todos participen de los mismos principios y partan casi de la misma carta. Por ello, será bueno decir desde el principio que la apuesta es ganadora y que el restaurante -y el hotel- bien merece el desplazamiento desde Marbella, Estepona, Cádiz o donde sea.
La decoración es suntuosa, de palacio rural con leves toques de antigüedades japonesas, algo así como los recuerdos de algún abuelo viajero. O descubridor de otros mares.
Los platos son excelentes desde los aperitivos (un refrescante sorbete de lima y algo de mango acompañando a unos espárragos dulces). Llama la atención la variedad de tartares de atún. Mi preferido es el picante, un plato chispeante en el que las especias, los picantes, maceran el pescado.

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Kabuki tiene en realidad dos cartas en una: la de platos tradicionales, ejecutados con una ortodoxia impecable, y la de fusión de los japonés con la cocina mediterránea. Reconozco que, por su osadía, originalidad y fuerza, esta es mi preferida.
De ella son ya clásicos sus nigiri de huevos fritos de codorniz con pâté de trufa blanca, los de hamburguesa con tomate y cebolla caramelizada y el de pez mantequilla con trufa blanca. Los tres un hallazgo y mucho más sabrosos que los tradicionales. Tres miniaturas que parecen tapas perfectas en un momento en que todo el mundo parece dedicarse a ellas.

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El futomaki de cangrejo es levemente tradicional y adiciona el poco conocido (en España) y excelente cangrejo de cáscara blanda, el famoso soft shell crab tan apreciado en Japón y Estados Unidos. La tempura de verduras es variada y está perfecta de punto. El atún teriyaki es una delicia cocinada, de las que más destacan en esta cocina tan proclive a los crudos perfectos. La famosa salsa japonesa, sutilmente dulce, da al atún un sabor delicado y diferente y un aspecto reluciente.

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El lomo de buey es más español que japonés, pero es bueno no andarse con nacionalismos y ser cosmopolita. En todo en la vida. Sólo así se aprovecha y aprecia lo mejor de todo el mundo.
En Madrid, Ricardo Sanz, quizá pensando que los postres no son su fuerte, se los encargó al gran Oriol Balaguer, un mago del chocolate. Aquí no son lo mejor, pero tienen buena presencia y rematan con discreción unos platos que ya se han convertido en un clásico nacional, por su maestría técnica, por su conocimiento de la tradición y por su altísima exigencia con los productos. Sólo conociéndolas, se pueden romper las normas.

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