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La bella tuerta

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La fórmula del grupo Tragaluz sería a la gastronomía lo que la llamada «airplane literature for smart people» a las letras, o sea, comida fácil que no haga pensar mucho, elaborada con productos apreciables y no totalmente carente de buen gusto, circunstancia a la que contribuyen decisivamente espacios bien pensados y sabiamente decorados. La apuesta por una clientela guapa y de alto nivel es otro de sus éxitos, si bien el más relevante de todos es el haber impuesto su estilo a la mayoría de los restaurantes que se abren en la actualidad y cuya característica más notable es que tienen todos la misma carta.

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A pesar de mis recelos con los logros de Tragaluz, no todos sus restaurantes se deben despreciar si lo que se busca es una comida sencilla y un entorno refinado. Yo mismo no desdeño, por ejemplo, Luzi Bombón el precioso –cuando le reparen los techos de moqueta- restaurante madrileño, donde me encantan las patas de cangrejo real, no tan fáciles de encontrar, y una buena variedad de cócteles. Los apreciadores también destacan sus ostras.

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El jamón es bastante bueno y las alcachofas fritas –un clásico de la casa y de la cocina catalana- son agradables.

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Como el producto es bueno y su cocina carece de alma, lo mejor es decantarse por preparaciones sencillas como el pulpo a la brasa o el chuletón, aunque los arroces con butifarra, calamares o verduras resultan sabrosos y están en su punto.

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También hay buenos –y baratos- quesos, todos ellos españoles y bien escogidos. Son una buena opción para el postre (un postre sin quesos es como una doncella hermosa pero tuerta, que decía Brillat Savarin…) al igual que los helados.

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Como se ve, todo es de calidad y sin problemas, olvidable pero agradable porque, no nos engañemos, comerse bien, bien, en este grupo, sólo en el Moo barcelonés, el que encargaron a los geniales Roca y donde se disfruta con resplandores –sólo destellos de un estrella lejana- de su magistral cocina, para muchos ¡la mejor del mundo!

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La muerte creativa

Mi gran pena al visitar la Tasca da Esquina, el lamentable establecimiento lisboeta de Vitor Sobral, fue que ya había publicado los peores de 2014, porque de lo contrario este habría sido su gran protagonista.

Sin embargo, Vítor Sobral pasó por ser, en los primeros años de este siglo, la gran esperanza blanca de la nueva cocina portuguesa. La avidez de éxito fácil, la falta de ideas o la incomprensión de sus paisanos, lo han convertido en un triste tabernero solo apto para turistas.

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El local es feo e inhóspito. Se compone de una barra flanqueada por cuatro mesas altas de las que se sale con olor a fritanga y el frío -o el calor- en los huesos, dada su proximidad a la puerta de entrada. La sala es aún peor porque consiste en una terraza prefabricada sobre una estrecha acera, en la que las mesas se encabalgan unas sobre otras.

La comida es llamada portuguesa, pero no es más que una versión trillada y triste de lo más popular y manido. Las lascas bacalao pretenden ser una deconstrucción, reseca e infantil, del bacalhau a brás. Patatas paja, bacalao desmigado y un huevo frito, que piden mezclar, dando origen a un engrudo bastante aterrador.

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Os ovos mexidos com farinheira son un clásico portugués que combina los huevos con un sabroso embutido, hecho a base de harina. Siempre están buenos, pero Sobral consigue cargárselos a base de un incomprensible sofrito de cebolla semicruda.

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En vista de tanto error, decidimos optar por la no cocina. El problema es que el plato de embutidos (enchidos) no es de gran calidad. Las carnes precisan de mayor curación y menor grasa. El chorizo es mediocre, el paio de lombo, colesterol en vena, y los fritos (farinheira y morcilla) una seria incongruencia.

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Quizá la opción más segura son los quesos (Niza, Serpa y Terrincho) aunque sorprende la tosquedad de sus corte y la torpeza de la presentación. Al menos, se sirven con una excelente mermelada de calabaza, lo único reseñable junto con

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otro clásico, el pudín abade Priscos, un denso y delicioso dulce portugués que aquí, sin embargo, se hace naufragar en una superflua crema de limón que, si quería aligerarlo, lo disfraza y transforma.

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Que sea malo y olvidable no quiere decir que no esté lleno -también es cierto que es diminuto-, sobre todo de turistas. Eso no sólo le lleva a insistir en estos caminos de la zafiedad, sino que le permite hacer dos turnos; pero como no se cabe, si uno está en la sala de la barra, pronto es invadido por esas multitudes de turistas incautos que se suben por las paredes y se arremolinan sobre nosotros y es que el espacio no permite más. La culpa la tiene alguna guía, como la Repsol que, dios sabrá por qué, le otorga, nada menos que dos soles. Para que se hagan una idea, las mismas que concede a A Feitoria (el segundo mejor y más elegante de Lisboa) o a Horcher, Ikea, El Bohío o a Miramar, quizá el mejor restaurante de la Costa Brava. Pero hay cosas peores, DsTAGE, la gran sensación madrileña y una estrella Michelin, solo merece uno…

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Estrella de México

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Que la cocina mexicana es una de las más ricas y variadas del mundo es algo más que sabido. La eclosión en el país de una excelente cocina burguesa, que tomó de lo español y de lo indígena aprovechando una enorme variedad de productos, permitió la creación de una gastronomía totalmente original y única. Alguien dijo que sólo en aquellos países en los que una fuerte burguesía se dedicó a cocinar, se consiguió crear una comida propia de verdadera altura, porque las clases altas estaban demasiado seducidas por la cocina francesa y las bajas, bastante tenían con sobrevivir y conseguir el alimento de cada día.

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Por esta excelencia, porque en Madrid nunca ha habido un gran restaurante mexicano – a pesar de los esfuerzos de Entre Suspiro y Suspiro– y por la moderación de los precios (esto ya es cosa del pasado), el éxito de PuntoMx fue inmediato. Ese fervor del público, que continúa, se ha visto respaldado con una estrella Michelin muy merecida, otorgada en el último reparto.

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Procedente de los fogones de una gran casa particular, el chef Roberto Ruiz, ha enriquecido su cocina con quesos y carnes españolas, pero sin dejar de ser absolutamente mexicano. El local es sencillo y sobrio, con apenas unos toques de barroquismo mexicano que sirven para contextualizar su cocina, pero que no la ahogan con colores chillones y estridencias innecesarias. La sopa de tortilla es excelente y con un leve punto picante que a nadie debe inquietar.

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El guacamole es un imprescindible de esta casa y se prepara ante el cliente, que puede solicitar más de sus acompañamientos y condimentos (cilantro, chile, cebolla, sal y limón), por lo que es imposible que no esté a su gusto. Por eso, y por la bondad de todos sus componentes. El punto de picante en que lo sirven es suave y moderado.

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Todo lo contrario que las enchiladas de carnitas de pato con salsa de pipián verde, un hermoso plato de color brillante, al que el sabor del pipián da un toque potente que combina perfectamente con la rotundidad del pato. Los sensibles al picante deberían abstenerse.

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Los tacos de chorizo verde, queso San Simón y salsa molcajeteada (hecha en molcajete, el mortero de piedra volcánica que usan los mexicanos para machacar) de chiles toreados, tienen un delicioso sabor a chorizo convencional pero, en este caso, a uno desconocido para nosotros porque es verde, gracias al uso en su condimentación de diferentes chiles. El acompañamiento del excelente queso gallego elegido es todo un acierto y es tan delicioso como la salsa del molcajete.

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Lo mismo sucede con los tacos de buey gallego con salsa norteña. Aquí predomina el sabor de una carne sobresaliente, madurada durante noventa días y cuya intensidad aguanta perfectamente la salsa que los enriquece.

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No es fácil encontrar, ni siquiera en México, el tuétano asado, al menos uno tan excelente como este. También se come en España, pero aquí le faltan las tortillas o algún aditamento que le reste grasa -ya lo comentamos al hablar de La Tasquita de Enfrente– por lo que resulta demasiado empalagoso. Por eso aquí, la mezcla con la tortilla y la ensalada de hierbas lo aligera y mejora notablemente, convirtiéndolo en un plato sobresaliente.

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Para acabar hay algunos postres, pocos, pero es que ese es el punto más flaco de esta cocina llena de sabores y matices, pero de pocos dulces notables. La cajeta (dulce de leche) en tres texturas es agradable, pero sólo apta para los muy golosos porque es tremendamente empalagosa y ello a pesar de estar suavizada por polvo de pistacho, obleas crujientes y una crepe.

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Así acaba una excelente cena en un lugar imprescindible, el único mexicano con estrella de Europa, un maravilloso embajador de su cocina, con servicio abundante y profesional y multitud de detalles que justifican un elevadísimo precio.

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El chico de oro

Es sabido que Lisboa es una hermosísima ciudad narcotizada por sus encantos letales. Una bella displicente que, abrazada por un río y coronada de luces difusas, parece parada en el tiempo. Las bellas como Roma, Sevilla o Lisboa sucumben a sí mismas, como Narciso a su imagen.

Si en algo se nota esa parálisis es en una cocina que no ha podido evolucionar, porque un público ensimismado parece impedirlo. Vítor Sobral y Miguel Castro lo intentaron denodadamente y ambos acabaron de taberneros, el primero excelente en su De Castro Flores, el segundo patético en su horrísona Tasca da Esquina.

José Avillez, «o menino de ouro» parece estar consiguiéndolo. Quizá ha llegado en el momento justo de protagonizar una evolución tan interesante, como cauta. Ha aprendido con muchos de los grandes y hasta convirtió en diario -publicado por un importante periódico- sus prácticas en El Bulli. Lo sigo desde Cem Meneiras donde ya practicaba una cocina muy interesante. En Tavares, un bellísimo restaurante de 1784, eternamente malo y que como Lhardy, Simpson’s o Le Grand Vefour, vive de glorias pasadas, Avillez tuvo logros relevantes, pero solo en Belcanto, su propio proyecto de alta cocina, ha alcanzado la madurez creativa.

Que nadie piense que se atreve con la vanguardia o que su modernidad es atrevida, porque aqui se utilizan técnicas que en España se practicaban hace quince años y ahora se ultilizan hasta en bodas de toda laya, v.g. las esferificaciones de aceitunas. Sin embargo, su talento es mucho y su técnica excelente. También su sensatez es encomiable pues sabe que esta cocina resulta revolucionaria para su Lisboa, antigua -muy antigua- y señorial, como decía el fado.

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La librería retroiluminada que decora la sala esconde una frase de Pessoa* -«para ser grande, sé íntegro»- que yo sustituiría por otra más de baratillo emocional, coaching style, para ser durable, sé adaptable.

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Los aperitivos, coloridos y conocidos, comienzan con una bola de ginginha, el popular licor lisboeta a base de guindas, que estalla e la boca.

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Siguen con las aceitunas en tres texturas: tempura, esferificación y Martini al revés, una interesante propuesta de zumo de aceituna que esconde una bola de ginebra. Todas estas preparaciones ponen de relieve su altura técnica y la imitación de su gran maestro Adriá.

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La reinterpretación de clásicos aperitivos portugueses (zanahoria con Oporto y almendras, empanadilla (rissol) de gambas y bombón de higadillos) no pasa de rutinaria y corriente, pero rinde un tributo moderno a lo muy anticuado.

La mariscada con algas y agua de mar es un plato hermoso, elegante y con un sabor intenso, más de nadador que de gastrónomo, pero por eso entusiasma. La composición es perfecta aunque es demasiado parecida en el fondo y la forma, a la moluscada de Paco Roncero, así que, o lo idearon juntos, o creemos en la casualidad creativa o uno copió al otro…

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Mariscada. José Avillez

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Moluscada. Paco Roncero

Las cigalas con tuétano, tendón de ternera y espárragos blancos también me recordaron a las de Ramón Freixa, pero son una inteligente combinación de crustáceos y esencias cárnicas, un delicioso mar y montaña de intenso sabor.

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De parecida intensidad y gran barroquismo es un excelente carabinero con puré de castañas, hinojo, cardamomo, setas y ralladura de piña verde, un plato opulento, de ingredientes difíciles que, sin embargo, no enmascaran el marisco y cuyos sabores armonizan con gracia. Una gran creación.

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El salmonete es también una pieza de gran calidad y sabor que se aliña con una salsa a base de su propio hígado (si lo llamamos foie parece menos bestia, ¿verdad?) y esferificaciones de una salsa verde de cilantro, pura esencia de almejas bulhao pato, las excelentes almejas portuguesas en salsa de ajos y cilantro. No hará falta decir que el sabor es fuerte y atrevido y que quizá no es este lugar para amantes de sutilezas.

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Llega la carne y es otro plato de belleza deslumbrante, el cubismo desordenado de cordero según lo llama, un tierno trozo de carne, acompañado de puré de calabaza, castañas y hasta una bolita de steak tartare, una auténtica belleza de circulitos de colores, deudora de Sonia Delaunay, pongamos por caso…

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Las variaciones de mandarina refrescan maravillosamente después de sabores tan intensos y mezcla helado, tierras y una perfecta bola de pasta de mandarina, ejemplarmente ejecutada y que resulta deliciosa.

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Él la pone en su menú del desasosiego (demasiada facilidad Pessoa’s style) y en otros varios, frente al pastel de nata, porque siendo este de excelente sabor, resulta mucho más ramplón.

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Exactamente igual que las mignardises que, como los aperitivos portugueses, cubren el expediente pero desmerecen de tanto talento.

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El servicio, los panes y la decoración son excelentes, por lo que cuenta ya con dos estrellas Michelin, muy merecidas y que, ojalá un día -hoy lejano- se conviertan en tres. Lisboa y yo lo agradeceremos.

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*Põe quanto És no mínimo que fazes
Para ser grande, sê inteiro: nada
Teu exagera ou exclui.

Sê todo em cada coisa. Põe quanto és
No mínimo que fazes.

Assim em cada lago a lua toda
Brilha, porque alta vive

Ricardo Reis, in «Odes»
Heterónimo de Fernando Pessoa

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Estrella (al)Boreal

Recomiendo llegar a Álbora paseando lentamente desde Serrano. La calle Jorge Juan está plagada de elegantes edificios decimonónicos y habitada por algunas de las más refinadas tiendas del mundo, constituyendo una especie de mini Ortega y Gasset. Pero no todo es moda, también proliferan los restaurantes sin alma, arracimados en una especie de gran infierno de un Dante más gastronómico que lírico. Para su suerte, este excelente y discreto local, se encuentra pasado Velázquez, en un lugar en el que ya es imposible ser confundido con esos restaurantes divinizados por un público vulgar y condenados por el buen gusto.

El talante de su chef, David García, es igualmente discreto, lo que le ha hecho huir de las alharacas de los festivales y de las traicioneras asechanzas de la fama fácil. Quizá le haya influido uno de sus grandes maestros, uno de los cocineros que más admiro, el semiinvisible Joseán Martínez Alija, el mago que ha hecho del restaurante del Guggenheim (Nerua) un logro a la altura de tan impactante museo. Todo en silencio y con tan sólo (¿tan sólo?) trabajo y tesón.

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Por eso, a muchos sorprendió la concesión de una merecídisima estrella a este restaurante no tan famoso y muy alejado de ese eje del mal que domina en Jorge Juan (y Ayala…). Todo partió de una idea alrededor del jamón –el incomparable Joselito– y las conservas. Desde ahí ha crecido un excelente y bonito restaurante-bar con grandes alturas de techos, moderadamente moderno y que, obligando a pensar, no supone grandes esfuerzos mentales y gustativos, porque todo se concentra en una renovación sin estridencias. También hemos de agradecer cierta moderación en los precios, prueba de la cual es el menú degustación que voy a describir y que cuesta 48€, menos de lo que vale.

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Todo empieza con una zamburiña con pomelo de la que no hay que asustarse porque siempre le hemos puesto limón a los mariscos y pescados; aquí es lo mismo, pero jugando sutilmente con el ácido amargor del cítrico crujientemente presentado.

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La sardina con parmesano, sopa de melón e hinojo, parece a simple vista un bello plato y un error de concepto pero una vez probado, se descubre que no lo es. Sigue siendo bello, pero la mezcla de la sardina ahumada -que combina con todo- y el parmesano queda perfectamente tamizada por el frescor del melón. Un plato tan refrescante como excelente, aunque ahí está justamente su debilidad, porque servir platos refrescantes con un frío invernal no parece una opción muy sensata.

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El huevo asado con consomé de garbanzo y bacalao es sencillamente excelente. El sabor del caldo es poderoso y perfecto para invierno, mientras que el toque de patata da consistencia al plato que es ligero y fuerte a la vez.

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El lomo de merluza con majado de almendra y emulsión de tomate es una receta tan suave que permite que el sutil sabor de la merluza –que con cualquier cosa se estropea- resalte sobre todos los demás, cosa muy de agradecer porque es realmente una pieza excepcional calidad.

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Para acabar, la amabilidad del maitre permitió cambiar carrillera por lomo de ciervo asado con pera rellena de foie gras y ragú de calabaza y setas, un plato excepcional. Como en la merluza, la materia prima y protagonista se toca poco, lo justo para darle un perfecto punto de cocción y unos acompañamientos originales, acertados y sabrosos.

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Nada que objetar a la torrija caramelizada con helado de anís. Hasta se puede decir que está entre las mejores de Madrid. El problema es ese, su asfixiante banalidad, porque bien parece que ya no hay carta que no la contenga. Cuando algo se pone de moda, sea la pizarra para servir los platos o la carrillera, el huevo a baja temperatura o la torrija en ellos, todo el mundo se suma alegremente, provocando cansancio en el comensal que demanda cosas diferentes.

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Estamos ante un gran restaurante lleno de posibilidades para crecer aún más. Por eso sólo hay que pedirle qie persevere pero, sobre todo, que transite por caminos distintos, huyendo de la banalidad de hacer como otros -aunque lo haga mucho mejor- para así ser popular. Dejemos eso para los locales sin alma del eje del mal… comer.

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