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La dama del espejo

O amor é que é essencial.
O sexo é só um acidente.
Pode ser igual
Ou diferente.
O homem não é um animal:
É uma carne inteligente,
Embora às vezes doente*.

Fernando Pessoa

Escribir sobre la Bica do Sapato es hacerlo de poesía, de cine y por supuesto, de Lisboa, lo que quizá sea decir lo mismo, porque tal ciudad es una bella y evanescente dama, herida de poesía, que se mira en un río como en un espejo, ese Tajo -o Tejo- que es una presencia tan ubicua que cuando desaparece, se sueña. Toda Lisboa es un cauce de aguas espejeantes bruñidas de plata y hasta sus aceras son ondulantes, como si fueran olas de piedra.

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La Bica do Sapato es todo río, aunque su historia empezara lejos de él, en la parte más alta y árida de la ciudad, la del inhóspito Bairro Alto, un dédalo de calles oscuras y amenazantes sólo apto para amantes de Chueca, Malasaña o Lavapiés. Pero lo que lo diferencia de todas es que esconde, aunque sea un secreto a voces, el más famoso restaurante de la ciudad, Pap’ Açorda, el mismo que embrujó a John Malkovich que tan cautivo quedó que casi lo quiso para sí, aunque se hubo de conformar con asociarse con sus incansables, laboriosos y discretos propietarios en un sueño gigante, la creación de este espectacular y carísimo proyecto, todo bañado de río.

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Corrían los 90, una época de euforia portuguesa, seguramente la única en que Portugal contrarió a José Gil y dejó su miedo a existir, años de locuras constructivas que recordaban a las del muy saramaguiano convento de Mafra (Memorial del Convento). Y O Convento, era justamente el título de la película que trajo a Lisboa al gran Malkovich, todo de la mano de ese anciano que aún sigue siendo un vanguardista desconcertante, un moderno exquisito e incomprendido y que no es otro que el sagrado Manoel de Oliveira.

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Así que todo cuadra y todo se alinea para que, en 1999, cayendo ya el siglo y recobrados los oscuros pánicos del milenarismo, abriera este restaurante que incluso crea leyendas urbanas: sobre su precio, sus clientes, sus historias de interior…

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Lo que cuenta es que el genio empresarial de José Miranda y Fernando Fernandes convirtieron un galpón del puerto en un asombroso contenedor de historias, hecho a base de techos de cinco metros -para que los sueños tengan espacio para volar-, terrazos colegiales y lámparas flotantes que son pequeños ovnis, pero también libélulas multicolores y ramos de flores.

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Tan impresionante espacio -más neoyorquino que europeo- permite que toda esa diafanidad sea interrumpida por una entreplanta sobre la barra, que es un sushi bar y se une al resto por el majestuoso cono de acero de una chimenea gigantesca que, desde el piso bajo, atraviesa su suelo.

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Y todo ello de bruces sobre ese nutricio río, por el que bogan lentamente grandes navíos que lo engalanan con sus colores prestando a la Bica un escenario de aguas y sueños.

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Que la comida sea acompañamiento adecuado de tanta belleza es ya un logro reseñable. No se corresponde con la modernidad del local porque, hoy por hoy, esa palabra nunca puede ir en la misma frase que cocina portuguesa. Sin embargo, hay un disimulado intento de aligerar recetas tradicionales, de adaptarlas a la actualidad y eso ya es un gran mérito en tierras de integrismo gastronómico.

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Vale la pena empezar con los excelentes cócteles «low cost», entre los que destacan un perfecto Dry Martini y una potente Margarita.
Las croquetas llegan tiernas y crujientes, en una variada mezcla: de alheira, el gran embutido portugués, quizá el mejor y más elegante del mundo, de camarones y algas, de bacalao y de ternera, estas dos últimas las madres de todas las croquetas portuguesas que, oh sorpresa, se preparan sin bechamel, por lo que resultan demasiado potentes.

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Las sardinas están deliciosas y son tan de estas tierras que según una gran amiga, son el más autóctono de los platos portugueses. Con permiso del bacalao, le digo yo. Sin necesidad de nacionalizar tan mediterráneo pescado, en Portugal es un plato imprescindible y su calidad es sobresaliente. Aquí se sirven sobre broa de milho, un pan de maíz que poco les aporta pero que es un delicioso guiño a la cocina popular, que siempre las ha servido sobre una rebanada de pan.

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El bacalao escalfado en aceite virgen sobre bacalao a braz es otra inteligente reinterpretación de ese plato que en España conocemos como bacalao dorado y que no es otra cosa que huevos revueltos con bacalao, cebolla y patatas… paja. He ahí el secreto. El bacalao confitado aligera la receta llevándose con él todo lo que de graso y empalagoso puede tener el braz.

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El pernil de cerdo confitado se parte, como debe ser, apenas con el tenedor y su carne, brillante y suculenta, es deliciosa, tanto como la excelente guarnición de garbanzos machacados con espinacas y brécol. Hay que decir que las recetas de la Bica casi siempre destacan por su amor a las verduras y a la cocina saludable.

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La empada de pato es otro de los clásicos de la cocina portuguesa. Me gusta mucho más la de perdiz, más refinada y sutil, pero no es época y otras veces, tampoco momento, ya que se convierte en un plato verdaderamente caro. Así que la alternativa del pato es más que buena. Esta es más harinosa que hojaldrada, pero es una opción popular y totalmente aceptable por mucho que seamos legión los que preferimos la otra versión.

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Si las verduras y la ligereza en las preparaciones siempre se cuidan, el extremado mimo va hacia los postres. Aún recuerdo la memorable crème brûlée de Earl Grey, con su intenso sabor a tan especiado té, pero sigue habiendo buenas opciones: la tarta de queso exótica con helado guayaba es suave y llena de sabores frutales y el helado que la acompaña es pura fruta helada.

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Para chocolateros como yo, la tarta de mousse de chocolate es buena elección porque no lleva harina ni otros añadidos. Sólo una excelente mousse, cubierta de láminas de chocolate negro crujiente y que recuerda la excelente de Pap’ Açorda, una espesa y fuerte crema que se sirve de un gigantesco balde con cucharón de madera, algo así como la marmita de Obelix pero post conquista de México.

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Hay mucho más, pero no hay que contarlo todo porque quizá baste con dejarse abrazar por el río y mecerse a su albur, observando los barcos y soñando con el vecino mar. Exactamente como todo empezó en esta tierra que le regaló a Europa la otra mitad del mundo.

*El amor es lo esencial.
El sexo solo un accidente.
Puede ser igual
O diferente.
El hombre no es un animal:
Es carne inteligente,
Aunque a veces enferma.

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Vanity Fair no es sólo un libro (ni una revista)

Quien sólo va a un restaurante a comer no debería seguir leyendo esta entrada porque hoy, nuevamente, vamos a hablar de los watching people, o sea, de restaurantes a los que se va a ver y/o ser visto. Ya lo hice cuando me ocupé de Otto, lugar en el que además se come razonablemente mal.

Sin embargo, aún no había escrito sobre el rey indiscutible del watching people, no un restaurante, sino toda una cadena símbolo del petardeo universal. Se trata de Cipriani, una marca ya global y que en España sólo tiene sucursal en Ibiza -¿existe otro lugar más narcisista y desmesurado?-, aunque pronto abrirá en Madrid. Veremos qué pasa allí porque no sé si en la capital hay tanta gente joven, guapa, elegante y cool como para llenarlo cada día.

IMG_0666.JPGCipriani Downtown Miami

El de Ibiza se parece a otros, pero más al de Miami y sus elegantes silloncitos de piel blanca ribeteada de azul, alternan con grandes paredes de madera color caramelo y arañas de rutilante cristal de Murano. La única diferencia es que aquí la gente es aún más joven, se muestra más desvestida y que, como todo en la isla, es semiabierto. También es distinto, en esta ciudad de la informalidad exagerada, el buen servicio, comandando por un elegante y otoñal italiano que es calcado de todos los maitres de la cadena.

IMG_0662-0.JPGCipriani Downtown Ibiza

Es caro y muchas de las raciones son minúsculas, como en todos, pero sirve numerosos platos italianos, de variado origen, cocinados sin complicaciones y los mejores Bellinis del mundo. Al fin y al cabo, ellos son los inventores de esa deliciosa bebida hecha con espumoso Prosecco (mejor champán) y un suave zumo de melocotón.

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También lo son del carpaccio, ambos creados en la casa madre, donde todo comenzó, el Harry’s Bar de Venecia, toda una institución en la ciudad, algo así como el San Marcos de los fetuccini.

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Con estos antecedentes, lo mejor es optar por el producto, como por ejemplo una tiernísima y deliciosa tagliata o una ensalada de cangrejo real, toda frescura y sabor, gracias a un crustáceo que resulta delicioso incluso cuando es de lata. El afamado helado de vainilla es una delicada bomba calórica, un torpedo de nata con un leve toque de tan preciada orquídea (es verdad, de ahí sale ese sabor). También están buenas las alcachofas, sabroso el pollo a la cazadora y notable el spaghetti vongole, pero ¿a qué engañarnos?, aquí hay cosas más importantes. Por eso, llevo años preguntándome cómo consiguen en todos y cada uno de sus restaurantes el mejor ambiente del mundo.

Es conocida ya la ajetreada noche que protagonizaron este año Justin Biever y Orlando Bloom, ambos con el corazón partío por Miranda Kerr, pero en Cipriani, en cualquier momento, sucede lo increíble, como que una menudita chica rubia, más bien corriente, llame a su guardaespaldas, al que tenía de pie derecho y a palo seco entre una columna y una palmera, para que exija a una respetable dama que no le hiciera fotos, siendo lo más jocoso que ni la dama se las hacía, ni nadie sabía quién era la paranoica celebridad. Lo puedo contar porque pasó en mi mesa.

IMG_0663.JPGCipriani Downtown Ibiza

En Nueva York, en el de siempre, nada de Soho por favor, encontré una vez a Tom Wolfe todo vestido de blanco y tocado con un elegante borsalino del mismo tono. Otra comí junto a Al Fayed que no compareció hasta que todos los platos estuvieron dispuestos sobre la mesa.

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En el de Venecia, el histórico Harry’s Bar, vi el mismo día, durante la Bienal, a un amable y huidizo Elton John (la prueba aquí:)

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y en el piso de abajo, en la parte innoble, a Ira de Fustenberg con la mitad de los Hohenloe. También hubo una vez en que tomé Bellinis en la barra con la duquesa de Kent y otra más en la que una gran principessa descendió de una Riva, displicente y cargada de joyas, en el muelle del Harry’s Dolci, envuelta por la neblina y enmarcada por la más bella de las vistas de Venecia, aquella que se contempla desde la Giudecca. Estuve con todos ellos y, seguramente, con muchos otros famosos a las que nadie conoce, como la de Ibiza, pero ¿quién da más?

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Harry’s Dolci (Venecia)

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El castigo de la audacia

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La Praça da Alegria es, como su nombre indica, una plaza. Umbrosa y recoleta, escondida y silenciosa, es vecino del elegante barrio de Príncipe Real, el de los Palacios decimonónicos y las caprichosas construcciones de estilo morisco o veneciano. Aquí, sin embargo, los palacetes se mezclan con las casas destartaladas, los desconchones con los azulejos de colores, la ropa tendida en las ventanas con fuentes rumorosas y la piedra y el mármol con el verdor de árboles centenarios y frondosos de nombres imposibles: tilos plateados, acacias bastardas, palmeras barrigudas…

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En tan singular entorno es donde asienta sus reales un buen cocinero, Miguel Castro y Silva, promesa frustrada de la cocina moderna portuguesa y víctima del tradicionalismo de sus compatriotas. Después de haber creado el espléndido Bull & Bear de Oporto, se cansó de la incomprensión norteña que lo hallaba casi revolucionario, cuando no pasaba de tímido heredero de la nouvelle cuisine en una época en que Adriá ya lo había revolucionado todo. Baste decir que su mejor cliente era un importante empresario que sólo pedía -para consternación del cocinero- su excelente y tradicional curry de gambas consiguiendo, con su fuerte personalidad, que todo el local hiciera lo mismo.

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Con tan triste panorama buscó nuevos horizontes en Lisboa donde no ha tenido más suerte pero al menos ha conseguido regentar uno de las mejores gastro tabernas de la capital, De Castro Elías. Con De Castro se mantiene fiel a esa línea si bien este nuevo restaurante, sencillo y coqueto, abierto a la plaza y abrazado por los árboles, mejora mucho en estética y tamaño.

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La cocina es excelente aunque, como gato escaldado, del agua huye y no arriesga un ápice. Todo se basa en recetas tradicionales portuguesas, la mayoría del norte, pero elaboradas con un producto sobresaliente y una técnica impecable que abomina de las grasas, las cocciones prolongadas y las frituras a la antigua. Además, se puede comer espléndidamente por 20€ un menú suculento y enorme. El que sigue:

Comienza con una delicioso bacalao confitado, en su punto de salazón, alegrado con tomates secos, cacahuetes y una tan sencilla como impecable ensalada verde. No desaprovechen su frescor porque el siguiente plato, los huevos revueltos con embutidos es contundente. Los huevos se cocinan lentamente para darles una consistencia cremosa y perfecta y entre los embutidos, picados de modo minúsculo, destaca el rey de los «enchidos» portugueses, la deliciosa alheira, longaniza inventada por judíos conversos que la rellenaban de diferentes carnes de caza para que pareciera que comían cerdo sin hacerlo.

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Aunque después lleguen nuevas verduras, no hay que engañarse porque están rebozadas como mandan los cánones del mas tradicional plato lisboeta los «peixinhos da horta», tiernísimas judías verdes rebozadas del mismo modo que si fueran pescaditos. Al igual que los buñuelos llegan esponjosas y sin gota de grasa.

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Después más engañosa verdura y más tradición: los huevos escalfados con guisantes, una preparación muy parecida a los desaparecidos (con la opulencia) huevos al plato o como convertir un plato de verduras que podría ser muy light en un guiso hipercalorico y rico en grasas. En grasas y en todo porque se trata de una receta deliciosa y antigua.

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El pulpo asado no estaba incluido en el menú pero lo pedimos porque la camarera no quería que nos quedáramos con hambre ya que el menú era teóricamente para dos y comíamos tres. Fue amable pero se ve que es una gran comedora porque no hacía ninguna falta dada la potencia y tamaño de todos los patos. No obstante valió la pena porque estaba maravilloso en su simplicidad. Tan sólo un poco de aceite y pimentón y el acompañamiento de unas patatas asadas muy tiernas y un poco de repollo salteado. Eso si, la conditio sine qua non es que cada ingrediente sea de excepcional calidad y frescura.

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Para acabar el menú degustación, lo menos conseguido, unas buenas costillas de ternera acompañadas de un arroz al horno que, siendo normalmente fuerte y sabroso, en esta preparación resulta sorprendentemente insípido y flojo.

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Menos mal que aún es tiempo de resarcirse con una de las grandes creaciones de este chef, la tarta de chocolate sin harina, un extraordinario pastel de chocolate negro de texturas crujientes, cremosas y jugosas a la vez.

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Una visita que por todo lo dicho merece la pena, más un bistro que una tasca, lo que es muy recomendable en esta ciudad donde aún abundan los antros con el frigorífico en la sala, escaparates, como bodegones flamencos, en los que animales muertos muestran sus interioridades e iluminaciones a base de tubos de neón que hacen parecer a los comensales parientes de los cadáveres del escaparate.

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La noche de las cúpulas doradas

La Santísima Trinidad de los cocineros madrileños está formada por Roncero, Freixa y Muñoz. Sé que lo he dicho muchas veces, pero no está de más repetirlo nuevamente, especialmente tras mi última visita a La Terraza del Casino y gozar con la brillante cocina de un Paco Roncero pletórico de vitalidad, madurez y creatividad. Domina la técnica, muchas técnicas, posee un barroco sentido estético y ha alcanzado una madurez encomiable. Si a ello le añadimos que en verano, su imaginación se traslada a la azotea del casino, la más bella de Madrid, el placer alcanza a todos los sentidos porque hasta se ocupa de que un dúo de piano y flauta redondeen sonoramente su obra.

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Rodeados por los más elegantes y afamados torreones de Madrid, obras decimonónicas de bronce y cobre, refulgentes con el brillo del tardío atardecer; observados por las inmóviles cuádrigas que rematan el antiguo banco de Bilbao, deleitados con los humildes tejados del barrio de las Cortes y deslumbrados con el dorado resplandor de la cúpula del Teatro Álcazar, nos instalamos en un recinto mágico desde el que contemplar los pictóricos cielos madrileños. Una estampa que convierte a este restaurante en el lugar más bello, romántico y cautivador del Madrid estival, una ciudad encantada de noches cortas y tan cálidas, que se cortan con un cuchillo.

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Hay que luchar por una de las mesas de la primera fila, para otear desde allí tan bello horizonte, y dejarse guiar por el excelente jefe de sala, Alejandro Rodríguez, que Roncero «robó» a Ramón Freixa y que dirige un pequeño ejército de camareros que funciona a la perfección, extremo trascendental cuando el menú se compone de dos decenas de platos.

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Todo empieza con un delicioso ginfizz, al que misteriosamente llaman gintonic, animado con nitrógeno líquido, yuzu y lima, además de con un bonsai bajo el que se esconden unos frutos de Campari que estallan en la boca y que son mezcla de naranja y Amaretto. Llegan después algunos de los aperitivos clásicos de Roncero, como la mantequilla de aceita, el que menos me gusta por su exceso de grasa, y los filipinos, una excelente mezcla de dulce y salado, de chocolate y foie.

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o los moshi de queso de cabra y membrillo que también juegan con las texturas de lo sólido y lo líquido haciéndoles parecer una burrata en miniatura.

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Sensacionales las fragilísimas tostas de guacamole y arenque cuya delicadeza hace que se quiebren entre los dedos, lo mismo que los huevos fritos con patatas y chorizo, un pequeño buñuelo, cuyos sabores se funden a la vez en la boca, precediendo a una ligerísima tortillita de camarones que gusta incluso a los que no amamos esta preparación tan empalagosamente grasa. Esta no lo es y su toque de crujiente levedad la hace perfecta

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aunque el mejor de los aperitivos llega el último y también pleno de sensaciones fuertes y crocantes, el pato laqueado, mucho mejor conseguido que en los mejores chinos. Una verdadera delicia que sabe a muy poco.

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Algo tan sencillo y cotidiano como el gazpacho se transforma aquí en una esfera helada y cremosa que oculta la suntuosa y deliciosa carne del cangrejo real, un plato que sabe a lo que tiene que saber porque se disfraza en las formas pero respetando el fondo.

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El caviar con almendra fresca es una mezcla deliciosa y que no necesita de mucho más. Con ella empiezan los intensos sabores del mar.

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La moluscada parece un fondo marino y su transparente y luminoso caldo frío encierra en un sólo un sorbo un intenso sabor a moluscos, a salitre y a día de mar, características que se repiten en los sabrosos ñoquis al pesto con sepietas, un plato de fusión inteligente porque la mezcla de la albahaca con el molusco es refrescante y perfecta.

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La hierba aromática es el enlace perfecto con una de las grandes sorpresas del menú, una caja llena de verduritas en miniatura que «crecen» en una tierra que es salsa tártara suavizada con unas crujientes y terrosas migas. Diminutos espárragos, pequeñas zanahorias, tomatitos tiernos, brécol y coliflor en miniatura, crocantes endivias que alegran y relajan el paladar de tanto sabor intenso y lo preparan para la recta final

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que empieza con una paella de aceite y espuma de limón que, jugando con granos reales y falsos, de aceite o arroz frito mezclados con la espuma de limón, nos trasladan a las recetas de los chiringuitos levantinos a través de sabores conscientemente populares.

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Todo creador tiene su fase de descanso mental o su fatiga intelectual y esa le llega a Roncero con un lenguado a la menieure que, siendo bueno, inalcanzable pata otros, está por debajo de sus otras creaciones.

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Quizá es culpa suya por poner el listón tan alto. Quizá es un paso atrás para recobrar el impulso que se alcanza con un excelso costillar de waygu con yuca y dátiles, una carne tierna, sabrosa, muy jugosa y con un punto perfecto.

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Con el primer postre llega el delirio de la fantasía y la creatividad con un fanal que contiene una bellísima rosa roja pero que no es una rosa cualquiera, ni siquiera aquella de Juan Ramón -«no le toques ya más, que así es la rosa»- porque esta exige ser tocada. Y… mordida. El comensal, atónito, no sabe si se trata de una broma, porque la flor es auténtica y aromática pero esconde entre sus pétalos centrales otros insertados con mimo y pericia y que son manzana teñida.

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Poco importa que no sea mucho más. El impacto visual, la sorpresa y la perfección del plato justifican toda una cena que ya perecería acabada pero aún hay más y no se sabe si elogiar una tarta de fresas deconstruida cuyos componentes saben a infancia y nata montada o la mezcla de texturas y sabores de la manzana y el yuzu.

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Han sido veinte aperitivos y platos y aún faltan los originales chocolates (aceite, mojito, pimienta, jerez, etc) servidos en una gran caja de cristal, como las de los cuentos.

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Así acaba una cena excepcional y comienzan los recuerdos, porque el gran mérito de la cocina moderna es que nos hace jugar y soñar, recordar e imaginar. Y conseguir, como las flores de Wordsworth, que la belleza subsista en el recuerdo.
Estoy muy de acuerdo con las tres estrellas Michelin de David Muñoz, astros que premian el riesgo, el tesón, la vanguardia, el talento y el discurso gastronómico inteligente, pero por todo eso y alguna cosa más, Roncero también debería poseerlas.

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¿Ha nacido una estrella?

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Oporto, la Invicta, es una ciudad discreta, pequeña y muy elegante, un espacio en el que se mezclan a la perfección tradición y modernidad, clasicismo y amor por el diseño de vanguardia. Por eso, no es extraño que su más ilustre hijo, Álvaro Siza Vieira sea el más importante de los arquitectos portugueses y uno de los grandes del mundo, un mago de la luz y de los espacios diáfanos cuajados de claridad; también maestro de la sencillez y de la elegancia discreta, cosa muy destacable en tiempos de arquitectos estrella ávidos de espectacularidad y fama. Desde el principio destacó por su genio y esa maestría se refleja ya en sus obras juveniles y de pequeño formato.

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Seguramente la más conocida de todas ellas es la Casa de Cha da Boa Nova (Leça da Palmeira, Oporto) un asombroso pabellón construido entre las rocas y muy cerca del mar, todo madera, piedra y cristal, una joya de luz y sencillez. Orientado al oeste recoge en sus grandes ventanales los últimos rayos sol, permitiendo disfrutar de los más bellos crepúsculos que pueda imaginarse.

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A pesar de ser visita obligada para los amantes del buen gusto, nunca ha destacado por nada más que por su arte, a pesar de ser salón de té-restaurante desde el principio. Su imparable decadencia hacía presagiar lo peor, hasta que su reciente y brillante restauración le ha devuelto un esplendor que ahora se pretende también gastronómico.
Para ello se ha encargado del proyecto el más famoso de los cocineros portuenses, Rui Paula, un hombre hecho a sí mismo y que, con extremada prudencia, pretende modernizar sutilmente la anquilosada cocina portuguesa.

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Para esa incierta labor no podía encontrar mejor lugar, porque la Casa de Cha sigue manteniendo desde los años sesenta su impresionante y discreta modernidad, encumbrada ahora a ese clasicismo que sólo confiere el paso del tiempo. Y eso es justamente lo que hace Rui Paula, una cocina tradicional modernizada, un ejercicio trasnochado en muchos países, pero pseudorevolucionario para Portugal, la tierra del tradicionalismo gastronómico. Ahí radica su gran mérito.
El menú Tierra y Mar plasma a la perfección ese empeño discreto que intenta no escandalizar a los tradicionalistas; tan sólo sorprenderles levemente.

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Comienza con unos aperitivos divertidos y sin complicaciones entre los que destaca el excelente cornete de tartar de atún y guacamole. Después llega un suculento lomo de sardina que se acaba de ahumar en la mesa por medio del recipiente en el que se sirve y que expande humo y aromas por doquier.

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El foie está, como era moda en los noventa y aún lo hace Comme Chez Soi, envuelto en frutos secos, pero tiene buen sabor y el acompañamiento de uvas embebidas en cachaça es original y fresco.

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El carabinero es una pieza excelente, plena de sabor y perfecta de punto, pero el plato incurre en uno de esos frecuentes errores -la mezcla sin sentido- de la llamada cocina moderna,  en la que lo que funciona bien es genialidad y el resto experimentos absurdos, porque servir este crustáceo con un guiso de judías con chorizo (feijoada) es un riesgo que roza el disparate y nada aporta al marisco.

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La lubina con vieiras, pepino de mar y algas es todo lo contrario, una mezcla poco arriesgada pero sumamente afortunada en la que los diferentes sabores se realzan mutuamente y todos los elementos gozan de un perfecto punto de cocción.

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Con el canelón de bacalao con puré de garbanzos volvemos a disfrutar de un plato original y vistoso que reinventa unos de las recetas más populares y sencillas de Portugal, el bacalahau com grao de bico. El bacalao en tajada y en brandada se juntan aquí con la legumbre, convertida en un leve puré que sustenta todos los ingredientes. La pasta del canelón es suave y envuelve en tiras a un bacalao hecho crema.

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Las carnes son de tan gran calidad como de escaso riesgo. La ternera es suave y tierna y se sirve en un punto rosado perfecto. El acompañamiento de tupinambo, comida de ovejas hasta que el hambre de las guerras se la descubrió a las personas, es correcto y seguro, aunque quizá una sorpresa en Portugal donde apenas se usa aún.

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El cochinillo es sobresaliente. La piel está sumamente crujiente y en su grado justo de rigidez, con muy poca grasa, tan perfecto como el de la carne. Ya es momento de decir que Rui Paula da el punto justo a cada cocción y lo que le falta de audacia lo compensa con buenas técnicas tradicionales.

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Cuando ya casi han pasado tres horas interminables, aparecen unos quesos que son abrumadoramente corrientes en un país de lácteos variados y únicos.

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Los postres son mucho mejores y evocan la elegante sencillez del Siza del que hablábamos al principio. El chef hace grandes creaciones con las frutas más sencillas. Así la fresa, la cereza y la almendra (esta en helado) es un postre bello, humilde y elegante.

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Lo mismo se puede decir del más complejo que forman los higos, las frambuesas y los pistachos, construido en diferentes texturas a base de helados, gelatinas, espumas y esponjas, además de excelentes gajos de higo fresco.

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Resumiendo, la Casa de Cha es un recipiente artísticamente perfecto pero que en lugar de dar alas de riesgo al cocinero parece intimidarlo. Pero quizá este sea el precio de la subsistencia y la evolución en Portugal, un cambio imperceptible pero certero sobre el que se ciernen dos amenazas: la falta de ritmo en la secuencia del servicio, que llega a ser exasperantemente lento, y los muy elevados precios (120€ el menú descrito), exagerados para Potrugal. Y para España, donde basta decir que Paco Roncero, con dos estrellas Micehelin, totalmente consolidado y en Madrid, cobra por el suyo, mucho más impresionante y con veinte preparaciones distintas, 135€.
Junto a las amenazas, las esperanzas: si Rui Paula mantiene este excelente nivel y ajusta la maquinaria ahora que está en rodaje, tendrá su estrella. Si asienta su personalidad y progresa más arriesgando, quizá dos. O al menos eso le deseo yo. A él y a la cocina portuguesa.

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