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El Alma de Barcelona

Posee Barcelona una belleza deslumbrante, pero de una calidad fría y distante. Como pasa con las personas, algunas bellezas crean distancia y frialdad. Su elegancia, su porte aristocrático y su empaque arrogante nos enfrentan a nuestra simplicidad. Frente a otras, sin duda más feas pero más simpáticas, como Madrid, o más hechizantes y letales, como Sevilla, Barcelona se yergue como una altiva emperatriz con los rasgos velados para los simples mortales. Por eso me gusta contemplarla a distancia y, solo a veces, participar de su gélida belleza. Únicamente las Ramblas, en su vulgaridad de kasbah mestiza, parecen respirar barro y sangre, mientras que su estilizada continuación natural, el Paseo de Gracia es todo oropel, lujo y afeites modernistas, un remanso de serenidad burguesa cuando son abandonadas por las hordas de la medina que suben desde el mar. 

Allí, junto a los tres grandes hoteles del paseo, el Majestic de siempre, el hipermoderno Omm y el ultralujoso Mandarin, el más joven Alma se asoma desde una esquina, la de la calle Mallorca

Tras una recepción situada en el antiguo portal de esta sobria, poco interesante y antigua casa de vecinos, un enorme atrio casi desnudo, obliga a mirar a lo alto donde por el gran hueco, divisamos la totalidad de los pisos. Solo la mancha verde del jardín que se abre al fondo, aporta algo de luz y una mancha de verdor porque en este hotel casi todo son penumbras y colores oscuros; todo compone una atmósfera crepuscular y nocturna que continúa en unas habitaciones pintadas de gris plomo y abiertas a la calle.  

   Personalmente prefiero relajarme con la luz y los colores suaves, pero son legión los que paladean el descanso de las sombras. Para los que no, también disponen de algunas habitaciones claras. Todas son, eso sí, muy grandes y disponen de enormes cuartos de baño en mármol blanco donde todo reluce y se multiplica gracias a los grandes espejos. El contraste con la umbría habitación es espectacular.  

    
 Reciben con bebidas y las ofrecen en los minibares con un desprendimiento que es lo que distingue a un hotel de verdadero lujo como este. Solo la falta de sábanas y su sustitución -tan en boga hoy- por una funda nórdica reduce el toque elegante y nos traslada más bien a un hostal alpino.  

    
 Se dice que la cocina es excelente pero no lo sé, porque nada me invita a quedarme en esta ciudad de excelentes y bellos restaurantes pero, a juzgar por el desayuno, creo que será verdad. Todo se dispone armónica y sutilmente en varios mostradores que combinan buenos embutidos y fiambres, variados panes y bollería, una notable tabla de quesos  

    
 yogures caseros, una gran fuente de frutos rojos y hasta chocolate con churros, deliciosos por cierto.  

   Además, varios tipos de huevos, tortilla española, bikinis y bocadillos de butifarra y cebolla confitada son preparados al momento.  

   
La sala es oscura y recoleta pero domina ese bello jardín interior que merece una visita al menos, porque su aparente descuido de parque inglés invita al recogimiento y a la tertulia, a la lectura y a la meditación.  

 A no ser que se sea más amante de la relajación de las aguas tibias y los aceites esenciales porque, en ese caso, el spa es el refugio más adecuado, aunque, por supuesto, todo es compatible. 

El cuidado se lleva a más detalles como la opción para entrar en la habitación entre tarjeta y huella dactilar, un detalle de domótica tan práctico como poco utilizado aún, 

 pero si lo que se prefiere es algo más romántico, el recado de escribir del hotel, como se decía entonces, es también elegante y de gran calidad, como los cosméticos de Bulgari y los televisores Loewe.  

 Barcelona en su belleza distante está plagada de buenos hoteles de todas clases. Por eso, la calidad y la belleza deben ser omnipresentes en los que quieren figurar entre los mejores. Y eso no es otra cosa que alojamientos con Alma. 

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Pasaje a la India

Igual que no soy ningún experto en cocina china -ya lo dije al hablar de Tse Yang– tampoco sé mucho de cocina india y eso que la ida a aquel mundo fue mi primer gran viaje y mi temprana incursión en la literatura de, o sobre ese país, me influyó grandemente. Eran los tiempos del inmortal Forster o de M. M. Kaye e incluso de escritores más recientes como Amitav Gosh, Arundhaty Roy y el después archifamoso Salman Rushdie, los cuales aprovecho para recomendarles. Nada fue lo mismo después de esos libros y de aquel viaje, pero un camino iniciático no nos hace expertos en cocina. Así que casi mejor para ustedes, porque les hablaré como un cliente normal, más o menos interesado en restaurantes indios.Y como mucho me gustan, me apresuré a visitar Benares, heredero del inolvidable -bastante olvidable en los últimos tiempos- Annapurna

Lo primero que sorprende del lujoso local es su notable y elaborada fealdad. Parece que a las decoradoras se les hubiera secado el cerebro, como a Don Quijote, pero no por exceso de libros de caballerías sino de proyectos. Todo es una avasalladora mezcla de ideas y materiales que forman un conjunto incoherente y sorprendentemente deslavazado: pasamanos dorados, papeles pintados de rayas de purpurina, paredes de madera repujada, suelos de colegio, decorados kitsch rojo y más oro y, presidiéndolo todo, desde el patio, una agresiva y horrorosa pared de ladrillo rojo completamente desnuda y ofensiva en su impudicia.  

 Todo es tan feo que el único refugio es el cuarto de baño, francamente bonito y relajante.  

 Más peculiaridades: hay cámaras por todas partes, como si estuviéramos en una central nuclear y no en un restaurante, y las luces son tan raras que todas las fotos salen rayadas. Quizá han encontrado la fórmula para que no las hagamos (de hecho, Heston Blumenthal les ha declarado la guerra). O para que los platos parezcan aún más feos que en la realidad.  

 El menú degustación no mejora las cosas. Es agradable pero increíblemente caro para 65€. No muy largo, poco variado y sin productos costosos (una vieira, una gamba, algo de  cordero y muchas lentejas, garbanzostamarindo y, menos mal, multitud de deliciosas especias) no es razonable que cueste casi lo mismo que el del aclamado La Cabra, más que el de Álbora y solo un poco menos que el ejecutivo de La Terraza del Casino, uno de los tres mejores restaurantes de Madrid.  

 Los aperitivos consisten en unas agradables tortitas de lenteja amarilla con tres salsas y bolas de harina de garbanzo con patata, cilantro, salvia, lima, yerbabuena y tamarindo, una mezcla agradable y aromática, como todo en una cocina que combina con maestría lo dulce con lo picante y lo agrio con lo cítrico.   

 Las vieiras a la parrilla con texturas de coliflor están demasiado pasadas, por lo que resultan algo blandas.   

 Los langostinos (los llaman así, langostinos, aunque es solo uno) con coco y hierbas y pollo tika es un modo de poner juntas sin mezclarlas cosas que no tienen nada que ver. El pollo es muy bueno y el langostino lo sería… con menos cocción.   

  El rape al tandoor (el horno indio) con salsa de coco es suave y nuevamente muy hecho, pero se acompaña de una croqueta de cangrejo, unos tallarines de calabacín y una salsa picante que consiguen salvarlo.  

  El guiso de cordero de Cachemira al aroma de azafrán e hinojo es fuerte y delicioso pero tan escaso para dos personas que casi no pude probarlo. Menos mal que se acompaña de panes del horno tandoor, arroz con almendras y un delicioso guiso de lentejas negras.

Es curioso que en más de cien artículos sobre alguno de los más vanguardistas restaurantes del mundo en los que es moda quejarse de las cantidades, yo no lo haya hecho nunca y lo tenga que hacer nada más y nada menos que en un indio de cocina tradicional, pero tras la gamba y la vieira, el dado de cordero es francamente ridículo. Será escaso porque es de la lejana y pugnaz Cachemira pero, siendo así, les recomiendo que se pasen al de Aranda de Duero

El sorbete de mango es fresco y correcto, como lo es casi siempre, y los tres minipostres que le siguen (un buen y dulcísimo yogur, una galleta que parece la clásica shortbread escocesa pero sin mantequilla y algo de chocolate con rayadura de cacahuete) agradables pero tan olvidables como tantos otros.  

  

 Se puede decir que Benares es una carísima aproximación a la cocina de la India y que nada provoca rechazo, porque ni siquiera los picantes son exagerados, pero también que nada enamora y mucho menos encanta. Un lugar que se olvidaría fácilmente de no ser por sus precios y su inexplicable decoración. 

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Té en Santa Eulalia

  Santa Eulalia es, desde 1843, una de las más bellas tiendas de España. Su parte masculina -la que me compete- es también la mejor de España y, por ende, una de las grandes del mundo. Lo sé tras mucho admirarla y aunque nunca haya comprado mucho más que unos calcetines Gallo, dado lo elevadísimo de sus precios, aunque quizá debería decir de sus marcas. Y es que John Lobb o Berlutti, Etro, Bottega Veneta, Tom Ford o Moncler nunca han sido precisamente baratas, si bien su excelencia y exclusividad justifican muchas cosas. La camisería a medida es tan cuidadosa y refinada como la de cualquier maestro de Jermyn Street y la atención al cliente, discreta y eficaz. 

Muchas veces ha cambiado de ubicación a lo largo de los tres siglos que ha recorrido y ya parecen lejanos los locales que ocupaba en el mismo lugar que, según la tradición, fue escenario del martirio de Santa Eulalia. Ahora se encuentra en la parte alta del Paseo de Gracia, la única que escapa milagrosamente a esas hordas en chanclas, camisetas apolilladas -o pecho desnudo- y gastados trajes de baño que pueblan las Ramblas porque, al parecer, en Barcelona todo es playa. 

Para decorar sus impresionantes dos mil metros cuadrados de instalaciones, los propietarios fueron a buscar a uno de los más elegantes interioristas del mundo, Willian Sofield, quien consiguió la unión de los contrarios al mezclar la contemporaneidad con los decadentes aires fin de siècle de la firma, reviviendo fórmulas del pasado y hasta aprovechando elementos decorativos de la casa madre. El resultado, probado antes en Gucci o Saint Laurent, es una obra apabullante en su aparente sencillez, porque esconde cualquier atisbo de ostentación a pesar de los nobles materiales y de los bellísimos muebles que la pueblan. 

Además de sus plantas de hombre y mujer, las secciones de complementos y el taller de medida, plagado de patrones recortados como antaño en papel de estraza, cuenta con una rareza en España, un muy agradable café terraza en su último piso.  

 En otros países es muy frecuente que las tiendas tengan un famoso bar en su interior y muy conocidos son los casos del delicioso salón de té de Harrod’s, la excelente trattoria del Armani de Milán o el restaurante de Bergdorf Goodman (famoso por su helado de gengibre) en Nueva York. En España, sin embargo, raro es encontrar esta fórmula fuera de los grandes almacenes, aunque en Barcelona destaque el café de Jaime Beristain y en MadridIsolee lo intente. 

El salón de té de Santa Eulalia -o champagne bar-, abre casi todo el día y lo mismo sirve un desayuno que un almuerzo ligero. Sin embargo, yo les recomiendo su té completo de 22€, algo más escaso ahora que en los principios, pero igualmente excelente.  

 Sentarse en el recoleto café decorado con carteles de un mundo perdido preocupado por la auténtica elegancia y no por los disfraces de diverso género o tomar el fresco marino de Barcelona en su azotea es una verdadera delicia.  

 La oferta de tés e infusiones -que también venden, como las teteras- es amplia y muchos son del gran Pancracio, el Willy Wonka gaditano, que ahora hace mucho más que chocolate y bellas cajas blanquinegras. Junto a los más tradicionales earl grey, breakfast, darjeeling, etc. cuentan con gran variedad de negros, rojos y verdes y también con esos otros, tan de moda ahora, que parecen refrescantes cócteles de frutas. Como todos ustedes son expertos en los más habituales, recomiendo el de gengibre con limón, picante y cítrico, el verde de la Provenza, aromático y silvestre y el de frutos del bosque, púrpura y dulce.  

 Se puede escoger entre varios bocadillos aunque gana el de jamón y me gusta que hayan españolizado al tradicional sandwich.  

 Los scones, siempre dorados y delicadamente tiernos, pueden ser con o sin pasas y se sirven con confitura de frambuesa y nata, ambas engalanadas por un bello soporte plateado, vigilado allá en lo alto por un león encaramado a una columna como Simeón el Estilita.

   Para rematar, muchos crujientes y suaves macarons de caramelo, vainilla, pistacho, fresa y, sobre todo, de chocolate negro, mi favorito.  

 Las pastas de té con confituras, chocolate o frutos secos también están a la altura, si bien no son lo mejor del lote.  

 Quizá le pase como a mí y no pueda comprar nada en esta tienda, pero si puede tomarse un té o un café a palo seco, siempre le quedará la opción de pasear por sus espacios silenciosos y deleitarse con los más bellos sueños, mientras lee una revista y se solaza en esa terraza que se decora con el límpido azul del cielo de Barcelona, la ciudad de las gaviotas. 

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El perfume de la belleza

  
La sinuosidad es muchas veces el alma de un paisaje. Las ciudades con colinas son las más misteriosas y, al mismo tiempo, las más expuestas. Basta trepar a cualquiera de ellas para descubrirlas enteras y como desnudas. Lisboa es una de ellas y, desde sus variadas ondulaciones, se domina tanto el plateado río que la abraza y los verdes manchados de industrias de la otra orilla, como barrios rosados y azules, una catedral y un castillo inventados y, sobre todo, una luz iridiscente y tibia que acaricia las almas y calienta la espalda.

En una de ellas se erige el imponente edificio del Hotel Ritz, Four Seasons desde hace años, pero Ritz para la eternidad. Es una construcción elegante de los 50 que evoca un pasado mejor, como todos los pasados son en nuestro vaporoso recuerdo. Sugiere un mundo en el que Portugal mantenía su imperio africano, en el que las ansias de libertad aún eran vírgenes e inocentes y en el que cabezas coronadas vagaban sonámbulas por las playas de Estoril. Todos vivían de recuerdos, alimentándose de pasado y soñando con un futuro que nunca llegó. 

 El Ritz se construyó para dotar a la ciudad de un gran y moderno hotel de lujo. Varios arquitectos y todos los artistas de renombre –hasta el sagrado Almada Nergreiros– poblaron sus salones con imponentes obras, bellas lámparas encargadas en Viena, toneladas de mármoles de Estremoz y los más suntuosos tapices diseñados por ellos mismos. Su inauguración es ya mítica y en ella, los Saboya y los Orleans rivalizaron con Borbones y Braganças, aunque ninguno superaba en boato y riquezas inconmensurables al legendario Antenor Patiño, el rey del estaño. 

   

Todos descendieron entre el aroma de los perfumes y el murmullo de sedas crujientes por una bellísima y ondulante escalera adornada con pan de oro y juncos de madreperla, la misma que hemos fotografiado mil veces y que permanece como un ejemplo inmarcesible de la elegancia de aquellos años dorados, en los que los 60 se presentían ya como una era alegre, colorida y sobre todo, pacífica. 

    
 La decoración actual se mantiene fiel a las esencias y todo tiene una aroma de racionalidad y equilibrio, con grandes habitaciones, enormes terrazas de mosaico y vistas por doquier. Los cuartos de baño se engalanan con grandes placas de mármol de colores dignos de un palacio oriental. El estilo Four Seasons queda patente en el delicado cuidado de cualquier detalle y especialmente, en el gusto por los monumentales arreglos de flores, marca de la casa. 

 Además de dormir y soñar, se puede comer bien en su enorme comedor que es tan soleado como un día de primavera malagueña o una tarde de junio en la Costa Azul. Todo se abre a la gran terraza y a las bellezas de la ciudad y, en verano, las mesitas del exterior se asoman al jardín y a las fuentes que ponen techo al espectacular spa. Allí, impertérrita, una voluptuosa dama de bronce escancia agua sobre un estanque que es un espejo de aguas doradas. 

 Por la noche se cena a la carta entre penumbras, pero a mí me parece que lo que más distingue a este restaurante, obviamente llamado Varanda, es el refinadísimo buffet del mediodía , uno de los más ricos que conozco. Los terciopelos verdes del comedor y una moqueta que parece un vergel, contrastan con la profusión de platas y espejos que lo sustentan. Uno de sus detalles más elegantes es no ser demasiado grande porque, hoy en día, muchos de estos, inspirados en el todo incluido, parecen orgías de un Pantagruel ordinario, primitivo y aún más glotón. 

   En este los platos fríos se componen de exquisitos mariscos (medallones y patas de bogavante, gambas del Algarve, ostras de variada procedencia), ensaladas de pollo y pasas, de macarrones, salmón y eneldo, excelentes embutidos portugueses muy finamente cortados (jamón, chorizo, paio de lombo), coloridos pedazos de pescado que se visten de sushi, sashimi o niguiri, quesos perfectos (suaves de cabra y Camembert, intensos Niza y Serpa, cremosos Azeitao y Serra, un tierno Comté, etc). Sólo unos ahumados apetitosos pero demasiado pasados de punto desentonan levemente. 

    
 Los pescados del día van del goraz (brema) asado con una crujiente costra de jamón a un dorado y excelente mero confitado en aceite y acompañado de alcaparras; entre las carnes, las chuletas de cordero son tiernas y sabrosas. Acompañamientos vegetales de todas clases y variadas salsas permiten transformarlos en muchos platos. 

    
 Sin embargo, nada como una mesa de postres multicolor y cuajada de múltiples delicias. Montes de pequeña respostería, con frutas rojas o traídas del trópico, cremas esponjosas, bizcochos borrachos, doradas yemas, altaneros chocolates y elegantes y relucientes tartas. Las trufas son de varios chocolates y la fruta solo una llamada a la cordura en este festín sólo apto para gente sin complejos y… sin remordimientos. 

    
   
El servicio es silencioso y atento. Parecen duendecillos que surgen de la nada cuando una copa se vacía, una silla se aparta o un plato se acaba. Proveen también de una maravillosa cesta de panes que parece el abanico de Deméter y de los más deliciosos vinos, ayudan y no incomodan y se hacen invisibles cuando no hacen falta, o sea, la perfección. 

    
 En comparación con los españoles -y no digamos con los del resto de Europa-el precio no es elevado (55€ salvo los vinos) y en cualquier caso vale menos de lo que cuesta. Al fin y al cabo, además de una deliciosa comida nos ofrecen vistas, sosiego, luz y sobre todo, la visión de una elegancia que quizá nunca existió…  

   

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Stendhal en Gerona

  Conocí el Celler de Can Roca, mucho antes de ser el mejor restaurante del mundo, bastante antes de tener tres estrellas Michelin y en un momento en que era francamente feo. Cuando el plano –entonces los navegadores solo estaban en las películas de ficción científica- nos indicó que habíamos llegado, nuestro desconcierto fue tan mayúsculo que hubimos de bajar del coche para preguntar en un bar, que resultó ser, gran sorpresa, el de los padres Roca, el mismo lugar donde todo comenzó. Para no olvidar sus orígenes y mantenerse fieles a sí mismos, en un constante ejercicio de humildad y sensatez, nunca han abandonado el barrio obrero y fronterizo en el que nacieron y sólo cuando juntaron la cantidad de seis ceros que necesitaban para alcanzar la gloria, comenzaron la obra del actual edificio, una bella caja triangular de vidrio y madera que gira en torno a un melancólico y diminuto patio interior en el que unos cuantos árboles adornan el lugar con sus esbeltos y plateados troncos, filtrando una luz que entra a raudales, haciendo brillar las sonrisas y construyendo un entorno alegre y vital en el que degustar los platos. 

 Esta bella historia de superación personal y aprendizaje constante –Joan comenzó a ayudar a sus padres en el humilde bar con nueve años y Josep con doce- se ha visto coronada, como en las novelas del XIX, cuando el bien triunfaba por encima de todo mal, con los más grandes éxitos y no puede haber nadie que no se alegre, porque los hermanos exhiben una humildad y una sencillez rayanas en lo tolstoiano. Esos valores son los que se reflejan en su cocina, en la que prima el sabor y se esconden los alardes técnicos. Aprenden de todo el mundo y ocultan su lado más vanguardista haciendo aparecer sus platos como bellas creaciones de la cocina tradicional, cuando la verdad es que en ellos se atesora un deslumbrante conocimiento. Se dice que la simplicidad de Azorín Santa Teresa, grandes maestros del castellano y del estilo, solo se adquiere después de mucho limar la frase, porque nada hay más difícil para un intelectual –o un místico- que despojarse de todo artificio y llegar al alma de las palabras, la pintura o los espacios arquitectónicos.

Y ese es el mérito que mundialmente se reconoce a este gran triunvirato que renuncia a toda pretenciosidad y alarde. Hay muchos creadores que, ansiosos por ser reconocidos, se obsesionan porque su maestría quede demasiado patente, con lo cual se colocan permanentemente al borde de la vulgaridad. Dicen que el mayor elogio que podía escuchar Miró es que pintaba como un niño, porque para hacer eso con ochenta años y poblar de imágenes infantiles el mundo entero, hay que saberlo todo y haberlo olvidado todo después… 

 Hoy en día la llegada a estos grandes restaurantes del mundo predispone al placer como las peregrinaciones al éxtasis y ello es debido a que ambas actividades participan del mismo recorrido iniciático. Todos peregrinamos aquí como antaño se hacía a mágicos santuarios y el placer y la ilusión comienzan cuando se hace la reserva, es este caso con más de un año de antelación. Después está el viaje, a veces a lugares recónditos o incluso desiertos, como era el caso de El Bulli, y por fin la visión del gran anhelo. Si se tiene tiempo este es un camino bellísimo porque todo el Ampurdán lo es y al contacto con un mar encrespado de azul imposible, bordeado de pinos salvajes en recónditas calas y un paisaje campestre pintado con todos los tonos de ocre y amarillo, se puede añadir todo un mundo onírico y tan extravagante como el de cualquier sueño, el de Dalí, hijo de estas tierras a las que regaló el museo más delirante, bello y desmesurado que cabría imaginar, un teatro reconvertido en escenario de su genio y de su inagotable vitalidad creadora.

Sin embargo, llegados al lugar, todo se olvida menos la comida que comienza con un surtido de aperitivos que son una vuelta al mundo en unos cuantos sabores: la dulzura China, el chispeante México, el exótico Marruecos, la ignota Corea y la opulenta Turquía. La presentación, ya conocida, esconde los aperitivos en una bola del mundo de papel plisado con lazos negros.  

  Es un comienzo sorprendente pero mucho menos memorable que la delicia infantil de comer calamares o tortilla española acompañada de Campari, sobre un teatrillo de papel que desplegado encima del plato, evoca la niñez de los hermanos en el popular bar paterno. Todo son sencillos sabores de toda la vida pero recreados de modo tan novedoso que todo es diferente y apasionante. 

 Llega a continuación un olivo auténtico, perpetuado en bonsai, del que cuelgan unas deliciosas aceitunas que son bombón helado y otra forma de atrapar su alma mucho menos trillada que la de la esferificación, hoy un plato casi incorporado a la cocina casera (en el Corte Inglés venden el kit para hacerlas….) 

 Las sorpresas estéticas siguen cuando aparece un coral de plata diseñado bellamente por un orfebre. Contiene entre sus argentinas ramas, un ceviche de dorada absolutamente perfecto y un original escabeche de percebes al Albariño, ambos refrescantes, salobres y muy marinos. 

 El crujiente de maiz con cochinillo es un nuevo paseo a México y aunque sabe a genuina tortilla, la suavidad de esta se sustituye por un crujiente con intenso sabor a maíz. El bombón de boletus parece un mochi y es excelente y lleno de sabor, lo mismo que el brioche de trufa, que deja paso en el paladar a una crema después de romper su rígida corteza que resulta un perfecto engaño para la vista porque cree estar ante una trufa entera. 

    
 En un alarde de sensatez, acaban aquí sorpresas y trampantojos (quizá no estamos preparados para más) y se sigue con un delicioso consomé de caldo transparente y semisólido -conseguido tras muchas horas de cocción y ningún hervor- y microscópicas verduras que forman un hermoso y multicolor collage. Sigue la sopa de pistacho, melón, pepino, queso de cabra y granada, una mezcla refrescante sumamente potenciada por el queso y servida en un rico plato de oro. 

   
El helado de ajoblanco con merengue de jerez, clorofila y sardina es Andalucía pura interpretada por catalanes, cosa natural en una tierra en la que están algunas de las ciudades más importantes del sur, tanto son los sureños que en ellas habitan. 

 Loes pescados comienzan con una excelente caballa que se guisa de muchos modos (desde la salsa al marinado) y se acompaña con unos encurtidos que aligeran y alegran el plato en el que las huevas de mújol tienen un gran y sabroso protagonismo. Ya nos han demostrado que nunca renunciarán a los intensos sabores de esta tierra y a sus intrépidas combinaciones populares. 

 La gamba marinada en vinagre de arroz es de por sí perfecta en su toque semicrudo, pero el pan de plancton le da más sabor marino y el crujiente hecho con sus patas un acompañamiento que es todo lo contrario a lo crudo.  

 He de reverenciar el siguiente plato porque, como sabe todo el que me sigue, detesto las ostras, seguramente el único manjar que yo no pruebo porque, en su desnudez impúdica resulta tan agresivo como en exceso voluptuoso, pero todo cambia cuando un maestro las mima, vistiéndolas de cualquier cosa, aquí con anémonas (hermoso nombre este), arena de ajoblanco y manzana. Increíblemente la ostra no pierde nada de su fuerte sabor, pero se enriquece con muchos otros, todos de una sutileza extraordinaria. Un plato sobresaliente. 

 La raya es otro pescado algo infrecuente, como la caballa, y es incomprensible porque ofrecen enormes posibilidades. Los Roca la combinan con variadas mostazas que le dan un toque excelente sin matar su sabor y eso que tampoco le hacen ascos a otros toques avinagrados como el de las alcaparras o el vinagre de Chardonnay. Otro plato enormemente complejo pero que se come con placer pensando en su “sencillez”, es el mosaico coloreado de un contundente, perfecto y untuoso besugo con samfaina, el maravilloso pisto catalán que lo cubre como si fueran escamas y además de vestirlo de ceremonia, lo aligera con ese dulce toque vegetal. Belleza y enjundia, alma y cuerpo en un solo plato. 

   
Y llegan las carnes en las que también son maestros y lo demuestran igual con un churruscante cochinillo con mole de algarrobas que es un alarde de originalidad porque renueva la gran salsa mexicana sin desvirtuarla permitiéndose además darle un toque más picante que a la original y eso es un gran reto, que con un cordero amorosa y lentamente asado con puré de berenjenas y garbanzos, tan suave como aromático; o con la ternera más suave y delicada que imaginarse pueda. 

    
 Y, por fin, los postres. Digo por fin porque también al pequeño de la familia, Jordi, se le considera el mejor repostero del mundo. Y con razón. Siempre lo recuerdo como lo vi la primera vez, elaborando una enorme bola de caramelo transparente, absolutamente absorto, como una versión viva de un gran cuadro: Joven haciendo pompas de jabón de Manet.  

 Su versión del Suspiro Limeño, mucho más suave y delicada (la receta original es tan deliciosa como contundente) es de una sutileza extraordinaria y su belleza está a la vista en una foto que, sin embargo, no le hace justicia, ya que es aún más bello al natural. 

 El Perfume Turco es otro culto paseo por el mundo y mezcla, en equilibrio perfecto, melocotón, azafrán, comino, canela, pistacho y sobre todo, rosa, en una deliciosa combinación que se sirve sobre un plato de color azul cobalto que parece el cielo de Estambul al caer la noche. 

 El colofón, el del niño de la burbuja de jabón manetiano, es el Cromatismo naranja, una bellísima y perfecta esfera que da pena tocar porque sus tonos iridiscentes dejan transparentar muchos otros colores. La mezcla de sabores y texturas –la bola es tan delgada como crujiente- nos compensan y redimen por haber quebrado tan bello objeto. 

 Aún faltan bocaditos deliciosos con el café, pero seguramente ni se aprecian, porque ya han sido demasiados placeres gastronómicos como para poder apreciarlos. La peregrinación a este santuario de la discreción, el esfuerzo, la sabiduría y la buena cocina no empañan la ilusión con la que se emprende el camino, aunque, como en el libro de Foster (A room with a view), el síndrome de Stendhal (gastronómico) ponga muchas veces en peligro nuestra cordura y cada grano de nuestra razón. 

 

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¿A todo lujo por 35€?

Titulo con lo que parece un oximorón. Soy consciente, pero sigan leyendo y verán que no es así. Aunque ¿por qué no pensarlo cuando lujo y dinero casi siempre se juntan en la misma frase? Y cuando no hay muchos modos de separarlos,  aunque alguno exista. 

Por ejemplo, cuando yo era turista estudiantil prefería sustituir la comida o la cena por un lujoso té en un bello lugar o incluso ambas, para así poder hacer al menos una comida en un buen restaurante no siempre a mi alcance. Claro que eso no es encontrar lujo low cost sino simplemente engañar al bolsillo ahorrando un poco o… pasando algo de hambre, que al fin y al cabo, es lo mismo que hago ahora, si bien hoy es tan solo para huir -por los pelos- de la obesidad mórbida.  

 Todo cambió en mi vida con el descubrimiento de los menús ejecutivos o déjeneur como los llaman en Francia Habiendo descubierto los restaurantes de los países civilizados que llenarlos a la hora del almuerzo era misión imposible, inventaron estos menús que abaratan el lugar -hasta más de un cincuenta por ciento a veces- sin perder calidad ni refinamiento. Y así se pueden encontrar de Cannes (La Palme d’or)  a Lisboa (Eleven) pasando por Madrid (Ritz) o Barcelona (Moo). Allí están los ejércitos de camareros, los sumilleres conocedores de todos los vinos, las vajillas de las mejores porcelanas y las ricas cuberterias de plata. Solo están ausentes los elevadísimos precios.  

 En Eleven, una estrella Michelin y nuestro restaurante de esta semana, es posible comer con Lisboa a nuestros pies, mecidos por el río y acariciados por la luz, entre manteles de hilo y paredes de cristal, a partir de 15€ (4 más con una copa del vino recomendado) si optamos por un solo plato. Este restaurante nació con vocación de ser el mejor de Lisboa y lo habría conseguido de no ser por el imbatible talento que despliega José Avillez en Belcanto. Sin embargo, sí  es el más bello porque parece una cajita de cristal colocada en lo alto de las verdes praderas del parque de Eduardo VII, el cual, como una diadema de verdes árboles, engalana el centro de Lisboa irguiéndose sobre la vanidosa estatua de Pombal -el Haussmann lisboeta- y dominando con sus hermosas vistas la Baixa pombalina, un refulgente lienzo de río y los mil verdes, rosas y azules de una ciudad multicolor de luces tibias y blanquísimas que acarician cuanto tocan.  

 Para no disfrazar tanta belleza con afeites y pinturas, la decoración es sobria y el ambiente muy apacible, porque lo habita un ejército de camareros silenciosos.  

 Hay dos opciones de entrantes, platos y postres en el menú de 31.5€ y las probamos todas, comenzando con un aperitivo de fresquísimos camarones con crema de mango y hierbas, tan vistoso y elegante como sutil.  

 La crema de melón con tomillo y jamón es tan grande como puede ser tan sencillo plato, al que la incorporación de finas laminas de melón da un toque diferente. A mucho más altura -estética y gustativa- brilla una elegante composición de moluscos hermanos: pulpo, calamares y chipirones en su huerta de verano, un bello plato lleno de matices en el que pescado y hortalizas armonizan admirablemente con toques de eneldo y tinta de calamar, quinoa tostada y leves espumas. Bello y delicioso. 

   
También resulta brillante el gallo con cuscús de coliflor y salsa de carabineros porque vuelve a mezclar magistralmente mar y huerta sin restar un ápice de sabor al maravillosos pez gallo que se anima con el intenso sabor de un carabinero que deja su alma en la espuma, la misma que contrasta ligereza con el crujiente de la coliflor en un espléndido juego de texturas. 

 La presa de cerdo confitada con migas de cilantro está en un punto perfecto, suave, jugosa y muy muy tierna. La acompaña la clásica açorda, una de las grandes creaciones de la cocina portuguesa basada en una simple crema de miga de pan, que no me gusta nada. Sin embargo, esta me resultó agradable por su textura fina y el delicioso toque del cilantro.  

 Los quesos son pocos pero de excelente calidad y sumamente bien escogidos, dos portugueses (Niza Ilha) y un francés (Crottin de Chavignol), acompañados de panes tan excelentes como todos los que nos ofrecen durante el almuerzo. Todo está a gran altura hasta ahora, pero la sorpresa de los postres iguala o incluso supera al resto. Hacer con unos humildes higos en sazón esa bella corona que se ve abajo y acompañarla de helados sutiles y cremas de requesón y miel, además de crujientes y puntos verdes, es una proeza. 

 Las petit fours sirven para demostrar el gran repostero que es Joachim Koerper porque al delicado hojaldre de la tartaleta de fresas, une unas tejas de almendra y caramelo tan crujientes y quebradizas que se deshacen nada más probarlas.  

   
Sé que a los cocineros -como a los artistas- no les gusta relacionar precio y calidad pero es uno de los baremos más justos, porque comidas que no justifican su precio (y este verano esa ha sido la polémica de moda) se desvalorizan del mismo modo que la baratura descuidad y sin calidad que no me canso de criticar. Así que vaya por delante que Joachim Koerper es un excelente cocinero. Pero dicho esto, añadiré que este menú es el de mejor precio calidad que he encontrado… ¡jamás!

Eleven                                                              Rua Marques da Fronteira                    Jardim Amalia Rodrigues                      Lisboa                                                          Tfno: +351213862211

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