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StreetXO

Nadie posee el secreto del éxito y ni siquiera los tocados por su gracia son capaces de explicarlo. En el caso de Dabiz Muñoz creo que se debe, como siempre, a una mezcla de talento y constancia. Pero como él también levanta pasiones, eso tiene más que ver con que no se parece a nadie mientras todos se quieren parecer a él y su cocina es tan personal, transgresora, mestiza y divertida que a los seguidores se les nota mucho porque, o se le copia al pie de la letra (y no sé) o no funciona.

Va tan a contra corriente que practica el barroquismo (período rococo) más multicultural cuando ahora lo que se lleva es el llamado ingrediente único, la vuelta al pueblo y demás autocensuras.

Su discurso es único pero sus restaurantes también y no hay nada que se pueda comparar a su línea “pret a porter”, llamada StreetXO, con la que instauró una taberna de Extremo Oriente, en versión manga, pero enriquecida con panamericanismo (y madrileñismo) cañí. El nuevo emplazamiento es enorme y suntuoso y gracias a un enorme bar, las esperas (no hay reservas y sí grandes colas) se hacen mucho más llevaderas. También la facilitan un personal tan amable y apasionado que contagia el entusiasmo con el que parecen honrar a su jefe. Aquí todo el mundo se divierte y la experiencia es es única e imprescindible.

Para empezar, porque los cócteles son tan buenos como originales (vean la ostra esfericada que corona esa sopa tai en cóctel con ostra, lemongrass y coco ) y la oferta de platos enorme. Por eso hemos tomado un menú festival que no es apto para casi nadie, como podrán ver en lo que sigue. Empieza con un esponjoso pan chino, frito y al vapor, con polvo de mantequilla que precede al chispeante sashimi de pez limón, ácido, dulce y picante, a base de yuzu, leche de tigre de maracuyá, aceite de pimentón y sichimi. Entre otras cosas…. además unas patatas fritas con balsámico extrafinas.

El sándwich club es un perfecto bao (nadie los hace como él, que los hizo antes que nadie) con cerdo, verduras, huevo frito de codorniz con puntillas y mayonesa de sichimi e ito togarashi.

Por lo visto, la croqueta “la Pedroche” es lo más pedido. También es lo más fácil en su perfección de leche de oveja, kimchi y una tapa de atún que se quema con una ardiente piedra de la robata. ¿Por qué hacerlo igual, cuando se puede hacer mejor?

El nem es de pato y sashimi tibio de gambas y se moja en sus salsas magistrales de sweet chile de hierbas y un alioli que es también mayonesa de chile.

Comer aquí es tirarse por un precipicio una y otra vez y como si al final de la caída, nos acunara un colchón de nubes, pero sabiéndolo de antemano. Aquí nada es lo que parece y el saam es de panceta, setas ahumadas con mejillones escabechados con hierbas y especias y la salsa, picante y alegre siracha y aterciopelada tártara.

Impresionante este wonton vasco a base de chistorra, cebollino chino, crema freca, sweet chilly, txacoli, torreznos de maíz y piparras pero mucho más si cabe, el chipirón al wok con la tinta al lemongrass, crujientes de arroz de sushi frito y un caldillo de perro con kalamansi que nos hace soñar con un plato de muchas partes de España teñidas de Oriente. Solo el caldillo vale la visita.

Y de caldo en caldo, porque la sopa laksa es perfecta, tanto que casi ni hace falta un espléndido carabinero a la robata con vermicelli de arroz y tortilla de camarones.

El taco de pulpo le gusta tanto que aquí no hay mestizaje que valga. Mexico puro y esplendoroso: tortilla de maíz azul con pulpo a la brasa, mole amarillo de chile morita y mantequilla, emulsión de tomatillo de árbol, zanahorias encurtidas y pipas de calabaza con un sorprendente bienmesabe encurtido.

Pero como esto parece ese aleph (vid Borges) donde se contiene en mundo, faltaba la India y llega en forma de pichón tandoori con puré de colinabo, Garam Masala con jugo de pichón, pequeños y delicados papadums y tamarindo. Punto perfecto, distintas cocciones y patas con especias y romero.

Todo es tan sabroso y diferente que es difícil quedarse con algo pero, como me gusta poco el ramen, me he quedado boquiabierto con esta versión XO con alitas a la barbacoa, trompetas de la muerte, trufa negra rallada y un sublime caldo de jamón con foie que vuelve a justificarse por si solo y a hacerle rey de los fondos, la base de todo, sea tradición o sea vanguardia.

Ya desde el pichón estábamos al borde del colapso por lo que solo la gula ha hecho que viendo el ya mítico chili bogavante no saliéramos corriendo a pedir ayuda. Es un monumental chili crab a su manera con una apoteósica salsa con tomates picantes, oloroso y chipotle que parece tener todos los matices. Para mojar unos delicados y más que originales churros con polvo de tomate.

En fin, casi me da vergüenza confesar que hemos tomado postre: ese pecaminoso, y tierno, y jugoso, brioche de mantequilla y leche de la Pedroche con crema imglesa de ras al hanout y vainilla y un poco de fresca ensalada de mango (para disimular).

Pero también el envolvente maíz dulce que lleva aún más cosas (espuma de maíz y leche, helado de caramelo salado, agridulce de mandarinas y chile, chocolate cremoso y Cookie Dough de cacahuete) en un gran juego de texturas y temperaturas.

Ya poco se puede decir. Este es su mundo más desenfadado y es también el mundo. Mágico y arrollador. Un genio.

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La Bien Aparecida

Escondido en un aparente restaurante de batalla de esa desconcertante calle que es Jorge Juan, meca del mal comer y el “lujo” turístico, se esconde un elegante chef, José Manuel De Dios, que practica una refinada cocina, a caballo entre lo cántabro y lo francés. Y es que no en vano empezó en el magnífico Cenador de Amos y siguió por Michel Bras. Claro que también se esmera con una carta a gusto de todo el mundo y exigida por un restaurante que vende cientos de cubiertos diarios. Su nombre La Bien Aparecida.

Sin embargo, yo siempre le pido el menú degustación porque en él luce en todo su esplendor. Esta vez hemos empezado con unos delicados bocados: una muy quebradiza tartaleta de paté de cerdo con un pequeño prado de perejil y flores, croqueta de lacón con velo de pimiento, crujiente, cremosa y llena de toques ahumados y un perfecto consomé de setas con todo el bosque dentro.

Después más maestría en forma de gilda deconstruida en la que resalta, escondido, un excitante bombón de encurtidos y un finísimo barquillo de potente brandada de bacalao.

De primero, dos tartares, uno de atún, muy bien aliñado, y cubierto de un precioso manto floreado de dulce remolacha y otro de cigala y coliflor rallada con una espectacular sopa de almendras cuyo dulzor líquido contrasta con los otros de tierra y mar.

Las cocochas con delicioso pilpil (francés, lo llamaría yo, porque está muy cerca de la beurre blanc) son densas, intensas y contrastan con una duxelle de setas, francamente rica.

Aunque para intensidad de labios pegados, los envolventes guisantes con huevo y un guiso de callos de bacalao, una mezcla poderosa en la que el guisante no pierde su sabor.

El salmonete está levemente cocinado y cuenta con el acierto de jugar con el hinojo, tan exquisito, han olvidado en España, y unas simples patatas.

Acabamos con un sabroso y tierno canelón de pularda y trufa con una masa muy suave y un relleno aromático y poderoso.

Los postres son tan frescos que siguen muy bien a la contundencia anterior. Primero un bombón de laurel que no sabía que era algo muy cántabro pero sí, porque a falta de canela perfumaban la leche con esa hoja que sobraba por todas partes.

Después, las muchas texturas de dulce remolacha con una sobresaliente de cabello de ángel.

Y por último, un muy fresco mango con whisky basado en un estupendo envoltillo líquido hecho con la carne de la fruta.

El sitio es precioso, los sumilleres magníficos -por lo que vale la pena ponerse en sus manos,- y el servicio atento y eficaz. Tampoco es caro en este Madrid enloquecido. Si además les sirve de pista, no voy a otro de este grupo, pero es que este es cosa aparte porque tiene un chef de lujo. Vale la pena ir. Y seguirle la pista.

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El Chalet del Villamagna

Habrá sido culpa de la nieve, que caía mansa, por primera y única vez en este invierno madrileño. O quizá, el intenso frío. Pero todo se aliaba para que la comida en el chalet alpino del Hotel Villamagna resultara perfecta. A tanto no ha llegado pero ha estado muy bien, sobre todo la fantasía infantil de teletransportarse a una escondida estación de esquí de los Alpes.

Y eso es porque han tenido la buena idea de reproducir, en los jardines del hotel, una elegante cabaña de madera, con tiestos de ciclamen en las ventanas -¿se dará el ciclamen en la alta montaña?- y repleta de esquíes antiguos, raquetas, cuernas y hasta una enorme trompa. Los manteles de cuadros, las sillas de borreguito y el resto pura elegancia villamagnesca. La comida es la que se espera y pronto se la contaré, porque hemos pedido el menú de 55€ que permite probar bastantes cosas.

Eso sí, para hacerlo hemos tenido que esperar más de media hora, porque los camareros andaban entre despistados y desbordados (el hotel está siempre lleno de gente comiendo, bebiendo y divirtiéndose) y no nos han puesto ni un aperitivo para entretenernos. O el pan, que ha llegado después de servido el primer plato. Por cierto es de amapola, con forma de esponjosa y oscura hogaza y está delicioso.

Hemos tomado la sopa de cebolla que es más ligera de lo habitual, pero mantiene el intenso sabor y además, se enriquece con un poco de trufa rallada. La ensalada de canónigos es todo lo contrario: fresca y saludable en su mezcla de hierbas, granada, nueces y queso. Bien aliñada, está francamente rica.

Para compensar este ataque quasivegano, los segundos han sido contundentes: una estupenda, cremosa y envolvente fondue de quesos Gruyere y Vacherin

y un crujiente y dorado wiener schnitzler, ya saben, ese buen filete de ternera empanado que adoran los austriacos. De guarnición, ensalada de patatas y una salsa de grosellas que no me he puesto.

Los postres siguen la línea del menú montañés y sobresale un apple strudel -que es más bien una tarta de manzana clásica- abundante de pasas y canela con un buenísimo helado de vainilla. Además, un manido coulant de chocolate (no se pueden poner cosas que ya están hasta en el súper, salvo excepcionalidad absoluta) que he pasado de probar,

prefiriendo uno de los estupendos dulces de chocolate negro que se pueden seleccionar de la opulenta vitrina de otro de sus restaurantes y que es la más completa y apetecible de Madrid, porque es más bien una pastelería completa.

Aviso que solo abrirá un mes más y solo de miércoles a sábado, así que deberán darse prisa si quieren ir y… deberían…

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Ramón Freixa

Ir a Ramón Freixa siempre es un placer. Por eso, es culpa mía haber tardado todo un año, porque me gustaría ir mucho más, como antes hacía. Pero entonces no vivíamos esta locura de aperturas, ni había tantos, ni yo viajaba como ahora. Pero en fin, mea culpa, porque sigue siendo un lugar imprescindible en el que disfrutar de la elegancia mediterránea y festiva de este chef y que comienza tanto en los espesos manteles de hilo y en las esponjosas servilletas, como en sus brillantes platas o en las sofisticadas vajillas. En fin, que hasta consigue disimular la tristísima decoración.

Sus menús comienzan con un colosal despliegue de aperitivos de intensos sabores: desde su clásico cucurucho de camarones -del que se come todo porque el envoltorio es obulato comestible- hasta un brillante bombón de vermú y aceitunas rellenas pasando por la sorpresa del fresón albino con erizo y

un gran bocado de caviar y crema de coliflor con una asombrosa tortilla líquida de tuétano. Brillantez y maestría desde el comienzo.

Antes de empezar con lo más sustancioso, un pase de los panes del padre de Ramón -que son justamente famosos- con una estupenda mantequilla de Isigny y un aún mejor aceite de arbequina de Castillo de Canena, elaborado para él.

La primera entrada se llama pureza. Y se entiende porque es inmaculado blanco de tupinambo en texturas sobre colas de cigalas y pil pil de almendras. Pureza y delicadeza que contrastan con una envolvente e intensa cuajada de cabeza de cigalas con algas. Deliciosa cuando inunda el paladar todo.

Hay mucha suavidad en ella, por lo que después es perfecto el tacto de una sorprendente seta de castaño, asada y lacada por lo que resulta tierna por dentro y muy crocante por fuera; reposa sobre un jugo de mar y tierra que es una especie de demi glace con toques marinos.

Me encantan los guisantes lágrima tal cual, pero si me los ponen con espardeñas, sot l’ y laisse (una pequeña molla exquisita que está encima del contramuslo del pollo) y abundante trufa y salsa de calçots, pues lo que era una piedra preciosa pasa a ser un prodigio de la orfebrería.

Lo mismo me pasa con las angulas, que los puristas solo quieren a la bilbaína. Pues a mi me encantan con esta potente crema de alubias de Tolosa que es pura alma de judías y más cosas. Quizá si les doy la razón a aquellos en que la panceta que escondían era demasiado potente.

Ramón borda la caza y hoy tocaba un pequeño lomo de gamo con una soberbia demi glace de arándanos, granada, acelgas, coles y apionabo, absolutamente exquisita.

Aparte, y eso le encanta al chef (y a mi), en una cuchara, un buñuelo sesudo de liebre y una cazuelita con un esponjoso y potente brioche con crema de rábano picante que se unta golosamente en una espléndida royal de whisky.

Y para reponernos de tamaña fuera, y como primer postre, un superior macarron abierto de vainilla y castañas que también se adorna (en belleza y sabor) con ruibarbo, salsifí y naranjas.

Pero como no puede faltar el cacao, repetimos ese genial croissant de chocolate, plátano y namelaca que es como un bombón gigante que parece embestir a una muy rica bola de remolacha con café y licor, perfecto colofón a tanta grandeza.

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Mar Mía

Podría no contarles las cosas como fueron y refundir una cena y un almuerzo en este texto, como si todo hubiera ocurrido en una misma ocasión, pero prefiero contarles, tal como fueron, mis dos ultimas visitas a Mar Mía, el estupendo restaurante de Rafa Zafra, Bar Manero y Casa Elias en un moderno hotel de Madrid. Una mezcla de talentos bastante insólita.

Primero fue una cena medio rápida después de la ópera y a las 11 de la noche, pero eso da igual, porque todo está bueno y bien servido, con amabilidad y profesionalidad, a cualquiera hora. Y es que cualquier cosa que haga este trio es garantía de calidad y disfrute.

Nunca me pierdo las suculentas y sabrosas gildas de Rafa y para saber por qué las son las mejores que hay, basta con ver la foto con el detalle de cada ingrediente.

Lo mismo pasa con esa maravilla de matrimonio en el que si la rústica anchoa de primavera (lavada a mano y de salazón más agreste) es estupenda, el boquerón en vinagre es de los mejores probados en mucho tiempo.

Hablar de estos sitios es hacerlo de caviar y el canapé de pan brioche es delicioso, en especial por el velo de papada ibérica de Joselito. La gracia de Rafa Zafra es que todo lo hace sencillo, pero siempre se saca de la chistera algún toque que lo convierte en distinguida y diferente simplicidad.

Están también muy ricas las alcachofas a la brasa y estupendas las grandes y suculentas almejas al fino Quinta. La salsa es para casi bebérsela y el molusco es tan lujoso y opulento que lo venden por piezas.

Son espléndidas desde luego, pero lo que es, en su gran humildad, toda una verdadera sorpresa son esos delicados mejillones de Bouchot acabados en la mesa con especias alicantinas y una soberbia salsa muy Café de Paris.

Lamentablemte a esas horas ya no tomo postre, así que no queda otra que leerse la segunda comida para saber cuáles son los mejores.

Y aquí empieza ese segundo almuerzo porque, como me quedé con ganas de arroz -y de alguna cosa más-, y lo anterior fue solo un (gran) tentempié tras la ópera, pues había que volver.

Empezamos nuevamente con las imprescindibles gildas y también con el matrimonio, para seguir con la ensaladilla que está muy jugosa y llena de atún. No tiene nada diferente, pero es tan buena en su clasicismo que no le hace falta más, quizá solo esas estupendas tostas de aceite con que la acompañan y que la perfeccionan.

También aportación de Manero (esto es un 6 manos) son las croquetas, crujientes de panko, con buen jamón y muy cremosas.

Tampoco podía faltar en un buen almuerzo alguna de las frituras de Zafra y los boquerones marinados en limón y fritos son excelentes aunque, por alguna razón, están mejor fritos los de Estimar, cosa que también ocurre -y se nota mucho- con las patatas.

Las otras manos de las seis, las de Casa Elias, se encargan de regalar a Madrid sus míticos arroces. Este, de simples y deliciosas verduras, está muy rico, pero lo mejor es el punto de un arroz suelto y al dente que forma una fina capa que cubre una paella bastante grande. Así se consigue esta calidad y está cocción.

Y para acabar un poco de pan con chocolate y el excelente, denso y enjundioso flan de queso.

El bonito hotel en el que está, el frondoso patio que lo circunda y el bellísimo entorno de este barrio de Palacio (Real) son aun más alicientes para no perdérselo. Un sitio estupendo, que también sirve para tapear, en la zona turística más bella y elegante de Madrid (con permiso del Paseo del Prado) al que solo le encuentro el defecto de una apariencia demasiado nocturna con luces muy amarillas (basta ver las retocadas fotos) y unos visillos que dificultan el paso de la luz natural. Por lo demás, es una gran opción con precios más que razonables, incluidos los estupendos champanes de Manero.

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La Bastide de Bruno Oger

Llegar a La Bastide recuerda un poco al antiguo peregrinaje hacia el Humanes de Coque (pero en chic Costa Azul) y es que no está en Cannes sino en Le Cannet, una especie de suburbio industrial donde en vez de naves hay stands, de coches de lujo, pero stands al fin. Sin embargo, la casona donde se haya el restaurante es del siglo XVIII y pura paz provenzal, porque se come en un bello patio sombreado por árboles centenarios, de los que penden lamparitas de rafia mecidas por el viento.

No tan antigua como la casa, pero sí muy dilatada, es la carrera de Bruno Oger, un chef muy veterano y famoso en la zona (y no solo) por ser el artífice de las grandes cenas de gala del festival de Cannes.

Su cocina es elegantemente francesa y de raíz muy clásica y parece estar pensada para que en ella reinen las verduras. Aunque sin pasarse tanto como se lleva ahora… Fiel a ello, los aperitivos son enteramente, deliciosamente, vegetales, pequeños bocados sutiles de flor de calabacín frita, sándwich de remolacha (encurtida y hecha puré), tartaletas de ahumada berenjena y pequeños tomates confitados.

Dicen muchos seguidores de este blog, que en Francia los panes son otro mundo y es verdad que, a pesar de nuestras mejoras, aquí suelen ser extraordinarios. Como estos tres de texturas perfectas (blanco de costra fina y crujiente y esponjoso de centeno), entre los que resalta el hojaldrado arrebatador del de tomate.

Y podría parecer que en la pequeña entrada de sardina el chef abandona las hortalizas pero no es así porque en ella reluce el ruibarbo.

El mismo amor vegetal reluce en su delicada receta de calamares. Allí reinan los boletus -que se convierten en sabayon de mantequilla de “porcini”– y se perfuman con hinojo. Siempre lo digo,, pero como me encanta el hinojo aplaudo lo mucho que lo usan los franceses.

Y también los reverencia a unas tiernas alcachofas que son acompañadas (y no al revés) de unos pequeños avalones empanados.

Como pescado, un exquisito rodaballo, un poco demasiado hecho, que se baña en una verdísima y sabrosa salsa de apio, nueces y rábano,

Y aún más me gustó el tiernísimo cordero asado en su jugo con toda una declinación de zanahorias, que va del humus al glaseado. Precioso y estupendo.

Los postres son estupendos como es norma en Francia: como aperitivo una suave crema de vainilla con quinoa frita y pimienta roja.

Y después los que habíamos pedido: una elegante versión del manjar blanco (el postre favorito del medievo) de almendras con un corazón de compota de arándanos y el ácido contraste de un espléndido sorbete de mora.

Pero como lo que me fascina es el chocolate, nada mejor que su intensa crema de chocolate negro con una ligera crema fría de chocolate (la del extra de la jarrita que dejan en la mesa, me la he acabado a cucharadas) y un sorprendente helado de rábano que, nueva emoción, hace un contraste perfecto.

Como los franceses presumen de repostería con toda razón, unas mignardises a la altura, sobre todo un perfecto y crujiente pastel bretón, tierra del chef.

Un lugar elegante y sosegado con una cocina refinada y bastante vegetal (bastante porque, felizmente no es vegetariana) que me ha encantado.

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Rocco

Nunca hablamos de precios pero ya va siendo hora, porque cada vez prolifera más el sitio overprice basado en una rutilante decoración, un buen ambiente -generalmente conseguido gracias a hábiles RRPP- y comida fácil basada en productos baratos, cobrada a precio de oro.

Los locales tradicionales continúan con precios moderados y a mi, sinceramente, los estrellados, -con tanto personal, esos alardes de perfección y tan poco comensal en cada turno- no me parecen nada caros. El problema está en estos llamados de moda: preciosos, punto de de encuentro del aborigen cool y el turista devoto de Netflix y por tanto, llenos de trucos para hacer gastar.

En estos, por poco que pidas te pones en 100€ por barba. Todo eso cumple el nuevo Rocco de Lisboa, aún más caro que sus modelos españoles (Numa Pompilio pongo por caso) y obra genial de un Lazaro Rosa Violan en estado de gracia. Quizá su local más bonito hasta la fecha.

Todo está muy cuidado, desde las vajillas hasta los uniformes y la comida es razonablemente buena, el servicio correcto y muy lento (creo que aquí es más culpa de la cocina) y los vinos tan suntuosos como caros (una copa de Veuve Cliquot Brut, 29€).

Y la comida, correcta pero sin mucho más. Está esupenda la melanzane de bordes crujientes y muy buen equilibrio entre berenjena, tomate y queso. La salsa de tomate -parece una tontería pero no lo es- es excelente.

El rigatoni con ragú es bastante sabroso y al dente, pero a la carne le falta potencia de sabor y la salsa se pasa de grasa, como se ve bien en la fotografía.

Muy clásico el solomillo Rossini aunque parco en foie. El puré de patatas que lo envuelve está muy bien y la salsa sale del paso con soltura. No es la mejor versión, pero es notable.

Menos mal que lo mejor llega al final. La puesta en escena del tiramisu supera en mucho a la de los que ya lo hacían ante el comensal y el resultado de mezcla de bizcochos, lícor, café, cremas y polvo de chocolate es estupendo. Quizá el mejor plato de todos, no sé si solo por el mismo o por lo atractivo e impecable de la preparación.

Vale mucho la pena conocerlo, pero siendo consciente de todo lo dicho. Los platos mencionados (entrada y postre compartidos), dos cócteles –Negroni y Margarita-, dos copas de un Pinot Grigio baratito, una de Oporto, dos cafés y una botella de agua, 85€. Con un vino de los menos caros de la carta habríamos superado los 100 compartiendo platos. Aún así, el conjunto es más que resultón y perfecto para una buena refección si no importa mucho la cuenta.

P. D. Por cierto, mucho ojo con las nuevas cuentas portuguesas: incluyen propina y si no se rechaza expresamente -lo cual es un corte- eso es lo que cobran. Y hasta puede ocurrir que, sin reparar en ello, se acabe dejando la propina de siempre además de la otra. No sé qué opinarán de esto en Europa, pero me parece otro moderno abuso…

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Celler de can Roca

Los hermanos Roca (Jordi Roca en la foto) son un ejemplo de superación, perseverancia, sencillez, humildad e inteligencia, valores todos tan ensalzados por los libros de autoayuda como ausentes del mundo actual.

Gracias a ello han llevado el humilde pequeño bar familiar a la cima de la restauración mundial y es tan bueno que lo sacan de las listas para evitar que ganen siempre. Por supuesto cuentan desde hace años con tres estrellas Michelin y toda clase de premios al mejor chef, al mejor pastelero o al mejor sumiller/jefe de sala, papel que desempeña cada uno de los tres hermanos. Cada día es un examen en un restaurante que todos quieren conocer y del que todos esperan lo máximo por lo que, tributarios de tanta presión, lo han convertido en el templo de la perfección, asentado en un triangulo de vidrio en torno a un pequeño bosquecillo de álamos.

La carta de vinos es tan grande que se divide en tres tomos y se traslada en carrito. Casi tantos como los aperitivos de estas fotos: brioche de trufa (que estalla), consomé gelée con bolas de crema, y bocadillo (de merengue) de trufa.

Y después, una regla con bocados históricos: el canelón de la madre, bollo de brandada de bacalao, magdalena de pollo, sonsos en tempura y mar y montaña vegetal.

Y otro más: un merengue de saúco a base de blandos y crujientes, cremosos y crujientes, muchas texturas excitantes que

anticipan “toda la gamba” (marinada, con encurtidos y olivada). Todo es bello, sabroso y abrumador, con técnicas e ideas, equilibrio y brillantez, historia y futuro.

Y sigue la cabalgata de saber, sabor y perfección con una delicada velouté de hinojo, un cuajado delicado con agua de mar y caviar.

La caballa es recia por el marinado, la salsa de la misma caballa llena de sabor y varios encurtidos.

Fresquísima la ostra con pepino, apio, melón con granizado, helado y hervido de ostra. No me gustan nada las ostras pero levemente cocida y así acompañada resulta apta para todos y completamente diferente. Y de ahí al denso foie, algo aparentemente sencillo pero que se hace turrón con avellanas y cacao. Impresionante.

Esa fuerza de tanto sabor, da paso a una asombrosa y magistral secuencia de platos vegetales radicalmente actuales: lechuga, salsa de ortigas y ajoblanco de macadamia, granizado de lechuga y pepino y colinabo precede a la sopa de higo, pistacho y hoja de higuera, que es esencia y aroma de higo, con varios encurtidos y un toque fresco de sandía.

El tomate es de una intensidad arrebatadora y tanto sabor se debe a muchas variedades y a más de diez preparaciones: agua, seco, ahumado, encurtido, aceite, gelatina, helado, etc. Perfection…

Sigue por el mismo camino un intenso calabacín hasta con su flor crujiente, demi glace y otras preparaciones resaltadlas por limón, albahaca, queso galmesano (que es como se llama al parmesano gallego) y pipas de calabaza. Un festival de sabores sorprendente.

Y las acelgas en todas las preparaciones mantienen el listón: con grasa de jamón, encurtidas y con ajos confitados y anchoas. ¿Quien dijo que las verduras no tenían gracia…?

No hay ingrediente o técnica que se les resista. Todo lo absorben y aprovechan y todo lo hacen delicia; el apio nabo y pera que sigue la secuencia de los vegetales que tanto me ha impresionado, es plato dulce, salado y ahumado a la vez, lleno de los matices del protagonista del plato realzados por nata caramelizada, café y sarraceno.

Acaba esta parte con una espléndida berenjena: escabechada, lacada, caviar de berenjena… y además miso , yogur ahumado y varias cosas más que dan enorme sabor y múltiples texturas.

Empiezan lo marino con berberechos en escabeche y con muchos vegetales en una especie de transición.

La cigala, artemisa y vainilla, es lo único que no me ha encantado, la única duda, porque me ha resultado de un amargo tan excesivo que se come todo lo demás .

Pero el suquet me ha hecho olvidar cualquier reticencia con su intensa salsa y hasta su tradicional pan frito y las avellanas hechas espuma.

Dos carnes extraordinarias para rematar la faena salada: una sobrecogedora sinfonía de cordero (cuello, mollejas, manitas y sesos, ventresca y lomo, cada una con un diferente cuscús: de apio, apionabo, coliflor, manzana o pepino)

A continuación, una magistral obra de artesanía: brioche de pularda con trufa y salsa de hierbas frescas. Un plato casi adictivo, de sabor intenso pero delicado a la vez y muy elegante. Por si fuera poco, se trincha a la vista del cliente en un bello espectáculo.

Un gran festival (así se llama el menú) pero aún faltaba los postres y esos sí que me dejaron boquiabierto. Aunque no contara con tantas y tantas cosas que ya les he contado, el talento dulcero de Jordi Roca bastaría para tener al Celler entre los restaurantes más punteros del mundo. Yo que tanto me quejo de los postres de la mayoría, aquí voy de asombro en emoción y de emoción en júbilo, tal es su imaginación y capacidad técnica.

Llueve en el pinar tiene la puesta en escena más cautivadora que he visto nunca. Esa espuma flotante es traída en equilibrio por la camarera, como si hiciera magia, hasta su soporte. No sabe a nada pero “llueve” realmente sobre un parfait de miel y piñones. Y sobre granizado de limón y hierbas.

Al asombro sigue la belleza de una perfecta rosa de macadamia hecha pétalo a pétalo y acompañada de muchas fresas en texturas, nata, sorbete de fresa y rosas y un sutil y esponjoso mochi de rosas tierno y fragante.

Para acabar la fuerza de la crema de vainilla con muchas nueces, gelatina de tabaco y hasta un sorprendente helado de mantequilla tostada con pasas al PX.

Aunque no es todo porque el carro de golosinas es interminable y tiene cosas sabrosas y hasta tan bellas como esas bolas de jengibre y limón con granada que son como el compendio del espíritu de esta casa: belleza a raudales, sabor y aroma en cada detalle, enorme conocimiento, destreza técnica y sensibilidad depurada. Están mucho más allá de cualquier comparación justa.

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La Milla

El almuerzo más feliz del verano suele ser el de La Milla. Será porque está encima de la arena y allí el mar atrapa la vista y las olas los oídos. O porque un maravilloso producto marino se trata magistralmente y con sencillez, pro siempre con gracia. O porque la carta de vinos es inacabable y el servicio de exquisito. O será, simplemente, porque es Marbella, verano, hace sol y todo eso me encanta.

Una vez más no hemos pedido y otra más el resultado ha sido magnifico. Para empezar, lo que Juanlu Fernández llama, en Lú Cocina y Alma, -y en Francia entera el coquillage: concha fina a la brasa con una dulce emulsión de maíz, navaja a la brasa con otra de jamón ibérico y bolo a la brasa con crema de piparra, una opción mucho más envolvente que al natura porque además gusta a los más primitivos y no asusta a los menos aficionados a los crudos y a los fuertes sabores de estos moluscos. Las salsas añaden levemente nuevos matices sin desfigurar y el toque de brasa mejora su recio sabor.

Tenía antojo de ajoblanco y este no defrauda en su ligereza ni en su guarnición lujosa: cigala soasada (demasiado cruda) y picada de dátiles, queso, piñones y hasta un poco de tinta de calamar en el fondo que luce un bonito efecto sobre el blanco al final del plato.

Y qué buenos panes (los de este pase y los que sirven para acompañar, doble mérito al borde del mar), tanto el corte de dulce tartar de gamba blanca como el estupendo bríoche de atún rojo con chocolate blanco. Creo que nunca habría pedido tal “disparate” pero el dulzor del chocolate funciona a la perfección con la sal y la acidez del aliño. Un acierto insospechado.

Soberbia la ensaladilla rusa con la gracia de dos atunes,uno en tartar de aliño potente y deliciosamente picante y otro en aceite. Sedosa, muy jugosa y llena de sabor. De las mejores de siempre.

Otro hallazgo reciente es la banderilla de carabinero en la que el líquido de la cabeza se usa de salsa, las patas se convierten en polvo de sal y el cuerpo se usa para espetarlo en un palito y cubrirlo de estupendas piparras picaditas. Sabores y texturas que cambian todo para que todo siga igual.

Y después, gran lujo y absoluta sencillez al mismo tiempo: gamba roja de Denia, langostino de Sanlúcar, gamba blanca y quisquilla de Marbella. Simplemente cocidas, absolutamente extraordinarias.

Estamos recorriendo en esta comida -y lo que nos queda- todos los cocinados de un chiringuito -cocidos, fritos, a la brasa, asados, etc- y ahora tocaban los fritos en forma de unas puntillitas crujientes, de tamaño perfecto y sin gota de grasa, una suerte de adictivo caramelo de mar.

Y continuando la exhibición de grandes productos y jugando ahora con la plancha y los orígenes, contraponen dos grandes: el chipirón de la ría vs el chipirón de Estepona. Se trata de comparar pero yo no elijo porque ambos están estupendos. ¿Para qué?

Y en playa malagueña no pueden faltar los espetos, la deliciosa forma de asar sobre la arena, en las brasas y ensartando el pescado en una caña afilada: aquí una muestra de los de sardinas y de los de salmonetes, ambos llenos de sabor, a pesar de sus escuetas carnes. Dicen algunos que ese tamaño es el mejor pero a mi me gustan algo más grandes.

Y cuando creía haber gozado de todo, llaga la sorpresa de un suculento arroz meloso de almeja rubia gallega, perfecto por su punto y por ser suelto y cremoso, casi como un risotto pero sin adición de lácteos y con el intenso sabor que proporciona un gran fondo de pescado y marisco. Me ha encantado esa melosidad conseguida con paciencia y sin añadidos, porque el efecto es el mismo y el sabor mucho mejor.

Para acabar un postre perfeccionado, una milhojas de queso Payoyo con delicada crema pastelera y un hojaldre caramelizado muy bueno. Pero además lleva un estupendo helado de nata sobre una riquísima confitura de higo. Casi un plato combinado a la antigua usanza, pero en dulce.

Es muy arriesgado decir que este es el mejor restaurante de playa -la nueva ola de los chiringuitos en la era Michelin en los países ricos y gastrónomos- porque también está Jondal en Ibiza y alguno qie no conoceré pero, con esas prevenciones, puedo decir que La Milla es único y que solo aspira a dar de comer muy bien y a proporcionar todos los placeres (hasta carta de puros tienen) salvo los del ajetreo y el sitio de moda. Porque aquí todo es placer y paz. Afortunadamente…

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Quintoelemento

Que el nivel medio de la gastronomía madrileña está por las nubes, con alguno de los restaurantes más excitantes del mundo, es conocido. Pero menos que se cuida en todas partes y, a veces, en lugares tan impensables como una discoteca tan eternamente de moda como Kapital.

Después de varios experimentos, cerró su terraza del séptimo piso con un gran techo descapotable y la convirtió en un suntuoso y futurista restaurante lleno de ambiente, buena música y proyecciones por todas partes. Un lugar espectacular llamado Quintoelemento.

Y hasta ahí, podríamos decir, normal. Pero lo que no lo es tanto es que que la comida de Juan Suárez de Lezo hasta mejore el resto. Para que lo comprobara me invitaron hace unos días (era la segunda vez que iba, pero la primera no pedí yo) y me encantó el menú degustación corto (no tanto). También los cócteles y un servicio más atento que eficiente pero que cumple bien.

Tras unos ricos macarrons de roquefort, el taco de berenjena en tempura (que preferí a la ostra con ponzu, que es el plato del menú) es crujiente, bello y animado con delicioso toques picantes y dulces.

Después, algo muy adecuado para los calores: gazpacho de tomates verdes con suave hamachi y un buen granizado de manzana verde que es original, aporta textura y refresca, aunque yo no lo apostaría todo a él y pondría la sopa algo más fría. El contraste de temperaturas tiene su gracia pero el granizado no basta para enfriar al momento un gazpacho del tiempo.

El rape con ensalada criolla y salsa huancaína es un estupendo pescado que llega con un punto perfecto -suficientemente hecho pero muy jugoso- y una salsa (ya saben, típicamente peruana y a base de ají amarillo) que está excelente y le queda muy bien al pescado.

Rafael Ansón, con quien había merendado, me había recomendado el chilli crab y, como siempre le hago caso, lo hemos añadido al menú degustación porque, lamentablemente, no se incluye en él. Menos mal que lo hicimos, porque es una versión colosal de este plato con picantes excitantes, bastones de pan brioche tostado para mojar y una gran mezcla de bogavante (¿por qué solo cangrejo si se puede poner bogavante también…?) y cangrejo en tempura. Por algo lo llaman del señorito… Un señor plato.

Poner de carne -en época en la que solo se usan las de moda, rojas y maduradas, muchas veces hasta el límite-, ternera lechal es completamente disruptivo y por eso me ha gustado aún más esta idea llena de delicadeza y ternura. Suave y sutil y con un golpe de josper que le aporta matices amaderados.

Y de postre una rica y envolvente crema de coco con caviar de mango que sirven como una ostra y así se llama. En el fondo lleva una base de bizcocho por lo que en la boca sabe a tarta de toda la vida y la crema densa y golosa, mucho más aún.

Lo mejor es aprovechar a partir del jueves porque hay un ambiente muy variado y muy divertido, mayoritariamente joven y con aspecto de bajar después a la disco; ellos como para ir a la obra pero ellas con tacones de aguja, bolsos de diseño y vestidos tan ajustados que parecen una segunda piel. Las proyecciones en el techo son impresionantes pero también las de la pared frontal. También hay DJ y mucho movimiento. Hay que ir. Comerán bien y se divertirán.

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