Hacia casi un año qie no visitaba Bugao y eso que me gustó desde la primera vez, pero me pasa mucho. Hay demasiados sitios ya y no paran de abrir otros nuevo. También voy a casas particulares y viajo. Así que, por más que quiera, no llego a todo. Felizmente me han invitado a probar lo nuevo para que no pudiera negarme y me ha sorprendido tanto avance y simplificación. El chef Hugo Ruiz es tan joven como experimentado y ha estado es sitios que me encantan como Casa Gerardo, Calima (este solo me encantaba cuando existía) o el Café de Paris de Málaga. De todos ha aprendido y de cada uno se ha desprendido. Tomó Madrid desde la dulce Ceuta y siendo así, sólo podía ser marinero en tierra, que decía Alberti.
Por eso no extraña empezar (él ha decidido el menú) con un trío espectacular: potente tartar de toro con caviar, una crepitante tosta de quisquilas de Motrilcon una mayonesa de wasabi excelente y un gulosotartar de tarantello con trufa que es una mezcla excelente.
El salpicón clásico se anima aquí con recias y humildes cañaíllas que le aportan gracia y originalidad, a pesar de su textura un poco dura.
La centolla se ofrece tal cual, salvo porque se mejora con una crema de sus interiores con yema y guisantes lágrima, consiguiendo un plato por el que merece la pena volver.
Originales las espardeñas porque se fríen y se envuelven en mayonesa de ajo negro y velo de ibérico, lo cual las enriquece.
Las cocochas al pil pil de ajo negro son completamente diferentes y tienen cuerpo picante y alma aromática.
El carabinero es otro plato por el que venir. Lo borda al ajillo con un memorable huevo frito abuñuelado y la cabeza a la brasa.
Muy rica la corvina de Conil a la mantequilla negra que está llena de nostalgia francesa y guiños al pasado.
Viene bien después, la frescura del yuzu con citronella pero, yo que siempre prefiero lo complejo a lo sencillo, me quedo con el bizcocho de castañas con haba tonka, helado de vainilla y un rescatado (menos mal) y espectacular sabayon de amareto.
Ha sido una de esas veces que no había acabado y ya quería volver, porque me encanta esta fórmula de cocina marinera aparentemente sencilla pero que, sin disfraces, está cuajada de detalles de alta cocina. Además, Hugo no está solo. Tiene a su amable y eficaz hermano a la sala y a los vinos (muy buena carta) y consigue un buen servicio. Además, el lugar es de bonito a llamativo y está siempre muy animado. ¡¡¡Vayan!!!!
Escondido en un aparente restaurante de batalla de esa desconcertante calle que es Jorge Juan, meca del mal comer y el “lujo” turístico, se esconde un elegante chef, José Manuel De Dios, que practica una refinada cocina, a caballo entre lo cántabro y lo francés. Y es que no en vano empezó en el magnífico Cenador de Amos y siguió por Michel Bras. Claro que también se esmera con una carta a gusto de todo el mundo y exigida por un restaurante que vende cientos de cubiertos diarios. Su nombre La Bien Aparecida.
Sin embargo, yo siempre le pido el menú degustación porque en él luce en todo su esplendor. Esta vez hemos empezado con unos delicados bocados: una muy quebradiza tartaleta de paté de cerdo con un pequeño prado de perejil y flores, croqueta de lacón con velo de pimiento, crujiente, cremosa y llena de toques ahumados y un perfecto consomé de setas con todo el bosque dentro.
Después más maestría en forma de gilda deconstruida en la que resalta, escondido, un excitante bombón de encurtidos y un finísimo barquillo de potente brandada de bacalao.
De primero, dos tartares, uno de atún, muy bien aliñado, y cubierto de un precioso manto floreado de dulce remolacha y otro de cigala y coliflorrallada con una espectacular sopa de almendras cuyo dulzor líquido contrasta con los otros de tierra y mar.
Las cocochas con delicioso pilpil (francés, lo llamaría yo, porque está muy cerca de la beurre blanc) son densas, intensas y contrastan con una duxellede setas, francamente rica.
Aunque para intensidad de labios pegados, los envolventes guisantes con huevo y un guiso de callos de bacalao, una mezcla poderosa en la que el guisante no pierde su sabor.
El salmonete está levemente cocinado y cuenta con el acierto de jugar con el hinojo, tan exquisito, han olvidado en España, y unas simples patatas.
Acabamos con un sabroso y tierno canelón de pularda y trufa con una masa muy suave y un relleno aromático y poderoso.
Los postres son tan frescos que siguen muy bien a la contundencia anterior. Primero un bombón de laurel que no sabía que era algo muy cántabro pero sí, porque a falta de canela perfumaban la leche con esa hoja que sobraba por todas partes.
Después, las muchas texturas de dulce remolacha con una sobresaliente de cabello de ángel.
Y por último, un muy fresco mango con whisky basado en un estupendo envoltillo líquido hecho con la carne de la fruta.
El sitio es precioso, los sumilleres magníficos -por lo que vale la pena ponerse en sus manos,- y el servicio atento y eficaz. Tampoco es caro en este Madrid enloquecido. Si además les sirve de pista, no voy a otro de este grupo, pero es que este es cosa aparte porque tiene un chef de lujo. Vale la pena ir. Y seguirle la pista.
Ir a Ramón Freixa siempre es un placer. Por eso, es culpa mía haber tardado todo un año, porque me gustaría ir mucho más, como antes hacía. Pero entonces no vivíamos esta locura de aperturas, ni había tantos, ni yo viajaba como ahora. Pero en fin, mea culpa, porque sigue siendo un lugar imprescindible en el que disfrutar de la elegancia mediterránea y festiva de este chef y que comienza tanto en los espesos manteles de hilo y en las esponjosas servilletas, como en sus brillantes platas o en las sofisticadas vajillas. En fin, que hasta consigue disimular la tristísima decoración.
Sus menús comienzan con un colosal despliegue de aperitivos de intensos sabores: desde su clásico cucurucho de camarones -del que se come todo porque el envoltorio es obulato comestible- hasta un brillante bombón de vermú y aceitunas rellenas pasando por la sorpresa del fresón albino con erizo y
un gran bocado de caviar y crema de coliflor con una asombrosa tortilla líquida de tuétano. Brillantez y maestría desde el comienzo.
Antes de empezar con lo más sustancioso, un pase de los panes del padre de Ramón -que son justamente famosos- con una estupenda mantequilla de Isigny y un aún mejor aceite de arbequina de Castillo de Canena, elaborado para él.
La primera entrada se llama pureza. Y se entiende porque es inmaculado blanco de tupinambo en texturas sobre colas de cigalas y pil pil de almendras. Pureza y delicadeza que contrastan con una envolvente e intensa cuajada de cabeza de cigalas con algas. Deliciosa cuando inunda el paladar todo.
Hay mucha suavidad en ella, por lo que después es perfecto el tacto de una sorprendente seta de castaño, asada y lacada por lo que resulta tierna por dentro y muy crocante por fuera; reposa sobre un jugo de mar y tierra que es una especie de demi glace con toques marinos.
Me encantan los guisantes lágrima tal cual, pero si me los ponen con espardeñas, sot l’ y laisse (una pequeña molla exquisita que está encima del contramuslo del pollo) y abundante trufa y salsa de calçots, pues lo que era una piedra preciosa pasa a ser un prodigio de la orfebrería.
Lo mismo me pasa con las angulas, que los puristas solo quieren a la bilbaína. Pues a mi me encantan con esta potente crema de alubias de Tolosa que es pura alma de judías y más cosas. Quizá si les doy la razón a aquellos en que la panceta que escondían era demasiado potente.
Ramón borda la caza y hoy tocaba un pequeño lomo de gamo con una soberbia demi glacede arándanos, granada, acelgas, coles y apionabo, absolutamente exquisita.
Aparte, y eso le encanta al chef (y a mi), en una cuchara, un buñuelo sesudo de liebre y una cazuelita con un esponjoso y potente brioche con crema de rábano picante que se unta golosamente en una espléndida royal de whisky.
Y para reponernos de tamaña fuera, y como primer postre, un superior macarron abierto de vainilla y castañas que también se adorna (en belleza y sabor) con ruibarbo, salsifí y naranjas.
Pero como no puede faltar el cacao, repetimos ese genial croissant de chocolate, plátano y namelaca que es como un bombón gigante que parece embestir a una muy rica bola de remolacha con café y licor, perfecto colofón a tanta grandeza.
Ya advierto que voy a estar mucho tiempo contando mi menú de DiverXoy ello porque mi admirado Dabiz Muñoz me ha llevado a las cumbres del sabor y del placer gastronómico. Sé que a muchos parecerá exagerado o superfluo pero, yo que soy muy aficionado a la música, a la literatura y al arte en general, he leído libros enteros sobre una sola obra. Así que ¿por qué no hacerlo sobre la labor genial de un cocinero único en el mundo, como no se conocía desde Ferrán Adrià? Porque Dabiz no se parece a nadie aunque todos se quieran parecer a él. Como con el estilo de Picasso, si pruebas uno de sus platos sabes que o es suyo o le están imitando. Y eso porque ha encontrado un lenguaje propio, quizá lo más difícil para un creador.
Aquí no se entretienen con aperitivos y el primer plato ya asombraba porque había convertido el pichón que, antes era final de la comida, en una entrada de ensalada lo que era ya una declaración de intenciones. Como en un libro de relatos, cada plato cuenta una historia que empieza y acaba y cada uno se puede leer -comer- en cualquier orden -porque todo lo contiene-, pero al final todo es coherente y armónico.
Tiene muchas cosas la ensalada porque esto es barroco puro, pero el caviar da sabores marinos, los chiles fermentados picantes y los macarrones de palo cortado, belleza y modernidad. Ah, y los puntos de cocción son perfectos.
Sigue una novedad y va a haber muchas (sí, es verdad, soy un privilegiado): una oda al ecosistema pirenaico con esa trucha única que parece salmón, cangrejo de río, trufa y pino. Pero sobre todo, un tratamiento inverosímil del arroz que unifica el plato: en sushi, seco y fritoen cuscús y con su almidón cociendo ñoquis. Aparte un picante y maravilloso chupe de cangrejo.
Y acaba la primerísima parte con una estupenda mezcla de cangrejo y kimchi. El azul de la cabeza parece que se emulsiona con gelatina pero es el efecto de macerarlo, aún vivo, y con cosas inesperadas como azúcar y vinagre de arroz. Sorprendente pero aún lo es más poner el cangrejo real del plato principal con un kimchi de fresas, yogur y café. Picante y fresco y, claro, brillante.
Cuando llega a la mesa esa especie de plato lleno de adornos prehistóricos que es el atún, todo nos predispone al asombro y quizá lo que más, esa salsa de tomate de caserío que, solitaria y apartada en el plato que nos pone delante, es como alma de tomate porque se hace lentamente durante 24 horas. Y después, un marmitako de médula y tomates amarillos denso y profundo y otro sushi sensacional: el umeboshi de atún con un tomatito semiseco. Tan poco que es tanto…
Y ya sé que me van a llamar exagerado pero se me saltaron las lágrimas con un sencillo bocado homenaje al padre y que también es nuevo: losminutejos del Agus, un sándwich de piel de cochinillo relleno de fiambre de su cabeza, varios picantes, pecorino y, a modo de salsa, yema de huevo curada. Estaba predispuesto por todo lo anterior pero me pareció perfecto y eso me pasó.
Claro que igual me ocurrió con esa trilogía asiática de la thaipiroska, un cóctel de fruta y ron donde la espuma (de hierbabuena, albahaca y pepino) no está arriba sino debajo, en plan alarde técnico. Acompañan los estupendos jamoncitos (que en realidad son tiernas y suculentas ancas de rana) cubiertos de una salsa BBQ de bacon impresionante. Aunque quizá menos (no podría afirmarlo) que un aterciopelado curry verde de jalapeños y te matcha con diminutos guisantes al wok. Ya lo había comido antes pero da igual. Podría hacerlo mil veces.
Lo de las angulas de este chef sí que parece una distopía a lo Black Mirror porque se inventa técnicas, sabores y hasta métodos pescaderos: congeladas en un túnel de frío, luego las fríe “al revés”, muy suavemente, y junto a la mesa. Quedan completamente diferentes y las coloca, como si tal cosa, sobre un intenso y perfecto caldo de almejas (que mezcla con Riesling y hace crena) con unas sepietas diminutas y maravillosas. Cuando la audacia se junta a estar tocado por la gracia.
Pero, como no se conforma con nada, la novedad que sigue también sorprende. Un plato de solo verduras de fuertes sabores (ácido, picante, amargo, ahumado, dulce agrio…) y muchas texturas (untuosa, sedosa, crujiente, cremosa…) y temperaturas, un alarde en el que solo hay una proteína animal y es en el estupendo caldo gallego (que sabe a abuela y a cocina tradicional) que lo acompaña. Abriendo caminos sin renunciar a nada.
Y más novedades (ya me sentía único…) en forma de merluzas: la carioca de tres meses de la que solo nos da espina y cabeza, al wok y súper crujientes, la pescadilla de un año con una soberbia meuniere muy clásica, pero con la originalidad del ají amarillo y la merluza de ocho años de la que nos ofrece la sublime cococha en una especie de pil pil que es el colágeno de su cabeza aromatizado como más ají, lo que marca cierta continuidad con la parte anterior, dando total unidad al plato. Solo se me ocurre una palabra (me voy quedando sin adjetivos): impresionante.
Me había dicho nuestro camarero que íbamos a probar algunos platos nuevo de pero, habrán visto que, como fueron tantos, cuando aún no habíamos llegado a la mitad pensé que casi habría sido más fácil decir cuáles no eran novedad porque ya eran los menos.
Felizmente también lo era su inesperada mezcla de foie y erizo. Parece imposible, pero combinan muy bien, primero en un plato con el foie a la parrilla y gazpacho de chiles y tomates verdes y después en una crema de erizos con lenguas de pato que son un poco raras pero son, por ejemplo, menos feas que los bígaros y saben menos, así que sin problema.
Tuve mala suerte con uno de los platos estrella porque llegó frío (algo debió pasar) y es una pena porque me encantó el guiso de gallo de Mos. Este producto es una de esas maravillas (se ve al fondo de la foto) que ya no se ven y la crian para él y es bueno hacer un inciso para recordar que a la creatividad y el trabajo se une un enorme esfuerzo para conseguir productos únicos y así pasa con el foie ecológico, las angulas, el café, incluso sake y bastantes otras cosas.
La idea del guiso es que lo mejor se queda en el fondo de la olla por lo que lo elabora muy lentamente, y además tuesta y carameliza una salsa poderosa y excelente sobre la que pone también fabes (en beurre blanc de su emulsión), una corteza crujiente de la piel y hasta cretas de gallo en mole. Y para rebañar, no nos puede dar algo tan banal como pan, así que disfrutamos de un excitante taco de flores de maíz aciduladas. ¿Quien dijo eso del ingrediente único? ¿Para qué?
Y para acabar lo salado, lo hace en grande con un bello plato que parece un verdísimo prado con un cuerno olvidado. Aloja un aterciopelado y sutil buey de Kagoshima “simplemente” semicurado con chiles adobados y condimento de pasta de quisquillas. La carne en todo su esplendor y acompañada (en el cuerno) de un caldo de buey del que me sentí obligado (lo confieso) a repetir. Un consomé colosal y agripicante.
No son los postres lo mejor del cocinero pero, aún así, siguen resultando brillantes. No podía ser de otro modo. Me ha gustado bastante uno nuevo que está sorprendiendo mucho por su ingrediente principal, la coliflor. A mi eso no me ha asombrado tanto porque ya en 2014 me la había dado David Toutain con chocolate blanco y coco y comprobé que era perfecta, de sabor y textura, para un postre. Aquí es como una envolvente crema de pastelería que juega con un buen yogur griego ácido y con el excelente y punzante sabor del chocolate peruano.
Ya había tomado sin embargo, el risotto de mantequilla tostada y sigue siendo un buen y bonito postre de arroz con leche tradicional pero convertir en risotto, lo que todo lo cambia. Se enriquece con una deliciosa trufa blanca y contrastes de remolacha y ruibarbo.
Lo que me encanta son las mignardises que se plantean como bombones japoneses pero de sabor autóctono: tarta Sacher, galletas con leche y cruasán (que si no recuerdo mal antes fue postre), tarta de queso y violetas madrileñas. Además de buenas tienen una estupenda presentación que da brillante remate a tan gran comida.
Pero es que aquí todo se cuida y por eso les pongo el menú que empieza con la carpeta vacía y acaba lleno de cuartillas (una por plato) y la mesa de mis vinos que tomamos porque también hay, cómo no, un gran sumiller que cuenta los vinos con el mismo entusiasmo que Dabiz los platos.
Y es que todos parecen estar contagiados de la pasión del chef y un servicio elegante y cercano comandado por la gran Marta Campillo, acompaña en toda la comida con ánimo tan sonriente como profesional.
En fin, señores, que no hay nadie como David Muñoz y nada como Diverxo. Podrá gustar o no, pero siempre es inolvidable. ¿Por qué? Pues porque es esto o simple imitación. No hay más…
Entrar en Coque es respirar alegría y es que Mario Sandoval ha construido un reino a la medida de su cocina elegante, racial, colorista, alegre y llena de técnicas que realzan y modernizan los platos sin abrumar al comensal.
No hay otro local tan suntuoso y variado en España y por eso la experiencia culinaria se presenta como un recorrido iniciático en el que descubrir bocados, pero también cada rincón de la mayor obra hasta la fecha de Jean Porsche. Y todo bajo la exquisita mirada de Diego Sandoval
Primero se desciende al recogido y umbroso bar donde el cóctel de la casa se acompaña de un espléndido sorbete de Bloody Mary y un dulce y crujiente taco de miso de garbanzo y foie.
Después, paso a una bodega colosal (por continente y contenido) que es como el árbol primigenio. Allí el estupendo champagne Grand Perrier La Cuvée se empareja con un pizpireto berberecho al albariño y un ceviche diferente y excitante: zamburiña con leche de tigre.
La siguiente parada es en la llamada sacristía de la bodega, separada por una reja neogótica y sancta sanctorum de Rafael Sandoval (el sumiller en jefe) y de los generosos. Para beber fino de Osborne y para comer, un bello torito relleno de steak tartare y un bocadode embutido de toro bravo ahumado.
Para ver la enorme, luminosa e impoluta cocina, una espardeña a la brasa con ají amarillo delicioso y una cerveza de trigo sorprendente y que me encanta, Casimiro Mahou.
Termina el paseo en un salón de artesonados techos donde está, cuál órgano, el enorme horno de asar cochinillos, como antaño en la casa madre. Para contrastar, un aperitivo vanguardista y campesino (la lechuga se recolecta al amanecer en la finca familiar): cogollo helado con mostaza, helado y crema sobre el auténtico.
Tras los numerosos aperitivos, el menú EÑE empieza con un clásico revisitado, la bella y muy sabrosa flor de pistacho con gazpachuelo de aceituna, espuma de cerveza y caviar, una creación única del gran chef.
Después, un gran pescado de temporada, el bonito en salazón de polifenoles y aceite escabechado de pimentón con un soberbio y potentísimo helado de anguila ahumada que realza los vinagres del escabeche.
Y a continuación, una de las cumbres de este menú, tanto por técnica, como por creatividad, como por sabor: pepino encurtido, shot helado de ostras, polvo de pepino, royal de ostras y una poderosa y cremosa sopa de maíz que aporta dulzor a tanto sabor recio.
La cococha tiene un denso y envolvente pil pil de ají amarillo y se aligera con unos guisantes del Maresme simplemente maravillosos.
Otro gran pescado es una estupenda lubina con salsa americana de tinta, una gran obra de Mario está salsa y que ya conocíamos de las angulas del invierno, lo mismo que el helado de anguila del salmonete. Es un acierto darles otro aire con nuevas mezclas porque, siendo lo mismo, es también completamente diferente.
Y tras tanto disfrute, llega mi plato favorito de foie: a la sartén en escabeche al oloroso. Mario es un mago de los escabeches con los que experimenta hasta la extenuación y esta receta es un hallazgo, porque los ácidos del vinagre y el alcohol del vino, se embeben de parte de la grasa del hígado haciéndolo mucho más ligero y menos empalagoso. Unos toques de mango acentúa aún más la suavidad del plato. Magnífico.
El cochinillo raya también la perfección después de varias generaciones de la familia asándolo, porque es así como todo empezó. Ahora lo sirve en tres prepraciones: enrollado en su piel crujiente (mucho, mucho) lacada, en chuleta confitada y las manitas, en un saam de hoja de shiso, tres maneras excelentes que combinan sabor y una cierta ligereza. Ya digo, mítico.
Sin ser lo mejor están muy buenos los postres, sobre todo esa gran idea de ponerle a las fresasescabeche, aireando el jugo y rematando con crema de queso. Muy bueno en su simplicidad y originalidad.
El sorbete de piña y limacon merengue de yogur es muy refrescante y la espuma de chocolate caramelizado vuelve a los clásicos del chocolate redondeando muy bien la comida.
Las mignardises ya no son tan suntuosas como antes pero casi no se llegaba cok fuerzas y además, a esas alturas, ya casi da igual porque el restaurante, poco a poco, nos va dejando atónitos de placer por su belleza, grandeza, buen servicio y deliciosa cocina. Lo dije desde el principio: un lugar único.
Sevilla, una de las ciudades más bellas del mundo, nunca ha parecido muy interesada en la variedad gastronómica. Hay mucho (bueno) tradicional y sevillano, pero poco más que valga la pena. Tanta belleza me provoca síndrome de Stendhal, tengo aquí algunos de mis mejores recuerdos (solo le ganan Madrid y Lisboa) pero su importancia (en todo) está por debajo de su nivel gastronómico. Será que la belleza alimenta.
Por eso estaba deseoso por conocer Cañabota -apenas un bar dividido entre una cocina abierta con unas sillas adosadas a su barra y un puñado de mesas altas pegadas a los ventanales- y no me ha decepcionado. Les hablo, claro, del restaurante de una estrella Michelin, no del bar. Hay una muy buena carta pero hemos optado (comodismo total) por el menú degustación (90€) y empieza este con tres estupendos aperitivos: gazpacho, que es caldo frío de tomate y demás aditamentos, papas aliñas convertidas en un crujiente con cremas varias que reinterpretan todos los sabores y un estupendo tatinde sardinas que cruje y sirve de base a unas estupendas sardinas asadas. La masa, quebradiza y crocante, estupenda.
La almeja al vapor es simplemente… simple, y no necesita más porque es deliciosa y de una calidad superior, muy fina y delicada. La navaja tiene una envolvente emulsión de huevo y palo cortado que la enriquece y no le resta un ápice de sabor.
También con mucha enjundia, una clásica terrina, como las que se hacen con cerdo al estilo francés, pero aquí elaborada con varias partes de la cherna (una variedad de mero) y modos clásicos. Un plato muy interesante, además de muy rico, porque demuestra técnica e ideas.
El tartar de gamba blanca es dulce y delicioso y apenas se aliña con la emulsión de las cabezas a la brasa. Los pescados empiezan a llegar con una suculenta merluza curada25mt en agua de mar y acompañada con la emulsión de su cabeza, pero también con los toques frescos de unos buenos puerros y unas estupendas habas.
Los guisantes lágrima tienen un punto crocante y una original y sabrosa crena de alga ramallo. Todo está tan bueno que hasta los encantadores berberechos pasan casi desapercibidos. El resto del plato puede navegar solo como receta de verdes de mar y tierra.
Ya es sabido que me gustan las ostras, salvo cuando están vestidas de gala y aquí, además de cocinadas a la brasa, se posan en aterciopelado lecho de espinacas a la crema. La mezcla de las dos melosidades es estupenda y los sabores se funden a la perfección. Así… varias.
La semicruda corvina con coliflor y alcaparras da el toque francés a la comida, gracias a una delicada crema de mantequilla con un aire familiar de estupenda beurre blanc.
Los espárragos con cigalas y crema de almendras se acompañan de una punzante emulsión de mariscos que parece una demi glace marina.
Después, una de las estrellas a base de punto y ejecución, un muy jugoso y crujiente mero frito con mayonesa de limón con la propina de unas restallantes y magníficas huevas pez limón glaseadas y con un escabeche suave y alegre.
Está todo tan bueno que es una pena acabar, pero la barriga de corvinacon pimientos asados bien vale como colofón. No solo por ella, que esos pimientos valen su peso en oro.
Los postres, pues ya se sabe in Spain, bajan bastante el nivel a pesar del esfuerzo de originalidad, a todas luces innecesario, que supone un granizado de pepino con emulsión de ostra y sopa de lima y pepino.
Más normal y rico, el helado de yogur con galleta de naranja, mandarina, nuez caramelizada y crema de boniato y un clásico que nunca falla, el parfait de chocolate con una bola de chocolate belga y galleta de caramelo salado. Nada memorable, como sí lo eran varias otras cosas del menú, pero cumplen.
Podría ir con frecuencia. Todo está bueno, elaborado con sentido y sensibilidad y el producto es de quitarse el sombrero. Si además le quitaran un poco el exceso de aspecto de bar hospitalario, sería la bomba. Porque, aun así, se podría decir que también lo es.
Ahora que anuncia su cierre, debido a las nuevas circunstancias, un homenaje póstumo al mejor japonés que hemos tenido en Madrid
El sushiman del Grupo 99 era tan refinado, elegante y conocedor que había que ponerle un templo y así se ha hecho con este pequeño restaurante/barra para poco más de quince personas. Los mejores y, a veces, más exóticos pescados, con cortes impecables como solo se sirven en Japón. Minimalismo nipón y disfrute máximo entre vinos exquisitos y sakes extraordinarios.
Hacía mucho que quería conocer 99 KŌ, el nuevo y más ambicioso restaurante del grupo Sushi 99, mi japonés favorito de Madrid (con perdón de Kabuki). Pero ya saben, un día por otro… Y lo he hecho gracias a la iniciativa de queridos y cariñosos amigos que, entre muchas otras cosas, son expertos en esta cocina. Ya saben que la gastronomía es también un estado mental, así que la compañía es fundamental y, en este caso, el disfrute fue triple. Está el 99 KO situado en las faldas del hotel Villamagna y se compone de tan solo una imponente barra para únicamente 16 comensales, una zona de bar con mullidos y geométricos sofás de cuero encarnado, cortinas de cuentas doradas y un muy zen jardín vertical que ocupa toda la pared.
En el centro de la bella y monumental barra varios cocineros preparan los platos en nuestra presencia. Preparan poco, porque como ya saben la japonesa es la no cocina, algo así como el estilizado y perfecto Miró de las rayas y los puntos, frente al onírico barroquismo daliniano. La sencillez obsesivamente perseguida, otra forma de barroco. Capitanea David Arrauz el cocinero «japonés» (es español) estrella del grupo, porque de la parte más españolizada se encarga el gran Roberto Limas. David es munucioso, atento, detallista y un gran profesional que nos hace disfrutar con sus cortes imposibles: filetes de brillantes pescados que son transparentes como un encaje y tan iguales como cortados a máquina. Un prodigio de habilidad y elegancia.
El primer grupo de platos de este menú Omakase se llama Zensay y consiste en camarón y calabaza, una sabia mezcla de obleas de pescado deshidratado, algo de calabaza y diminutos camarones que estallan en la boca y se esconden entre la blonda del pescado. Todo muy suave y sabroso. Gyoza de tartar de amaebies un plato redondo en el que una perfecta gyoza se rellena de ese amaebi, una especie de deliciosa quisquilla dulce, y se recuesta sobre una dulce cama de crema de judías verdes con un leve toque de alga codium. Elegancia, sutileza y bellos colores. El chawanmushi de erizo tiene las características de unas natillas solidificadas hechas con huevo y dashi cuajados sobre las que se coloca una yema de erizo que queda muy realzada con el sabor de las natillas de pescado. Me gustó menos la diferencia de temperaturas entre ambos, pero ya saben que soy muy delicado para lo térmico. Siguiente grupo, esta vez de un solo plato, Sashimi: hiramasa y trufa, simple y brutal, apenas unas láminas casi transparentes de un maravilloso salmón noruego salvaje y con apenas grasa (felizmente nos cambiaron por él el hiramasa anunciado en el menú y que es una especie de jurel de cola amarilla) y una generosa ración de espléndida trufa negra. ¿Para que más? Siguiente grupo: Endomame: guisantes lágrima del maresme. A pesar de una pequeña división de opiniones, este fue para mí el gran plato de este menú y puede ser que influya mi adicción a los guisantes. Maravillosos, crujientes y diminutos guisantes de sabor floral mezclados con frescas láminas de vieira y una crema japonesa muy complicada pero acabada con extracto de jamón. O sea, como unos guisantes con jamón pero convertidos en alta cocina oriental. Mucho mejores sin duda, aunque la calidad de estos ya los hacía extraordinarios simplemente crudos. Ahora lo llamado Robata: Kama-O’Toro, otra deliciosa puesta al día de lo japo. Un extraordinario atún toro, varias de sus partes, cocinado con perfecto punto en esa parrilla japonesa llamada robata y desmenuzado sobre una cremosa y aterciopelada parmentier de patata con unas cuantas algas para darle sabor a «patata marina». Dashi es algo llamado somen nimaigai. El caldo dashi se infusiona lentamente a nuestra vera y se hace con un complicado proceso -para hacerlo mucho más natural- que David explica elocuentemente, pero que soy incapaz de reproducir. Como seguro que me harán caso e irán, ya lo averiguarán in situ. Con él se elabora una deliciosa sopa de fideos (somen) y bivalvos (nimaigai). Llega el sushi llamado aquí edomae sushi: los primeros bocados son tan exquisitos como convencionales: palometa, shima ají, hamachi ahumado (me encanta el hamachi y más con este ahumado), akami lomo de atún rojo), etc, pero para este resultado sobresaliente han de contar con un pescado extraordinario y un perfecto equilibrio con el arroz. Y este es el caso. Todo simple y refinado pero como a mi me gusta lo complicado, en esta fase me cautivó el gunkan de tuétano, toro y caviar que crujía al morderlo y unía los maravillosos sabores del mejor atún y un soberbio caviar, ambos envueltos en la grasa untuosidad del tuétano que además acababa por darle un toque más suculento y goloso.
Excelente también el gran temaki de atún donde lo mejor es la consistencia y el sabor del alga que, como un bocadillo marino, esconde el pescado. Quizá ya les he contado que llego con aprensión a los postres en cualquier restaurante japonés porque aún no conozco uno de ese país que sea mínimamente aceptable. Felizmente este no es nada nipón porque bajo la denominación sorbete, nos regalan con un espléndido helado de vainilla de Tahití con causa de batata yuzu. Bueno y bien equilibrado. Además me gusta la idea de hacer de la causa peruana un postre y no un entrante. Nada extraordinario desde luego, pero suficiente para la execrable dulcería japonesa.
Me han faltado postres pero todo lo demás ha excedido hasta mis sueños, porque este es un gran restaurante o al menos eso pienso yo, que no soy ni un experto ni un fanático de la comida japonesa. Me han fascinado el refinamiento, la belleza y calidad de los productos, el buen servicio, el muy japonés cuidado de los detalles y la hazaña de que el sushiman (y mucho más) sea un chef español. Sin ninguna duda, mi para mi nuevo mejor restaurante japonés de la Villa y Corte.
Escondido en e centro de Marbella y en un local muy modesto obtuvo su segunda estrella gracias a una cocina sensata, elegante, sabrosa y brillante. Marcos Granda, a la antigua usanza, porque no cocina, es el alma de toda la casa.Ahora tiene el más lujoso menú a domicilio que se sirve en España porque a un opulento menú degustación añade vajillas, flores, cristalería y hasta cocinero y camarero. Para comer en casa sin hacer absolutamente nada más que abrir la puerta, como en el restaurante, por 175€ por persona, vinos incluidos también.
Había oído hablar mucho de Skina, especialmente desde que abrieron en Madrid el estupendo Clos. Lo que pasa es que está en Marbella y en el centro histórico, unas cuantas callejuelas blancas cuidadas con el primor de los que tienen poco patrimonio pero lo aman y lo respetan. Y en esta ciudad casi todos preferimos los restaurantes que miran a un resplandeciente Mediterráneo o se abren a bellos jardines. Aún lejano de estos, se halla en mitad de calles empedradas y paredes encaladas en las que abundan el jazmín y las buganvillas. Y ahí se esconde este pequeño restaurante para apenas veinte personas. La apariencia es modesta, aunque todo es elegante y cuidado especialmente una cocina de alta escuela., sabores profundos y gran belleza estética.
Hay varios menús degustación y carta (dos oblatos y postres a precio fijo, 110€). Elegimos esta opción que comienza con tres excelentes aperitivos: un crujiente y delicioso hojaldre de cebolla con espárragos verdes y una leve crema de queso ahumado,tosta de alubias con chorizo que a pesar de modificar las texturas, transformándolas en purés, sabe exactamente a eso, aunque suaviza la fortaleza del chorizo con apenas unos leves toques. Y en tercer lugar, las quisquillas de Motril, todo un acierto de plato porque este marisco tiene un notable dulzor que se potencia con el de la remolacha, usada aquí en forma de crujiente tartaleta. Reconozco que ya estaba muy bien predispuesto, pero fui totalmente ganado con un impecable huevo con caviar. La yema (sin duda curada) se esconde dentro de un tierno y brillante buñuelo. Y ese brillo se lo da una lonchita de lardo. Y otra vez la misma idea de antes de aumentar los sabores del ingrediente principal porque está muy bien potenciar la grasa y la salazón del caviar con las del tocino. La yema inunda la boca y se mezcla con todo lo demás envolviéndolo. Un bocado delicioso. La ensalada de sardinas y tomates de temporada es un gran plato aunque lo hayan incluido demasiado pronto en la carta porque la sardina aún no sabe a nada. El resto es excelente. Una tosta con puntos de salmorejo, tomate y sardina en el borde del plato y la fresquísima ensalada que se baña con un clarísimo y perfecto caldo vegetal con sardinas. En unas semanas estará en sazón. Mientras, siempre se podrían poner ahumadas. O en escabeche. No es fácil hacer grandes platos de guisantes. Hay mucha competencia y además cualquier cosa se carga su floral y delicado sabor. Aquí se consigue lo primero. Estos son unos extraordinarios guisantes lágrima del Maresme que se mezclan tan solo consigo mismos de muchos modos: la base son los guisantes apenas escaldados, que se completan con crema, parte de las vainas, guisantes secos y otros transformados en cristal. Excelentes. Muy elegante y equilibrado, además de sencillo, es el plato de las gambas rojas. Junto a ellas, tan solo unas dulces chalotas de primavera y el intenso y bien clarificado jugo de las cabezas de las gambas. El salmonete está muy bueno pero es lo que menos me ha gustado, porque este pescado sí admite algo más y en esta preparación -a pesar de su gran calidad y buen sabor- resulta un poco soso con apenas algo de coliflor, sus huevas -que tampoco son una maravilla gastronómica- y unas cebollitas tiernas. Elegimos como carne un imponente y tierno solomillo con diversas mostazas: Dijon, antigua, hierbas y un fantástico y picante chimichurri. La carne potenciada con un intenso jugo de carne y acompañada por una estupenda crema de puerros soasados Nos da tanto miedo pedir suflé en estos tiempos en que nadie lo hace ya y hasta Berasategui llama así a un harinoso coulant, que antes de hacerlo nos aseguramos de que lo fuera y vaya si lo era. Nos deleitamos así con un perfecto, absolutamente perfecto, suflé de mango, dorado, tierno, esponjoso, suave, etéreo, mágico, porque pocos postres lo son tanto como esta masa que sube mientras se dora y pasa de crema a nube dulce. No necesitaba nada más pero hay que resaltar también el buen helado y la ensalada que sirven aparte: crema de mango, mango asado, gel de lima, cilantro, pedazos de mango deshidratado y sopa de mango.
Era difícil mejorar el suflé pero realmente el chocolate es excelente, básicamente por la calidad del mismo y por las muchas texturas en que se sirve. No es nada nuevo, ya lo sé, pero esta magníficamente ejecutado en forma de caldo especiado sobre el que se coloca un crujiente que soporta un cremoso sobre el que se sitúan una galletade chocolate y clavo y un sobresaliente helado de chocolate salado. Casi todo muy negro y cada cosa bien armonizada con el resto, además de bonito y elegante.
Ahora que Dani García se va de la combate de la alta gastronomía para quedarse solo con su chiringuito chic, Lobito de Mar, el trono de la cocina marbellí está en disputa. Hay dos que se lo merecen aunque ahora que llega el gran Juanlu a Maison Lu serán tres. Por ahora, va ganando Skina.
Aunque sólo tenga poco más de cuarenta años, Mario Sandoval ha alcanzado un momento de asombrosa madurez creativa. Sus recios platos populares se reinventan con técnicas vanguardistas, sorprendentes ingredientes y un puntilloso perfeccionismo que los modifica sin fin. La impecable dirección -más ballet que servicio– de Diego Sandoval y la gran bodega de ese espléndido sumiller que es Rafael Sandoval, redondean este mundo mágico.
Coquees mi restaurante preferido de Madrid (y de medio mundo) y he desarrollado con los hermanos Sandoval una relación cuasifamiliar. Por eso nunca escribo de ellos. Prefiero decirlo desde el principio por si alguien piensa que me dejo llevar por la pasión. Quizá sea así, pero ya les puse por las nubes cuando Coque estaba en Humanes, no les conocía en absoluto y el local no era el más bello de Europa y obra de Jean Porsche. En cualquier caso, se preguntarán por qué les hablo ahora y la razón es bastante simple: después de casi dos años en constante evolución, Mario Sandoval ha alcanzado unas cotas de madurez asombrosas. Su nuevo menú de primavera es sublime en sus sabores vegetales, bellísimo en lo estético y asombrosamente brillante en el concepto. Hasta la elección la vajilla de Bordalo Pinheiro (cerámica popular portuguesa que ya es historia de la artesanía) es un acierto impresionante. Supongo que ya saben que la historia de estos hermanos es como una fábula extraordinaria de trabajo, mérito, excelencia, honradez, tesón y brillantez, un compendio de todos los valores que deberían ser los que primaran en el ascenso social. Se parece a la de los Roca, pero aquí el pastelero es jefe de sala y el lugar no es una capital como Gerona sino un pequeño pueblo que algunos madrileños -pocos- solo conocimos gracias a ellos, Humanes, el sur del centro. Aquí no hay escuelas en Lausana o estancias en Paris sino mucho trabajo y un enorme talento. No les voy a contar la puesta en escena de los aperitivos porque es una gran sorpresa, puro camino iniciático, que nos lleva por cinco lugares. Lo que sí puedo contar es que son ocho y van desde un perfecto sorbete de Bloody Mary hasta un granizado de tomate y kimchi -que es una actualización del salmorejo a base de granizado de agua de tomate y crema de tomate y kimchi– pasando por un taco de sésamo y miso de garbanzos que es un cristal dulce y crujiente que esconde foie helado. También un embutido de toro bravo elaborado por ellos mismos, un macarrón de pimentón de la Vera con torta del Casar, una papa canaria (que por supuesto no lo es, aunque sabe mucho más) con mojo rojo o un muy elegante corte helado de naranja y champagne que se deshace apenas se introduce en la boca. Pura magia.
Pequeños bocados pero ya muy alta cocina, tanto que esto bastaría para certificar a un cocinero tres estrellas. Pero lo mejor está por llegar y viene a la mesa con un rito perfecto y servido por un equipo que parece un mecanismo de relojería. Un ballet tan perfecto que sus componentes parecen amables y sonrientes autómatas humanos. Empiezan ofreciendo seis variedades de aceite y otras tantas de sal para acompañar al pan. Comienza el menú con flor de pistacho con gazpachuelo de aceituna, espuma de cerveza y caviar. Ha sido un placer reencontrarme con este plato porque una de las grandes creaciones de Sandoval fue el caviar con crema de pistachos y espuma de cerveza negra. Esta receta lo recrea y, al mismo tiempo, da prueba de su evolución, porque lo perfecciona y embellece. Adriá mezclaba caviar con avellanas y hacerlo con pistachos no desmerece nada esa audacia. Los sabores son deliciosos y perfectamente equilibrados, pero la belleza del plato los engrandece.
El tartar de langosta es de una agradable intensidad que se ve apuntalada por la vinagreta de piparras y alcaparras, mientras que el caviar cítrico y las pamplinas le dan frescura y suavidad.
Si me había encantado la flor de pistachos, no se queda atrás la vaina de guisantes lágrima de Guetaria con yema (hidrolizada de vainilla) y mole verde. La vaina, que es un perfecto tranpantojo, está muy crujiente y parece un barquillo. Todo es respeto al puro sabor del guisante, cuya sutileza se anima con el moderado picante del mole verde.
Entre cada grupo de platos, se nos obsequia con una suerte de aperitivo/entretenimiento. Este primero es una navaja Hoisin, en la que el molusco se mezcla con esa deliciosa salsa agridulce que los chinos le ponen a tantas cosas, desde rollitos a pato pero no, que yo sepa, a ningún marisco crudo. Además, unos toques de mayonesa de ajo asado. Como verán, cocina muy española pero culta y viajada, llena de toques sorprendentes de muchas partes del mundo.
También cautiva la presentación de este peculiar ajoblanco. En el interior de una gran almendra de cerámica, una tartaleta rellena de sopa fría de almendras y camarones con perlas de Palo Cortado, pero la gracia es que la tartaleta no es tal, sino un helado que potencia y enfría todo el resto de los sabores. Además de su función estética se torna esencial en el paladar, al igual que la incorporación, a modo de tropezones, de piñones salteados.
Y seguimos con la primavera en el plato: espárragos blancos con emulsión de almejas y cítricos. Seguro que ya imaginan que, recordando el gran plato popular de alcachofas con almejas, esta versión es deliciosa y adecuada, pero resulta aún mejor porque añade la intensidad marina de unas perlas de algas y el toque refrescante del aguachile. Mario hace grandes cosas con mi marisco favorito, el carabinero. Este invierno los preparaba a la parrilla y con esencia de sus cabezas, pero ya es primavera y para este ligero menú los convierte en salpicón, con un tradicional huevo cocido, pero con la intensidad original de las flores y las verduras fermentadas, una de sus técnicas fetiche en la cual es maestro consumado.
Para refrescar en este punto, un nuevo intermedio, la sandía cítrica, bolitas de sandía que gracias a la técnica de la osmotización se convierten en un cítrico.
No está nada mal como técnica, pero la que me dejó boquiabierto fue la del bocadillo de salmonete porque el continente, lo que sería el pan, es piel crujiente de salmonete retirada y tratada de variadas formas. En el interior, un suculento escabeche (otra de sus grandes señas de identidad madrileña) de salmonete. Para «mojar» el bocadillo, una mayonesa diferente y una potente crema de sus interiores con toques de avellana. Um plato para abrir los ojos como tales.
Y faltan sorpresas porque inesperado es, tan al final, un guiso de perrechicos, la delicada y diminuta seta de primavera. La razón es que se presenta con una sabrosa salsa de manitas, pedazos de papada de ibérico y yema curada. Un pedazo de guiso que mejora a los mismísimos perrechicos y quizá la mejor receta que he probado con ellos.
Hay algo que no cambia aunque sea primavera y es el maravilloso cochinillo asado en horno de leña con su piel lacada porque es el plato que los duvuelve a la tierra y a los orígenes, recordándoles que todo comenzó en un humilde asador. La receta parece corresponderles con una sabiduría de generaciones. Todo es auténtico y antiguo, pero mucho mejor. He visto a amigos judíos y a otros que dicen no comer cerdo rendirse ante esta exquisitez. Ahora la ponen con una deliciosa lechuga que le da frescor, pero le pongan lo que le pongan resulta inolvidable.
No les voy a contar la puesta en escena de los postres para que les sorprenda su magia, pero sí de la calidad de estos. Son un floral helado de lavanda con un poco de chocolate salado y crujiente de miel, un belllo y espectacular kumquat al Grand Marnier que es un sofisticado y perfecto trampantojo hecho de mousse de naranja y relleno con candy al Grand Marnier.
Por si fuera poco, un Gin Fizz de lima y enebro a base de sorbete de limón, y crujiente de naranja y un espectacular final lleno de intensidad, porque es una bomba de chocolate especiada que a la fiereza del cacao añade la intensidad oriental del ras al hanout.
Estamos ante un restaurante único y eso que el panorama madrileño está este año como jamás había estado, con los chefs dos (y tres) estrellas más ambiciosos y maduros que nunca. Aún así, he de decirles que si unimos la comida, el servicio, la puesta en escena, la magnificencia del local y la bellísima y vitalista decoración, este es para mi el restaurante diez, el más completo de Madrid y de cientos de otros lugares.
Coquees mi restaurante preferido de Madrid (y de medio mundo) y he desarrollado con los hermanos Sandoval una relación cuasifamiliar. Por eso nunca escribo de ellos. Prefiero decirlo desde el principio por si alguien piensa que me dejo llevar por la pasión. Quizá sea así, pero ya les puse por las nubes cuando Coque estaba en Humanes, no les conocía en absoluto y el local no era el más bello de Europa y obra de Jean Porsche.
En cualquier caso, se preguntarán por qué les hablo ahora y la razón es bastante simple: después de casi dos años en constante evolución, Mario Sandoval ha alcanzado unas cotas de madurez asombrosas. Su nuevo menú de primavera es sublime en sus sabores vegetales, bellísimo en lo estético y asombrosamente brillante en el concepto. Hasta la elección la vajilla de Bordalo Pinheiro (cerámica popular portuguesa que ya es historia de la artesanía) es un acierto impresionante.
Supongo que ya saben que la historia de estos hermanos es como una fábula extraordinaria de trabajo, mérito, excelencia, honradez, tesón y brillantez, un compendio de todos los valores que deberían ser los que primaran en el ascenso social. Se parece a la de los Roca, pero aquí el pastelero es jefe de sala y el lugar no es una capital como Gerona sino un pequeño pueblo que algunos madrileños -pocos- solo conocimos gracias a ellos, Humanes, el sur del centro. Aquí no hay escuelas en Lausana o estancias en Paris sino mucho trabajo y un enorme talento.
No les voy a contar la puesta en escena de los aperitivos porque es una gran sorpresa, puro camino iniciático, que nos lleva por cinco lugares. Lo que sí puedo contar es que son ocho y van desde un perfecto sorbete de Bloody Mary hasta un granizado de tomate y kimchi -que es una actualización del salmorejo a base de granizado de agua de tomate y crema de tomate y kimchi– pasando por un taco de sésamo y miso de garbanzos que es un cristal dulce y crujiente que esconde foie helado.
También un embutido de toro bravo elaborado por ellos mismos, un macarrón de pimentón de la Vera con torta del Casar, una papa canaria (que por supuesto no lo es, aunque sabe mucho más) con mojo rojo o un muy elegante corte helado de naranja y champagne que se deshace apenas se introduce en la boca. Pura magia.
Pequeños bocados pero ya muy alta cocina, tanto que esto bastaría para certificar a un cocinero tres estrellas. Pero lo mejor está por llegar y viene a la mesa con un rito perfecto y servido por un equipo que parece un mecanismo de relojería. Un ballet tan perfecto que sus componentes parecen amables y sonrientes autómatas humanos. Empiezan ofreciendo seis variedades de aceite y otras tantas de sal para acompañar al pan.
Comienza el menú con flor de pistacho con gazpachuelo de aceituna, espuma de cerveza y caviar. Ha sido un placer reencontrarme con este plato porque una de las grandes creaciones de Sandoval fue el caviar con crema de pistachos y espuma de cerveza negra. Esta receta lo recrea y, al mismo tiempo, da prueba de su evolución, porque lo perfecciona y embellece. Adriá mezclaba caviar con avellanas y hacerlo con pistachos no desmerece nada esa audacia. Los sabores son deliciosos y perfectamente equilibrados, pero la belleza del plato los engrandece.
El tartar de langosta es de una agradable intensidad que se ve apuntalada por la vinagreta de piparras y alcaparras, mientras que el caviar cítrico y las pamplinas le dan frescura y suavidad.
Si me había encantado la flor de pistachos, no se queda atrás la vaina de guisantes lágrima de Guetaria con yema (hidrolizada de vainilla) y mole verde. La vaina, que es un perfecto tranpantojo, está muy crujiente y parece un barquillo. Todo es respeto al puro sabor del guisante, cuya sutileza se anima con el moderado picante del mole verde.
Entre cada grupo de platos, se nos obsequia con una suerte de aperitivo/entretenimiento. Este primero es una navaja Hoisin, en la que el molusco se mezcla con esa deliciosa salsa agridulce que los chinos le ponen a tantas cosas, desde rollitos a pato pero no, que yo sepa, a ningún marisco crudo. Además, unos toques de mayonesa de ajo asado. Como verán, cocina muy española pero culta y viajada, llena de toques sorprendentes de muchas partes del mundo.
También cautiva la presentación de este peculiar ajoblanco. En el interior de una gran almendra de cerámica, una tartaleta rellena de sopa fría de almendras y camarones con perlas de Palo Cortado, pero la gracia es que la tartaleta no es tal, sino un helado que potencia y enfría todo el resto de los sabores. Además de su función estética se torna esencial en el paladar, al igual que la incorporación, a modo de tropezones, de piñones salteados.
Y seguimos con la primavera en el plato: espárragos blancos con emulsión de almejas y cítricos. Seguro que ya imaginan que, recordando el gran plato popular de alcachofas con almejas, esta versión es deliciosa y adecuada, pero resulta aún mejor porque añade la intensidad marina de unas perlas de algas y el toque refrescante del aguachile.
Mario hace grandes cosas con mi marisco favorito, el carabinero. Este invierno los preparaba a la parrilla y con esencia de sus cabezas, pero ya es primavera y para este ligero menú los convierte en salpicón, con un tradicional huevo cocido, pero con la intensidad original de las flores y las verduras fermentadas, una de sus técnicas fetiche en la cual es maestro consumado.
Para refrescar en este punto, un nuevo intermedio, la sandía cítrica, bolitas de sandía que gracias a la técnica de la osmotización se convierten en un cítrico.
No está nada mal como técnica, pero la que me dejó boquiabierto fue la del bocadillo de salmonete porque el continente, lo que sería el pan, es piel crujiente de salmonete retirada y tratada de variadas formas. En el interior, un suculento escabeche (otra de sus grandes señas de identidad madrileña) de salmonete. Para «mojar» el bocadillo, una mayonesa diferente y una potente crema de sus interiores con toques de avellana. Um plato para abrir los ojos como tales.
Y faltan sorpresas porque inesperado es, tan al final, un guiso de perrechicos, la delicada y diminuta seta de primavera. La razón es que se presenta con una sabrosa salsa de manitas, pedazos de papada de ibérico y yema curada. Un pedazo de guiso que mejora a los mismísimos perrechicos y quizá la mejor receta que he probado con ellos.
Hay algo que no cambia aunque sea primavera y es el maravilloso cochinillo asado en horno de leña con su piel lacada porque es el plato que los duvuelve a la tierra y a los orígenes, recordándoles que todo comenzó en un humilde asador. La receta parece corresponderles con una sabiduría de generaciones. Todo es auténtico y antiguo, pero mucho mejor. He visto a amigos judíos y a otros que dicen no comer cerdo rendirse ante esta exquisitez. Ahora la ponen con una deliciosa lechuga que le da frescor, pero le pongan lo que le pongan resulta inolvidable.
No les voy a contar la puesta en escena de los postres para que les sorprenda su magia, pero sí de la calidad de estos. Son un floral helado de lavanda con un poco de chocolate salado y crujiente de miel, un belllo y espectacular kumquat al Grand Marnier que es un sofisticado y perfecto trampantojo hecho de mousse de naranja y relleno con candy al Grand Marnier.
Por si fuera poco, un Gin Fizz de lima y enebro a base de sorbete de limón, y crujiente de naranja y un espectacular final lleno de intensidad, porque es una bomba de chocolate especiada que a la fiereza del cacao añade la intensidad oriental del ras al hanout.
Estamos ante un restaurante único y eso que el panorama madrileño está este año como jamás había estado, con los chefs dos (y tres) estrellas más ambiciosos y maduros que nunca. Aún así, he de decirles que si unimos la comida, el servicio, la puesta en escena, la magnificencia del local y la bellísima y vitalista decoración, este es para mi el restaurante diez, el más completo de Madrid y de cientos de otros lugares.
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