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Elogio de la creatividad

Estanis Carenzo y Pablo Giudice, creadores del que ya casi podemos llamar imperio Sudestada, son antes que nada dos mentes emprendedoras y creativas, unos empresarios natos que podrían haber inventado conceptos en cualquier área. Siendo esto ya muy beneficioso para toda sociedad, en su caso los réditos son aún mayores porque su creatividad y arrojo nos provocan placer. Por cierto, son argentinos y su argentinidad elegante contribuye además a enriquecer una sociedad que no siempre es tan abierta, demostrando que en el mestizaje está la esencia del progreso y de la modernidad.

Empezaron con un pequeño local que ahora es Chifa y ya poseen cuatro restaurantes (Sudestada, Chifa, Picsa, un córner en el Corte Inglés de Preciados), una cerveza artesanal (La Virgen) y pronto conquistarán Barcelona

Lo singular de su ingenio es que, alcanzado el éxito, inventan cada vez un nuevo negocio en lugar de, como es habitual, repetir siempre la fórmula exitosa. Ya hemos hablado de todos ellos, así que en esta ocasión evitaré más comentarios sobre la cocina oriental que se practica en el sur de la Argentina o sobre las peculiaridades de esos restaurantes. Me dedicaré por tanto, y bien lo merece, al nuevo menú de Sudestada, porque igual que no repiten cartas tampoco se duermen en los laureles de sus recetas más exitosas.

Los dos menús de degustación anteriores han sido sustituidos por uno que llaman Set menú de ocho pasos y que empieza, a modo de aperitivo, con una sopa fría de pepino realmente deliciosa y ya tradicional en esta casa. El verdadero ágape comienza con un delicioso y muy bonito pato con nabo, puré de guisantes y vinagreta de apio. Es un buen plato, aunque el nabo le aporta poca cosa más que su deliciosa textura y un elegante contraste de color, pero es que es tan triste un nabo que la sabiduría popular no se equivoca esta vez: cara de nabo, es un nabo, parece un nabo… 

 
El Nem número 5 se llama así, como los mambos de Pérez Prado, porque no lo pueden quitar de la carta o los clientes nos rebelaríamos, así que lo van transformando y lo numeran en sus diferentes preparaciones. Envuelto en papel vietnamita contiene, en esta versión, carne de ibérico, seta oreja de madera y bogavante. Extremadamente crujiente, perfecto de temperatura y con un relleno asombroso que se acompaña de multitud de hojas para envolverlo y suavizarlo: lechuga, albahaca, albahaca thai, cilantro, rúcula y rawraw.  

   El Shuiyiao de cerdo y manitas es una variación también de los tradicionales y deliciosos dumplings de esta casa, acompañado de edamame (bayas de soja), verdolaga y vinagre de ajo negro. Excelentes y muy animados por ese ajo tan español que siempre, de una manera u otra, está presente en esta preparación. 

 
La sopa ácida de cangrejos con almejas, pochas y setas de temporada tiene un fuerte y delicioso sabor al crustáceo y contiene numerosas hierbas y hojas porque, ya se ha visto, Estanis no es el argentino del tópico y es un maestro en en mundo verde. 

   Otro clásico son las samosas, ahora bautizadas como mollejas de lechal con chutney rojo. También perfectas de textura, sabrosamente fuertes y muy bien escoltadas por la bella y fresca hoja de la acedera. 

 
La codorniz tandoori con arroz japonés se engalana con blanco de yogur y escarlata de granada y se acompaña de pepinos encurtidos y un arroz de chicharro ahumado tremendamente meloso gracias a un huevo cocido a baja temperatura que se mezcla en el momento. 

   Y por fin… el maravilloso, único y extremadamente picante curry de Sudestada, una mezcla perfecta de carne o pescado (lo tienen de corbina o vaca gallega) y que en nuestro caso, el de la carne, se elabora con leche de coco, cebolletas asadas y dulces y algo de plátano maduro, toda una sonfonía de sabores dulces y picantes. 

 
Los postres son a elección del comensal entre los tres que ahora mismo figuran en la carta. Como soy muy chocolatero no pude resistir al excelente pastel de chocolate sin harina con ganache de chocolate y helado de ciruelas, tan equilibrado en dulces y amargos que contenta a los muy dulceros y a los no tanto.  

 También es delicioso y refrescante el plátano caramelizado con granizado de melocotón blanco, galleta especiada y helado de té matcha. Además es muy bonito! 

 
Sudestada es el favorito de muchos grandes de la cocina como Diego Guerrero o David Muñoz y cuenta con una legión de seguidores que lo han hecho un restaurante de culto hasta el punto que las reservas no son fáciles, aunque ya no sean tan complicadas como, cuando al poco de su apertura, había que esperar semanas para conseguir una mesa. La carta y el entorno lo merecen porque desde un saber discreto y un amplio conocimiento, se ha creado una cocina rabiosamente personal, sin duda, la mejor fusión oriental de Madrid. 

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Minioriginalidad, Maxipretenciosidad 

 Jose Avillez es el cocinero estrella de Portugal, quizá el único. Perteneciente a una elegante familia fue famoso desde el principio, tanto que consiguió hacer de su estancia en El Bulli un éxito periodístico en forma de diario. Hasta hace pocos años regentó el más bello de los restaurantes lisboetas, Tavares, una joya del siglo XIX que recuerda mucho, por la ubicuidad de los espejos, el rojo de los terciopelos, el fulgor de los dorados y la belleza de los frescos al Grand Vefour parisino, uno de los lugares más bellos del mundo.

Sin embargo, Avillez no tuvo su propio restaurante, Belcanto, hasta hace poco más de tres años. Ya nos ocupamos de él, es un buen restaurante y tiene el mérito de nadar contracorriente en el conservador mercado portugués. Quizá por eso se nutre básicamente de turistas. También ha conseguido con él dos estrellas Michelin. Con todo, esto no es lo más sorprendente, sino el hecho de haberse convertido en marca y haber abierto en cuatro años, una taberna en Lisboa (Cantinho de Avillez), un catering, un bistró (Café Lisboa), un bar –este Mini Bar– y hasta una pizzería, todos ellos en un radio de dos calles. 

 
El Mini Bar pretende presentar las grandes creaciones de Avillez en un entorno más sencillo que el de Belcanto y en forma de low cost. Esto es cierto que lo consigue porque el sitio es relativamente barato, pero lo logra a costa de sacrificar muchas otras cosas. Ya hace tiempo que Paco Roncero (Estado Puro) o Dabiz Muñoz (StreetXo) descubrieron que podían convertir muchas de sus elaboraciones en una suerte de tapas modernas y la idea fue verdaderamente magnífica. El problema es que muchos de estos platos han de preparase en el momento por su gran delicadeza y fragilidad y ser tratados como en un laboratorio, lo que requiere un ejército de camareros y cocineros. La pretenciosisdad de Avillez consiste en no haber entendido esto y en servir platos que no se pueden ofrecer de este modo, por lo que sus menús resultan tediosos e interminables. El que acabamos de tomar, y voy a contar, demoró nada menos que tres horas. Si a eso se añade la incomodidad y el ensordecedor ruido del local, el ambiente no parece el más adecuado para pasar en él una octava parte del día y la mitad de la noche.

Con iluminación escasa y detalles muy teatrales, el Minibar tiene unas mesas minúsculas que más que juntas están apiladas. La obsesión por hacer caja es tal que dichas mesas, escasas de por sí para dos comensales, se usan también cuando estos son tres. Afortunadamente, nos negamos a embutirnos en una de ellas y, a regañadientes, fuimos cambiados. Eso con una reserva hecha con una semana de antelación… 

 
Además de la carta se sirven dos menús, uno por 48.50€, más largo y sorpresa, y el que contaré ahora, llamado Cartaz (cartelera) y que cuesta 39. Comienza con unas caipirinhas de exterior helado e interior líquido bastante buenas y refrescantes, aunque vistas ya en mil combinaciones diferentes, por ejemplo en el gazpacho de cerezas del propio Avillez y mucho antes, el de Dani García

 Sigue con las famosas esferificaciones de aceituna de El Bulli ahora servidas en España hasta en las bodas. Están siempre buenas porque son pura esencia de aceituna y en esta ocasión, el chef tiene la deferencia de explicar la autoría. 

 
El Ferrero Rocher, es un excelente bombón de chocolate y almendra que exhibe la originalidad de un relleno de foie. Es otra preparación habitual en cualquier catering y que borda Ramón Freixa. Desconozco quién fue su creador pero desde luego no ha sido Avillez

 
Y qué decir de las gambas del Algarve en ceviche. Pues que es una buena idea en la que coincide, en este caso con la de Paco Roncero… 

   Ceviche de Paco Roncero

El “frango assado” con crema de aguacate y requesón, tiene su gracia porque la aparente tosta es el mismo pollo tratado de forma crujiente y sabrosa. 

 Menos excitante es, sin embargo, el cornetto de steak tartar de con emulsión de mostaza, por ser otro habitual de cualquier catering pueblerino. Este para colmo brilla por su extraordinaria insipidez, cosa que ya es difícil de conseguir en esta receta. Quizá se les olvidó el aliño…

 
Sigue un atún braseado con salsa de miso, agradable sin más, pero bellamente presentado sobre una brillante piedra negra encaramada en una base cetrina, y pétrea también, que esconde una pequeña mariposa de aceite que más que contribuir al calor, embellece el plato. 

 
El caliente y frio de escabeche de bacalao con vinagre de frambuesas son unos más bien vulgares y crujientes buñuelos de bacalao, bien ejecutados y algo empalagosos por culpa de un exceso de aceite. 

 
Sin embargo la caída, como siempre que uno se va despeñando, se acelera con el arroz de ternera com parmesano, un engrudo parecido a un risotto y que me hizo recordar por qué, según me explicó el chef Olivier da Costa había retirado este tipo de platos de sus cartas: «a los portugueses les parece comida de perro…” Lo dijo él, no yo! 

 
Los postres mejoran algo y se comen con alegría tras los últimos sobresaltos. El primero es un yogur de frambuesas y mascarpone sobre el que nada hay que comentar 

 
y el segundo un suspiro de avellanas revisitado, del que ya ni siquiera hay foto porque a estas alturas, todas las mesas cercanas habían oído nuestras conversaciones y nosotros las de ellos, habíamos aspirado su olor y sentido su calor, el ruido era ensordecedor (el vino y la larga espera, ya se sabe) y estábamos cerca de alcanzar las tres horas de cena. O sea, un martirio.

Resumen: el precio es asequible y la comida no está mal dependiendo de cada plato -luciéndose más en los aperitivos que, si bien no sorprenden a ningún aficionado, son agradables-, pero naufraga en todo lo demás. Naturalmente tiene arreglo si se cambia el servicio en pleno, se reducen y separan las mesas, se consigue un ritmo razonable, se insonoriza el local y se sustituyen todos los platos superfluos, que son bastantes, porque la sensación general es más de descuido arrogante (a la gente le gusta cualquier cosa) que de incompetencia. 

Que la cocina de Avillez –al menos esta- carezca de originalidad, no es el mayor problema. Al fin y al cabo, la emulación es la forma más sincera de adulación.

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Cuerpos sutiles 

Junto a la celeberrima bahía de Cascais se yergue un humilde y diminuto faro, que querría ser de Hopper, pese a estar envuelto en luz y huérfano de brumas.  

 Y junto al faro, el Farol Design Hotel, un albergue para gente cool que auna lo viejo de una casona de veraneos antiguos e interminables, con lo moderno de un pabellón de cristal y acero y de una clientela It y cosmopolita. Visible desde todas partes, se yergue sobre el mar una piscina que es de un turquesa pespunteado de gris de cemento y blanco de tumbonas, sin un árbol o una sombra natural y sin que nada impida la visión de un alegre catálogo de cuerpos elásticos y/o musculados que imitan los de aquel Hockney que descubrió que la tristeza brumosa del norte  se conjura con los cristalinos fulgores californianos.  

 Sobre esa visión y la de todo el mar, se encarama un restaurante que posee una de las más bellas vistas de este lado de la costa  y que no se ve empañada ni por las ruidosas familias ni por los domingueros de postín que pueblan el resto de los restaurantes que conducen hasta Guincho. Aquí todo es paz y voluptuosidad.  

 La carta, como corresponde a un lugar tan trendy, tiene varias ensaladas ( de queso de cabra asado y de gambas salteadas), entradas vegetales y sopas varias; el restaurante cuenta incluso con un apartado para sushi que, no obstante, podemos consumir en cualquier parte. De las entradas me encanta un carpaccio de bacalao ahumado con humus, ensalada de berros y pesto de cilantro, suave, ligero, refrescante y muy muy saludable.  

 Por estos lares el pescado continúa siendo la mejor opción (aquí se recomienda un buen bacalhau con broa de milho o sea, costra de maíz) pero yo a veces siento la necesidad de algo de carne y aquí el Chateaubriand es excelente. La carne llega tierna y jugosa, muy hecha por fuera y bastante cruda por dentro. Se trincha ante el cliente como debe ser.  

    
 Acompañado de patatas fritas y verduras, el jugo de la carne es muy atinado, aunque la salsa bearnesa resulta mejorable. El pato braseado con un mango picante -que no pica-, setas y un puré de batata y patata violeta francamente interesante también está bueno y en su punto.   

 Los postres son atractivos y variados y los hojaldres de dulce de leche con helado de frutos del bosque, son perfectos para golosos. Pasta ligera y crujiente y relleno potente.  

 Ya se ve que no solo a gozar de la vista -de las vistas- se puede venir al Farol. También se puede comer, beber y sobre todo ¡sentir, parafraseando a Mishima, la gracia del cielo y el mar!  

 

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Antigua, memento mori 

  
El memento mori (recuerda que has de morir) es la más genuina de las expresiones barrocas, aquella que coloca junto al brillo del dinero, los fastos del poder o los placeres del amor o la música, una profusión de calaveras, esqueletos y polvo de huesos. Antigua, antaño la ciudad más bella de las Indias, es en sí misma un memento mori, una ciudad que parece congelada por una bruja cruel y que se rodea de una naturaleza lujuriante, una sucesión de bellos palacios cuajados de fuentes rumorosas, patios escondidos, flores exóticas y bellos jardines, que se yerguen junto a capiteles que brotan de la maleza, fustes escupidos por la tierra, paredes derribadas y muros caídos de las viejas iglesias y conventos que evocan un esplendor difícil de imaginar.  

   Tras las fachadas alabeadas o medio caídas, pobladas de santos sin cabeza o cruelmente desmembrados, heridas por cicatrices que las recorren de lado a lado y que dejan ver, a través de sus vanos desnudos, el paisaje de sus naves en ruinas, todo es una mezcla de vida y muerte, de belleza y caos, que no tiene parangón en el mundo, una especie de reino de Brahma (el creador) y Shiva (el destructor) en el que nunca hubiera recalado Visnú (el conservador).   

  La antigua capital de Guatemala (de ahí su nombre) y sede de la capitanía general de la Nueva España, llamada entonces Santiago de los Caballeros, era una cuidad de una opulencia sin par rodeada por tres volcanes, del Agua, del Fuego y Acatenango los cuales, para darle un aire aún más irreal, son los que aparecen en El Principito.  

   Asolada por constantes terremotos, el Rey Carlos III y sus prohombres en la villa, decidieron reubicarla tras el más aterrador, el de 1773, acaecido cuando la ciudad aún se recuperaba de los estragos del de 1751. Así quedó triste y muerta, olvidada del tiempo y de las gentes, sepultada en el olvido.  

   
Su apacible clima, su proximidad a la capital y el recuerdo de sus bellezas deslumbrantes hicieron que, poco a poco, las gentes retornaran a descansar o a huir de la gran urbe y los palacios se levantaron de nuevo entre árboles y flores que nunca la abandonaron y que ahora crecían salvajes. Casuarinas, jacarandas, tempisques, higuerillos, araucarias y magnolios, aquí llamados magnolias, protegieron los viejos materiales que la resucitaron para goce de unos pocos.  

   Nadie se acordó de los otros edificios y, en época de restauración y no de reconstrucción, quedaron apuntalados pero tal y como estaban, en un recuerdo imperecedero del fin de todo, de lo breve de la vida, de lo efímero del placer y de lo frágil de cualquier anhelo.  

 Ver como el sol refulge sobre las ruinas es un espectáculo único, pero no tan sobrecogedor como contemplarlas en la noche, fantasmalmente iluminadas. La magia de sus calles empedradas, el verdor -y la amenaza- de los volcanes, la presencia de la muerte, el rumor de tantas fuentes y los efectos sedantes de la gravilea, el árbol que da sombra y protege al café, la hacen única e inolvidable, un escenario irreal, un producto de la imaginación que se infiltra en la sangre.  

 Tanta belleza hace que ningún cartel, luminoso alguno o traza de modernidad alteren su espíritu barroco y que sus habitantes hagan un esfuerzo diario de buen gusto. Las inmensas casas, los pequeños hoteles, los restaurantes más recoletos, están cuidados y decorados con esmero sin que nada ofenda ni alarme al mayor de los estetas.  

 Ni a los más golosos porque esta es también la ciudad de los dulces infinitos, chispazos de vida con nombres poéticos: zapotillos, muédagos, chilacayotes, espumillas, camotes, huevos chimbos, mazapanes, chimbitos, camilitas de leche, encanelados, alfajores de ajonjolí. Todos los que doña Mercedes Gordillo aprendió de las monjas y transmitió a su hija Doña María Gordillo, la que da nombre a la más bella, abigarrada y concurrida confitería que imaginarse pueda.  

    
 Esos son los dulces que parecen haber inspirado a ese gran pastel de amarillos imposibles que es la Iglesia de la Merced, un templo macizo y chaparro que es máximo exponente del llamado ultrabarroco guatemalteco. Sus paredes cubiertas de ataurique blanco, las columnas atravesadas por flores de escayola y sus hornacinas plagadas de santos blanquiamarillos solo se ven alterados por el increíble colorido de los vestidos de las indígenas que se acurrucan bajo su imponente portada.  

    
 Entre tanta belleza se enmarca el hotel Camino Real, uno de los más recientes porque ni seis años tiene y que es una sucesión de patios y corredores, la mayoría con fuentes, helechos, hibiscus, flores de jade y un sinfín de plantas. Los elementos constructivos respetan la tradición y la madera de vigas y columnas contrasta con el granito de basamentos y zócalos y con el fierro que teje las rejas de todas y cada una de sus ventanas.  

   Como en la antigua tradición arábigo andaluza, todo está recatadamente oculto, todo hacia dentro, todo volcado en sus seis patios y tres patinillos.  

   Los interiores se adornan con velas encendidas a todas horas, multitud de flores y luces tenues, abundan los cueros, los espacios comunes exhiben bellas antigüedades y el resto es piedra, paredes estucadas y hasta bovedillas de ladrillo.  

   Las habitaciones son grandes y más aún las camas de madera que parecen barcos varados en la nada. Las suites del Virrey menudean en las esquinas porque tienen dos pequeños pisos y las de nombres históricos son suntuosas y palaciegas.  

    
 El restaurante mantiene un elegante estilo colonial que traspasa a los desayunos a la carta. La comida es correcta y mezcla mucho mexicano e italiano, poco guatemalteco y hasta algún destello indio.  

   El espesor de las paredes, las insonorizantes plantas y los cantos del agua transmiten una enorme paz, lo mismo que el resto de esta ciudad que aquí tanto recuerda al San Juan de la Cruz de la música callada y la soledad sonora. 

Hotel Camino Real                                        7ª calle Poniente 33B                                   La Antigua                                       Guatemala                                                Tfno. +502 7873 7000

 

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