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Antigua, memento mori 

  
El memento mori (recuerda que has de morir) es la más genuina de las expresiones barrocas, aquella que coloca junto al brillo del dinero, los fastos del poder o los placeres del amor o la música, una profusión de calaveras, esqueletos y polvo de huesos. Antigua, antaño la ciudad más bella de las Indias, es en sí misma un memento mori, una ciudad que parece congelada por una bruja cruel y que se rodea de una naturaleza lujuriante, una sucesión de bellos palacios cuajados de fuentes rumorosas, patios escondidos, flores exóticas y bellos jardines, que se yerguen junto a capiteles que brotan de la maleza, fustes escupidos por la tierra, paredes derribadas y muros caídos de las viejas iglesias y conventos que evocan un esplendor difícil de imaginar.  

   Tras las fachadas alabeadas o medio caídas, pobladas de santos sin cabeza o cruelmente desmembrados, heridas por cicatrices que las recorren de lado a lado y que dejan ver, a través de sus vanos desnudos, el paisaje de sus naves en ruinas, todo es una mezcla de vida y muerte, de belleza y caos, que no tiene parangón en el mundo, una especie de reino de Brahma (el creador) y Shiva (el destructor) en el que nunca hubiera recalado Visnú (el conservador).   

  La antigua capital de Guatemala (de ahí su nombre) y sede de la capitanía general de la Nueva España, llamada entonces Santiago de los Caballeros, era una cuidad de una opulencia sin par rodeada por tres volcanes, del Agua, del Fuego y Acatenango los cuales, para darle un aire aún más irreal, son los que aparecen en El Principito.  

   Asolada por constantes terremotos, el Rey Carlos III y sus prohombres en la villa, decidieron reubicarla tras el más aterrador, el de 1773, acaecido cuando la ciudad aún se recuperaba de los estragos del de 1751. Así quedó triste y muerta, olvidada del tiempo y de las gentes, sepultada en el olvido.  

   
Su apacible clima, su proximidad a la capital y el recuerdo de sus bellezas deslumbrantes hicieron que, poco a poco, las gentes retornaran a descansar o a huir de la gran urbe y los palacios se levantaron de nuevo entre árboles y flores que nunca la abandonaron y que ahora crecían salvajes. Casuarinas, jacarandas, tempisques, higuerillos, araucarias y magnolios, aquí llamados magnolias, protegieron los viejos materiales que la resucitaron para goce de unos pocos.  

   Nadie se acordó de los otros edificios y, en época de restauración y no de reconstrucción, quedaron apuntalados pero tal y como estaban, en un recuerdo imperecedero del fin de todo, de lo breve de la vida, de lo efímero del placer y de lo frágil de cualquier anhelo.  

 Ver como el sol refulge sobre las ruinas es un espectáculo único, pero no tan sobrecogedor como contemplarlas en la noche, fantasmalmente iluminadas. La magia de sus calles empedradas, el verdor -y la amenaza- de los volcanes, la presencia de la muerte, el rumor de tantas fuentes y los efectos sedantes de la gravilea, el árbol que da sombra y protege al café, la hacen única e inolvidable, un escenario irreal, un producto de la imaginación que se infiltra en la sangre.  

 Tanta belleza hace que ningún cartel, luminoso alguno o traza de modernidad alteren su espíritu barroco y que sus habitantes hagan un esfuerzo diario de buen gusto. Las inmensas casas, los pequeños hoteles, los restaurantes más recoletos, están cuidados y decorados con esmero sin que nada ofenda ni alarme al mayor de los estetas.  

 Ni a los más golosos porque esta es también la ciudad de los dulces infinitos, chispazos de vida con nombres poéticos: zapotillos, muédagos, chilacayotes, espumillas, camotes, huevos chimbos, mazapanes, chimbitos, camilitas de leche, encanelados, alfajores de ajonjolí. Todos los que doña Mercedes Gordillo aprendió de las monjas y transmitió a su hija Doña María Gordillo, la que da nombre a la más bella, abigarrada y concurrida confitería que imaginarse pueda.  

    
 Esos son los dulces que parecen haber inspirado a ese gran pastel de amarillos imposibles que es la Iglesia de la Merced, un templo macizo y chaparro que es máximo exponente del llamado ultrabarroco guatemalteco. Sus paredes cubiertas de ataurique blanco, las columnas atravesadas por flores de escayola y sus hornacinas plagadas de santos blanquiamarillos solo se ven alterados por el increíble colorido de los vestidos de las indígenas que se acurrucan bajo su imponente portada.  

    
 Entre tanta belleza se enmarca el hotel Camino Real, uno de los más recientes porque ni seis años tiene y que es una sucesión de patios y corredores, la mayoría con fuentes, helechos, hibiscus, flores de jade y un sinfín de plantas. Los elementos constructivos respetan la tradición y la madera de vigas y columnas contrasta con el granito de basamentos y zócalos y con el fierro que teje las rejas de todas y cada una de sus ventanas.  

   Como en la antigua tradición arábigo andaluza, todo está recatadamente oculto, todo hacia dentro, todo volcado en sus seis patios y tres patinillos.  

   Los interiores se adornan con velas encendidas a todas horas, multitud de flores y luces tenues, abundan los cueros, los espacios comunes exhiben bellas antigüedades y el resto es piedra, paredes estucadas y hasta bovedillas de ladrillo.  

   Las habitaciones son grandes y más aún las camas de madera que parecen barcos varados en la nada. Las suites del Virrey menudean en las esquinas porque tienen dos pequeños pisos y las de nombres históricos son suntuosas y palaciegas.  

    
 El restaurante mantiene un elegante estilo colonial que traspasa a los desayunos a la carta. La comida es correcta y mezcla mucho mexicano e italiano, poco guatemalteco y hasta algún destello indio.  

   El espesor de las paredes, las insonorizantes plantas y los cantos del agua transmiten una enorme paz, lo mismo que el resto de esta ciudad que aquí tanto recuerda al San Juan de la Cruz de la música callada y la soledad sonora. 

Hotel Camino Real                                        7ª calle Poniente 33B                                   La Antigua                                       Guatemala                                                Tfno. +502 7873 7000

 

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