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Paladares a la cubana

 Ya he cantado hace muy poco las bellezas de La Habana, esa ciudad varada en el mar donde los atardeceres son más dulces que en cualquier otro lugar. 

 Sus encantos arquitectónicos, la creatividad -única forma de libertad- a raudales y sus múltiples rincones hechizados, hacen olvidar frecuentemente, los páramos abandonados como después de una guerra y la dureza del día a día. El turista puede ignorarlos entre el griterío de los pavos reales  

 del mastodóntico y bellísimo Hotel Nacional, mientras ahoga sus penas en daiquiris y mojitos y se asoma al mar desde jardines colgantes y terrazas voladoras. 

  

Hotel Nacional

Todo en la ciudad es tan amable como sus pobladores y las callejas de La Habana Vieja nos transportan al último estertor de un imperio colosal, a un tiempo en el que los criollos aún se adormecían indolentemente en mecedoras de caoba maciza, bajo el aliento de perezosos ventiladores

 Ahora nada es tan dulce, pero la energía cubana encontró en los paladares un modo inocente de escapar a la economía estatal. Se trata de pequeños restaurantes que abrieron a finales de los noventa rodeados de limitaciones y cautelas, justo cuando se permitió el trabajo cuentapropista (por cuenta propia). Mucho ha pasado desde entonces y la abundancia de ellos abruma, por no hablar de los tics de restaurante de moda neoyorquinos (esnobismo, desatención, gentío) de algunos tan nuevos como El Cocinero o tan históricos como La Guarida, que ahora hasta cuenta con una blanca terraza en la azotea más propia de Miami Ibiza que de La Habana.  

La Guarida

Visité varios paladares, pero solo uno me llamó la atención, Le Chansonnier. Antes de hablar de él -recomendado hasta por el AD americano- conviene recordar que no estamos en un país normal, sino en uno en el que impera la economía del Estado, en el que nunca hubo -al contrario de México o Perú– una gran cocina autóctona y en el que la vida de cada día se rige por un severo bloqueo, por lo que la escasez es la norma general y cuando no falta una cosa, falta otra.

 Por eso, parece un milagro que estos pequeños lugares privados estén tan cuidadosamente decorados y practiquen una cocina más que correcta. Puede que no vayan a estar en la guía Michelin, pero los que visiten la isla me agradecerán que los mencione. 

La cocina de Le Chansonnier, como su propio nombre indica, es francesa, aunque no desprecia algunos platos italianos o españoles. Los entremeses tienen su gracia, nos permiten probar varias entradas y nos devuelven a otras épocas, cuando este era un plato obligado en todo restaurante que se preciara, muy en especial en los Paradores Nacionales. 

 La lasagna de berengena y camarones (o langosta o cangrejo) es suave, saludable y agradable 

 aunque no tanto como el pulpo con guisantes o eso imagino, porque no conseguí probarlo, de tanto como les gustó a mis acompañantes.  

La  mousaka de vegetales tenía una gran variedad de estos y todos los sabores estaban equilibrados sin perderse en el gratinado. 

Menos acertado resultó el cordero con salsa de mostaza y chocolate. La carne pecaba de dura y la salsa, con esa mezcla tan arriesgada, resultaba algo incongruente.  Los guisantes que la acompañaban sí que estaban realmente buenos, especialmente en un país donde casi no hay mantequilla, por increíble que parezca. 

Los postres son quizá lo mejor de este restaurante, desde un flán -más bien pudin-  realmente sabroso

hasta un brownie con intenso sabor a chocolate y una ejecución tan ortodoxa como bien acabada.  

Soy consciente de la generosidad de estos comentarios porque si este restaurante estuviera en Madrid puede que no le hubiera dedicado una sola línea, pero a cada uno hay que darle según lo que tiene y teniendo tan poco como tienen en este país y siendo tan meritorio el riesgo y la iniciativa, hay que juzgarlo entre sus iguales y, entre ellos, está sin duda entre los primeros.  

  

Le Chansonnier.                                    Calle J 257 esquina 15 y Línea (Vedado). La Habana.                             Tf. +537 832 1576

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Resabios hegelianos

España es tierra de extremos, Madrid también. Si hasta ahora sólo la comida era lo esencial (Laredo, Taberna Arzábal) y la decoración un accidente -como decía Pessoa del amor y el sexo* respectivamente-, en los últimos tiempos han proliferado los restaurantes donde el diseño resulta mucho más importante que el sustento (OttoMartineteTomate, Ana la Santa, etc), quizá porque este no importa nada.

Esperemos que no sea una tendencia irreversible, sino solo una reacción temporal a la fealdad anterior o incluso un prurito filosófico, lo que podríamos llamar resabios hegelianos, porque eso supondría que a la tesis de lo feo y a la antítesis de lo malo seguirá la síntesis de los restaurantes bellos y buenos.
  
El Imparcial

Por supuesto ya existen algunos de estos lugares y hay bastantes que juntan la belleza a la bondad, pero mucho me temo que se trata de los más caros, lugares como Santeloni, La Terraza del Casino o Ramón Freixa.  Animo por eso a todos los bellos recién llegados a que, del mismo modo que se han ocupado tan admirablemente de la estética, se afanen por conseguir la excelencia gastronómica, razón primordial de la existencia de un restaurante. Y exhorto a los que lleguen a que no olviden nunca la famosa máxima (de Apolo nada menos, y escrita en el friso de Delfos), la virtud está en el medio o sea, en el equilibrio y nada más que en el equilibrio.
  
Babelia

Todo lo dicho viene a cuento porque hoy me dispongo a escribir de las dos últimas incorporaciones a este club de los bellos sin alma. La primera está en el elegante y refinado barrio de Salamanca y se llama Babelia. La segunda está en un barrio, el de Latina y es vecina del Rastro, aunque ocupa un local palaciego y decimonónico, el del antiguo periódico El Imparcial (y así se llama), un lugar lleno de recuerdos de la Regencia y que huele a conspiraciones, guerras dinásticas y pronunciamientos, lo que equivale a decir crisol de los pasatiempos nacionales. 

Babelia está frecuentado por grupos de aire aristocrático, lánguida decadencia y que cultivan un descuido elegante, por algunos intrusos de pantalón corto que desean ver cómo vive la otra mitad, por caballeros que utilizan bastón, no por estática sino por estética, y por variadas aspirantes a It Girl o, al menos, a blogueras en la nómina de Hola.
  
Los bulliciosos comedores de El Imparcial están poblados por amantes del tapeo castizo y padres de familia que hace diez años tomaban cervezas en la Latina y ahora creen seguir eternamente jóvenes tan solo porque se aferran a sus costumbres y barrios de antaño, aunque los niños los delatan inmisericorde e inocentemente. Esas familias jóvenes también practican el descuido indumentario, en este caso no elegante, y alternan con mucho gay hippychic, algún despistado de la zona y multitud de camareros que exhiben orgullosos sus tatuajes y llaman chicos a los clientes, cosa que alguien de mi provecta edad solo puede agradecer y que, supongo yo, los padres con síndrome de Peter Pan, incluso exigen.
  
Ambos restaurantes parecen casas de comidas postindustriales, están decorados por la misma persona y son alegres, luminosos, exhibicionistas y parecen low cost, una suerte de homenaje a Ikea pero sin Ikea, lo que es algo así como la versión decorativa de todo para el pueblo pero sin el pueblo, porque en la realidad estos muebles son como ricos disfrazados de pobre.
  
Hasta este momento, tal es la ramplonería de sus platos, había pensado no poner más que fotos de la decoración, ya que me parece que este es el único leit motiv de ambos lugares, pero como me tomé la molestia de hacerlas, algo diré de las sorprendentes cartas. En la de Babelia no hay sopas, ni ensaladas, ni verduras que no sean de guarnición, pero sí arroces y unos tacos mexicanos bastante sabrosos.
  
El pollo marinado es asombrosamente banal y el magret de pato naufraga en una salsa dulzona y espesa a la que salvan unas verduras que, ya queda dicho, aquí consideran a lo sumo como acompañamiento.
  
El Imparcial por su parte ofrece, como todos los recién llegados, pulpo y croquetas, atún y patatas brava (la nueva moda madrileña) pero muestra un desmedido amor por el fast food de  pizzas y hamburguesas que acompañan, las hamburguesas claro, de horrorosos envases de plástico que recuerdan a la casa del trash, o sea la de Gran Hermano. Que servilletas y manteles sean se papel tampoco ayuda mucho. En Babelia al menos, son de tela, las servilletas digo, porque mantel no hay.
   

 El salmorejo es tan espeso que parece un pudín de tomate y la ensalada César necesita de un equipo espeleólogos para encontrar un pollo que ha perecido ahogado entre pedacitos de pan y un tsunami de mahonesa con mostaza, una salsa francamente fuerte e inadecuada.

   

 Los postres, los de siempre: manidas tartas de chocolate, resecos pasteles de zanahoria, helados y la gran aportación postmoderna, crumble de manzana.

  

 Las cuentas tampoco son exiguas para tanto papel y poco cuidado, entre treinta y cuarenta euros con tan sólo un par de copas de vino y un sólo postre, de lo que se deduce, una vez más, que lo barato sale caro y, como ya sabíamos, que más vale la fealdad interesante que la belleza sin alma; aunque pudiendo tenerlo todo, ¡a por todo hay que ir!

El Imparcial
Calle Duque de Alba, 4. Madrid
Tfno. +34 917 95 89 86

Babelia
Callejón de Puigcerdá, 7. Madrid
Tfno. +34 918 31 71 79

*O amor é que é essencial
O sexo é só um accidente
Pode ser igual 
Ou diferente
O homem não é um animal 
É uma carne inteligente
Embora às vezes doente. 
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Laredo o la importancia del camino

Todo el mundo sabe lo que es un código, menos que muchos se agazapan tras cosas impensables y muy pocos, el que esconden las estrellas Michelin. Como de una creación francesa se trata, no estamos ante un críptico rito órfico, ni siquiera ante rebuscados códigos masónicos, sino más bien ante la pura y simple racionalidad gala. 

La guía se creó en 1.900 para dar servicio a los primeros conductores y estaba más preocupada por los pocos talleres existentes en las rutas que por las delicias gastronómicas. Hubo que esperar a 1.920 para que aparecieran los restaurantes y a 1.930 para que las estrellas fueran de una a tres.

El significado de las estrellas es de un pragmatismo desarmante: una significa vale la pena pararse, dos, vale la pena desviarse, tres, merece la pena el viaje. Eso justificaba la peregrinación a lugares tan recónditos como El Bulli y hoy mismo a Hof Van Cleve, una perdida granja entre las verdes lomas belgas.

Ese esquema mental se vuelve útil incluso cuando se aplica a los diferentes barrios de una misma ciudad, porque lo que puede ser un perfecto restaurante next door, puede resultar fastidioso si exige el más mínimo desplazamiento. Y eso me pasa con la mayoría de los locales de cocina tradicional que, siendo más que respetables, imprescindibles, no me mueven a moverme y valga la redundancia. 

La distancia que separa un buen salmorejo de uno excelente es mucho más pequeña que la que distancia a una esferificación de aceituna de una gordal o a una croqueta de un dim sum y ello por la simple razón de que la cocina contemporánea -o las exóticas- está solo al alcance de unos pocos cocineros.

 Me gusta la Taberna Laredo en su imponente fealdad de casa de comidas ilustrada y modernizada, pero no me movería demasiado para ir allá, porque todo lo que ofrece, siendo muy bueno, lo es igualmente en otros muchos lugares que también bordan las croquetas, la ensalada de ventresca o los pescados a la plancha

Hay que alabar su esfuerzo de refinamiento, el aggiornamento de un local anticuado -en el que la enorme barra es mucho más vistosa que el comedor- y la inclusión de toques elegantes, como los diferentes tipos de pan o los excelentes y variados quesos que ya querría, por ejemplo, Zalacaín. Solo se echa en falta una pequeña dosis de imaginación y de puesta al día de muchos platos, como por ejemplo un ramplón pisto con huevos fritos.  

 Las conservas y los ahumados son muy buenos y entre ellos destacan unas suculentas anchoas, un esturión, suave y de finísima textura, y unas sardinas ahumadas, algo saladas algunas veces.

 
En temporada tienen unos diminutos, sabrosos y deliciosos perrechicos, ese maravilloso hongo de primavera que con sólo olerlo parece teletransportarse uno al bosque de Sherwood, abducido por gnomos, elfos y diminutas hadas voladoras. Unos taquitos de jamón, algunos ajetes y unos buenos huevos hacen el resto para que disfrutemos de lo lindo.
  
Entre los segundos destacan los callos, que detesto, como una de las estrellas de la casa y muchas otras cosas a la plancha, pero estas me inspiran poca literatura y podría enumerar decenas de lugares donde estas creaciones son igualmente buenas. 

Por eso prefiero concentrarme en una tabla de quesos tan variada que puede ser compuesta a nuestro gusto, como en los grandes restaurantes. El Comté es recio, viejo y muy intenso, como suaves los Savarin o el Sant Marcelin. También me gusta probar un Stilton tan fuerte que solo está al alcance de los más valientes y vigorosos comensales o sea, yo. Los sirven con buenas fresas, compota de tomate y membrillo. A mí me sobra todo eso porque el buen queso desprecia, por pequeño, todo lo demás y sólo acepta medirse –y enaltecerse-, sin desdén, con un buen vino y aquí los tienen en gran variedad. 

También se esfuerzan con el cestillo de pan para los quesos que añade a los servidos con el resto de los platos, unas delgadísimas tostadas y una especie de regañá con pipas, sumamente sabrosa.
   

 Entre los postres, me gusta enormemente el flan de queso. denso, cremoso, muy untuoso, rebosante de nata y almíbares y pletórico de calorías y grasas saturadas, pero qué le vamos a hacer. Al menos no es pecado.

 Empecé este blog clamando por menos tascas y más bistrós, así que no puedo quejarme de Laredo porque posee todas las virtudes que admiro en los buenos restaurantes de barrio parisinos, donde quizá nada enamora, pero todo encanta.

Laredo es uno de ellos y ha mejorado la taberna madrileña con buenos manteles, grandes vinos, un servicio correcto, rápido y eficaz, quesos de todo el mundo, panes artesanales y un notable amor por el oficio bien hecho. Por ello, puede que yo no me mueva mucho por ir hasta allá pero ustedes, mis tradicionales lectores, los que prefieren la tortilla de siempre a la deconstruida, sí que deberían hacerlo. ¡No se arrepentirán!

Taberna Laredo
Doctor Castelo, 30 (Madrid)
Tf. +34 915 73 30 61



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Belleza congelada 

Para un español pisar América es descubrirse a sí mismo, pero llegar a La Habana es tocar la propia alma y coronarse con las dulces rosas del enamoramiento. Si los recuerdos son surcos de lágrimas, en Cuba son sólo nostalgias del amor juvenil y aromas de lo que pudo haber sido y no fue.  

   

 La ciudad, ceñida por el mar e incendiada por los flamboyanes, encaja a la perfección con los recuerdos y desborda ensoñaciones. Nada deja indiferente porque todo es solar familiar. Por eso, hasta los pestañeos se tiñen de emotividad. De ahí los malentendidos y las incomprensiones, las riñas familiares, el egoísmo del amor. 

 Pocas ciudades hay tan deslumbrantes y decadentes como La Habana y ninguna en América con un patrimonio arquitectónico tan deslumbrante y variado. Si en Cartagena o Antigua, todo parece congelado en el barroco y en Buenos Aires, que nada aconteció antes de mil ochocientos, La Habana se adorna con todos los estilos del mundo: con las ríspidas fortalezas contra la rapiña, con las melifluas curvas del rococó, con las severas rectas del racionalismo, con las empalagos del decó o con el colorismo de los cincuenta, cuando todo se paró.  

 La ciudad decidió detenerse en el tiempo, pero las ciudades son como los hombres y si el parón mental puede ser voluntario, el cuerpo sigue caminando, inexorable, hacia el fin. Bacon, el pintor, no el filósofo, decía al mirarse cada mañana en el espejo: ¡ve como la muerte obra en este rostro! Y eso le ha pasado a La Habana, la reina moribunda, ora declinante, ora paisaje para después de la batalla.  

 Las vistas al océano se cuelan por todas partes, exactamente igual que una vegetación lujuriante que puntea grandes avenidas -huérfanas de coches-, invade de verdor jardines y patios y teje tapices en los baldíos. Todo eso y más es cuanto se contempla desde el restaurante La Torre, quizá el más elegante de Cuba y un mirador privilegiado de toda la urbe. Circundado de ventanales, ofrece una vista de trescientos sesenta grados de luz, avenidas, mar y azoteas. Se aloja además en el edificio Focsá, un avanzado de la modernidad por el uso del hormigón, la distribución del espacio y el más alto de la época en Iberoamérica.   

  Se trata de un restaurante del Estado, no de uno los paladares de los que todo el mundo habla, como La Guarida, hoy más un local de moda que un heroico adalid del cambio. Todo es aquí un placer para los ojos y un delicioso reducto de elegancia marchita. Los platos son enormes y poseen los bellos nombres del pasado, denominaciones que hacían soñar, no como ahora que solo nos conducen mentalmente a la cocina, para ponernos a guisar. Hoy en día los platos carecen de nombre y son tan solo larguísimas descripciones de ingredientes y preparaciones, como lomo de ciervo, crujicolesbruselas con ras el hanout, aceitunas y pistachos o alacachofas confitadas, praliné, fondo de jamón y hierbas aromáticas. 

 
Aquí la langosta se llama Chevalier, Mariposa o Thermidor y las carnes Eminence de filete de res a la Strogonoff o Navarin de cordero primavera. Presentaciones y preparaciones transportan a aquella ciudad de grandes descapotables americanos en la que Errol Flynn y Hemingway confundían el amanecer con un interminable daiquiri

Puede que el carpaccio de langosta esté cortado muy grueso y algo cargado de limón, lo que le hace parecer más un ceviche, 
 o que los camarones se envuelvan en armaduras demasiado rígidas,

 
que todo tenga salsas contundentes y que las cocciones sean aquellas interminables de la prenouvelle cuisine,  

 
pero en cada cosa hay un esfuerzo notable de agradar y hasta excelentes toques de brillantez, como un delicioso puré de calabaza y boniato con cominos o algunos postres notables como el turrón helado que en realidad es un suflé frío con frutas escarchadas, arrebatadoramente multicolor  

 o la terrina helada de chocolate que oculta, como todos los demás, empalagosos licores, pedazos sorpresa y zumos de fruta

Algo está pasando en Cuba y ellos lo saben. La energía y la creatividad de una sociedad que encuentra en el arte su libertad son las de siempre, pero los locales nuevos proliferan y los cuentapropistas (trabajadores por cuenta propia) reinan en ellos. Ya son quinientos mil y constituyen un germen de clase media a punto de eclosionar. Quizá no sea tan pronto como muchos (¿franceses, americanos?) creen, pero algo se mueve en la ciudad congelada y esa energía rejuvenece. Hay que estar en Cuba y ayudar en un nuevo comienzo. Quien no lo haga perderá el tren de la felicidad y quedará atrapado por este giro inesperado de la Historia.

La Torre.                                                                                                                                                                                                                        Edificio Focsá.                                                                                                                                                                           Calle M esquina a 17. Vedado.                                                                                                                                         Tfno. +53 755 30 88

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