Hay una sola cosa en la que la cantina Ana la Santa no se parece a un comedor escolar: es mucho más ruidosa. El resto es muy semejante: la rudeza de un servicio que arroja las cosas sobre la mesa, la vulgar acumulación de comida en los platos, la zafiedad del menú y sus dimensiones de hangar.
Resaltan por su desacierto una merluza de espeso rebozado cubierta por una lánguida lechuga, unos calamares fritos, realmente correosos, acompañados de un espeso engrudo y una pan áspero y rugoso que evoca los mendrugos de la postguerra. En la edad de oro de tónicas y gin tonics, no hay que pensar mucho, sólo disponen de la arcaica tónica Schweppes.
Es alarmante la evolución madrileña de la «familia Tragaluz». Desde la inanidad del Tomate, taberna para vanidosos venida a menos, subieron un escalón con el aseado Lucy Bombón, para despeñarse después en este homenaje, sólo para turistas, a la España del ajo y la fritanga, que puede acabar con nuestra reciente reputación de Olimpo gastronómico.
Un lugar para evitar.

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