Érase una vez un restaurante al que los chicos acudían en camiseta y con relojes de al menos 30.000$ y chicas de curvas vertiginosas vestían elegantemente de cintura para arriba; porque por debajo nada llevaban, exceptuando aparatosos Loboutine y alguna insignificante franja de tela sobre los muslos. Al brazo, un Birkin o algo más «low cost» de Prada o LV. Unos llegan en poderosos deportivos, otros atracan barcos en la misma puerta.
Pueden ser magos de las finanzas, modelos o no, gurús de internet o narcotraficantes, pero poco importa. Estamos en Miami y en un templo del exceso, un excelente restaurante bendecido por la moda: Zuma.
Siempre está bien pero aconsejo el brunch porque la gigantesca barra incluye especialidades japonesas y todas sus variantes mix: mex, californiana, peruana, etc. Ostras, cangrejo real, empanadillas, rollitos, pastas, sushi, nigiri, sashimi, salmón teriyaki, un delicioso entrecot y alguna cosa más para quien guste menos de lo japo.
Todo excelente. Lo occidental está en el vaso: mejores Bellinis que en Venecia, alegres Bloody Mary, champán rosado o Martini de lichis.
Se llega al postre sin casi reparar en el plato, tanta es la belleza circundante, pero aparece esa gigantesca torre de hielo, cubierta de tartas, cremas, macarrons, sorbetes y helados, y ya no se sabe donde mirar, si a las esculturas vivientes o a ese desbordante homenaje a la decadencia del Imperio Romano.
Y es que Zuma es, como todo en Miami, pura desmesura. Barato (95$ con bebidas la versión «economy class») no es, pero vale la pena porque después se puede pasar un tiempo sin comer, alguno más sin ir al cine y bastante, teniendo los más dulces sueños.
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