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La Bien Aparecida

Escondido en un aparente restaurante de batalla de esa desconcertante calle que es Jorge Juan, meca del mal comer y el “lujo” turístico, se esconde un elegante chef, José Manuel De Dios, que practica una refinada cocina, a caballo entre lo cántabro y lo francés. Y es que no en vano empezó en el magnífico Cenador de Amos y siguió por Michel Bras. Claro que también se esmera con una carta a gusto de todo el mundo y exigida por un restaurante que vende cientos de cubiertos diarios. Su nombre La Bien Aparecida.

Sin embargo, yo siempre le pido el menú degustación porque en él luce en todo su esplendor. Esta vez hemos empezado con unos delicados bocados: una muy quebradiza tartaleta de paté de cerdo con un pequeño prado de perejil y flores, croqueta de lacón con velo de pimiento, crujiente, cremosa y llena de toques ahumados y un perfecto consomé de setas con todo el bosque dentro.

Después más maestría en forma de gilda deconstruida en la que resalta, escondido, un excitante bombón de encurtidos y un finísimo barquillo de potente brandada de bacalao.

De primero, dos tartares, uno de atún, muy bien aliñado, y cubierto de un precioso manto floreado de dulce remolacha y otro de cigala y coliflor rallada con una espectacular sopa de almendras cuyo dulzor líquido contrasta con los otros de tierra y mar.

Las cocochas con delicioso pilpil (francés, lo llamaría yo, porque está muy cerca de la beurre blanc) son densas, intensas y contrastan con una duxelle de setas, francamente rica.

Aunque para intensidad de labios pegados, los envolventes guisantes con huevo y un guiso de callos de bacalao, una mezcla poderosa en la que el guisante no pierde su sabor.

El salmonete está levemente cocinado y cuenta con el acierto de jugar con el hinojo, tan exquisito, han olvidado en España, y unas simples patatas.

Acabamos con un sabroso y tierno canelón de pularda y trufa con una masa muy suave y un relleno aromático y poderoso.

Los postres son tan frescos que siguen muy bien a la contundencia anterior. Primero un bombón de laurel que no sabía que era algo muy cántabro pero sí, porque a falta de canela perfumaban la leche con esa hoja que sobraba por todas partes.

Después, las muchas texturas de dulce remolacha con una sobresaliente de cabello de ángel.

Y por último, un muy fresco mango con whisky basado en un estupendo envoltillo líquido hecho con la carne de la fruta.

El sitio es precioso, los sumilleres magníficos -por lo que vale la pena ponerse en sus manos,- y el servicio atento y eficaz. Tampoco es caro en este Madrid enloquecido. Si además les sirve de pista, no voy a otro de este grupo, pero es que este es cosa aparte porque tiene un chef de lujo. Vale la pena ir. Y seguirle la pista.

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La Scène

¿Debería tener dos estrellas la famosa chef Stephanie Le Quellec en su restaurante La Scène de Paris? Pues depende con qué la comparemos. Por ejemplo, con los nuestros. Su restaurante es un agradable bistró sin nada que destaque y su cocina un conjunto de platos académicos y sabrosos, banalmente presentados, que poco aportan a la gastronomía gala. Allí las tiene como tantos otros. Fuera de Francia, donde los criterios michelinescos son mucho más estrictos, jamás.

Los aperitivos son sumamente agradables y delicados: tarta de cebolla de extraordinaria y quebradiza masa, con anchoas y clavo molido al momento y tartaletas de atún con caviar.

Como entradas unas vieras con lemongrass y un limpio y profundo caldo de gambas y una original cigala con semillas crujientes de alforfón -pasión de pájaros y pequeños roedores- y salsa de vainilla, acompañada de una crema y un crujiente hechos con las pinzas del crustáceo.

El rodaballo tiene un intenso sabor gracias a la salsa porque, mientras el pescado se hace suavemente a la plancha, aquella incorpora parmesano y caldo de pollo. El toque vegetal lo dan la achicoria y las endivias.

Del venado me ha encantado el punto y la tersura de la carne y el clasicismo del guiso. Lleva trufa en la cúspide, lombarda guarneciendo y dos buenas salsas, una de asado con calabaza y otra de frutos rojos.

Ni siquiera los postres son excitantes, si bien mantienen el alto nivel de corrección anticuada: un sabroso praliné, unas declinaciones de vainilla a través de una estupenda crème brûlèe y un gran cremoso de helado, que parece una rosa, y único plato verdaderamente bonito del almuerzo. Además un estupendo, jugoso y denso bizcocho y un punzante sorbete de kiwi que es un buen final.

No se puede negar que hemos comido bien, tampoco que de nada nos acordaremos en un rato -salvo de la lentitud del servicio- y que ya no basta con hacerlo bien; también preferimos (yo) la sorpresa, el riesgo, la belleza y la audacia.

Por cierto, aquí no se suele someter a las estrellas al mismo pressing que en España, por lo que no suelen estar. Y eso que ninguna que se precie abre en fin de semana y en general, menos de los cinco días restantes…

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Encanto de José Avillez

Una cena más y me paso al lado verde del vegetarianismo (que ahora resulta que es más incluyente que el veganismo, cuando antes eran lo mismo). La culpa es de José Avillez y su ya estrellado Encanto, sí, un restaurante vegetariano. Ya saben que no voy a ellos porque no me agradan las limitaciones y, aunque ne encantan las verduras, me gusta también todo lo demás. Así que, ¿para qué ponerme límites?

Pero tratándose del genio de Avillez, no podía resistirme, porque todo lo que toca lo convierte en oro gastronómico (y del otro). Y fíjense la audacia de lanzarse solo a lo vegetariano en un país como Portugal, mucho menos aficionado a las verduras que nosotros o los italianos, por ejemplo. Y siendo solo verde, porque Alain Passard o Rodrigo de la Calle, aún incluyen algo animal, por poco que sea. Pues lo dicho, me hago vegetariano. Si me cocina él, claro.

Ya desde los aperitivos despunta la alta cocina, todo lo que el chef dos estrellas, que ya merece tres, ha aprendido en tantos años de esfuerzo, creatividad y zarandeo de la cocina portuguesa: un cacahuete mimético que es una explosión de salsa satay, crujientes de escabeche de setas o alubias y aguacate con leche de tigre, empanadilla de berenjenas y pimentón (que me gustaría que supiera más a berenjena) y un sorprendente huevo de oro relleno de humus líquido. Sabor y belleza.

La tartaleta de zanahoria es un festival de texturas y temperaturas en la que el sabor se realza con la parte encurtida y se acompaña de una delicada leche de piñones que es una suerte de ajoblanco apiñonado.

Más sorprendente aún son los ravioli de apio con trufa, tonburi (el caviar vegano a base de semillas procesadas de una extraña planta) y esta vez sí, un estupendo ajoblanco. Los aliños son potentes y el sabor pleno, porque la filosofía de la casa debe querer combatir la extendida creencia de la insipidez de las verduras. Aquí saben cómo cualquier plato marino o cárnico.

Y si no que se lo digan al tartar de remolacha con mostaza de Dijon y batata coronada de unos hilos de remolacha crujiente que lo hacen sabroso y chispeante.

La sémola con algas, espirulina y unas suaves burbujas de holandesa verde parece un risotto y es densa y envolvente, como poderosas las verduras y cítricos verdes con curry, cómo no, verde. Y habiendo curry, nada más hace falta.

Hacer una col fermentada y a la plancha con semillas de mostaza, caldo de cebolla y un toque de queso de la Isla es una pequeña concesión a lo que antes se llaman ovólácteo vegetariano y ahora, al parecer, vegetariano a secas. La fermentación da otro plus de sabor.

El arroz negro con trufa, daikon y mantequilla de oveja está tan cremoso e intenso que parece de calamares, pero se hace con con carbón y el resultado es goloso y fuerte.

Sin embargo, nada me la sorprendido tanto como el pitiver que parece un tradicional pastel de caza de perfecto hojaldre, pero está relleno solo de setas y, en plan recital micológico, lleva también setas salvajes salteadas y caldo de setas. Todo un trampantojo.

El arroz dulce tiene pera, bergamota, mosto y almendras pero lo mejor es que gracias al amazake (fermentado de arroz) solo lleva 6 gr. de azúcar. El resto se lo pone él…

La torrija es de tupinambo pero a mi me sabe también a plátano. El resto lo hacen un fantástico caramelizado y una buena compota de granada.

Y para acabar, otra versión de un pastelillo tradicional, el de limón que aquí añade al espumoso y cremoso merengue tostado, piñones y qumquat. Una pasada.

Dije cuando visité Ivan Cerdeño que hacía tiempo que un restaurante no me impresionaba tanto. Pues ahora lo repito con Encanto y lo multiplico por mil. Un mundo lleno de color, sabor, originalidad y audacia que marca el futuro y hace que nada se añore. Un sitio imprescindible, tanto para los veggies, como para cualquier amante de la gran cocina.

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El Chalet del Villamagna

Habrá sido culpa de la nieve, que caía mansa, por primera y única vez en este invierno madrileño. O quizá, el intenso frío. Pero todo se aliaba para que la comida en el chalet alpino del Hotel Villamagna resultara perfecta. A tanto no ha llegado pero ha estado muy bien, sobre todo la fantasía infantil de teletransportarse a una escondida estación de esquí de los Alpes.

Y eso es porque han tenido la buena idea de reproducir, en los jardines del hotel, una elegante cabaña de madera, con tiestos de ciclamen en las ventanas -¿se dará el ciclamen en la alta montaña?- y repleta de esquíes antiguos, raquetas, cuernas y hasta una enorme trompa. Los manteles de cuadros, las sillas de borreguito y el resto pura elegancia villamagnesca. La comida es la que se espera y pronto se la contaré, porque hemos pedido el menú de 55€ que permite probar bastantes cosas.

Eso sí, para hacerlo hemos tenido que esperar más de media hora, porque los camareros andaban entre despistados y desbordados (el hotel está siempre lleno de gente comiendo, bebiendo y divirtiéndose) y no nos han puesto ni un aperitivo para entretenernos. O el pan, que ha llegado después de servido el primer plato. Por cierto es de amapola, con forma de esponjosa y oscura hogaza y está delicioso.

Hemos tomado la sopa de cebolla que es más ligera de lo habitual, pero mantiene el intenso sabor y además, se enriquece con un poco de trufa rallada. La ensalada de canónigos es todo lo contrario: fresca y saludable en su mezcla de hierbas, granada, nueces y queso. Bien aliñada, está francamente rica.

Para compensar este ataque quasivegano, los segundos han sido contundentes: una estupenda, cremosa y envolvente fondue de quesos Gruyere y Vacherin

y un crujiente y dorado wiener schnitzler, ya saben, ese buen filete de ternera empanado que adoran los austriacos. De guarnición, ensalada de patatas y una salsa de grosellas que no me he puesto.

Los postres siguen la línea del menú montañés y sobresale un apple strudel -que es más bien una tarta de manzana clásica- abundante de pasas y canela con un buenísimo helado de vainilla. Además, un manido coulant de chocolate (no se pueden poner cosas que ya están hasta en el súper, salvo excepcionalidad absoluta) que he pasado de probar,

prefiriendo uno de los estupendos dulces de chocolate negro que se pueden seleccionar de la opulenta vitrina de otro de sus restaurantes y que es la más completa y apetecible de Madrid, porque es más bien una pastelería completa.

Aviso que solo abrirá un mes más y solo de miércoles a sábado, así que deberán darse prisa si quieren ir y… deberían…

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