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Coque

Ya he dicho algunas veces que Coque es mi restaurante preferido de Madrid, con mucha diferencia. Otros destacan por variados aspectos, pero solo Coque junta de una manera magistral, platos de gran altura y con toques de vanguardia, un servicio exquisito de alta escuela, una carta de vinos insuperable y una decoración apabullante en un espacio absolutamente único y casi mítico en Madrid.

Mario Sandoval está en un magnífico momento de vuelta a la raíces, en línea con las tendencias más actuales de ensalzamiento del producto y búsqueda de la excelencia en la tradición de lo más cercano. En este sentido, los tres hermanos hacen un trabajo encomiable de investigación y sostenibilidad en su finca de El Escorial. Todo eso, ha convertido mi última visita en una ocasión memorable.

Siguen con su espléndida tradición de hacer un recorrido por las espectaculares, salas, comenzando en el bar inglés, con un gran cóctel de la casa, acompañado de una ostra con jalapeño y un quebradizo taco de maíz con miso de garbanzos y foie. En la palaciega, bodega, rodeados de los vinos más exquisitos del mundo, una copa de Laurent Perrier, con almejas al Alvariño y zamburiñas con marinada de cítricos.

A continuación, en la llamada sacristía, venencian el fino Coque de Osborne, que es el perfecto contrapunto a un steak tartar de toro bravo envuelto en un crujiente y precioso torito, así como a una inolvidable dorada en escabeche que recuerda la niñez de Mario en el campo madrileño.

Hay dos partes más en la gran cocina, una chispeante espardeña con ají amarillo en la entrada y un rompedor torrezno con espuma de vinagre, mientras vemos el horno y nos deleitamos por anticipado con la preparación de los postres.

Después de tal festín, llegar a la mesa supone el principio del banquete: para empezar, un clásico que es, además, uno de mis grandes favoritos, la exquisita (tanto por decoración, como por sabor) flor helada de pistacho con caviar, gazpachuelo de aceitunas, espuma de pistacho y cerveza. Una mezcla de sabores, texturas y temperaturas realmente extraordinaria.

Un plato absolutamente único que da paso a otra gran creación, los guisantes lágrima encebollados, con sopa de chalota tostada y vegetales fermentados y un toque de corteza de cerdo, un canto a la modernidad desde los sabores más humildes y tradicionales.

Y sigue el festín con un delicioso plato de temporada, los espárragos templados con su propia espuma y perlas de palo cortado, además de los toques marinos de unas cortezas de bacalao.

Y del leve matiz marino, se pasa al mar en todo su esplendor con el atún de tres maneras: ventresca curada a la sal, gazpachuelo de la médula y el toro a la parrilla con mojo verde. Una asombrosa y diferente manera de comerlo en tres declinaciones muy distintas.

Espectacular, aunque no más que los mariscos que llegan a continuación: carabinero a la brasa -con el sutil matiz cárnico de una bernesa de buey-, cangrejo real con americana picante (y excitante) y el maravilloso, audaz y sencillo, erizo con salsa de callos, otro de mis favoritos de la casa.

En el capítulo de las carnes no podía faltar el mítico cochinillo de los Sandoval desde hace tres generaciones, ahora en tres versiones, la del magistral asado, la chuleta confitada a la pimienta y el guiso de la manita convertida en saam de hoja de miso.

Parecía el final, pero aún quedaba la sorpresa de mí foie preferido del mundo mundial: escabechado al amontillado, sinceramente, el que más me gusta. No sé si este es el orden más correcto pero quizá su cierto dulzor predispone para el postre.

Y muy ricos los tres: uno de almendra y estragón con aguacate y tomatillo; otro de bombón de chocolate especiado con culis de ciruela, servido sobre pétalos de flores y el espectáculo flambeado de los arándanos con leche de oveja.

Ya se lo dije en el post anterior, podremos discutir uno a uno los elementos que componen este restaurante y compararlos con otros pero, uniéndolos todos -rutilante decoración, exquisito servicio, estupendo ambiente, carta de vinos inmejorable y una cocina que mantiene un sabio equilibrio entre la tradición y la modernidad-, no tiene parangón.

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Arima

No sé si debería contarlo pero es Arima uno de los mejores restaurantes de Madrid, en plan vasco y clásico. Y la duda es porque solo tiene 6 mesas, en un interior sobrio, bonito y confortable y, si me hacen caso, me lo van a poner difícil para conseguir mesa, que ya no es fácil…

La cocina es elegantemente tradicional pero plagada de detalles discretamente modernos y modernizadores, como esa espléndida gilda Xosefa 2.0 a base de pan suflado relleno de mayonesa de piparras y con crema de aceitunas coronada por una espléndida anchoa. Una explosión de sabor que si les parece muy avant garde, pues no pasa nada. Hay de las otras.

Finisima y llena de sabor es la soberbia morcilla de Beasain (de puerro) con pimientos confitados. El embutido por sí solo es realmente bueno, pero el acompañamiento es casi mejor. Esos pimientos brillan por sí solos.

Tiernos y apasionantes son los puerros confitados con mayonesa de trufa, miel, sal de jamón y cebollino. Todo en pequeñas cantidades para que triunfe el puerro porque tiene esté un sabor muy delicado y fácil de ocultar si no se racionan bien los otros ingredientes.

Las alcachofas de Mendavia confitadas y fritas son tan pequeñas como sabrosas y se aderezan con vinagreta, jamón y ajos crujientes. Otro complemento discreto que muestra muy buena mano porque en todo el equilibrio y el respeto al ingrediente principal, es la base.

Suelen tener un pescado del día que se asa por piezas, pero esta vez he probado la chuleta. La carne es espectacular y basta que vean las fotos de esa súper chuleta para apreciar calidad y punto. La sirven con una ensalada de lechuga que es rara por la calidad de esta y es que parece recién arrancada.

Si llegan al final con algo de hambre, no se pierdan los buenos quesos de la casa porque, como aquí son elegantes, tampoco los olvidan. Son franceses y españoles, y muy bien afinados y escogidos, como todo lo demás.

Un pastel a vasco de chocolate con un hojaldre perfecto no es mal final. Todo lo contrario. El colofón a un almuerzo sin un solo defecto. La grandeza está en la sencillez. También…

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StreetXO

Nadie posee el secreto del éxito y ni siquiera los tocados por su gracia son capaces de explicarlo. En el caso de Dabiz Muñoz creo que se debe, como siempre, a una mezcla de talento y constancia. Pero como él también levanta pasiones, eso tiene más que ver con que no se parece a nadie mientras todos se quieren parecer a él y su cocina es tan personal, transgresora, mestiza y divertida que a los seguidores se les nota mucho porque, o se le copia al pie de la letra (y no sé) o no funciona.

Va tan a contra corriente que practica el barroquismo (período rococo) más multicultural cuando ahora lo que se lleva es el llamado ingrediente único, la vuelta al pueblo y demás autocensuras.

Su discurso es único pero sus restaurantes también y no hay nada que se pueda comparar a su línea “pret a porter”, llamada StreetXO, con la que instauró una taberna de Extremo Oriente, en versión manga, pero enriquecida con panamericanismo (y madrileñismo) cañí. El nuevo emplazamiento es enorme y suntuoso y gracias a un enorme bar, las esperas (no hay reservas y sí grandes colas) se hacen mucho más llevaderas. También la facilitan un personal tan amable y apasionado que contagia el entusiasmo con el que parecen honrar a su jefe. Aquí todo el mundo se divierte y la experiencia es es única e imprescindible.

Para empezar, porque los cócteles son tan buenos como originales (vean la ostra esfericada que corona esa sopa tai en cóctel con ostra, lemongrass y coco ) y la oferta de platos enorme. Por eso hemos tomado un menú festival que no es apto para casi nadie, como podrán ver en lo que sigue. Empieza con un esponjoso pan chino, frito y al vapor, con polvo de mantequilla que precede al chispeante sashimi de pez limón, ácido, dulce y picante, a base de yuzu, leche de tigre de maracuyá, aceite de pimentón y sichimi. Entre otras cosas…. además unas patatas fritas con balsámico extrafinas.

El sándwich club es un perfecto bao (nadie los hace como él, que los hizo antes que nadie) con cerdo, verduras, huevo frito de codorniz con puntillas y mayonesa de sichimi e ito togarashi.

Por lo visto, la croqueta “la Pedroche” es lo más pedido. También es lo más fácil en su perfección de leche de oveja, kimchi y una tapa de atún que se quema con una ardiente piedra de la robata. ¿Por qué hacerlo igual, cuando se puede hacer mejor?

El nem es de pato y sashimi tibio de gambas y se moja en sus salsas magistrales de sweet chile de hierbas y un alioli que es también mayonesa de chile.

Comer aquí es tirarse por un precipicio una y otra vez y como si al final de la caída, nos acunara un colchón de nubes, pero sabiéndolo de antemano. Aquí nada es lo que parece y el saam es de panceta, setas ahumadas con mejillones escabechados con hierbas y especias y la salsa, picante y alegre siracha y aterciopelada tártara.

Impresionante este wonton vasco a base de chistorra, cebollino chino, crema freca, sweet chilly, txacoli, torreznos de maíz y piparras pero mucho más si cabe, el chipirón al wok con la tinta al lemongrass, crujientes de arroz de sushi frito y un caldillo de perro con kalamansi que nos hace soñar con un plato de muchas partes de España teñidas de Oriente. Solo el caldillo vale la visita.

Y de caldo en caldo, porque la sopa laksa es perfecta, tanto que casi ni hace falta un espléndido carabinero a la robata con vermicelli de arroz y tortilla de camarones.

El taco de pulpo le gusta tanto que aquí no hay mestizaje que valga. Mexico puro y esplendoroso: tortilla de maíz azul con pulpo a la brasa, mole amarillo de chile morita y mantequilla, emulsión de tomatillo de árbol, zanahorias encurtidas y pipas de calabaza con un sorprendente bienmesabe encurtido.

Pero como esto parece ese aleph (vid Borges) donde se contiene en mundo, faltaba la India y llega en forma de pichón tandoori con puré de colinabo, Garam Masala con jugo de pichón, pequeños y delicados papadums y tamarindo. Punto perfecto, distintas cocciones y patas con especias y romero.

Todo es tan sabroso y diferente que es difícil quedarse con algo pero, como me gusta poco el ramen, me he quedado boquiabierto con esta versión XO con alitas a la barbacoa, trompetas de la muerte, trufa negra rallada y un sublime caldo de jamón con foie que vuelve a justificarse por si solo y a hacerle rey de los fondos, la base de todo, sea tradición o sea vanguardia.

Ya desde el pichón estábamos al borde del colapso por lo que solo la gula ha hecho que viendo el ya mítico chili bogavante no saliéramos corriendo a pedir ayuda. Es un monumental chili crab a su manera con una apoteósica salsa con tomates picantes, oloroso y chipotle que parece tener todos los matices. Para mojar unos delicados y más que originales churros con polvo de tomate.

En fin, casi me da vergüenza confesar que hemos tomado postre: ese pecaminoso, y tierno, y jugoso, brioche de mantequilla y leche de la Pedroche con crema imglesa de ras al hanout y vainilla y un poco de fresca ensalada de mango (para disimular).

Pero también el envolvente maíz dulce que lleva aún más cosas (espuma de maíz y leche, helado de caramelo salado, agridulce de mandarinas y chile, chocolate cremoso y Cookie Dough de cacahuete) en un gran juego de texturas y temperaturas.

Ya poco se puede decir. Este es su mundo más desenfadado y es también el mundo. Mágico y arrollador. Un genio.

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Bugao

Hacia casi un año qie no visitaba Bugao y eso que me gustó desde la primera vez, pero me pasa mucho. Hay demasiados sitios ya y no paran de abrir otros nuevo. También voy a casas particulares y viajo. Así que, por más que quiera, no llego a todo. Felizmente me han invitado a probar lo nuevo para que no pudiera negarme y me ha sorprendido tanto avance y simplificación. El chef Hugo Ruiz es tan joven como experimentado y ha estado es sitios que me encantan como Casa Gerardo, Calima (este solo me encantaba cuando existía) o el Café de Paris de Málaga. De todos ha aprendido y de cada uno se ha desprendido. Tomó Madrid desde la dulce Ceuta y siendo así, sólo podía ser marinero en tierra, que decía Alberti.

Por eso no extraña empezar (él ha decidido el menú) con un trío espectacular: potente tartar de toro con caviar, una crepitante tosta de quisquilas de Motril con una mayonesa de wasabi excelente y un guloso tartar de tarantello con trufa que es una mezcla excelente.

El salpicón clásico se anima aquí con recias y humildes cañaíllas que le aportan gracia y originalidad, a pesar de su textura un poco dura.

La centolla se ofrece tal cual, salvo porque se mejora con una crema de sus interiores con yema y guisantes lágrima, consiguiendo un plato por el que merece la pena volver.

Originales las espardeñas porque se fríen y se envuelven en mayonesa de ajo negro y velo de ibérico, lo cual las enriquece.

Las cocochas al pil pil de ajo negro son completamente diferentes y tienen cuerpo picante y alma aromática.

El carabinero es otro plato por el que venir. Lo borda al ajillo con un memorable huevo frito abuñuelado y la cabeza a la brasa.

Muy rica la corvina de Conil a la mantequilla negra que está llena de nostalgia francesa y guiños al pasado.

Viene bien después, la frescura del yuzu con citronella pero, yo que siempre prefiero lo complejo a lo sencillo, me quedo con el bizcocho de castañas con haba tonka, helado de vainilla y un rescatado (menos mal) y espectacular sabayon de amareto.

Ha sido una de esas veces que no había acabado y ya quería volver, porque me encanta esta fórmula de cocina marinera aparentemente sencilla pero que, sin disfraces, está cuajada de detalles de alta cocina. Además, Hugo no está solo. Tiene a su amable y eficaz hermano a la sala y a los vinos (muy buena carta) y consigue un buen servicio. Además, el lugar es de bonito a llamativo y está siempre muy animado. ¡¡¡Vayan!!!!

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La Bien Aparecida

Escondido en un aparente restaurante de batalla de esa desconcertante calle que es Jorge Juan, meca del mal comer y el “lujo” turístico, se esconde un elegante chef, José Manuel De Dios, que practica una refinada cocina, a caballo entre lo cántabro y lo francés. Y es que no en vano empezó en el magnífico Cenador de Amos y siguió por Michel Bras. Claro que también se esmera con una carta a gusto de todo el mundo y exigida por un restaurante que vende cientos de cubiertos diarios. Su nombre La Bien Aparecida.

Sin embargo, yo siempre le pido el menú degustación porque en él luce en todo su esplendor. Esta vez hemos empezado con unos delicados bocados: una muy quebradiza tartaleta de paté de cerdo con un pequeño prado de perejil y flores, croqueta de lacón con velo de pimiento, crujiente, cremosa y llena de toques ahumados y un perfecto consomé de setas con todo el bosque dentro.

Después más maestría en forma de gilda deconstruida en la que resalta, escondido, un excitante bombón de encurtidos y un finísimo barquillo de potente brandada de bacalao.

De primero, dos tartares, uno de atún, muy bien aliñado, y cubierto de un precioso manto floreado de dulce remolacha y otro de cigala y coliflor rallada con una espectacular sopa de almendras cuyo dulzor líquido contrasta con los otros de tierra y mar.

Las cocochas con delicioso pilpil (francés, lo llamaría yo, porque está muy cerca de la beurre blanc) son densas, intensas y contrastan con una duxelle de setas, francamente rica.

Aunque para intensidad de labios pegados, los envolventes guisantes con huevo y un guiso de callos de bacalao, una mezcla poderosa en la que el guisante no pierde su sabor.

El salmonete está levemente cocinado y cuenta con el acierto de jugar con el hinojo, tan exquisito, han olvidado en España, y unas simples patatas.

Acabamos con un sabroso y tierno canelón de pularda y trufa con una masa muy suave y un relleno aromático y poderoso.

Los postres son tan frescos que siguen muy bien a la contundencia anterior. Primero un bombón de laurel que no sabía que era algo muy cántabro pero sí, porque a falta de canela perfumaban la leche con esa hoja que sobraba por todas partes.

Después, las muchas texturas de dulce remolacha con una sobresaliente de cabello de ángel.

Y por último, un muy fresco mango con whisky basado en un estupendo envoltillo líquido hecho con la carne de la fruta.

El sitio es precioso, los sumilleres magníficos -por lo que vale la pena ponerse en sus manos,- y el servicio atento y eficaz. Tampoco es caro en este Madrid enloquecido. Si además les sirve de pista, no voy a otro de este grupo, pero es que este es cosa aparte porque tiene un chef de lujo. Vale la pena ir. Y seguirle la pista.

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El Chalet del Villamagna

Habrá sido culpa de la nieve, que caía mansa, por primera y única vez en este invierno madrileño. O quizá, el intenso frío. Pero todo se aliaba para que la comida en el chalet alpino del Hotel Villamagna resultara perfecta. A tanto no ha llegado pero ha estado muy bien, sobre todo la fantasía infantil de teletransportarse a una escondida estación de esquí de los Alpes.

Y eso es porque han tenido la buena idea de reproducir, en los jardines del hotel, una elegante cabaña de madera, con tiestos de ciclamen en las ventanas -¿se dará el ciclamen en la alta montaña?- y repleta de esquíes antiguos, raquetas, cuernas y hasta una enorme trompa. Los manteles de cuadros, las sillas de borreguito y el resto pura elegancia villamagnesca. La comida es la que se espera y pronto se la contaré, porque hemos pedido el menú de 55€ que permite probar bastantes cosas.

Eso sí, para hacerlo hemos tenido que esperar más de media hora, porque los camareros andaban entre despistados y desbordados (el hotel está siempre lleno de gente comiendo, bebiendo y divirtiéndose) y no nos han puesto ni un aperitivo para entretenernos. O el pan, que ha llegado después de servido el primer plato. Por cierto es de amapola, con forma de esponjosa y oscura hogaza y está delicioso.

Hemos tomado la sopa de cebolla que es más ligera de lo habitual, pero mantiene el intenso sabor y además, se enriquece con un poco de trufa rallada. La ensalada de canónigos es todo lo contrario: fresca y saludable en su mezcla de hierbas, granada, nueces y queso. Bien aliñada, está francamente rica.

Para compensar este ataque quasivegano, los segundos han sido contundentes: una estupenda, cremosa y envolvente fondue de quesos Gruyere y Vacherin

y un crujiente y dorado wiener schnitzler, ya saben, ese buen filete de ternera empanado que adoran los austriacos. De guarnición, ensalada de patatas y una salsa de grosellas que no me he puesto.

Los postres siguen la línea del menú montañés y sobresale un apple strudel -que es más bien una tarta de manzana clásica- abundante de pasas y canela con un buenísimo helado de vainilla. Además, un manido coulant de chocolate (no se pueden poner cosas que ya están hasta en el súper, salvo excepcionalidad absoluta) que he pasado de probar,

prefiriendo uno de los estupendos dulces de chocolate negro que se pueden seleccionar de la opulenta vitrina de otro de sus restaurantes y que es la más completa y apetecible de Madrid, porque es más bien una pastelería completa.

Aviso que solo abrirá un mes más y solo de miércoles a sábado, así que deberán darse prisa si quieren ir y… deberían…

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Desde 1911

Si algo me fascina desde que conocí Desde 1911 es su original concepto de templo del pescado y el marisco, con ansias de experimentación y gran cocina, en un restaurante de alta escuela clásica. Esto último no debería extrañar estando comandado por Abel Valverde, uno de los puntales del espléndido (y fenecido) Santceloni. Siempre he sido fiel fan de los restaurantes de Pescaderías Coruñesas, meca de los productos del mar, pero apenas cocinados, como más nos gustan en España. Aquí los elaboran y mezclan de manera admirable.

Solo conozco algo parecido en Le Bernardin, pero allí, a pesar del glamour neoyorquino y la exquisita comida, todo es muy francés y más de batalla, mientras que aquí todo es original y sumamente elegante. Cada día cambian los productos y se elige, a precio cerrado, entre tres, cuatro o cinco entradas. Además, pescado del día, la mejor mesa de quesos que imaginarse pueda y unos postres que han mejorado enormemente en los últimos tiempos, tanto en presentación, como en selección y sabor.

Siempre se empieza con el espléndido salmón de la casa, de muy cuidado ahumado y conservación, y cortado finísimo. También con un aperitivo sorpresa, hoy percebes con setas shitake y un punzante caldo de estas y muchos encurtidos. El caldo les roba todo el sabor y el resultado es delicioso y lleno de suaves acideces.

Aparece una sorpresa, cortesía de la casa, que es un maravilloso brioche con caviar Beluga triple 0, de calidad excepcional, embebido en una maravillosa y elegante beurre blanc más líquida y sutil de lo normal. Además, lo sirven con la histórica cubertería dorada de Lhardy y gran ceremonia.

El tartar de carabineros y erizos lleva una salsa de las cabezas flambeada al momento y una pizca de mano de Buda que aporta toques cítricos. Todo está equilibrado y pensado para realzar los dos estupendos ingredientes principales.

Una sola cigala, de calidad tan excepcional, es difícil de superar pero lo consiguen con unos extraordinarios y diminutos guisantes del Maresme con licuado de acelgas y un delicado toque de mantequilla ahumada. Un plato ligero y sensacional de mar y tierra.

Tampoco se queda atrás una merluza de pincho curada, absolutamente única, con crema de coliflor ahumada y fioretto sobre la que rallan trufa negra de embriagador aroma. Solo eso, y hago un inciso: no sé qué me pasa este año y no sé si le ocurre a alguien más, pero el aroma es fascinante y el sabor casi inexistente.

Y para acabar las entradas, una novedad (porque no encontraban piedras que aguantaran 300º): un arroz con sepieta del Mediterráneo de punto perfecto y ligero socarrat. Y como cada detalle es esencial, un alioli perfecto.

El pescado del día era rodaballo -que ya he tomado otras veces- o un estupendo besugo de pinta que ya pocas veces hallo, por lo que no había duda. Lo acaban ante el comensal con una estupenda salsa, untuosa y de tintes ácidos, hecha con las espinas y el colágeno del pescado que mezclan con sidra y vino blanco y una sutil ajada. Cada verdura que acompaña es una pequeña joya a la brasa.

Después del pescado, llega uno de los grandes lujos de esta casa y es la mayor mesa de quesos que he visto nunca. Ahora son dos porque hay cuatro piezas han grandes que requieren una sola. Aquí el problema es elegir, pero Abel es un gran experto y, dejándose llevar, no hay nada que temer. Salvo el Comté (y algún otro obligatorio) le pido cosas que no haya probado. Esta vez han sido Brillat Savarin, Gorgonzola dulce -que sí conocía- Rollright

El punto flaco, como en (casi) todos nuestros festa, eran los postres, pero ahora aparecen en un gran carro escoltados por una amable repostera. Hay mucho donde elegir, pero habiendo babá al ron, yo no albergo dudas. Este es de un bizcocho más compacto y menos empapado de ron y de una crema, densa intensa y llena de sabor. Francamente bueno. La tarta de chocolate es puro cacao con buenos toques de almendra a base de praliné. Para desengrasar, también tienen una muy buena piña con jugo de fruta de la pasión que me ha encantado.

Y después, para acabar, otra sorpresa, una gran panacota, de textura más espumosa que la más tradicional, con miel de panal directamente derretida al fuego. Una delicia.

En poco tiempo se ha convertido en uno de los mejores restaurantes de Madrid pero no se conforma y en cada visita se notan mejoras. Esta vez, como hacía más que no venía, lo he encontrado mucho mejor y eso es maravilloso cuando ya se partía de la excelencia. Prácticamente perfecto.

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Ramón Freixa

Ir a Ramón Freixa siempre es un placer. Por eso, es culpa mía haber tardado todo un año, porque me gustaría ir mucho más, como antes hacía. Pero entonces no vivíamos esta locura de aperturas, ni había tantos, ni yo viajaba como ahora. Pero en fin, mea culpa, porque sigue siendo un lugar imprescindible en el que disfrutar de la elegancia mediterránea y festiva de este chef y que comienza tanto en los espesos manteles de hilo y en las esponjosas servilletas, como en sus brillantes platas o en las sofisticadas vajillas. En fin, que hasta consigue disimular la tristísima decoración.

Sus menús comienzan con un colosal despliegue de aperitivos de intensos sabores: desde su clásico cucurucho de camarones -del que se come todo porque el envoltorio es obulato comestible- hasta un brillante bombón de vermú y aceitunas rellenas pasando por la sorpresa del fresón albino con erizo y

un gran bocado de caviar y crema de coliflor con una asombrosa tortilla líquida de tuétano. Brillantez y maestría desde el comienzo.

Antes de empezar con lo más sustancioso, un pase de los panes del padre de Ramón -que son justamente famosos- con una estupenda mantequilla de Isigny y un aún mejor aceite de arbequina de Castillo de Canena, elaborado para él.

La primera entrada se llama pureza. Y se entiende porque es inmaculado blanco de tupinambo en texturas sobre colas de cigalas y pil pil de almendras. Pureza y delicadeza que contrastan con una envolvente e intensa cuajada de cabeza de cigalas con algas. Deliciosa cuando inunda el paladar todo.

Hay mucha suavidad en ella, por lo que después es perfecto el tacto de una sorprendente seta de castaño, asada y lacada por lo que resulta tierna por dentro y muy crocante por fuera; reposa sobre un jugo de mar y tierra que es una especie de demi glace con toques marinos.

Me encantan los guisantes lágrima tal cual, pero si me los ponen con espardeñas, sot l’ y laisse (una pequeña molla exquisita que está encima del contramuslo del pollo) y abundante trufa y salsa de calçots, pues lo que era una piedra preciosa pasa a ser un prodigio de la orfebrería.

Lo mismo me pasa con las angulas, que los puristas solo quieren a la bilbaína. Pues a mi me encantan con esta potente crema de alubias de Tolosa que es pura alma de judías y más cosas. Quizá si les doy la razón a aquellos en que la panceta que escondían era demasiado potente.

Ramón borda la caza y hoy tocaba un pequeño lomo de gamo con una soberbia demi glace de arándanos, granada, acelgas, coles y apionabo, absolutamente exquisita.

Aparte, y eso le encanta al chef (y a mi), en una cuchara, un buñuelo sesudo de liebre y una cazuelita con un esponjoso y potente brioche con crema de rábano picante que se unta golosamente en una espléndida royal de whisky.

Y para reponernos de tamaña fuera, y como primer postre, un superior macarron abierto de vainilla y castañas que también se adorna (en belleza y sabor) con ruibarbo, salsifí y naranjas.

Pero como no puede faltar el cacao, repetimos ese genial croissant de chocolate, plátano y namelaca que es como un bombón gigante que parece embestir a una muy rica bola de remolacha con café y licor, perfecto colofón a tanta grandeza.

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Cebo by Cañitas Mayte

Tenía una cuenta pendiente con Javier Sanz y Juan Sahuquillo, los jóvenes y brillantes chefs de los que todo el mundo habla, porque no había podido ir al campo albaceteño, hogar de sus galardonados Cañitas Mayte y Oba (pronto lo resolveré) y solo había probado los aperitivos que prepararon para la gala de los Chefs Awards, impresionantes debería decir y muy por encima de los que ofrecieron sus mayores, los muy estrellados chefs que allí servían también. Algo así como lo que le pasó a Zorrilla en el entierro de Larra (puedo contarlo porque la LOGSE ha acabado con estas cosas) pero en plan festivo.

Me ha gustado mucho. Cebo es un restaurante diferente, entre el brillo de los dorados y la frialdad del hormigón, en el que me siento a gusto entre espesos manteles de hilo y frágiles y elegantes cristalerías. La cocina es justo así, solo producto y sencillez -según Javi-; clasicismo renovado, mucha técnica, refinado estilo y sabores basados en la tradición pero transformados por mucho conocimiento, según yo. El comienzo es tan rico como desconcertante porque no deja de ser pan con mantequilla y champán, eso sí, pan brioche casero de larga fermentación y mantequilla a la antigua.

Por eso hay que llegar a la mesa para descubrirse ante un homenaje a Joselito, a base de galleta crujiente rellena de steak tartar, su laureada, crujiente y sedosa croqueta de jamón. Con leche, mantequilla y crema de oveja. Además, un revitalizante caldo de costillas a la brasa.

Después, un fresco tomate de su huerta regado con agua de río y ahumado, cubierto de una crema láctea de cabra, además de verdes brotes ácidos, aceite matcha y nata fermentada, da paso a un gran plato de setas de monte, trompetas, angula de monte y níscalos con una espumosa pamnetier de patata y crema de yema. Todo ello envuelto en el delicioso y boscoso sabor del praline de piñones.

Las alcachofas se hacen simplemente con papada iberica, trufa y un caldo del cocido a la menta y los tiernos y crujientes guisantes del Maresme se mezclan con cocochas en salsa verde, que es muselina más que caldo y esos son los toques elegantes y técnicos de los que hablaba.

Se notan también en los soberbios calamares en tinta que se animan, en vez de con cebolla, con un suero de cebollino de toques ácidos.

Y vaya angulas!!!! Las sirven con una salsa de muchas pieles de bacalao y crema huevo. Una súper salsa a la que acompaña más que bien un irresistible canapé de pan brioche con anguila ahumada y caviar, una mezcla infalible.

El pescado, después de muchos buenos vegetales y algún marisco, es un soberbio mero negro de Cantábrico que maduran 7 días (después de intentarlo con 15) para intensificar el sabor y hacer más crujiente la piel. Está muy rico pero casi me gusta más la salsa de espárrago heroico y esparraguines que es un enjundioso gazpachuelo vegetal.

Antes de la carne, el rey, un soberbio carabinero que realzan con un aterciopelado sabayon de manteca de cerdo que está de muerte, aunque no mejor que un fantástico buñuelo líquido de carabinero al ajillo con tartar de carabinero en la cumbre. Todo junto, es como una oda al crustáceo en todas sus formas.

La intensa y tierna vaca se madura70 días, se envuelve en lechuga de mar, y se rueda de algas y plantas haliófilas que le dan toques marinos muy sutiles y diferentes. Por encima una clásica y golosa demi glace.

Aunque digan que es cocina sencilla y de producto, se les escapa, como agua entre los dedos, la creatividad y la técnica y eso llega a su culmen con un no postre (o quizá sí) de caviar que aplican sobre un helado de plátano de textura muy cremosa y no tan fría, porque se hace con ocoo, un artilugio coreano. Junto a él, hojaldre planchado y caramelizado. Suena muy raro pero está buenísimo de sabor y sensaciones y funciona de maravilla. En cualquier momento del menú.

La leche de oveja es más convencional pero no decae: flan líquido (o sea, natillas), almendra garrapiñada, azúcar extraído de la propia leche y escarcha de yogur y vainilla. Muy refrescante y con puntos dulces y ácidos bien equilibrados.

La galleta de cacao 80% de Belice se rellena de ganache y caramelo salado y tiene, como punto disruptivo, helado y crumble de boletus y boletus encurtidos. Rompedor y estupendamente vegetal.

Mucho trabajo en la mesa y mucho mimo en todo pero sobre todo la deliciosa paleta de técnicas y sabores de dos chefs demasiado jóvenes. Demasiado para ser tan buenos….

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Saddle

Estupendo almuerzo en Saddle, uno de los restaurantes más elegantes de Madrid y, entre los clásicos, uno de los más sobresalientes. En cada visita noto un mejoría y en esta, hay que resaltar el cuidadoso y eficaz trabajo del chef Adolfo Santos, que borda platos de la alta cocina de siempre y crea otros nuevos, impregnados de refinamiento y clasicismo. También me gusta el servicio perfecto que no cae en el amaneramiento y evita el anterior y exagerado baile de carritos.

La carta de vinos es impresionante en calidad y cantidad, pero vale la pena probar los estupendos cócteles, esta vez un aromático e intenso Negroni acompañado de unas ricas patatas suflé.

Tras los estupendos aperitivos llega una entrada de la casa, envolvente y emocionante porque nos devuelve al mítico Jockey (alguna vez el mejor de Madrid) que estaba aquí mismo: las patatas San Clemencio, una aterciopelada y opulenta mezcla de tuétano, trufa y foie.

Las setas de temporada, variadas y elegidas con gusto, están simplemente salteadas, pero se animan con un rico carpaccio de jabalí y una cremosa y suave blanqueta de castañas.

No siempre tienen -pero suele estar en el guiso que ofrecen cada día- las lentejas con setas y foie, pero hay que comprobarlo porque son imprescindibles. Es una delicia disfrutar de un plato sencillo que aquí se convierte en puro lujo lujurioso, gracias a ese foie que las engrandece.

Estábamos ya sumamente complacidos con todo el menú pedido, cuando el chef nos ha enviado una sorpresa en forma de calamares de potera con guisantes del Maresme, espuma de perifollo y aceite de menta, un plato delicado (de vegetales, aromas y muselina) y contundente (el calamar en perfecto punto) a la vez. Y todo eso, cuando ya bastaría con el tesoro verde de los diminutos guisantes.

La lubina con salsa de champagne es muy elegante y clásica y me encanta ese añadido de berberechos con el toque tan súper aromático, como desusado (en España), del hinojo. Y hay también unos aromas de estragón en la salsa que lo envuelven todo delicadamente.

La molleja queda crujiente por fuera y tierna por dentro y se baña con una salsa jardinera clásica, e importante, por la que navegan unas hortalizas crocantes que saben a gloria.

Los quesos están tan bien elegidos como los vinos y el único problema es cuál elegir, porque es la segunda mesa más importante que conozco (tras la de Desde 1911). Pero creo que no lo hemos hecho mal: Brillat Savarin con trufa, Mont d’Or, Comte de 36 meses y Bart’s blue.

Y un final, sencillamente insuperable en forma de esponjoso, doradito, huidizo, volátil y tembloroso suflé al Grand Marnier. Que , además, lleva un helado de vainilla que vale por sí mismo. Detrás de un gran suflé siempre hay un gran helado

Cada día va mejorando y ya era muy bueno. Por eso, y por todo lo que les he contado, es firme candidato a ser el mejor en su estilo. Si les gusta la elegancia clásica y el servicio de sala de alta escuela, este será su lugar. Y si no… también.

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