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Desde 1911

Si algo me fascina desde que conocí Desde 1911 es su original concepto de templo del pescado y el marisco, con ansias de experimentación y gran cocina, en un restaurante de alta escuela clásica. Esto último no debería extrañar estando comandado por Abel Valverde, uno de los puntales del espléndido (y fenecido) Santceloni. Siempre he sido fiel fan de los restaurantes de Pescaderías Coruñesas, meca de los productos del mar, pero apenas cocinados, como más nos gustan en España. Aquí los elaboran y mezclan de manera admirable.

Solo conozco algo parecido en Le Bernardin, pero allí, a pesar del glamour neoyorquino y la exquisita comida, todo es muy francés y más de batalla, mientras que aquí todo es original y sumamente elegante. Cada día cambian los productos y se elige, a precio cerrado, entre tres, cuatro o cinco entradas. Además, pescado del día, la mejor mesa de quesos que imaginarse pueda y unos postres que han mejorado enormemente en los últimos tiempos, tanto en presentación, como en selección y sabor.

Siempre se empieza con el espléndido salmón de la casa, de muy cuidado ahumado y conservación, y cortado finísimo. También con un aperitivo sorpresa, hoy percebes con setas shitake y un punzante caldo de estas y muchos encurtidos. El caldo les roba todo el sabor y el resultado es delicioso y lleno de suaves acideces.

Aparece una sorpresa, cortesía de la casa, que es un maravilloso brioche con caviar Beluga triple 0, de calidad excepcional, embebido en una maravillosa y elegante beurre blanc más líquida y sutil de lo normal. Además, lo sirven con la histórica cubertería dorada de Lhardy y gran ceremonia.

El tartar de carabineros y erizos lleva una salsa de las cabezas flambeada al momento y una pizca de mano de Buda que aporta toques cítricos. Todo está equilibrado y pensado para realzar los dos estupendos ingredientes principales.

Una sola cigala, de calidad tan excepcional, es difícil de superar pero lo consiguen con unos extraordinarios y diminutos guisantes del Maresme con licuado de acelgas y un delicado toque de mantequilla ahumada. Un plato ligero y sensacional de mar y tierra.

Tampoco se queda atrás una merluza de pincho curada, absolutamente única, con crema de coliflor ahumada y fioretto sobre la que rallan trufa negra de embriagador aroma. Solo eso, y hago un inciso: no sé qué me pasa este año y no sé si le ocurre a alguien más, pero el aroma es fascinante y el sabor casi inexistente.

Y para acabar las entradas, una novedad (porque no encontraban piedras que aguantaran 300º): un arroz con sepieta del Mediterráneo de punto perfecto y ligero socarrat. Y como cada detalle es esencial, un alioli perfecto.

El pescado del día era rodaballo -que ya he tomado otras veces- o un estupendo besugo de pinta que ya pocas veces hallo, por lo que no había duda. Lo acaban ante el comensal con una estupenda salsa, untuosa y de tintes ácidos, hecha con las espinas y el colágeno del pescado que mezclan con sidra y vino blanco y una sutil ajada. Cada verdura que acompaña es una pequeña joya a la brasa.

Después del pescado, llega uno de los grandes lujos de esta casa y es la mayor mesa de quesos que he visto nunca. Ahora son dos porque hay cuatro piezas han grandes que requieren una sola. Aquí el problema es elegir, pero Abel es un gran experto y, dejándose llevar, no hay nada que temer. Salvo el Comté (y algún otro obligatorio) le pido cosas que no haya probado. Esta vez han sido Brillat Savarin, Gorgonzola dulce -que sí conocía- Rollright

El punto flaco, como en (casi) todos nuestros festa, eran los postres, pero ahora aparecen en un gran carro escoltados por una amable repostera. Hay mucho donde elegir, pero habiendo babá al ron, yo no albergo dudas. Este es de un bizcocho más compacto y menos empapado de ron y de una crema, densa intensa y llena de sabor. Francamente bueno. La tarta de chocolate es puro cacao con buenos toques de almendra a base de praliné. Para desengrasar, también tienen una muy buena piña con jugo de fruta de la pasión que me ha encantado.

Y después, para acabar, otra sorpresa, una gran panacota, de textura más espumosa que la más tradicional, con miel de panal directamente derretida al fuego. Una delicia.

En poco tiempo se ha convertido en uno de los mejores restaurantes de Madrid pero no se conforma y en cada visita se notan mejoras. Esta vez, como hacía más que no venía, lo he encontrado mucho mejor y eso es maravilloso cuando ya se partía de la excelencia. Prácticamente perfecto.

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El jardín del Ritz

Para quien no lo conozca, decir que el Ritz de Madrid es uno de los hoteles más bellos de Europa y resto de una belle epoque que no lo era tanto, pero que sí dejó por todas partes vestigios de buen gusto. Por aquel entonces, los primeros 1900, resultó que Madrid no tenía un hotel de lujo de estándares europeos y mucho menos, para los que exigía el alojamiento de los invitados a las bodas del rey Alfonso XIII. Así que, como en los cuenntos de hadas, el rey dijo “hágase” y César Ritz lo hizo. Y en un bello estilo pomposo, con níveas paredes blancas y cúpulas de pizarra negra.

Ha pasado más de un siglo y cada vez está más bello, no solo por él sino porque es como una joya suntuosamente engarzada por el neoclasicismo del Prado, los civilizados verdores del Retiro y por las elegancias de uno de los más hermosos y lujosos barrios de Madrid. Ahora ha reabierto, tras años de reforma y en plena primavera, y el jardín de grandes y añosos plátanos de paseo, vuelve a ser el más bonito de la ciudad. Por muchas razones: por sus verduras, por su proximidad a la fuente de Neptuno y por estar cerrado por uno de sus lados por esa incomparable fachada que da a la plaza. Es pues, el sitio perfecto para disfrutar de ricos platos que son, en este espacio, la versión más informal y castiza de Quique Dacosta, con buenos arroces, excelentes croquetas, delicioso jamón y ese tipo de cosas tan exquisitas como sencillas.

Hace una estupenda berenjena al Josper y queda muy melosa y llena de aromas a madera, gran virtud de este horno favorito de los cocineros. La decoración floral es delicada y la hace aún más apetecible.

También me encantan los tacos veggie de soja en salsa boloñesa y pico de gallo, no solo por su delicioso sabor y buena presencia (miren qué bonitos se sirven) sino especialmente porque parecen de carne y de esta no tienen ni gota.

Muy buenos pero, con todo, mi entrante preferido es un clásico de Quique, multicopiado, del que ya les he hablado al reseñar sus restaurantes vanguardistas (y en este mismo hotel, Deessa): el cuba libre de foie con escarcha de limón, rúcula y pan brioche. Una crema de foie mezclada con gelatina, granizado y un gran juego de texturas y sabores que lo convierten en un plato único. Se sirve con un muy rico pan de brioche que completa a la perfección tan rico bocado.

Y de plato principal, he probado buenas carnes a la parrilla pero eso, ya saben, no me impresiona tanto, porque buenas parrillas y excelentes carnes están a nuestro alcance hasta es casa. Lo que no está al mío son los arroces. Tampoco al de la mayoría de los restaurantes madrileños porque apenas se encuentran en esta ciudad arroces con una buena calidad. Aquí, tanto el del senyoret como la paella, cumplen sobradamente en sabor y punto y hasta se sirve con un buen socarrat que muestran vistosamente al servirlo.

Algunos postres he probado y están muy buenos los helados y el arroz con leche aunque los toques de naranja tampoco le aportan demasiado. Lo que sí me ha gustado mucho es el yogur natural, que se presenta en una esponjosa espuma, con un estupendo y original helado de violetas (que son los caramelos más típicos de Madrid), arándanos y unas florecitas cristalizadas que resultan muy crujientes y sabrosas. Un postre fresco , estupendo y muy bonito.

La verdad es que después de todo esto ya imaginarán que va a ser el sitio del verano porque al marco incomparable se une una buena comida y un estupendo ambiente. Solo falta que mejoren (bastante) y aumenten el servicio y entonces será un must.

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Orgullosa fealdad

La estupidez es más adecuada para una vida feliz que la razón porque plantea menos problemas y nos aleja de la zozobra. Al menos eso dice Erasmo de Rotterdam en su «Elogio de la Locura»; o de la estulticia, que es lo que realmente es. Podría suscribir también hoy sus tesis, pero no sé si me atreveria a exaltar la fealdad en tiempos de dictadura de la belleza e imperio de lo estético. Lo que sí defiendo es un cierto modo de humana imperfección o digna fealdad.

A decir de muchos El Campero, en Barbate, es uno de los lugares más feos de la tierra. Bien es verdad que la villa, otrora famosa por elaborar el mejor garum del Imperio, romano por supuesto, no destaca por su belleza, que el restaurante se esconde tras una horrible terraza de plástico y neones de hospital y que el barrio en que se asienta es de una fealdad notable, pero se trata tan sólo de una fealdad digna y limpia de barrio trabajador y honrado; un entorno que, por cierto, recuerda al del Celler de Can Roca, el mejor restaurante del mundo. Y me da igual que los gurús de Restaurant lo pongan en segundo lugar en beneficio del extinto y espartano Noma.

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Que en Barbate exista un lugar de peregrinaje gastronómico, ampliamente reconocido y galardonado, con un interior aseado y agradable, platos notables y de cuidada presentación y con variados toques de refinamiento demuestra que en nuestro país la cocina ha llegado a grandes alturas en casi todas partes. Pero sobre todo, que el tesón y el esfuerzo tienen recompensa y que también en la cocina -o quizá más- se puede llegar muy alto empezando desde muy abajo. Una buena prueba del valor de la inteligencia/liderazgo emocional. Y de la coyuntural también…

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El Campero es el templo nacional -¿mundial?- del atún. Sus numerosos cortes y presentaciones asombran y deleitan, ya sean salazones, ahumados, escabeches, conservas, guisados, asados, crudos o braseados. Sus mejores recetas son las más sencillas, las que no lo embadurnan con salsas complicadas y lo acompañan tan sólo de una excelente mermelada de pimientos o de un crujiente cuscús de frutos secos.

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Nunca se han visto más diferentes cortes de atún, ni una manera más diestra de encontrarle el punto. La ventresca está churruscante por fuera y jugosa y untuosa por dentro. La parpatana, con permiso de Ricard Camarena, deliciosa, aunque sigo prefiriendo la de este, cocinada al vacío y acompañada de verdinas (Ramsés en el templo del glamrock).

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Los postres son más flojos y el lingote de chocolate parece un bombón helado de kiosco, pero bien es cierto que se llega a ellos henchido de mar y playa y con la atención -y las papilas gustativas- debilitadas.

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Puede ser que, como afirma Nietzsche, todo lo feo debilita y deprime al hombre, pero también es verdad que la virtud es más valiosa que la fealdad. La belleza de El Campero está en el paladar, en toda una historia milenaria de amor y conocimiento del mar y en la coronación del esfuerzo y el trabajo bien hecho.

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¡Arrumbando lo cañí!

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Da la sensación que para comer un buen marisco se ha de transigir con decorados -o no- de tasca marinera (La Trainera, Kulixka) o con escenarios repletos de obras cumbre de la artesanía gallega de gusto más que dudoso (Combarro, Sanxenxo, Botafumeiro en Barcelona).
Por todo lo contrario me gusta O’Pazo, un oasis de buen gusto frente a esa manía de asociar el marisqueo al horterismo. Otrora también fue un templo del mal gusto, pero desde hace unos años, su comedor, decorado en castaños y grises punteados por el blanco inmaculado de las mantelerías, es uno de los más sobrios y elegantes de Madrid.
Es lo justo y necesario para acompañar a productos tan excelsos como los pescados y mariscos que sirven, básicamente gallegos, pero también de otras partes de España, porque aquí, lejos de castrantes nacionalismos, se selecciona lo mejor de lo mejor, piezas tan eximias que no necesitan más que un primoroso «planchado», un amoroso cocido o un buen asado.
En ocasiones, tienen grandes piezas para cuatro personas o más: besugos de carnes prietas y sabor intenso, rodaballos de interior blanquísimo y brillante como una feliz idea o la versión gigante y suculenta del siempre enorme lenguado Evaristo, tan cuidadosamente escogido que lleva el nombre del propietario. Todo es de calidad excelente (meros, lubinas, merluzas, cigalas, centollos, etc) pero lo que realmente marca la diferencia es la perfección de las preparaciones, ni tan crudas como marca la perversa moda actual, ni tan secas como las de la cocina tradicional.
Por lo que respecta a las entradas, el pulpo está entero y tierno a la vez, las almejas a la sartén tienen un tenue toque picante que realza su sabor y el famoso salpicón llega pletórico de sabores, aunque últimamente con demasiados trozos de pescado (¿será culpa de la crisis?).
Si acaso, sólo se echa en falta el gran plato de marisco que sirve El Pescador, el hermano pequeño de O’pazo, y que recuerda al de brasseries parisinas tan opulentas como Le Grand Colbert o Bofinger.
Dice la layenda urbana que grandes entendidos como Ferrán Adriá o Rafael Ansón agasajan aquí a sus amigos extranjeros porque nada puede sorprenderles tanto, por variedad y calidad, como los pescados y mariscos españoles. Lo primero puede que sea mentira pero lo segundo es pura verdad, así que si España es el paraíso de los ictiófagos, O’Pazo es su edén marino.

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