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¿Adelgazar comiendo?

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Subir bajando? ¿Salir entrando? Ahí van tres oximorones como la copa de un pino, o sea, dos palabras juntas que se excluyen mutuamente, porque si se come, no se adelgaza y si se entra, no se sale. Al menos hasta ahora porque acaba de abrir la casa de los milagros: Health House en el antiguo Hotel Las Dunas de Estepona.

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Tengo para mi que, de modo inconsciente, los grandes de la cocina moderna, Girardet, Adriá, Redzepi, llevan años experimentando con la cocina dietética. El amor por lo verde, la fobia a las grasas, sus anhelos de equilibrio, los han llevado por los caminos de una cocina tan sana como natural.
Sin embargo, sólo ahora, cuando se mezcla el talento empresarial de un innovador pionero hecho a sí mismo como Félix Revuelta, con la creatividad desbocada de Andoni Aduriz, tantos intentos inconexos han cristalizado en una verdadera alta cocina de dieta. Menús tres estrellas -las que ya debería tener Mugaritz– con sólo 500 calorías. Sé que parece difícil de creer, pero es cierto. Lo he comprobado estos días gracias a una generosa invitación.
Los resultados son asombrosos y el trabajo de Aduriz titánico. Para evitar almidones, harinas, féculas, pastas y otros agentes engordantes ha creado espesantes con el mucílago del lino -así consigue salsas que parecen bechameles o mahonesas- o masas con pasta de pescado casi sin almidón, técnica que solo se aprende en Singapur.
Jugando la maestría del cocinero con la imaginación del cliente, parece comerse de todo cuando lo cierto es que se padece una ausencia total de pastas, arroces, harinas, azúcares y casi aceite. Tan sólo dos cucharadas por día.
Con estas técnicas -y su amada inulina, proveniente de la fructosa- cocina una ensaladilla de hortalizas con caviar, idéntica a la rusa, pero cuya salsa es puro lino y algo de leche descremada.

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El risotto de coliflor con trufa y azafrán es excelente y de una creatividad cautivadora. Aquí los granos se sustituyen por la hortaliza, a la que se consigue dar apariencia de arroz. La ausencia de sabor se suple con generosas cantidades de azafrán y trufas, productos ambos tan deliciosos y regios como hipocalóricos. Hay más sorpresas, porque se puede comer una fideuá de mariscos en la que los fideos son de caldo y poseen una maravillosa textura y un potente sabor, porque el caldo del pescado se solidifica con agar agar y así se transforma en fideo. Un prodigio de imaginación, como las gyoshas rellenas de chipirones en su tinta, cuya masa es pura pasta de pescado. Además de no engordar, la masa realza los sabores marinos.
No todo es truco, porque también se da protagonismo a los alimentos menos calóricos. Así, unas deliciosas vieiras con tiernísimos puerros son lo que parecen, porque ninguno de las dos productos engorda prácticamente.

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Lo mismo que la merluza con setas, una combinación maravillosa en la que el finísimo y suave pescado se envuelve en un gustoso ragú de setas, en el que tienen cabida boletus, rebozuelos, morillas, setas de cardo y portobello. La ausencia de calorías y alimentos grasos se compensa con todos aquellos lujosos productos que no engordan pero que hacen soñar: mariscos, trufas, caviar, azafrán, cangrejo real, vainilla de Madagascar, etc. La falta de salsas y condimentos, con el uso de flores, hierbas y germinados, tan habitual en la cocina de Mugaritz.

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Los postres merecen capítulo aparte, porque hacerlos sin calorías es hallar la cuadratura del círculo. Andoni lo ha conseguido. El más sorprendente es la panna cotta, un dulce ultracalórico que es pura nata y grasa. En esta versión, mucho más refinada y de sabores más delicados que la tradicional, lo que se pierde en natas grasas (perdón por el pleonasmo) se gana con el mágico sabor de la mejor vainilla. Lo mismo ocurre con los frutos rojos bajo espuma de remolacha, un plato de una belleza notable y en el que el dulzor es pura fruta y sazón del bulbo púrpura.

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Hay otros muchos postres, todos deliciosos, como el polvo de mozzarella con jugo de uvas pasas, otro modo de hacer dieta de un postre originariamente prohibido, lo mismo que ocurre con la pera bella Helena, una versión del clásico a base de compota de pera mezclada con cacao puro y después helada, o con los gajos de pera con yogur de cabra; todas fórmulas excelentes para no tener que prescindir de quesos, ni de helados, ni de postres.

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Todo está cuidado (lujosas vajillas, opulentas cristalerías y una elegante cubertería de plata) en este restaurante con salinas vistas de mar. La coreografía del servicio también es excelente. Además, hay muchos más platos que los descritos porque el menú está pensado para varias semanas de estancia sin repetir ninguno y eso, a razón de 8 platos por día (tres de almuerzo y cinco de cena), significa que Andoni ha elaborado cientos de recetas.
Da la sensación que en este empeño, al que se ha entregado como si le fuera la vida en ello, ha volcado todo el saber y experiencia de tantos años. Ha viajado por todo el mundo, ha hecho la dieta Nature House, en la que todo esto se basa, se ha instalado en Marbella, ha probado mil cosas y ha fracasado en otras tantas, pero el resultado es tan exuberante y sorprendente que todo ha valido la pena. Ha sido el de un establecimiemto de lujo en el que se consigue lo antaño imposible, ese sueño casi de alquimista, comer sin engordar, disfrutar con salud y comer sin pecar.
Por eso, la gula ha muerto!!!

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Un peruano en Bogotá

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Es difícil decir si la cocina peruana es la mejor de América porque la mexicana le hace gran competencia. Ambas son las únicas que podemos llamar cocinas, porque sólo en estos países hubo verdadera clase media y esta es -como en Francia o como en España, con Cataluña y el País Vasco- la que da forma y sentido a las grandes cocinas nacionales. Digamos ,al menos, que la cocina peruana, como la mexicana, es una de las más ricas, creativas y variadas del mundo.
Rafael, en Bogotá, es un buen exponente de la misma y además de ello, una buena opción dentro de la escasa variedad bogotana. Colombia en general y esta ciudad esta ciudad particularmente, están creciendo mucho y haciéndose cada vez más refinados pero con la excepción del restaurante de Leonor Espinosa, pocos son los lugares donde comer bien en la capital colombiana.
En Rafael, la buena comida se adereza con gente guapa, un espacio llamativo por sus altos techos y sus paredes de hormigón y una buena carta de vinos. Muy buenas las causas y los ceviches y excelente el cochinillo confitado.

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Pizarro en la cocina

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Conocí Atrio hace ya muchos años. Estaba en un edificio sin personalidad de la parte nueva de Cáceres. En eso coincidía con otro de los grandes, El Celler de Can Roca, situado entonces en un suburbio de Gerona, junto a una destartalada cancha de baloncesto. Uno llegaba a las cercanías de cualquiera de los dos convencido de haberse perdido, pero esa sensación desaparecía inmediatamente cuando se probaba el primer bocado de la excelsa comida de Joan Roca. En Atrio el encantamiento comenzaba aún antes, nada más traspasar la puerta y penetrar en el exquisito y barroco mundo de Duarte Pinto Coelho, el último decorador de la belle epoque.
Al igual que los Roca, que mejoraron lo indecible su restaurante, José Polo y Toño Pérez lo convirtieron en una verdadera obra de arte, en una bellísima caja de cristal y cemento blanco, obra de Mansilla y Tuñón, una de las ultimas como equipo. Todo es luz y claridad, haces de rayos de sol que se cuelan por lamas de madera y dibujan estelas doradas sobre los suelos. Entre ellas se divisan también los verdes de una patio romántico y exquisitamente cultivado.

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Ese interior moderno se aloja en el gran cascarón medieval y renacentista de Cáceres y en el más pequeño de un caserón de recias piedras extremeñas, situado frente a la iglesia de San Mateo, en una de las más bellas y recoletas plazas de la ciudad, esa que, como todo el mundo sabe, atesora historia, evoca leyendas y se levanta grandiosa sobre el heroico campo extremeño.
Toño comenzó de una dulce manera. Elaboraba con su padre los dulces que engolosinaban a su pueblo, las tartas que hacían sonreír a los niños y los pasteles que almibaraban las fiestas mayores. De ahí le viene el amor por los detalles y un buen gusto que comparte con José y que se manifiesta lo mismo en un vaso del que brota el romero, que en el remate de un plato o en la colocación de un Warhol.
La comida es pura fantasía visual y gustativa, un despliegue de colores vivos y un canto a la naturaleza. Unos platos concebidos como cuadros, como pinturas abstractas pletóricas de colores arrebatadores.

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Es fama -como decían los antiguos y todo en esta ciudad es antiguo, menos ellos- que su bodega es una de las mejores de España, si no la mejor, así que me detendré mejor en los platos que probé la última vez que allí estuve.
La zamburiña con perla de cítricos es toda una extravagancia porque nada hay más alejado del mar que Cáceres, por mucho que la grandeza de esta ciudad esté forjada a base de mares y océanos. El plato es marino y ácido, una mezcla perfecta de frutos del mar y de la tierra en la que la perla explota en el paladar, llenándolo de naranjales. La composición, toda una belleza.

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Bloody Mary con tierra de tomate y helado de cebolleta, continúa por los mismos caminos de frescor y mar (se puede ver en sus purpúreos esplendores en la encarnada fotografía de más arriba).
El capuccino de hígado de pato, hongos y maíz, es uno de mis platos favoritos porque mezcla la suavidad de las texturas con sabores de una intensidad que no se pierde entre las espumas de la superficie. Los guisantes falsos con cochino crujiente y crema de verdaderos guisantes, es otro juego que recuerda mucho a los que bordaba el genial Adriá, demostrando que tampoco en la gran cocina, nada es lo que parece.

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La ostra con jugo tibio de melisa, cilantro y mostaza, afortunadamente está guisada por lo que consigue gustarme incluso a mí, enfermo de ostrafobia. A Toño tampoco le gustan mucho, así que por eso será…
Las criadillas de tierra, pasta y hongos, demuestran una gran cultura gastronómica y son ejemplo de cómo aprovechar la tradición para crear modernidad. Picasso, De Kooning o Kandinsky era precisamente eso lo que hacían.
La cigala verde (Prada, como la llaman ellos) con pan de algas y tierra de aceite, es otro ejemplo de cocina marinera en este secarral interior, un elegante juego de colores y sabores en los que el de la cigala, como debe ser, es el que predomina sobre todos los demás.

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Lo mismo se puede decir del mero en dos cocciones con alcachofas, coliflor y almendras y del bogavante estofado con verduras, setas y jugo de coral con trufas, merecedor este de un acompañamiento mucho más fuerte y sabroso que aquel, porque así lo pide este crustáceo que aguanta la contundencia sin que desaparezca ni su sabor ni la consistencia de sus prietas carnes. Con la vieira asada con tomate confitado, se retorna a la plácida sutileza de los sabores leves y con el cabrito asado al tomillo, patatas al tenedor y deshuesado, a los aromas de la tierra en un doble sentido: de tierra adentro y de campo extremeño. La carne es tiernísima y untuosa y las patatas y el embriagador aroma del tomillo, un paseo por un campo festoneado de retamas y romero.
Los postres están a la altura del resto, si no es que lo superan. Comienzan con un binomio de Torta del Casar (¿el mejor queso español?) en contraste de membrillo y aceite especiado, que gusta hasta a los no queseros. Prosigue con el tocinillo con helado de yogurt y tierra de cacao, una de sus creaciones más felices y que devuelve a Toño a la pastelería de su padre y a nosotros a sabores antiguos, empalagosos e infantiles. En lo estético es, además, su más bella creación, una verdadera instalación tipo Ai Wei Wei o la corporeización de un cuadro contemporáneo.

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Llega el final, pero las golosinas y entretenimientos de sobremesa, nos hacen pensar que no es así, porque más que entretenimientos son minipostres llenos de fundamento, dulces encantadores que van desde una falsa cereza llena de sorpresas a unas deliciosas trufas del mejor chocolate.
Atrio no es lugar para todos los días, pero sí para todas las primaveras, porque si el hotel permite perderse en una mágica ciudad de argentinas piedras, el restaurante es celebración pura, festejo del amor, de la amistad, del arte o de la propia vida!

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Upper East Side

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En Nueva York, todo lo que tiene más de una semana, no es lo último y lo que pasa de un mes, ya no está de moda. Por eso, hablaré de dos restaurantes que no son lo último ni lo más de moda. Son pura y simplemente, lo más. Lo que pasa es que el primero también puede considerarse nuevamente último porque acaba de cambiarse a unas cuantas manzanas del anterior. Ahora todo el mundo lo añora, así que mejor para conocerlo…

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Hablo de Le Bilboquet , un bistró informal, de precio razonable, muy neoyorquino y lleno de gente guapa. Puro Upper East Side. Siempre animado, brilla todas las noches y en el brunch dominical, aunque ellos también inventaron el del sábado. Los no muy guapos o no muy bien vestidos antes lo tenían más difícil porque en el antiguo local sólo había una docena de mesas. Ahora tampoco es tan fácil, pero así es el reino de lo snob…

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El restaurante del hotel Four Seasons es lo mismo pero en más elegante y mucho más caro. Hay más refinamiento y también más formalidad. Las comidas de los días laborables parecen inspiradas El lobo de Wall Street. El brunch es tan elegante como abundante. Un clásico para los domingos cool de Manhattan.

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Mercato Ballaró, un italiano sencillo

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Sicilia está en un lugar estratégico del Mediterráneo. Para lo bueno y para lo malo. Lo mejor es su condición de cruce de caminos, de crisol de culturas ribereñas. Eso se aprecia a la perfección en su cocina, rica en pescados, escasa de carnes y enriquecida con aderezos comunes a todos nuestros países que, como todo el mundo sabe, son africanos, europeos y mixtos: frutos secos (piñones, pistachos, y almendras), hierbas como salvia, albahaca, menta, laurel y una originalidad de la isla, la famosa y suave sal de Trapani, una localidad del extremo occidental, reputada por sus antiguas salinas. También de Trapiani es el famoso cuscús, prueba palpable de este sincretismo afroeuropeo, tan de moda ahora y tan en boga durante varias decenas de siglos. A veces, hasta en forma de guerra.
Como en Madrid ya vamos teniendo de todo, la idea de tener un italiano que cultiva esta deliciosa comida no puede ser más feliz y se hace real en Mercato Ballarò, un restaurante que comparte nombre con el mercado más antiguo y afamado de Palermo. El local es sencillo y luminoso, más elegante sin duda que la mayoría de las trattorias que nos deslumbran en Italia. Por la comida, jamás por la decoración. Ese ambiente de simplicidad se redime con ciertas notas de refinamiento, que abarcan desde los cócteles a los inmaculados manteles blancos, pasando por el uso de las trufas y por la risa cantarina de Rosa, su alma mater con permiso del cocinero, Angelo Marino.
Son excelentes los carciofini fritti, crujientes y untuosos, el pulpo stufato picante e speziato con pane all’aglio e harissa, que junta picantes y especias sobre la recia carne del molusco y los calamaretti riepieni alla Liparesa, portadores de un relleno plagado de mar y tierra. La caponata (pisto de berenjenas con piñones) con burrata, es una delicia convertida en versión de gala de la habitual, todo gracias a la cremosidad de ese maravilloso queso de corazón semilíquido. Los linguine alla carbonara con aspargi verdi, guanciale di Nebrodi (papada de cerdo negro) e crema di tartufo nero son la mejor versión de la carbonara que he comido en Madrid, por encima incluso de los de Don Giovanni.

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Tan buenos como desconocidos son los parpadelle con salsa del cortile (corral), uovo di quaglia (codorniz) e piacintinu di Enna (un gran queso).
De los platos fuertes (¿eran suaves los anteriores?) el cuscús di pesce a la trapanesse está tan ricamente especiado que los aromas llegan por delante del plato. La orecchia d’elefante no es lo más siciliano que uno pueda echarse al coleto, pero la carne es tan tierna y la cantidad tan generosa que más vale dejarse de absurdos regionalismos y ser cosmopolita.
Grandes postres pero ninguno como un tiramisú que llena la boca de untuosidad y más que de sabores, de dulces nostalgias.

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El de Mercato poco tiene que ver con esas pastas industriales que suelen poner en tantos lugares. Su textura cremosa, su exterior brillante y el protagonismo del Mascarpone lo hacen único e imprescindible. No podía faltar el postre típico, el cannolo, un canutillo relleno de crema de ricotta que parece el cuerno de la abundancia en versión dulce. También es excelente la tarta al fromaggio con pomodoro dolce que es quasiperfecta, no sólo cuando le ponen el tomate dulce, sino también cuando los menos arriesgados optan por los frutos del bosque. Se cubra de una u otra cosa, se acaba soñando con las dulces noches junto al mar de Palermo o con los bellos campos de Taormina donde el aire se traspasa de polvo de estrellas.

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Desayunos en París y tés en Londres

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Decir París lujoso es un pleonasmo, lo mismo que subir arriba o entrar dentro. París es así, una ciudad cubierta de oro, coronada de jaspes, empedrada de mármoles, pura opulencia. Quizá no haya nada debajo de su belleza, probablemente sea la clásica bella sin alma, pero poco importa porque la belleza complace extraordinariamente y más si no es para toda la vida. Por eso, es perfecta para la velocidad del turista, en un mundo en el que nada hay más efímero que el viaje moderno: es martes, luego estamos en Berlín.
Cuando yo era joven, aún más pobre, pero igualmente admirador de la belleza, y estudiaba en Londres, me alimentaba de tés. Era mi único acceso al lujo. Un almuerzo sencillo -un hot dog en un reluciente carrito de Hyde Park, pongo por caso- y un suntuoso té en el Hyde Park Hotel (hoy Mandarin) o en el Savoy, incluso en el Ritz, venía a costar como dos comidas completas en un pub y el placer que provocaba era incomparable. Algo así como noble por un día.

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Decir París lujoso es un pleonasmo, lo mismo que subir arriba o entrar dentro. París es así, una ciudad cubierta de oro, coronada de jaspes, empedrada de mármoles, pura opulencia. Quizá no haya nada debajo de su belleza, probablemente sea la clásica bella sin alma, pero poco importa porque la belleza complace extraordinariamente y más si no es para toda la vida. Por eso, es perfecta para la velocidad del turista porque nada hay más efímero que el viaje moderno: es martes, luego estamos en Berlín.
Cuando yo era joven y aún más pobre pero igualmente admirador de la belleza y estudiaba en Londres, me alimentaba de tés. Era mi único acceso a lujo. Un almuerzo sencillo -un hot dog en un reluciente carrito de Hyde Park, pongo por caso- y un suntuoso té en el Hyde Park Hotel (hoy Mandarin) o en el Savoy, incluso en el Ritz, venía a costar como dos comidas completas en un pub y el placer que provocaba era incomparable. Algo así como «noble por un día».

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Lo mismo vale para la otra ciudad del dispendio. Por eso, si estás en París y no quieres desayunar de cualquier manera (por ejemplo, en el caro y lujoso Westin París donde las servilletas son de papel, los platos sucios se acumulan en las mesas y el decorado es nocturnamente siniestro) no hay que devanarse los sesos. Vivir un auténtico lujo sin gastarse una fortuna es posible en los exquisitos y populares Angelina y Ladurée. Así como en Londres recomendaba el té -que otra cosa mejor que un té ingles? Hay alguna otra cosa en la gastronomía inglesa que no sea roastbeef o te completo?- en París sugiero el desayuno y mejor temprano. La razón es que el resto del día las colas son tan serpenteantes y vulgares como las del Louvre.
Ladurée parece un perfecto decorado parisino y la cursilería de sus verdes no debe desanimarnos porque el interior es marrón y tan oscuro como una día de galo invierno.

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Angelina esta bajo los arcos de la Rue Rivoli, a caballo entre jardines y Palacios, medio escondido por el tráfico y el trasiego de los visitantes que cámara en ristre asolan cuanto pisan.

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En ambos, los dulces son deliciosos y el chocolate a la taza excepcional.
Los escaparates no parecen reales sino,sacados de Hansel y Gretel o de Charlie y la fábrica de dhocolate o de acula quiero cuento infantil en el que la gula golosa tenga un papel primordial. Lo bueno es que aquí tos es real y que el croissant o la dame blanche están tan buenos como,parece. También los macarrons de Ladurée son los más famosos de París. No los mejores, pero la caja es tan conocida como la de Cartier y a veces soñar es más importante que comer…

Salón de Angelina
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Lo mismo vale para la!otra ciudad del dispendio. Por eso, si estás en París y no quieres desayunar de cualquier manera (por ejemplo, en el caro y lujoso Westin París donde las servilletas son de papel, los platos sucios se acumulan en las mesas y el decorado es nocturnamente siniestro) no hay que devanarse los sesos. Vivir un auténtico lujo sin gastarse una fortuna es posible en los exquisitos y populares Angelina y Ladurée. Así como en Londres recomendaba el té -que otra cosa mejor que un té ingles? Hay alguna otra cosa en la gastronomía inglesa que no sea roastbeef o te completo?- en París sugiero el desayuno y mejor temprano. La razón es que el resto del día las colas son tan serpenteantes y vulgares como las del Louvre.
Ladurée parece un perfecto decorado parisino y la cursilería de sus verdes no debe desanimarnos porque el interior es marrón y tan oscuro como una día de galo invierno.

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Angelina esta bajo los arcos de la Rue Rivoli, a caballo entre jardines y Palacios, medio escondido por el tráfico y el trasiego de los visitantes que cámara en ristre asolan cuanto pisan.

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En ambos, los dulces son deliciosos y el chocolate a la taza excepcional.
Los escaparates no parecen reales sino,sacados de Hansel y Gretel o de Charlie y la fábrica de dhocolate o de acula quiero cuento infantil en el que la gula golosa tenga un papel primordial. Lo bueno es que aquí tos es real y que el croissant o la dame blanche están tan buenos como,parece. También los macarrons de Ladurée son los más famosos de París. No los mejores, pero la caja es tan conocida como la de Cartier y a veces soñar es más importante que comer…

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El sur del sur: Sudestada

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He ido a Sudestada decenas de veces y jamás me canso. A la pregunta, de Carlos Maribona, de si es el mejor asiático de España, respondo sí. Al menos, de los que yo conozca. Asiático porque practican muchas cocinas de aquel continente y todas bien. En muchos casos, con ligeros toques hispanos que no las desfiguran, sino que las realzan.
Todo empezó en Buenos Aires, en un restaurante homónimo que todavía existe, situado en la parte antigua de Palermo, una zona donde se ha instalado alguna modernidad gracias a varias productoras y agencias cinematográficas, lo que en lenguaje argentino se llama Palermo Hollywood. Por qué no, si el exceso de autoestima y el ditirambo están entre los grandes encantos argentinos?
Dos de los socios, Pablo Giudice y Estanis Carenzo, quisieron descubrir otro mundo -aunque era el mismo- y fundaron este restaurante en Madrid, en el local donde ahora está Chifa, también regentado por ellos. En pocos meses se convirtió en lugar de moda. Y de culto. Así sigue en su nuevo emplazamiento, tan sencillamente elegante, sobrio y original como el anterior.
El ágape sudestiano puede empezar con unos cócteles muy personales en los que los alcoholes se mezclan con gengibre, pomelo blanco, jarabe de arce, limón verde, lichis o granada. Me gustan mucho, al igual que todos los gin tonics y que el Bourbon Smash.
Para comer, recomiendo el «menú 7 pasos» (45€) que comienza con unos espectaculares dumplings de ligerísima masa, rellenos de cerdo ibérico, manitas y boletus que se cubren con finas hebras de cebollino alemán y unas crujientes laminas de ajo que les dan un toque chispeante y mediterráneo.

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Los nems de cerdo ibérico y butifarra con lombarda encurtida -más todos los aderezos habituales (albahaca, perejil, menta y lechuga)-, tienen una masa levisima que parece hojaldre.

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Un arroz con tirabeques, anguila ahumada y verduritas en hoja de plátano, de gran originalidad, acompaña a una sabrosa pluma de cerdo ibérico con salsa de nécora, cumcuat marinado y tomatitos frescos. Por si fuera poco, un platito de grelos macerados en limón le dispensa un acidísimo contraste.
Los fideos de arroz al wok con buey, verduritas frescas, cacahuetes y
lima están un poco pasados de cocción y abusan algo del perejil, pero apenas se nota en medio de tal festín «hispanoasiáticojapocañí».
Para acabar, un curry rojo de berenjena y tamarindo con chicharro ahumado, de un picante arrebatador y delicioso, un suave fuego que sin embargo no quema. Prefiero el de carrillera porque la carne aguanta mejor los ardores, pero este es indudablemente más sorprendente.
De postre, una tarta con demasiada harina pero con un excelente e intenso chocolate y un delicioso helado de café. Pero no hay que apurarse; hay otras cosas redondas, como la tarta de banana caramelizada con sorbete de coco, un dulce tan tropical como un mar de turquesas calientes bordeado por palmas muertas y blancos corales pulverizados.
Al parecer, las gentes del sur de Argentina están mucho más cerca de Asia que de Europa y eso se nota en la maestría de Estanis, esa que nos hace olvidar dónde y cuándo estamos pero, qué importa eso, hagamos como en el tango…

Después…¿qué importa el después?
Toda mi vida es el ayer
que me detiene en el pasado,
eterna y vieja juventud
que me ha dejado acobardado
como un pájaro sin luz.

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