Buenvivir, Cocina, Food, Gastronomía, Lifestyle, Restaurantes

La Mamá

Este no es sitio para Anatomía del Gusto. No lo denigraré puesto que se come bien y está llevado por jóvenes trabajadores y entusiastas, pero nada más. El caso es que lo descubrí en la guía Michelin, buscando buenos lugares abiertos los domingos, cosa cada vez más difícil en Madrid. Está en el apartado Bib Gourmand o sea, restaurantes con excelente calidad precio. Esa parte es verdad.

Está escondido en una callejuela en las traseras de los Nuevos Ministerios y se llama La Mamá por su intento de cocina casera renovada. Hasta ahí ninguna objeción. El problema es que para mi la gastronomía es una experiencia total en la que el entorno, la decoración y la compañía -pongo por caso- son tan importantes como la comida y La Mamá no es que sea sencillo, es que es horroroso (fotos escondidas al final del texto, no quiero que dejen de leer…). Un local feo sin decoración alguna, con servilletas de papel y mantelitos individuales de fácil limpieza. Feos cubiertos, feos platos y feo todo, salvo la amabilidad y encanto de los dos camareros. Y no todos me hagan caso, que estas objeciones sólo cuentan para mi porque me consta que para muchos, la comida es lo único que cuenta y esta es buena. Ya lo verán.

Empezamos con unas tiernísimas y sabrosas alcachofas confitadas. Ya saben de mi devoción por la alcachofa. Estas, terciadas y sedosas, doradas y muy brillantes de excelente aceite, crujientes de granitos de sal gorda, llenaban el paladar de sabores florales.

Después unas croquetas, caseras hasta en el tamaño. La churruscante cobertura esconde una bechamel en su justo punto de cremosidad y un buen jamón que nos teletransporta, durante la infancia y en casa de la abuela, al robo del enjundioso relleno mientras, descuidado, se enfriaba en la fresquera cubierto por albos paños de hilo.

Muy jugosa la tortilla de bacalao. Más dorados en esta comida de ambiente tan poco brillante. Los toques salados del bacalao escondidos levemente por el dulzor de la cebolla estofada y un poco de pimiento aún más dulce.

El arroz meloso de carabineros no está, sin embargo, entre lo mejor de la casa aunque parece ser plato muy popular porque lo vi en todas las mesas. Los carabineros son tamaño gamba grande y la cremosidad se la da un estilo risotto que me parece poco adecuado para nuestros arroces marineros. Dicho esto, tiene un sabor intenso con leves toques picantes que mejoraría con menos «cremosidad».

El solomillo de ciervo estaba realmente bueno. Un lomito muy tierno y jugoso con un punto perfecto. Remarcable -algo tan aparentemente obvio- por varias razones. Primero porque estas carnes son duras y no tantas veces se maceran o maduran bien. Segundo, porque ahora todo tiene que estar semicrudo y no todas las carnes -especialmente las aves de caza- lo admiten. El acompañamiento de trigo, calabaza y ajetes, muy bueno y saludable. Gran contrapunto.

Seguramente lo mejor de todo llega con el postre que nos recomiendan, cremoso de plátano y yogur con su chispa, miel de brezo, polen y helado de violeta. Salvo que el cremoso estaba algo aguado, el resultado, por su originalidad y encanto, es sobresaliente. El dulzor del plátano combina a la perfección con el agrio del yogur, las chispas son peta zetas que hasta estallan ruidosamente y el helado de violeta, magnifico por sí solo, se funde a las mil maravillas con los otros sabores, enriqueciéndolos en grado sumo. Si son dulceros, este postre ya vale la visita.

También a la altura la tarta de queso, casi un flan por su cremosidad. Le falta más base (por eso también se aleja de la tarta) pero su sabor es intenso y poderoso, para muy queseros también. Notable el helado de canela que acompaña y buena la mezcla de ambos.

No volveré a La Mamá hasta que puedan cambiarse de lugar o hasta que lo redecoren profundamente pero, como me ha gustado bastante, les desearé mucho éxito para que ellos puedan hacerlo y yo volver. Mientras tanto, si son de los de comer comer, deben probarlo por su sencillez, honradez, chispas de talento y, cómo no, por su respetuoso y sabio homenaje a la cocina de mamá (yo diría más de la abuela, pero bueno…)

 

Estándar
Buenvivir, Cocina, Diseño, Food, Gastronomía, Lifestyle, Restaurantes

Luma

Si un restaurante está cerca de El Retiro ya tiene mucho ganado. No solo es uno de los lugares más bellos y apacibles de Madrid, sino que es también uno de los parques más hermosos del mundo, ora parque inglés ora jardín francés, morada de árboles centenarios que se atavían con hermosas fuentes, pabellones repletos de arte y plazoletas que invitan al recogimiento o… al beso.

No en vano eran los jardines acuáticos del Palacio del Buen Retiro, construido en el barroco siglo XVII para Felipe IV por el todopoderoso Conde Duque de Olivares. Jardín acuático porque muchos de sus caminos eran de agua y todos desembocaban en el estanque, igualmente apto para una naumaquia que para paseos en góndola y meriendas reales, amenizadas por orquestas flotantes. Hoy es tan culto y refinado como entonces, cuando allí estrenaban, en escenarios efímeros, Calderón, Lope y todos los grandes de la época. Pasión por el teatro. Tanta que el más famoso bastardo real era el hijo de una actriz y hombre clave del reinado.

Escondido en una calle perpendicular, un restaurante peruano que ocupa un local que muere y renace constantemente. Ahora se llama Luma, lo regenta un exitoso (ya son varios sus restaurantes) cocinero peruano, Omar Malpartida, y deseo que dure porque vale la pena.

Tomamos el menú degustación que es el que les cuento. El primer aperitivo es un crujiente de yuca y azafrán con quesillo fresco nueces y huacatay. En realidad se trata de una especie de exótico pan y mantequilla, porque la yuca crujiente se acompaña del queso. Como se puede ver, a pesar de los pocos ingredientes ya se aprecia la mezcla hispano peruana.

Y esta se nota aún más en el delicioso churo con galeras y bígaros. Se trata de un caracol amazónico que se rellena con una deliciosa sopa marinera de intenso y perfumado sabor, en la que al caracol se le añade el sabor de las galeras y los ricitos negros de los bígaros, ese humilde molusco que es como las pipas del mar. Como todos los restaurantes con comida picante, tienen mucho miedo al débil paladar español, que con cualquier cosas se excita, así que los picantes son suavísimos. Por si se quiere cítrico y picante en la sopa, esta se acompaña de un limón a la parrilla con un buenísimo polvo de ajíes deshidratados.

Ahora normalmente en este menú llegaría una ostra con granizado de leche de tigre pero como prefiero evitarlas, la cambian por una navaja a la parrilla con espuma de patata, parmesano y chimichurri de ajíes. Con estas trazas pensaba que no sabría a navaja pero no es así y la mezcla es diferente y sabrosa.

La versión de la causa limeña es sumamente original. Como saben es una entrada con base en el puré de patatas al que se le corona con todo. Aquí, para empezar, se las disfraza de trufa y se sirven bajo una campana de cristal. Son negras… y es que la patata se tiñe con tinta de calamar. Las otras no son patata… y es que son chipirones en tempura de tinta. Algo de carbón intensifica los negros que se prolongan en un excelente alioli de ajo negro.

Si me gustó la causa, me encantó el ají de gallina, para empezar porque se hace con la mucho más delicada pularda y se engalana con avellanas. Para seguir, porque se sirve en una pequeña porción (me encanta el ají de gallina pero es de una densidad brutal) y sobre un gran crujiente de ají amarillo que le resta untuosidad. Muy bueno.

Es precioso y muy sabroso el patacón de chorizo picante, pluma ibérica y tomate de árbol, como ven otra mezcla entre española y andina que funciona espléndidamente bien y alegra la vista. Las diferentes texturas hacen lo propio con el paladar.

Me encanta el ceviche, mucho más el peruano que los demás y este es de los mejores que he probado. Es, como muy usualmente, de corvina con leche de tigre, ají amarillo y maíz choclo y cancha, uno blando (dentro de lo que cabe) y el otro crujiente, uno amarillo y el otro blanco. Para rematar un acompañamiento que nunca había visto y resulta muy bien, papel de patata con cancha, uno de los maíces del ceviche.

El morón es un tipo de trigo andino que aquí aparece guisado como un rissoto en compañía de setas de temporada, en esta ocasión trompetas de la muerte, angula de monte y otras que no sé si son de Incahuasi o así se llaman, en cualquier caso autóctonas. Es un plato muy sabroso en el que resaltan los hongos de manera espléndida.

Para acabar, lomo de ciervo saltado con kimchi de pakchoi y anacardos. El lomo saltado es un plato de carne muy tradicional en Perú. Este me supo como siempre porque no noté el kimchi. Estaba bueno a pesar que el lomo de ciervo resultaba demasiado recio y algo duro y es que esta es una carne que no está al alcance de cualquiera. En plato aparte, unos tubérculos sabrosos y desconocidos: oca y oyuco, además de patata morada.

El lomo había bajado un poco el nivel pero el postre casi toca el suelo. No es malo ni mucho menos, pero su banalidad es notable. No está a la altura ni del almuerzo ni del cocinero: un bizcocho de plátano como el que hace cualquier aficionado, un helado de cacao y algo de aire de kefir. Se completa todo con un cremoso de caramelia, que es una especia de dulce de leche. Insisto, es un buen postre, pero parece que con el fin del menú salado se acaban las ideas.

Y antes de acabar un error incomprensible. No se puede tomar más que café de infusión. No sé si porque le gusta al chef o porque es así lo frecuente en Perú, país donde, dicho sea de paso, he tomado expressos en todos los restaurantes. Es inadmisible que los cocineros, últimos jefes que practican en sus cocinas una disciplina militar harto discutible, ejerzan también en la sala una dictadura ancien régime: menús obligatorios, maneras de comer, ausencia de cafés o manteles, juegos absurdos… pero la culpa es nuestra por haberlos endiosado. Les aconsejo que protesten. Gracias a eso entran en razón. Aquí prometen tener máquina en unos días. Veremos… Por cierto, mucho y bueno vino de allá, pero el café fue de acá y, hasta que se demuestre lo contrario, se prepara mucho mejor en Europa.

Luma es, si no el mejor restaurante peruano de Madrid, sí el más ambicioso. En algunos momentos me ha recordado incluso a Maido y Central -lós mejores del mundo, con perdón de Gastón Acurio– aunque esté aún lejos de ellos; pero también es cierto que tanta maestría es difícil de alcanzar y tanta osadía impensable tan lejos de Perú. Aún así, es un gran restaurante, sumamente original por preparaciones y productos, arriesgado por no practicar la tradicional cocina peruana que se hace en Europa y aún más apasionante por mezclarla con lo mejor de España. Es, de seguir así, un imprescindible en Madrid.

Estándar
Buenvivir, Cocina, Diseño, Food, Gastronomía, Lifestyle, Restaurantes

Belleza congelada 

Para un español pisar América es descubrirse a sí mismo, pero llegar a La Habana es tocar la propia alma y coronarse con las dulces rosas del enamoramiento. Si los recuerdos son surcos de lágrimas, en Cuba son sólo nostalgias del amor juvenil y aromas de lo que pudo haber sido y no fue.  

   

 La ciudad, ceñida por el mar e incendiada por los flamboyanes, encaja a la perfección con los recuerdos y desborda ensoñaciones. Nada deja indiferente porque todo es solar familiar. Por eso, hasta los pestañeos se tiñen de emotividad. De ahí los malentendidos y las incomprensiones, las riñas familiares, el egoísmo del amor. 

 Pocas ciudades hay tan deslumbrantes y decadentes como La Habana y ninguna en América con un patrimonio arquitectónico tan deslumbrante y variado. Si en Cartagena o Antigua, todo parece congelado en el barroco y en Buenos Aires, que nada aconteció antes de mil ochocientos, La Habana se adorna con todos los estilos del mundo: con las ríspidas fortalezas contra la rapiña, con las melifluas curvas del rococó, con las severas rectas del racionalismo, con las empalagos del decó o con el colorismo de los cincuenta, cuando todo se paró.  

 La ciudad decidió detenerse en el tiempo, pero las ciudades son como los hombres y si el parón mental puede ser voluntario, el cuerpo sigue caminando, inexorable, hacia el fin. Bacon, el pintor, no el filósofo, decía al mirarse cada mañana en el espejo: ¡ve como la muerte obra en este rostro! Y eso le ha pasado a La Habana, la reina moribunda, ora declinante, ora paisaje para después de la batalla.  

 Las vistas al océano se cuelan por todas partes, exactamente igual que una vegetación lujuriante que puntea grandes avenidas -huérfanas de coches-, invade de verdor jardines y patios y teje tapices en los baldíos. Todo eso y más es cuanto se contempla desde el restaurante La Torre, quizá el más elegante de Cuba y un mirador privilegiado de toda la urbe. Circundado de ventanales, ofrece una vista de trescientos sesenta grados de luz, avenidas, mar y azoteas. Se aloja además en el edificio Focsá, un avanzado de la modernidad por el uso del hormigón, la distribución del espacio y el más alto de la época en Iberoamérica.   

  Se trata de un restaurante del Estado, no de uno los paladares de los que todo el mundo habla, como La Guarida, hoy más un local de moda que un heroico adalid del cambio. Todo es aquí un placer para los ojos y un delicioso reducto de elegancia marchita. Los platos son enormes y poseen los bellos nombres del pasado, denominaciones que hacían soñar, no como ahora que solo nos conducen mentalmente a la cocina, para ponernos a guisar. Hoy en día los platos carecen de nombre y son tan solo larguísimas descripciones de ingredientes y preparaciones, como lomo de ciervo, crujicolesbruselas con ras el hanout, aceitunas y pistachos o alacachofas confitadas, praliné, fondo de jamón y hierbas aromáticas. 

 
Aquí la langosta se llama Chevalier, Mariposa o Thermidor y las carnes Eminence de filete de res a la Strogonoff o Navarin de cordero primavera. Presentaciones y preparaciones transportan a aquella ciudad de grandes descapotables americanos en la que Errol Flynn y Hemingway confundían el amanecer con un interminable daiquiri

Puede que el carpaccio de langosta esté cortado muy grueso y algo cargado de limón, lo que le hace parecer más un ceviche, 
 o que los camarones se envuelvan en armaduras demasiado rígidas,

 
que todo tenga salsas contundentes y que las cocciones sean aquellas interminables de la prenouvelle cuisine,  

 
pero en cada cosa hay un esfuerzo notable de agradar y hasta excelentes toques de brillantez, como un delicioso puré de calabaza y boniato con cominos o algunos postres notables como el turrón helado que en realidad es un suflé frío con frutas escarchadas, arrebatadoramente multicolor  

 o la terrina helada de chocolate que oculta, como todos los demás, empalagosos licores, pedazos sorpresa y zumos de fruta

Algo está pasando en Cuba y ellos lo saben. La energía y la creatividad de una sociedad que encuentra en el arte su libertad son las de siempre, pero los locales nuevos proliferan y los cuentapropistas (trabajadores por cuenta propia) reinan en ellos. Ya son quinientos mil y constituyen un germen de clase media a punto de eclosionar. Quizá no sea tan pronto como muchos (¿franceses, americanos?) creen, pero algo se mueve en la ciudad congelada y esa energía rejuvenece. Hay que estar en Cuba y ayudar en un nuevo comienzo. Quien no lo haga perderá el tren de la felicidad y quedará atrapado por este giro inesperado de la Historia.

La Torre.                                                                                                                                                                                                                        Edificio Focsá.                                                                                                                                                                           Calle M esquina a 17. Vedado.                                                                                                                                         Tfno. +53 755 30 88

Estándar