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Desde 1911

Un impresionante restaurante. Así se puede definir el nuevo proyecto Desde 1911 de Pescaderías Coruñesas y es que resulta único en su género de gran restaurante de lujo moderno, dedicado solamente a las joyas del mar. Ya con O’Pazo habían hecho una marisquería de postín que acababa con los tópicos y el costumbrismo marinero al basarse, además de en el buen producto, en una decoración neutra y muy elegante que podría valer para cualquier estable de alto nivel y un servicio de alta escuela con el que ocurre lo mismo. Un gran restaurante en que se podría comer cualquier cosa, lo que acababa con esa idea de que lo marino siempre iba unido a lo tabernario.

Aquí van un paso más allá en cuestiones de elegancia gracias a la incorporación de Abel Valverde, uno de los grandes jefes de sala españoles desde sus gloriosos tiempos en Santceloni. La inversión en toda una antigua fábrica de bombas es impresionante y la decoración, minimal y muy pensada. Funciona con un menú degustación (con 3, 4 o 5 entradas más pescado del día, quesos y postres) que no lo es tanto porque se eligen varios platos. Cada día cambian la carta porque todas las madrugadas eligen los mejores productos de esa noche en muchas lonjas españolas. Ellos pueden hacer tal proeza gracias al poderío de la empresa. Antes de pedir se los enseñan al cliente y los de hoy están en la foto de abajo.

Sea cual sea la elección, empiezan con el mítico salmón ahumado de la casa y además, cortado magistralmente al momento en pequeños y finísimos rectángulos. Se acompaña de palitos de pan de centeno tostado y aceite de Baena. También erizos en su jugo, lo que es una pura e intensa delicia.

La ensaladilla de centollo gallego que constituye la primera entrada es muy generosa en la carne del crustáceo, lleva la patata machacada en la base y añade como toque perfecto, la frescura y el crujiente de los delicados guisantes lágrima de Llavaneras, mejorándolo todo. Lleva también huevas y una pata pelada y entera. Todos los productos son impresionantes y su elaboración busca sabores puros sin disfraz alguno.

El carabinero de Huelva a la brasa es de sabor potente, carnes abundantes y un toque de leña espléndido en su preparación. No le hace falta nada más y nada más se le pone.

Si estaba impresionante, no sé qué decir del chipirón de anzuelo -que se sirve sobre un poco de cebolla confitada con algo de su tinta– y que además se acompaña de una fritura perfecta: diminutas puntillitas sin pizca de grasa. Nuevamente la calidad y tamaño de cada cosa es espléndida, así como las preparaciones. El chipirón es muy tierno y suave y las puntillitas un placer adictivo.

Pero nada tan impresionante como los pulpitos. Me encantan, pero normalmente no los pido porque en cuanto pasan de muy pequeños no me resultan tan agradables de textura. Y estos eran los más pequeños, tiernos, bellos y deliciosos que he visto. Están elegantemente cocinados con puré de cebollino y unas, también diminutas, habitas tiernas realmente deliciosas y, muy bien hechas, porque quedan crocantes, lo cual mejora notablemente las texturas del plato.

Entre las entradas también había una pasta muy apetitosa: tagliolini vongole con trufa negra y destacaba por una salsa cremosa (aprovechan en casi todos los platos caldos de cocción, carcasas, espinas, colágenos, etc) y unos moluscos frescos y radiantes (berberechos, almejas y mejillones). La pasta a la española, bastante hecha pero son gajes del oficio. Por cierto, excelente y muy fina pasta fresca.

El pescado del día ha sido un maravilloso remate a la primera parte porque hemos tenido gran suerte con el que tocaba hoy: el impresionante lenguado Evaristo (solo llaman así a los más grandes y mejores, en honor al abuelo. Es mi pescado preferido de O’Pazo), una leyenda, servido con una salsa de lo ya dicho mas una pizca de sidra y un poco de vino blanco. La hacen com una prensa especialmente diseñada para este menester y que se inspira en las de la caza. Lo sirven con unas tan estupendas miniverduras a la brasa que se podrían comer solas como plato único. Hacen muchas cosas a la vista del cliente (cortar el salmón, el sashimi, acabar la pasta, elaborar salsas) pero en unos gueridones que quedan demasiado lejos y no acaba de verse bien. Yo me plantearía usar carros como hacen con la muestra de pescados y el corte del sashimi.

Estando Abel Valverde que ya en Santceloni creó la más impresionante mesa de quesos, seguramente, de Europa, estos no podían faltar. La cantidad y calidad de es única en España y hasta han diseñado una mesa especial a varias alturas (para distinguir azules, pasta blanda, corteza lavada, etc.) que se reproduce en bellos platos de cerámica negra perfectos de color y textura para los quesos. Y ya digo que todo está cuidado al milímetro.

Los postres ricos y de buen nivel, aunque no al del resto. Es lo habitual en muchos grandes lugares. La milhojas de manzana está muy bien resulta y el punto de la fruta es excelente. También me ha gustado el helado de leche quemada (está de moda ahora y tiene su gracia. Es un helado con toques como de brasa) que la acompaña. El pan y chocolate ya está bastante visto desde la soberbia versión de Disfrutar. Aquí es una torrija de calidad bañada en chocolate y acompañada de un helado de cacao con exceso de aceite y sal. Soy partidario de mezclar ambas cosas con el chocolate pero el riesgo de que sepa más a ellos que a cacao es demasiado grande siempre. También se avisa mucho de este estilo de postre pieza de dulce más helado aparte.

El servicio es primoroso, el ambiente muy zen y la comida realmente buena y menos sencilla de lo que parece. Seguramente va a ir en ascenso por lo que tiene todos los ingredientes para ser uno de los más grandes.

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El segundo mejor de 2019: sublime Aponiente

Un restaurante pluscuamperfecto porque la arriesgada y enormemente creativa cocina marina de Ángel León, se sirve en uno de los más bellos emplazamientos que se puedan imaginar, un molino de agua que funcionaba con el flujo de las mareas, en medio de un bello parque natural plagado de aves.

Aponiente era el único tres estrellas que me faltaba, pero había que viajar hasta El Puerto de Santa María, cosa agradable, pero no tan fácil para mi. Y ya sabia a estas alturas de la belleza del local y también conocía la excelente y muy arriesgada cocina de Ángel León, el famoso chef del mar. Sin embargo, la sorpresa fue mayúscula cuando cruzamos las vías del tren por un lugar bastante céntrico de la cuidad y tomamos la dirección del mar, en un páramo desierto y apenas orlado con algunas naves. El enclave es un parque natural que acaba en el mar y está atravesado por un brazo del río Guadalete, que se llena al ritmo de las mareas y en cuyo légamo picotean indolentes varios tipos de aves. El atardecer difumina las luces y hace los contornos más blandos y suaves. En ese paraje tan idílico, antes solo había trabajo y no el menor el del molino de las mareas que hora ocupa el restaurante. Aprovechando estas como fuerza motriz, penetraban las aguas y se convertían en polvo de harina. Ahora siguen entrando pero ya solo valen para poner melancolía a la tarde y para embellecer la ya de por sí muy bella cocina de Ángel León. La decoración acompaña, pero es muy inferior a la obra arquitectónica, plagada dureza y rugosidad de piedra, cemento y acero corten y con la sola suavidad de los inmaculados manteles de hilo. El restaurante más bello de España, más que Akelarre que gana a fuerza de mar y San Sebastián, más que el bello relicario de cristal que es El Celler, más también que Coque que, sin embargo, le da mil vueltas con la decoración. Sin embargo, ninguno cuenta con esta maravillosa mezcla de naturaleza y arquitectura. Todo es enorme y deslumbrante y por eso se disfruta más de día. Por eso y por la disparatada iluminación blanca y hospitalar del comedor. Decir que en un tres estrellas Michelin, el servicio es perfecto es un absurdo pero aquí unen a la profesionalidad, un maravilloso y muy andaluz sentido de la hospitalidad (aunque yo no acabe de ver esto de tutear al cliente). Ya nos esperan a pie de coche para conducirnos por una bella avenida cortada por la imponente fachada y en cuyo lado izquierdo se alza un pequeño bar de cristal repleto de camareros, cocineros y hasta camarones, estos en pecera, claro está. Los aperitivos llegan con un muy discutible espumoso de Tintilla de Rota pero León es profeta de su tierra y eso le honra. No obstante, acompaña razonablemente a un falso blini de ostión y caviar que más parece un dulce recubierto de intensa crema e interior helado.

A continuación una de las grandes invenciones del chef, los embutidos marinos. Su aspecto es idéntico a los cárnicos. Son papada de cazón, mortadela de lubina y sobrasada de caballa. La sorpresa es que, respetando aspecto y textura, cuando se comen sorprenden por su sabor a pescado. Impresionantes.

Algo parecido sucede con el canelé, idéntico al dulce de Burdeos, pero verde y de sardinas de barril. Además, esconde en su interior una punzante salsa de mostaza. Es un bombón muy delicado y frío, aún más sabroso gracias a un toque de pepinillos en vinagre.

Me encantó la versión de los muslitos Alaska y es que me encanta la cocina de bar -incluso la más hortera y ochentera- reinterpretada por los grandes chefs. El viejuno aperitivo de bodas y banquetes se hace aquí con coñeta, salsa rosa a partir de una holandesa y hasta la pinza se come porque está descalcificada.

Para acabar, un plato mítico del chef, la tortillita de camarones. No puede ser más bonita con su comestible encaje de bolillos, pero es que sabe más y mejor al elaborarse con harina de camarones deshidratados y sin gota de grasa. Para alegrar y dar color, tan solo unos puntitos de emulsión de perejil. El paseo hasta el comedor es delicioso. El molino en todo su esplendor y a la izquierda la bodega y la enorme cocina y a la derecha el banquete de los pájaros en el crepúsculo. Para empezar, y una vez recuperado de la fantástica carta de vinos, unos percebes a la sal. Parece una tontería peor no lo es. Son los mejores de mi vida y es que León ha descubierto un increíble sistema de cocinado a la sal que es pura magia. Rociado el alimento con un agua en su límite de sal, el liquido reacciona al contacto con los otros elementos y se solidifica, se endurece y se calienta, acabando el proceso. Un químico se lo podrá explicar pero yo no. Los percebes están templados, levemente salados y se sacan solos de la piel (gran alegría) gracias a un pequeño corte. Elegancia máxima.

Después un aperitivo popular hecho entrada: gazpacho, boquerones y aceitunas, salvo que estas están en pedacitos y son rociadas por un delicioso y especíado gazpacho de zanahoria y comino, tan diferente como sabroso.

El flan de huevas de lisa es un perfecto trampantojo y un bello plato que no pude acabar por su contundencia. En crema -y no estallando en la boca- las huevas intensifican su sabor hasta límites insospechados. El chantilly de crema agria y vainilla ayuda pero no puede. El primer bocado llena nariz y paladar. Es muy bueno. Es muy bestia.

Para aligerar un poco, menos mal, un barquillo deplancton increíblemente crujiente, relleno de un alegre tartar de albacora, picantito de wasabi. Muy sencillo pero de un gran equilibro entre sabor y textura.

Otro plato mágico (y muy fuerte) es el gazpachuelo de cañailla y agua de chirla. Afortunadamente es más suave y elegante que un gazpachuelo normal y además cambia de blanco a rosa al mezclarlo, por efecto de la púrpura que es un tinte natural que se encuentra en la cañaílla. Y que buenas están las humildes cañaíllas

Se completa el plato con otro imposible de acabar. La ligereza de la concha de cristal engaña porque contiene una bomba en forma de parfait de cañaílla con cebolla caramelizada y crujiente. La crema es tan potente como la de huevas de lisa y para mi, basta con un bocadito.

Llega a la mesa un pececillo completamente crudo. Algo así como un gallo diminuto o una lenguadina. Es un tapaculo que hemos de someter al mismo proceso que los percebes. La sal convertida en sólido lo sepulta y momificado de este modo se lo llevan a la cocina para acabarlo.

Mientras, llega el que quizá sea el mejor plato de esta parte, unas navajas rellenas con un delicioso guiso de habitas y cubiertas con consomé de mojama. Es un plato tibio de gran sutileza que se completa con unos pedacitos de jamón. Las navajas a modo de transparentes raviolis marinos dan un punto excelente a la verdura guisada.

Vuelve el tapaculo con una meuniere elaborada con una mantequilla singular porque se macera con caviar durante un año, lo que consigue convertir en espectacular un pescado más bien insípido.

Venía ahora una ostra, pero estoy harto de ostras y de pichón, tanto que estoy pensando decir que soy intolerante a ambas cosas. Me la han cambiado por un sabroso morrillo de atún en adobo con pepino osmotizado y hoja de col de Bruselas deshidratada. Muy bueno de sabores y texturas.

Conocía otra genialidad de León: la chuletita de lubina. Trata al lomo y usa las espinas como si fuese un carré de cordero y lo empana y acompaña de una salsa sobreusa (de aprovechamiento)que se utilizaba en Andalucía para cocinar las sobras de pescado. Crujientes, intensas y sabrosas.

Y más tipismo sobresaliente porque me ha encantado el guiso de choco a la cochambrosa, una preparación que sería sencilla si no fuese por la extraordinaria salsaholandesa de tinta y un adictivo crujiente de puntillón. Ademas, unas miniverduritas que le sientan muy bien.

También complejo y lleno de sabor el guiso de cangrejo boca (un crustáceo autóctono) con vainilla y quinoa crujiente. Se guisa intensamente con cebolla, Armagnac, oloroso y muchas otras cosas.

Ya es difícil seguir, pero es imposible resistirse al pollo asado marino, una broma culta y ecologista del chef. Si los pollos se alimentan de harina de pescado y estos con harinas hechas co restos de pollo, confundiéndose todo ¿por qué no hacernos pensar con un pollo marino? Usa un pez que se llama tomaso y lo asa como un pollo. Salsa de espinas para aprovechar estas, limón marroquí, salicornia, cebolla confitada y la piel crujiente.

Cuando parecía imposible seguir, llega el último y brillante plato, el botillo de atún una recreación del embutido del Bierzo con las partes equivalentes del atún y macerado y sazonado con lo mismo. Curado y ahumado después, ofrece un sabor fuerte y asombroso y, lo siento, mucho más elegante y delicioso que el cárnico.

Menos mal que la piedad se llama aquí helado de lima y albahaca. Frescura cítrica y sosegante presentada como una elegante ensalada con uva macerada en fino y rociada con una sopa fría de albahaca y sudasi. Muy bueno y perfecto en este momento.

Y para acabar, un postre que me encantó a pesar de -o gracias a- su barroquismo: merengue seco relleno de ganache de chocolate blanco con plancton y toques de wasabi que se quiebra en la mesa para cubrirlo de fresas, en coulis, shot, al natural, etc. Y ello con grandes resultados por su ligereza y por mezclar tantos sabores respetándolos y llenando de matices el resultado final. A Poniente es tan brillante como sorprendente. Solo quiere mar y hasta es capaz de convertir el pescado en carne, practicando brillantemente la cocina de Km 0 con admirable devoción por esta tierra. Además arriesga e innova abriendo nuevos caminos. A veces es difícil pero siempre resulta apasionante, quizá porque estamos ante un revolucionario cocinero investigador que se adelanta a su tiempo. El Ferrán Adriá de los mares del sur.

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Dspeakeasy

Pensaba que podría incluir Dspeakeasy, el nuevo proyecto del gran y estrellado Diego Guerrero, en mi afamada serie «Más bitstros y menos tascas», pero no puede ser así porque no es un buen bistró, ni siquiera un gran bistró, sino mucho más que eso. Por más que se presente como un proyecto más sencillo, una especie de segunda línea de Dstage, se trata de un espléndido restaurante por derecho propio. Solo varían los precios, que son bastante menores, que se come a la carta (gracias a Dios) y que los platos son de una menor complejidad. Eso si se compara con Dstage, porque si se hace con la media, ya les digo que está muy por encima.

La decoración es sobria y elegante, pero al mismo tiempo sumamente acogedora y con bellas vistas a uno de los más hermosos edificios de Madrid, uno de los pocos monumentos modernistas con los que contamos: la Sociedad General de Autores. Luz, austeridad y colores naturales para enmarcar platos bonitos y muy coloridos, como los primeros que llegan a la mesa, rojo de chiles en rodajas, verde intenso de una estupenda mantequilla vegetal a base de aguacate y

amarillo de pan de bono, que es una crujiente variedad hispanoamericana sin apenas miga, a base de yuca y rellena de. queso. También hay un excelente pan rústico.

Empezamos por un fresco y brillante plato con muchos recuerdos de Dstage: cherry curado con frambuesa helada. Parece sencillo pero no lo es. El tomate se cura en azúcar y aún así mantiene su toque ácido. Se mezcla con un suave puré de cebollino, aceite de anchoa y albahaca y se corona en la propia mesa, con una lluvia de frambuesa helada consiguiendo, además de muchos sabores (todos fresquísimos), variadas texturas y temperaturas.

Me encanta encontrar sardinas asadas en los restaurantes, más si son de altos vuelos. Es un producto demasiado bueno, por popular que sea, cono para despreciarlo. Y como son tan buenas las sardinas, Diego casi no las toca y les pone apenas un leve, clarificado y desgrasado jugo de jamón, que aporta salinidad terrestre, y una exquisita berenjena a la miel con su golpe dulce. Además de todos esos sabores, un muy buen toque ahumado y a brasas.

El lenguado a la meuniere de kombu ya sería un gran bocado simplemente a la plancha, porque la calidad del pez que, como debe ser, presentan entero, es extraordinaria. Sin embargo, esa meuniere ortodoxa, pero con toques marinos de alga, lo enriquece enormemente, igual que un singular acompañamiento para mojar, el fresco y crujiente bouquet de verdes (flores, col, milmieles, etc) que le quita cualquier resto de grasa con su frescor vegetal.

Y para acabar lo salado, otra suculencia, el picantón con salsa de malta. El ave se asa en su jugo, primorosamente y sin dejar que se reseque, y se le añade malta crujiente, supongo que de cebada y que también encontramos en una muy buena ensalada, parecida al bouquet anterior, pero con menos flores y sabores anisados.

La tarta de manzana también huye de lo convencional pero sin perder las esencias. El hojaldre que le sirve de base está perfecto con sus capas quebradizas y aireadas y la manzana tiene un punto perfecto. Pero lo más excitante es la ligera crema que lo cubre suavemente, porque tiene un punto de vinagre que resta dulzor y da una nueva dimensión a tan tradicional tarta.

Por aquello de no abusar (no engordar, quiero decir), no habíamos pedido más postres, pero cómo resistirse a un tocino de cielo con láctico de limón. Se trata otra vez de la misma gran idea: un postre tradicional magníficamente ejecutado al que se le añade un gran guiño de modernidad que lo lleva de lo convencional a la alta cocina y es que para hacer ese láctico el limón se deshidrata al vacío en sal y después se tritura con cáscara y todo. Es dulce, algo salado y un poco ácido, todo a la vez, y los restos de la cáscara que se resisten al diente le dan textura. Todo junto, contrarresta el dulzor -como en el caso anterior- y según mi (humilde) opinión, cambia y mejora el postre.

O mucho me equivoco o Dspeakeasy va a ser la gran apertura de la temporada, porque lo tiene todo para gustar a modernos y clásicos, al practicar un clasicismo muy renovado; también a los que buscan bonita decoración y buen ambiente. Además, cuenta con un servicio amable y muy profesional y los precios, cono les decía, son bastante amigables para esta calidad. Así que, no se lo pierdan y ¡enhorabuena, Diego Guerrero!

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Aponiente

Aponiente era el único tres estrellas que me faltaba, pero había que viajar hasta El Puerto de Santa María, cosa agradable pero no tan fácil para mi. Y ya sabia a estas alturas de la belleza del local y también conocía la excelente y muy arriesgada cocina de Ángel León, el famoso chef del mar.

Sin embargo, la sorpresa fue mayúscula cuando cruzamos las vías del tren por un lugar bastante céntrico de la cuidad y tomamos la dirección del mar, en un páramo desierto y apenas orlado con algunas naves. El enclave es un parque natural que acaba en el mar y está atravesado por un brazo del río Guadalete, que se llena al ritmo de las mareas y en cuyo légamo picotean indolentes varios tipos de aves. El atardecer difumina las luces y hace los contornos más blandos y suaves.

En ese paraje tan idílico, antes solo había trabajo y no el menor el del molino de las mareas que hora ocupa el restaurante. Aprovechando estas como fuerza motriz, penetraban las aguas y se convertían en polvo de harina. Ahora siguen entrando pero ya solo valen para poner melancolía a la tarde y para embellecer la ya de por sí muy bella cocina de Ángel León. La decoración acompaña, pero es muy inferior a la obra arquitectónica, plagada dureza y rugosidad de piedra, cemento y acero corten y con la sola suavidad de los inmaculados manteles de hilo. El restaurante más bello de España, más que Akelarre que gana a fuerza de mar y San Sebastián, más que el bello relicario de cristal que es El Celler, más también que Coque que, sin embargo, le da mil vueltas con la decoración. Sin embargo, ninguno cuenta con esta maravillosa mezcla de naturaleza y arquitectura. Todo es enorme y deslumbrante y por eso se disfruta más de día. Por eso y por la disparatada iluminación blanca y hospitalar del comedor.

Decir que en un tres estrellas Michelin, el servicio es perfecto es un absurdo pero aquí unen a la profesionalidad, un maravilloso y muy andaluz sentido de la hospitalidad (aunque yo no acabe de ver esto de tutear al cliente). Ya nos esperan a pie de coche para conducirnos por una bella avenida cortada por la imponente fachada y en cuyo lado izquierdo se alza un pequeño bar de cristal repleto de camareros, cocineros y hasta camarones, estos en pecera, claro está.

Los aperitivos llegan con un muy discutible espumoso de Tintilla de Rota pero León es profeta de su tierra y eso le honra. No obstante, acompaña razonablemente a un falso blini de ostión y caviar que más parece un dulce recubierto de intensa crema e interior helado.

A continuación una de las grandes invenciones del chef, los embutidos marinos. Su aspecto es idéntico a los cárnicos. Son papada de cazón, mortadela de lubina y sobrasada de caballa. La sorpresa es que, respetando aspecto y textura, cuando se comen sorprenden por su sabor a pescado. Impresionantes.

Algo parecido sucede con el canelé, idéntico al dulce de Burdeos, pero verde y de sardinas de barril. Además, esconde en su interior una punzante salsa de mostaza. Es un bombón muy delicado y frío, aún más sabroso gracias a un toque de pepinillos en vinagre.

Me encantó la versión de los muslitos Alaska y es que me encanta la cocina de bar -incluso la más hortera y ochentera- reinterpretada por los grandes chefs. El viejuno aperitivo de bodas y banquetes se hace aquí con coñeta, salsa rosa a partir de una holandesa y hasta la pinza se come porque está descalcificada.

Para acabar, un plato mítico del chef, la tortillita de camarones. No puede ser más bonita con su comestible encaje de bolillos, pero es que sabe más y mejor al elaborarse con harina de camarones deshidratados y sin gota de grasa. Para alegrar y dar color, tan solo unos puntitos de emulsión de perejil.

El paseo hasta el comedor es delicioso. El molino en todo su esplendor y a la izquierda la bodega y la enorme cocina y a la derecha el banquete de los pájaros en el crepúsculo. Para empezar, y una vez recuperado de la fantástica carta de vinos, unos percebes a la sal. Parece una tontería peor no lo es. Son los mejores de mi vida y es que León ha descubierto un increíble sistema de cocinado a la sal que es pura magia. Rociado el alimento con un agua en su límite de sal, el liquido reacciona al contacto con los otros elementos y se solidifica, se endurece y se calienta, acabando el proceso. Un químico se lo podrá explicar pero yo no. Los percebes están templados, levemente salados y se sacan solos de la piel (gran alegría) gracias a un pequeño corte. Elegancia máxima.

Después un aperitivo popular hecho entrada: gazpacho, boquerones y aceitunas, salvo que estas están en pedacitos y son rociadas por un delicioso y especíado gazpacho de zanahoria y comino, tan diferente como sabroso.

El flan de huevas de lisa es un perfecto trampantojo y un bello plato que no pude acabar por su contundencia. En crema -y no estallando en la boca- las huevas intensifican su sabor hasta límites insospechados. El chantilly de crema agria y vainilla ayuda pero no puede. El primer bocado llena nariz y paladar. Es muy bueno. Es muy bestia.

Para aligerar un poco, menos mal, un barquillo de plancton increíblemente crujiente, relleno de un alegre tartar de albacora, picantito de wasabi. Muy sencillo pero de un gran equilibro entre sabor y textura.

Otro plato mágico (y muy fuerte) es el gazpachuelo de cañailla y agua de chirla. Afortunadamente es más suave y elegante que un gazpachuelo normal y además cambia de blanco a rosa al mezclarlo, por efecto de la púrpura que es un tinte natural que se encuentra en la cañaílla. Y que buenas están las humildes cañaíllas

Se completa el plato con otro imposible de acabar. La ligereza de la concha de cristal engaña porque contiene una bomba en forma de parfait de cañaílla con cebolla caramelizada y crujiente. La crema es tan potente como la de huevas de lisa y para mi, basta con un bocadito.

Llega a la mesa un pececillo completamente crudo. Algo así como un gallo diminuto o una lenguadina. Es un tapaculo que hemos de someter al mismo proceso que los percebes. La sal convertida en sólido lo sepulta y momificado de este modo se lo llevan a la cocina para acabarlo.

Mientras, llega el que quizá sea el mejor plato de esta parte, unas navajas rellenas con un delicioso guiso de habitas y cubiertas con consomé de mojama. Es un plato tibio de gran sutileza que se completa con unos pedacitos de jamón. Las navajas a modo de transparentes raviolis marinos dan un punto excelente a la verdura guisada.

Vuelve el tapaculo con una meuniere elaborada con una mantequilla singular porque se macera con caviar durante un año, lo que consigue convertir en espectacular un pescado más bien insípido.

Venía ahora una ostra, pero estoy harto de ostras y de pichón, tanto que estoy pensando decir que soy intolerante a ambas cosas. Me la han cambiado por un sabroso morrillo de atún en adobo con pepino osmotizado y hoja de col de Bruselas deshidratada. Muy bueno de sabores y texturas.

Conocía otra genialidad de León: la chuletita de lubina. Trata al lomo y usa las espinas como si fuese un carré de cordero y lo empana y acompaña de una salsa sobreusa (de aprovechamiento) que se utilizaba en Andalucía para cocinar las sobras de pescado. Crujientes, intensas y sabrosas.

Y más tipismo sobresaliente porque me ha encantado el guiso de choco a la cochambrosa, una preparación que sería sencilla si no fuese por la extraordinaria salsa holandesa de tinta y un adictivo crujiente de puntillón. Ademas, unas miniverduritas que le sientan muy bien.

También complejo y lleno de sabor el guiso de cangrejo boca (un crustáceo autóctono) con vainilla y quinoa crujiente. Se guisa intensamente con cebolla, Armagnac, oloroso y muchas otras cosas.

Ya es difícil seguir, pero es imposible resistirse al pollo asado marino, una broma culta y ecologista del chef. Si los pollos se alimentan de harina de pescado y estos con harinas hechas co restos de pollo, confundiéndose todo ¿por qué no hacernos pensar con un pollo marino? Usa un pez que se llama tomaso y lo asa como un pollo. Salsa de espinas para aprovechar estas, limón marroquí, salicornia, cebolla confitada y la piel crujiente.

Cuando parecía imposible seguir, llega el último y brillante plato, el botillo de atún una recreación del embutido del Bierzo con las partes equivalentes del atún y macerado y sazonado con lo mismo. Curado y ahumado después, ofrece un sabor fuerte y asombroso y, lo siento, mucho más elegante y delicioso que el cárnico.

Menos mal que la piedad se llama aquí helado de lima y albahaca. Frescura cítrica y sosegante presentada como una elegante ensalada con uva macerada en fino y rociada con una sopa fría de albahaca y sudasi. Muy bueno y perfecto en este momento.

Y para acabar, un postre que me encantó a pesar de -o gracias a- su barroquismo: merengue seco relleno de ganache de chocolate blanco con plancton y toques de wasabi que se quiebra en la mesa para cubrirlo de fresas, en coulis, shot, al natural, etc. Y ello con grandes resultados por su ligereza y por mezclar tantos sabores respetándolos y llenando de matices el resultado final.

A Poniente es tan brillante como sorprendente. Solo quiere mar y hasta es capaz de convertir el pescado en carne, practicando brillantemente la cocina de Km 0 con admirable devoción por esta tierra. Además arriesga e innova abriendo nuevos caminos. A veces es difícil pero siempre resulta apasionante, quizá porque estamos ante un revolucionario cocinero investigador que se adelanta a su tiempo. El Ferrán Adriá de los mares del sur.

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La Mamá

Este no es sitio para Anatomía del Gusto. No lo denigraré puesto que se come bien y está llevado por jóvenes trabajadores y entusiastas, pero nada más. El caso es que lo descubrí en la guía Michelin, buscando buenos lugares abiertos los domingos, cosa cada vez más difícil en Madrid. Está en el apartado Bib Gourmand o sea, restaurantes con excelente calidad precio. Esa parte es verdad.

Está escondido en una callejuela en las traseras de los Nuevos Ministerios y se llama La Mamá por su intento de cocina casera renovada. Hasta ahí ninguna objeción. El problema es que para mi la gastronomía es una experiencia total en la que el entorno, la decoración y la compañía -pongo por caso- son tan importantes como la comida y La Mamá no es que sea sencillo, es que es horroroso (fotos escondidas al final del texto, no quiero que dejen de leer…). Un local feo sin decoración alguna, con servilletas de papel y mantelitos individuales de fácil limpieza. Feos cubiertos, feos platos y feo todo, salvo la amabilidad y encanto de los dos camareros. Y no todos me hagan caso, que estas objeciones sólo cuentan para mi porque me consta que para muchos, la comida es lo único que cuenta y esta es buena. Ya lo verán.

Empezamos con unas tiernísimas y sabrosas alcachofas confitadas. Ya saben de mi devoción por la alcachofa. Estas, terciadas y sedosas, doradas y muy brillantes de excelente aceite, crujientes de granitos de sal gorda, llenaban el paladar de sabores florales.

Después unas croquetas, caseras hasta en el tamaño. La churruscante cobertura esconde una bechamel en su justo punto de cremosidad y un buen jamón que nos teletransporta, durante la infancia y en casa de la abuela, al robo del enjundioso relleno mientras, descuidado, se enfriaba en la fresquera cubierto por albos paños de hilo.

Muy jugosa la tortilla de bacalao. Más dorados en esta comida de ambiente tan poco brillante. Los toques salados del bacalao escondidos levemente por el dulzor de la cebolla estofada y un poco de pimiento aún más dulce.

El arroz meloso de carabineros no está, sin embargo, entre lo mejor de la casa aunque parece ser plato muy popular porque lo vi en todas las mesas. Los carabineros son tamaño gamba grande y la cremosidad se la da un estilo risotto que me parece poco adecuado para nuestros arroces marineros. Dicho esto, tiene un sabor intenso con leves toques picantes que mejoraría con menos «cremosidad».

El solomillo de ciervo estaba realmente bueno. Un lomito muy tierno y jugoso con un punto perfecto. Remarcable -algo tan aparentemente obvio- por varias razones. Primero porque estas carnes son duras y no tantas veces se maceran o maduran bien. Segundo, porque ahora todo tiene que estar semicrudo y no todas las carnes -especialmente las aves de caza- lo admiten. El acompañamiento de trigo, calabaza y ajetes, muy bueno y saludable. Gran contrapunto.

Seguramente lo mejor de todo llega con el postre que nos recomiendan, cremoso de plátano y yogur con su chispa, miel de brezo, polen y helado de violeta. Salvo que el cremoso estaba algo aguado, el resultado, por su originalidad y encanto, es sobresaliente. El dulzor del plátano combina a la perfección con el agrio del yogur, las chispas son peta zetas que hasta estallan ruidosamente y el helado de violeta, magnifico por sí solo, se funde a las mil maravillas con los otros sabores, enriqueciéndolos en grado sumo. Si son dulceros, este postre ya vale la visita.

También a la altura la tarta de queso, casi un flan por su cremosidad. Le falta más base (por eso también se aleja de la tarta) pero su sabor es intenso y poderoso, para muy queseros también. Notable el helado de canela que acompaña y buena la mezcla de ambos.

No volveré a La Mamá hasta que puedan cambiarse de lugar o hasta que lo redecoren profundamente pero, como me ha gustado bastante, les desearé mucho éxito para que ellos puedan hacerlo y yo volver. Mientras tanto, si son de los de comer comer, deben probarlo por su sencillez, honradez, chispas de talento y, cómo no, por su respetuoso y sabio homenaje a la cocina de mamá (yo diría más de la abuela, pero bueno…)

 

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Tapisco

Ya saben que me gusta mucho Oporto. Es una bella ciudad abigarrada, muy alargada y serpenteante, porque sigue el curso de la desembocadura del río Duero. Por un lado se llama así y por el otro Vila Nova da Gaia que es donde están las bodegas y las más bellas vistas. Aunque también es muy bella, la belleza no la narcotiza, por lo que es más pujante y moderna que ciudades semejantes, por ejemplo Lisboa. Algo así como Sevilla -la de la belleza letal- y Valencia o incluso como Roma y Milán, siempre con las debidas distancias.

Su parte más antigua se llama, como en todas las ciudades portuguesas, (la) Baixa o sea, Downtowm pero en portugués. Esta es una zona colorida y chispeante plagada de restaurantes, cuestas y bellos edificios art decó que hacen pensar que esa fue la época áurea de la cuidad. Y justo ahí, a merced de las hordas de turistas que acaban de descubrir la otrora apacible villa, está Tapisco, el bar de tapas del gran Henrique Sá Pessoa, recientemente galardonado con su segunda estrella Michelin. Pero no se engañen. No es por Tapisco, es por Alma, restaurante del que ya les he hablado en varias ocasiones. No diría yo que Alma sea caro, pero si que no está al alcance de todos los bolsillos ni de todos los paladares. Así que Sá Pessoa ha hecho como muchos otros grandes creando una línea low cost, aunque no tanto.

El restaurante es muy bonito, con sus grandes ventanales que lo inundan de haces de luz cortados por bellas lámparas y ventiladores de elegantes aspas. Es una suerte de moderna y glamurosa tasca 3.0. Ya el nombre da pistas, porque la palabra tapa no designa en portugués aperitivo alguno ni pequeños platos. Es española cíen por cien, aunque ya parezca de todas las lenguas. Le queda bien este nombre porque la carta es una mezcla lusoespañola.

Hay muchas cosas y bastantes buenas, así que prefiero empezar por lo peor. Las croquetas son a la española (en Portugal son más bien bolas de carne sin bechamel) pero el relleno es muy malo, por culpa de una bechamel densa y grisácea con mucha más harina que leche. Una pena porque el aspecto es doradito y crujiente.

La ensalada de polvo es una especie de pulpo a la gallega deconstruido al que le sobra patata. El sabor es bueno y el pulpo más, lo que hace sentir demasiado la ausencia de este.

Las patatas bravas están muy bien fritas y son de gran calidad pero las salsas carecen de mordiente, todo lo contrario que un delicioso tartar de atún, repleto de aguacate, y animado con bastante wasabi.

En el capítulo de ovícola, excelentes los huevos (no) rotos que ha de romper el comensal. Una base de excelentes patatas, muy a la antigua y muy bien fritas, huevos con puntillas también muy bien hechos y una corona de jamón. Cremosos y suaves los revueltos con alheira, el mejor embutido portugués que debemos a los conversos que, dándole apariencia de longaniza, rellenaban solo de caza y sin rastro de cerdo.

Impresionantes por su gran calidad y punto unos enormes y sabrosos carabineros y

algo peor la presa que resultaba seca por exceso de brasa y algo dura, mientras que las verduras asadas -y animadas por avellanas– estaban perfectas.

Entre los postres, muy buena la sopa de fresas con bizcocho de aceite, nata y helado de vainilla. Una estupenda forma de mejorar las aburridas fresas con nata

de la misma manera que unas perlas de aceite de oliva y una pizca de sal, mejoran la tradicional y deliciosa mousse de chocolate.

Tapisco, la cadena que ya empieza a ser, no tiene más pretensiones que la de ser una taberna del siglo XXI y serlo con calidad y diseño. Lástima que el servicio sea más del XIX, por lo lento y distraído. O quizá fuera el día. En cualquier caso, la recomiendo para refecciones informales y, como dicen los portugueses, descontraídas.

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Más bistros y menos tascas VIII: Askuabarra

Hoy van a tener que leer poco. No hay una larga descripción de un menú degustación de dieciocho o veinte platos, ni sobre usos y costumbres o acerca de la decoración. Hasta dudé que Askuabarra mereciera su post pero después recordé lo descuidada que estaba esa esperada serie de Más bistrós y menos tascas y me animé. También porque este restaurante fascinará a muchos grandes amigos, amantes de la cocina sin complicaciones y de los buenos productos casi intocados.

Askuabarra está en una escondida y elegante calle madrileña de nombre bello y sonoro, Arlabán. Se ve la mano de un decorador que quiera pasar desapercibido, en el pequeño y coqueto local adornado con colores oscuros, una gran barra y algunos espejos. Sobrio y casi bonito. Pocas mesas, algún ruido, muchos detalles de refinamiento como los quesos y la buena lista de vinos y un personal escaso pero amable y eficaz. O sea, un perfecto bistró.

Tienen medias raciones, tapas y muchos guiños a la originalidad como el aperitivo a base de tiritas de batata y yuca fritas o la sorprendente ensalada César, perfectamente canónica salvo porque la lechuga se sustituye por un delicioso brécol, muy al dente, muy crujiente, como los pequeños dados de pan frito . Anchoas, queso y una sabrosa salsa César, como debe ser, completan la singular ensalada.

También son crujientes y delicadas las mollejas. Su suave sabor contrasta con unas judías verdes con mostaza que dan color y frescor. Y por si fuera poco, un refrescante toque de menta. Muy buenas.

Habría querido probar muchas otras cosas -ya lo haré- como las patatas bravas, los canapés de steak tartar o las anchoas pero pedimos la carne más grande y nos avisaron que pesaba… 1Kg… Se trata de una enorme y excelente pieza de lomo alto calidad premium Luismi (así se explica en la carta). Este Luismi debe ser el proveedor a juzgar por el nombre impreso en un horroroso frigorífico que preside la barra y casi el restaurante. Menos mal que es tan buena la carne que se le puede perdonar detalle tan cutre y tabernario. Es sabrosa, potente y de un sabor intenso y embriagador. Está tierna y suave y las brasas la han mimado extraordinariamente, porque el punto cuhurruscante, crudo y perfecto de temperatura, es ejemplar.

Se adorna con uma buenas y finas patatas perfectamente fritas y, como nos quedamos sin más entrantes, también con unos pimientos de Piquillo confitados que estaban simplemente maravillosos.

Para postre el que parecía más bestia, ya me conocen, coca de llanda con chocolate caliente y helado de café. Algún día les contaré por qué odio el helado de café o quizá lo deje para mis memorias. Es culpa de un gran y poco gourmand (aunque sí gourmet) jefe de gobierno. Aquí quedaba muy bien para contrastar con una crema de chocolate caliente muy densa y amarga que me habría comido sola sin problema alguno.

Hacen bien el chocolate porque también era sobresaliente el de la trufa con aceite de oliva y sal. Deliciosa.

Releo ahora el post y no entiendo la introducción. La comida fue excelente, el ambiente desenfadado, la calidad enorme y los puntos realmente buenos. No vayan pensando en sofisticación o romanticismo pero sí en honradez, cuidado, buena comida y grandes puntos porque así, sin duda, les encantará.

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Punto Mx: nuevo menú para liliputienses

Solo queremos lo que no tenemos. Punto Mx también. Su chef, Roberto Ruiz, parece no tener bastante con el éxito de las listas de espera inacabables, los llenos diarios y el reconocimiento unánime y ahora se quiere convertir en cocinero estrella. Si ellos lo tienen, yo también. Solo así puedo explicarme que haya enterrado su carta de maravillas y se haya pasado a la tiranía del menú degustación. Un solo menú con tres extensiones y nada en él de los excelentes platos que le dieron el triunfo y una estrella Michelin. Todos esos solo se pueden probar  ahora en el ruidoso e incómodo bar del que ya les hablé en Los bares no son para mí

La prudencia aconseja no tocar lo que funciona pero aquí se ha arrasado con todo, sin plantearse siquiera que el cliente está cada vez más harto de tantas imposiciones: burocracia en las reservas, cobros anticipados, menú obligado, formas de comer, turnos imposibles, paseos por bares y salones, etc. Y lo digo, porque además de menú obligatorio, ahora hay que llegar a la hora que nos indican. Una cadencia a gusto del cocinero, de más o menos un cuarto de hora por mesa, empezando por las 13.30 en el almuerzo. La dictadura de la cocina -muy comentada estas semanas con la polémica de los becarios- se empieza a trasladar a las salas. Los clientes también han de someterse a los últimos dictadores. 

Y dicho esto, comamos. Seguimos el consejo del menú intermedio, de nueve platos, microtapas en la mayoría de los casos. Siempre he defendido, frente a la leyenda popular, que estos menús degustación (largos y estrechos se llamaban al principio) llenan a cualquiera por su extensión y variedad y que lo del hambre -siempre se lo afearon a Adriá– es más psicológico que real. Pues bien, no es así con el llamado Evolución Natural (intermedio, no quiero pensar en el pequeño) de este nuevo Punto Mx

Se empieza con unos microaperitivos. Una pieza por barba de un rico y crujiente maíz con salsa de esquites, lo que viene a ser casi lo mismo, porque los esquites son una sabrosa sopa de maíz aquí convertida en crema. El bocol de cangrejo es un gran aperitivo porque el cangrejo se introduce en el bocol que es una bola crujientísima, siempre de maíz y aquí mejorada por la mezcla que lo vuelve negro, tinta de calamar. 

Ya había comido una buenísima ensalada de nopal (la hoja de la chumbera) en Quintonil. No me gusta mucho esa hoja carnosa y acuosa del nopal pero aquella mezcla me encantó. Lo mismo me ha pasado con este ceviche de nopal que en España sería casi como una pipirrana perfectamente aliñada. La textura se la pone una pequeña tostada y el salero la sal de Colima

El salpicón de res es como el carpaccio mexicano. En este la carne finamente cortada es de una calidad sobresaliente y los toques picantes resultan punzantes y deliciosos. 

Otro cantar es ya el carabinero, guajillo (un tipo de chile) y cítrico, extremadamente picante para cualquier español. A mí me ha gustado mucho pero no por eso soy incapaz de darme cuenta. El carabinero en un punto perfecto de cocción se complementa con la salsa roja de ese chile que no es de los más picantes. La intensidad del sabor del marisco es capaz de aguantar el fuerte picante de la salsa.  

Llega ahora un potecito (incluso pequeño para bebés) que contiene una sabrosa sopa: chilpachole, camarón y chicharrón de bacon. A ella se le añaden a modo de tropezones el bacon frito y los camarones secos. 

La quesadilla de flor de calabaza y huitlacoche es una delicada flor de calabaza -que tanto usan los mexicanos como tan poco nosotros, vaya usted a saber por qué-, suavemente rebozada y rellena de queso. La salsa es chispeante y en ella se moja esta especie de croqueta vegetal. Se hace de chile morita ahumado. 

Llegan para acabar los tres platos «fuertes». El primero es la quintaesencia de este menú de liliputienses (y si no fíjense en la foto): lenguado, frijoles meneados, cebollas encurtidas. Hay que tener mucho mérito para conseguir un cuadradito de lenguado de 2cm de lado aunque es tan rentable (el menú cuesta 83€ por cabeza) como osado. El adobo de chiles habanero y  serrano es picante y aromático y los frijoles meneados (por mucho tiempo cocinados) son un dulce contrapunto. 

El taco de cerdo ibérico, tomatillo verde (así escrito) recuerda a la antigua casa y es México en estado puro. La tortilla es de un denso y profundo maíz morado, de ahí su color. Fue con él cuando me convencí que todo iba ser algo escaso y al ser preguntado lo dije. Ofrecen pedir al acabar unos tacos, algo así como que te digan El Celler que en caso de hambre te hacen un par de huevos fritos con chorizo

El mole negro Juana Amaya, que tardó más  de lo razonable, se acompaña de una explicación etnográfica para tiempos de neoindigenismo. Parece ser que Roberto ha aprendido esta gran salsa mexicana -y mundial- de la dama así llamada y ha descubierto que los moles son anteriores a nuestra llegada. Jamás he visto nada semejante documentado y todo son bellas historias de monjas hacendosas e innovadoras que crearon esta maravilla para su obispo con cuanto había en su cocina, en especial chocolate. Ahora resulta que tampoco lleva chocolate sino cacao y chilguacle negro. En fin…, pero como era de esperar, está mucho más amargo y fuerte que el tradicional. De todos modos, es tan bueno, que indígena o criollo, es una cumbre de la cocina y Roberto Ruiz lo borda. Se acompaña -para mojar- de una insólita tortilla de plátano demasiado dulzona. También sorprende que el mole se sirva con pichón, solución poco mexicana aunque muy a la moda. Este año lo he comido tanto que ya me pregunto si serán salvajes o de pichifactoría. 

Amablemente nos vuelven a preguntar si queremos la orden de tacos ofrecida y al decir que ya no pega mucho, que merendaremos, la maitre nos anima: «mejor, así merendarán con más apetito…»

Solo hay un postre y nos lo sirven con el undécimo «que lo disfruten». Es la nueva moda que sustituye al más castizo «que aproveche». Es verdad que en casa siempre me advirtieron contra esa expresión pero, ya puestos, la prefiero a esta cursilada. El postre cítrico es poco mexicano pero no pasa nada, porque esta cocina excelsa es más débil en los postres y porque además está recreación Ruiziana del pastel de limón es simplemente espectacular. Suave merengue, crujiente galleta, untuosa crema de limón, fresquisimo helado, quebradizo cristal y hasta unas migas frescas que se funden en el paladar. Toda una sinfonía del limón que abarca de lo más dulce a lo más ácido. 

También son buenas las mignardises que ofrecen canutillos de naranja, trufas, unas cocadas muy secas y frambuesas con mezcal una buena mezcla de fruta y alcohol   

Llegados a este punto se preguntarán si me ha gustado (mucho) y si me gusta más ahora y es ahí donde no sé qué decir porque no acabo de entender el cambio, ni el elevado precio, ni las raciones microscópicas, ni la falta de una carta, especialmente en un restaurante para menos de treinta personas. Solo me lo explico por un deseo de mejorar hacia una alta cocina que ya se practicaba o una llamada de la fama o de los cocineros estrella, los que practican el menú, la sofisticación verdadera y la revolución, pero todo eso sin pasar por estadios intermedios. Con todo, insisto que me ha gustado, Roberto Ruiz es uno de los grandes cocineros mexicanos del mundo mundial y por eso le deseo que no se haya equivocado y que la llamada a la excelencia haya sido tal y no los cantos de sirena que a los marineros incautos estrellaban contra las rocas del deseo y la vanidad. 

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Solla en Madrid

Donde antes se encontraba una de las cafeterías más clásicas y anticuadas de Madrid, en la elegante calle de Velazquez esquina a la de Goya, se alza ahora un precioso e informal restaurante llamado Atlántico, casa de petiscos. Nunca pensé que aquella polvorienta cafetería fuera tan grande, porque Atlántico dispone de una buena barra con mesas altas, una zona de mesas para dos pegadas a la pared -que hay que evitar como la peste por su proximidad al ruidoso bar-, una preciosa sala con un lucernario que la colma de luz natural y hasta un coqueto comedor privado, separado del resto -o unido, según se vea- por una pared de sogas. 

El ambiente es pretendidamente  tabernario y bohemio chic (bohochic para cursis y estilistas, lo que viene a ser lo mismo), una elegancia muy del barrio de Salamanca, obtenida a base de ríos de luz, leves detalles marineros, desnudas paredes de ladrillo, enormes lámparas entre portuarias e industriales y espigadas vigas, ora falsamente oxidadas ora de viejas maderas. El toque más gallego está en el precioso azulejo del pulpo y en una composición de platos blanquiazules como los de Sargadelos

No sé si habría acudido a Atlántico tan ilusionado como lo he hecho si no fuera por el nombre de su impulsor, Pepe Solla, uno de los grandes cocineros gallegos. Después de probar su excelente cocina tengo la sensación que esta es su segunda marca como Arriba para Freixa, StreetXo para Muñoz o Estado Puro para Roncero. Estupendas segundas, desde luego, y es que todos los grandes pintores también hacen buenos grabados o los modistos pret a porter. 

Las mesas están desnudas, como es ahora norma general, pero tienen buenas servilletas y un pequeño y gracioso azulejo portacubiertos, pero no se alarmen, no es como en los chinos, se cambian con cada plato. 

Empezar por un gazpacho es lo menos gallego que se presta, pero lo bueno es bueno en todas partes y un gran cocinero se puede atrever con todo. Este era excelente y el picadillo de jamón frito acompaña muy bien. 

Seguir por unas sardinas ahumadas con  queso y helado de tomate es una opción muy veraniega. Estas son suculentas, con el punto justo de ahumado y los delicados toques de brotes, queso y sorbete de tomate la compañía perfecta. 

La centolla desmigada con mayonesa de wasabi me asustó al principio por si la salsa embadurnaba el marisco y más aún cuando vi el tostado de la superficie, porque esta opción de tostados y gratinados engrasa la mayonesa hasta hacerla exageradamente empalagosa. Pues bien, ni una cosa ni otra. La mayonesa es más bien una suave espuma nada grasa y el toque de wasabi realza el sabor de la centolla cómo podría hacerlo el de un buen Jerez y el plato resulta delicioso aunque más bien feúcho. 

La sorpresa llegó con el pulpo. Visto pasar una y mil veces, lo añadimos sobre la marcha. En mala hora. No es tan infrecuente, pero siempre me sorprende quien triunfa en lo complejo y fracasa en lo fácil. No es que fuera tan malo pero aprovechan hasta el extremo de la pata y el punto es algo rígido y chicloso. Para colmo, 24€, casi lo más caro de la carta. Para que se hagan idea comparativa la merluza de Celeiro cuesta 19€ y el desmigado de centolla 12€. 

La caldeirada de pescado del día pronto me hizo olvidar la mediocridad del pulpo. Era de una corbina extraordinaria, su punto era perfecto y el toque picante aún más. Se bañaba en un riquísimo caldo de pescado y verduras y reposaba en un etéreo puré de patatas además de sobre grelos y tiras de calabacín. Deliciosa. 

También muy bueno el entrecotte de vaca gallega aunque poner el pedazo tan cerrado no es muy atractivo. En la foto se lo he abierto para, gratuitamente, darles ideas. Una gran carne, un punto correcto y algún exceso de sal. Con lo fácil que es poner un potecito o un salero para que los más salados maten el sabor de la carne a golpe de sal… 

No he entendido muy bien por qué todos los postres se sirven como potitos Bledine. Uno pase, ¡pero todos! Da igual que sean de chocolate, tarta de limón, o frutas tropicales

Esa torpe presentación me ha quitado un poco las ganas, por lo que nos hemos conformado con una muy buena tarta de manzana con almendras y canela que mezclaba en el potito un sorbete, crema, pedacitos de manzana y otros hojaldrados. La mezcla de todo muy buena. 

Atlántico me ha gustado en conjunto, algunos platos mucho y el lugar -a pesar del ruido- aún más. Sin embargo, sepan que estamos ante una casa de comidas ilustrada que apenas empieza y con un deficiente aunque voluntarioso servicio, pero en la que el buen producto, las delicias de la cocina gallega y el talento de Pepe Solla aparecen por doquier. No es poco. 

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Vencidos de la vida 

 El Chiado es a Lisboa los que Montmartre y Montparnasse a París o, más propiamente, lo que Bloomsbury a Londres. Poblado por los escritores elegantes que conformaron intelectualmente el Portugal decimonónico, cobijó en sus refinadas calles a su grupo más sofisticado, Los Vencidos de la Vida, un ramillete de celebridades que se juntaban para perorar y filosofar, pero también para gozar, hasta tal punto que uno de sus miembros más tardíos y famosos, Eça de Queiroz, lo definió como Grupo jantante o sea, que cena, cenante

Las callles de este barrio están llenas de algarabía turística, mendigos cantantes, saltimbanquis y tragafuegos, soberbias iglesias, juerguistas expulsados del Bairro Alto, matrimonios merendantes y todos los rescoldos de un romanticismo culto y chic que rezuma del empedrado, de los nombres de sus calles y de un fascinante club, el Gremio Literario, para acabar desbordándose en el delicado teatro de la ópera, el de San Carlos.

 Y allí, como no podía ser menos, en ese barrio pombalino erigido tras el mítico terremoto de Lisboa, que acabó con la ciudad, dañó Sevilla y hasta destruyó las caballerizas reales de Fez, se encuentra la Plaza de la Academia Nacional de Bellas Artes y en ella el restaurante Tágide, durante años, los ochenta, el más elegante de Lisboa, más que por su comida y su exquisita decoración, por sus inigualables vistas. Hablar de inigualables vistas en la ciudad de los miradores, cuajada de esquinas asomadas a impresionantes panoramas, es arriesgado en demasía pero contemplar, desde el Chiado, la Baixa, Alfama y Castelo no es cosa baladí. Encaramados sobre bellos balcones de filigrana de hierro, sus ventanales muestran un lienzo de ese río que por aquí es tan ancho que parece un mar, todos los rosas y amarillos de esta cuidad ondulante de luces y olas, la mancha verde de los pinos del castillo de Sao Jorge y las gaviotas que se abaten sobre cúpulas oscuras, airosos campanarios, frágiles torres y cresterías modernistas.

  
Lo de la refinada decoración tampoco es de extrañar cuando se sabe obra del rey de los estetas decadentes, Duarte Pinto Coelho, quien llenó los salones de bellas lámparas de latón y cristal, azulejos blancos y azules del XVIII y pequeñas fuentes de piedra. Todo eso continúa pero es ya lo único que permanece, de no ser la memoria de los tiempos felices. Así que se preguntarán que por qué voy a hablarles de Tágide si tampoco es tan bueno. La razón es simple y es que se trata de uno de los restaurantes con vistas más bellos del mundo.


Si la mente está cansada o el cuerpo exhausto, si se quiere festejar el amor o curar las heridas, si se ama la belleza o los senderos de agua, si se quiere ver, o mejor soñar, este es el lugar perfecto. Además la vista no cotiza y los precios son moderados, especialmente a mediodía, cuando la carta se acorta y ofrecen menús de 18 y 25€. L

Entre esas cosas a las que nunca me puedo resistir están las ameijoas bulhao pato (con ajo y cilantro) y las de aquí son de buena calidad y están bien hechas.

 Lo mismo sucede con el más delicioso de los embutidos portugueses, la alheira, un gran invento que debemos a los judíos y a su eterno sufrimiento. Convertidos a la fuerza, elaboraban este manjar con apariencia de salchicha, pero lo rellenaban de carne de caza o de cualquier otra que no fuera cerdo, para que así parecer que comían chorizo cuando en realidad consumían las más exquisitas carnes. Como es un plato fuertemente graso, los portugueses tienen el acierto de acompañarlo de verdura (casi siempre grelos) y a veces, de manzana e incluso naranja.

 El bacalhau a brás (dorado para la mayoría de los españoles) tampoco es fácil hacerlo mal y este, además de muy abundante, está jugoso por no muy hecho y crujiente por efecto de las patatas paja que lo coronan.

  Pero si el a brás me había parecido algo insípido, confirmé esta sensación en el bacalao Tágide, con jamón, batata a murro (golpeadas y después asadas), grelos y crema de garbanzos y tahini (hummus para el resto del mundo). Debe ser que esta vez lo desalaron en demasía o que lo hacen así siempre para complacer a los turistas más sutiles porque, como podrán imaginar, este es un muy turístico lugar.

 Para acabar una buena mousse de chocolate que sirven en vaso -hay cierto cuidado en las presentaciones- y es mezcla de blanco y negro, migas de galleta y algo de sal porque, para quien no lo sepa, ese toque refuerza el sabor del chocolate negro y lo hace aún más delicioso.

 El servicio es atento y con buenas maneras y las mesas disponen de manteles de algodón, algo que empieza a ser infrecuente hasta en restaurantes tan estrellados como Noma, DiverXo o Akrame. La comida tampoco es mala, como han visto, y los precios moderados, así que todo invita a dejar vagar la vista por los infinitos colores de Lisboa, a navegar con la imaginación por las apacibles aguas de Tajo y a solazarse en suma, con la callada música de la belleza.

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