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El segundo mejor de 2019: sublime Aponiente

Un restaurante pluscuamperfecto porque la arriesgada y enormemente creativa cocina marina de Ángel León, se sirve en uno de los más bellos emplazamientos que se puedan imaginar, un molino de agua que funcionaba con el flujo de las mareas, en medio de un bello parque natural plagado de aves.

Aponiente era el único tres estrellas que me faltaba, pero había que viajar hasta El Puerto de Santa María, cosa agradable, pero no tan fácil para mi. Y ya sabia a estas alturas de la belleza del local y también conocía la excelente y muy arriesgada cocina de Ángel León, el famoso chef del mar. Sin embargo, la sorpresa fue mayúscula cuando cruzamos las vías del tren por un lugar bastante céntrico de la cuidad y tomamos la dirección del mar, en un páramo desierto y apenas orlado con algunas naves. El enclave es un parque natural que acaba en el mar y está atravesado por un brazo del río Guadalete, que se llena al ritmo de las mareas y en cuyo légamo picotean indolentes varios tipos de aves. El atardecer difumina las luces y hace los contornos más blandos y suaves. En ese paraje tan idílico, antes solo había trabajo y no el menor el del molino de las mareas que hora ocupa el restaurante. Aprovechando estas como fuerza motriz, penetraban las aguas y se convertían en polvo de harina. Ahora siguen entrando pero ya solo valen para poner melancolía a la tarde y para embellecer la ya de por sí muy bella cocina de Ángel León. La decoración acompaña, pero es muy inferior a la obra arquitectónica, plagada dureza y rugosidad de piedra, cemento y acero corten y con la sola suavidad de los inmaculados manteles de hilo. El restaurante más bello de España, más que Akelarre que gana a fuerza de mar y San Sebastián, más que el bello relicario de cristal que es El Celler, más también que Coque que, sin embargo, le da mil vueltas con la decoración. Sin embargo, ninguno cuenta con esta maravillosa mezcla de naturaleza y arquitectura. Todo es enorme y deslumbrante y por eso se disfruta más de día. Por eso y por la disparatada iluminación blanca y hospitalar del comedor. Decir que en un tres estrellas Michelin, el servicio es perfecto es un absurdo pero aquí unen a la profesionalidad, un maravilloso y muy andaluz sentido de la hospitalidad (aunque yo no acabe de ver esto de tutear al cliente). Ya nos esperan a pie de coche para conducirnos por una bella avenida cortada por la imponente fachada y en cuyo lado izquierdo se alza un pequeño bar de cristal repleto de camareros, cocineros y hasta camarones, estos en pecera, claro está. Los aperitivos llegan con un muy discutible espumoso de Tintilla de Rota pero León es profeta de su tierra y eso le honra. No obstante, acompaña razonablemente a un falso blini de ostión y caviar que más parece un dulce recubierto de intensa crema e interior helado.

A continuación una de las grandes invenciones del chef, los embutidos marinos. Su aspecto es idéntico a los cárnicos. Son papada de cazón, mortadela de lubina y sobrasada de caballa. La sorpresa es que, respetando aspecto y textura, cuando se comen sorprenden por su sabor a pescado. Impresionantes.

Algo parecido sucede con el canelé, idéntico al dulce de Burdeos, pero verde y de sardinas de barril. Además, esconde en su interior una punzante salsa de mostaza. Es un bombón muy delicado y frío, aún más sabroso gracias a un toque de pepinillos en vinagre.

Me encantó la versión de los muslitos Alaska y es que me encanta la cocina de bar -incluso la más hortera y ochentera- reinterpretada por los grandes chefs. El viejuno aperitivo de bodas y banquetes se hace aquí con coñeta, salsa rosa a partir de una holandesa y hasta la pinza se come porque está descalcificada.

Para acabar, un plato mítico del chef, la tortillita de camarones. No puede ser más bonita con su comestible encaje de bolillos, pero es que sabe más y mejor al elaborarse con harina de camarones deshidratados y sin gota de grasa. Para alegrar y dar color, tan solo unos puntitos de emulsión de perejil. El paseo hasta el comedor es delicioso. El molino en todo su esplendor y a la izquierda la bodega y la enorme cocina y a la derecha el banquete de los pájaros en el crepúsculo. Para empezar, y una vez recuperado de la fantástica carta de vinos, unos percebes a la sal. Parece una tontería peor no lo es. Son los mejores de mi vida y es que León ha descubierto un increíble sistema de cocinado a la sal que es pura magia. Rociado el alimento con un agua en su límite de sal, el liquido reacciona al contacto con los otros elementos y se solidifica, se endurece y se calienta, acabando el proceso. Un químico se lo podrá explicar pero yo no. Los percebes están templados, levemente salados y se sacan solos de la piel (gran alegría) gracias a un pequeño corte. Elegancia máxima.

Después un aperitivo popular hecho entrada: gazpacho, boquerones y aceitunas, salvo que estas están en pedacitos y son rociadas por un delicioso y especíado gazpacho de zanahoria y comino, tan diferente como sabroso.

El flan de huevas de lisa es un perfecto trampantojo y un bello plato que no pude acabar por su contundencia. En crema -y no estallando en la boca- las huevas intensifican su sabor hasta límites insospechados. El chantilly de crema agria y vainilla ayuda pero no puede. El primer bocado llena nariz y paladar. Es muy bueno. Es muy bestia.

Para aligerar un poco, menos mal, un barquillo deplancton increíblemente crujiente, relleno de un alegre tartar de albacora, picantito de wasabi. Muy sencillo pero de un gran equilibro entre sabor y textura.

Otro plato mágico (y muy fuerte) es el gazpachuelo de cañailla y agua de chirla. Afortunadamente es más suave y elegante que un gazpachuelo normal y además cambia de blanco a rosa al mezclarlo, por efecto de la púrpura que es un tinte natural que se encuentra en la cañaílla. Y que buenas están las humildes cañaíllas

Se completa el plato con otro imposible de acabar. La ligereza de la concha de cristal engaña porque contiene una bomba en forma de parfait de cañaílla con cebolla caramelizada y crujiente. La crema es tan potente como la de huevas de lisa y para mi, basta con un bocadito.

Llega a la mesa un pececillo completamente crudo. Algo así como un gallo diminuto o una lenguadina. Es un tapaculo que hemos de someter al mismo proceso que los percebes. La sal convertida en sólido lo sepulta y momificado de este modo se lo llevan a la cocina para acabarlo.

Mientras, llega el que quizá sea el mejor plato de esta parte, unas navajas rellenas con un delicioso guiso de habitas y cubiertas con consomé de mojama. Es un plato tibio de gran sutileza que se completa con unos pedacitos de jamón. Las navajas a modo de transparentes raviolis marinos dan un punto excelente a la verdura guisada.

Vuelve el tapaculo con una meuniere elaborada con una mantequilla singular porque se macera con caviar durante un año, lo que consigue convertir en espectacular un pescado más bien insípido.

Venía ahora una ostra, pero estoy harto de ostras y de pichón, tanto que estoy pensando decir que soy intolerante a ambas cosas. Me la han cambiado por un sabroso morrillo de atún en adobo con pepino osmotizado y hoja de col de Bruselas deshidratada. Muy bueno de sabores y texturas.

Conocía otra genialidad de León: la chuletita de lubina. Trata al lomo y usa las espinas como si fuese un carré de cordero y lo empana y acompaña de una salsa sobreusa (de aprovechamiento)que se utilizaba en Andalucía para cocinar las sobras de pescado. Crujientes, intensas y sabrosas.

Y más tipismo sobresaliente porque me ha encantado el guiso de choco a la cochambrosa, una preparación que sería sencilla si no fuese por la extraordinaria salsaholandesa de tinta y un adictivo crujiente de puntillón. Ademas, unas miniverduritas que le sientan muy bien.

También complejo y lleno de sabor el guiso de cangrejo boca (un crustáceo autóctono) con vainilla y quinoa crujiente. Se guisa intensamente con cebolla, Armagnac, oloroso y muchas otras cosas.

Ya es difícil seguir, pero es imposible resistirse al pollo asado marino, una broma culta y ecologista del chef. Si los pollos se alimentan de harina de pescado y estos con harinas hechas co restos de pollo, confundiéndose todo ¿por qué no hacernos pensar con un pollo marino? Usa un pez que se llama tomaso y lo asa como un pollo. Salsa de espinas para aprovechar estas, limón marroquí, salicornia, cebolla confitada y la piel crujiente.

Cuando parecía imposible seguir, llega el último y brillante plato, el botillo de atún una recreación del embutido del Bierzo con las partes equivalentes del atún y macerado y sazonado con lo mismo. Curado y ahumado después, ofrece un sabor fuerte y asombroso y, lo siento, mucho más elegante y delicioso que el cárnico.

Menos mal que la piedad se llama aquí helado de lima y albahaca. Frescura cítrica y sosegante presentada como una elegante ensalada con uva macerada en fino y rociada con una sopa fría de albahaca y sudasi. Muy bueno y perfecto en este momento.

Y para acabar, un postre que me encantó a pesar de -o gracias a- su barroquismo: merengue seco relleno de ganache de chocolate blanco con plancton y toques de wasabi que se quiebra en la mesa para cubrirlo de fresas, en coulis, shot, al natural, etc. Y ello con grandes resultados por su ligereza y por mezclar tantos sabores respetándolos y llenando de matices el resultado final. A Poniente es tan brillante como sorprendente. Solo quiere mar y hasta es capaz de convertir el pescado en carne, practicando brillantemente la cocina de Km 0 con admirable devoción por esta tierra. Además arriesga e innova abriendo nuevos caminos. A veces es difícil pero siempre resulta apasionante, quizá porque estamos ante un revolucionario cocinero investigador que se adelanta a su tiempo. El Ferrán Adriá de los mares del sur.

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Aponiente

Aponiente era el único tres estrellas que me faltaba, pero había que viajar hasta El Puerto de Santa María, cosa agradable pero no tan fácil para mi. Y ya sabia a estas alturas de la belleza del local y también conocía la excelente y muy arriesgada cocina de Ángel León, el famoso chef del mar.

Sin embargo, la sorpresa fue mayúscula cuando cruzamos las vías del tren por un lugar bastante céntrico de la cuidad y tomamos la dirección del mar, en un páramo desierto y apenas orlado con algunas naves. El enclave es un parque natural que acaba en el mar y está atravesado por un brazo del río Guadalete, que se llena al ritmo de las mareas y en cuyo légamo picotean indolentes varios tipos de aves. El atardecer difumina las luces y hace los contornos más blandos y suaves.

En ese paraje tan idílico, antes solo había trabajo y no el menor el del molino de las mareas que hora ocupa el restaurante. Aprovechando estas como fuerza motriz, penetraban las aguas y se convertían en polvo de harina. Ahora siguen entrando pero ya solo valen para poner melancolía a la tarde y para embellecer la ya de por sí muy bella cocina de Ángel León. La decoración acompaña, pero es muy inferior a la obra arquitectónica, plagada dureza y rugosidad de piedra, cemento y acero corten y con la sola suavidad de los inmaculados manteles de hilo. El restaurante más bello de España, más que Akelarre que gana a fuerza de mar y San Sebastián, más que el bello relicario de cristal que es El Celler, más también que Coque que, sin embargo, le da mil vueltas con la decoración. Sin embargo, ninguno cuenta con esta maravillosa mezcla de naturaleza y arquitectura. Todo es enorme y deslumbrante y por eso se disfruta más de día. Por eso y por la disparatada iluminación blanca y hospitalar del comedor.

Decir que en un tres estrellas Michelin, el servicio es perfecto es un absurdo pero aquí unen a la profesionalidad, un maravilloso y muy andaluz sentido de la hospitalidad (aunque yo no acabe de ver esto de tutear al cliente). Ya nos esperan a pie de coche para conducirnos por una bella avenida cortada por la imponente fachada y en cuyo lado izquierdo se alza un pequeño bar de cristal repleto de camareros, cocineros y hasta camarones, estos en pecera, claro está.

Los aperitivos llegan con un muy discutible espumoso de Tintilla de Rota pero León es profeta de su tierra y eso le honra. No obstante, acompaña razonablemente a un falso blini de ostión y caviar que más parece un dulce recubierto de intensa crema e interior helado.

A continuación una de las grandes invenciones del chef, los embutidos marinos. Su aspecto es idéntico a los cárnicos. Son papada de cazón, mortadela de lubina y sobrasada de caballa. La sorpresa es que, respetando aspecto y textura, cuando se comen sorprenden por su sabor a pescado. Impresionantes.

Algo parecido sucede con el canelé, idéntico al dulce de Burdeos, pero verde y de sardinas de barril. Además, esconde en su interior una punzante salsa de mostaza. Es un bombón muy delicado y frío, aún más sabroso gracias a un toque de pepinillos en vinagre.

Me encantó la versión de los muslitos Alaska y es que me encanta la cocina de bar -incluso la más hortera y ochentera- reinterpretada por los grandes chefs. El viejuno aperitivo de bodas y banquetes se hace aquí con coñeta, salsa rosa a partir de una holandesa y hasta la pinza se come porque está descalcificada.

Para acabar, un plato mítico del chef, la tortillita de camarones. No puede ser más bonita con su comestible encaje de bolillos, pero es que sabe más y mejor al elaborarse con harina de camarones deshidratados y sin gota de grasa. Para alegrar y dar color, tan solo unos puntitos de emulsión de perejil.

El paseo hasta el comedor es delicioso. El molino en todo su esplendor y a la izquierda la bodega y la enorme cocina y a la derecha el banquete de los pájaros en el crepúsculo. Para empezar, y una vez recuperado de la fantástica carta de vinos, unos percebes a la sal. Parece una tontería peor no lo es. Son los mejores de mi vida y es que León ha descubierto un increíble sistema de cocinado a la sal que es pura magia. Rociado el alimento con un agua en su límite de sal, el liquido reacciona al contacto con los otros elementos y se solidifica, se endurece y se calienta, acabando el proceso. Un químico se lo podrá explicar pero yo no. Los percebes están templados, levemente salados y se sacan solos de la piel (gran alegría) gracias a un pequeño corte. Elegancia máxima.

Después un aperitivo popular hecho entrada: gazpacho, boquerones y aceitunas, salvo que estas están en pedacitos y son rociadas por un delicioso y especíado gazpacho de zanahoria y comino, tan diferente como sabroso.

El flan de huevas de lisa es un perfecto trampantojo y un bello plato que no pude acabar por su contundencia. En crema -y no estallando en la boca- las huevas intensifican su sabor hasta límites insospechados. El chantilly de crema agria y vainilla ayuda pero no puede. El primer bocado llena nariz y paladar. Es muy bueno. Es muy bestia.

Para aligerar un poco, menos mal, un barquillo de plancton increíblemente crujiente, relleno de un alegre tartar de albacora, picantito de wasabi. Muy sencillo pero de un gran equilibro entre sabor y textura.

Otro plato mágico (y muy fuerte) es el gazpachuelo de cañailla y agua de chirla. Afortunadamente es más suave y elegante que un gazpachuelo normal y además cambia de blanco a rosa al mezclarlo, por efecto de la púrpura que es un tinte natural que se encuentra en la cañaílla. Y que buenas están las humildes cañaíllas

Se completa el plato con otro imposible de acabar. La ligereza de la concha de cristal engaña porque contiene una bomba en forma de parfait de cañaílla con cebolla caramelizada y crujiente. La crema es tan potente como la de huevas de lisa y para mi, basta con un bocadito.

Llega a la mesa un pececillo completamente crudo. Algo así como un gallo diminuto o una lenguadina. Es un tapaculo que hemos de someter al mismo proceso que los percebes. La sal convertida en sólido lo sepulta y momificado de este modo se lo llevan a la cocina para acabarlo.

Mientras, llega el que quizá sea el mejor plato de esta parte, unas navajas rellenas con un delicioso guiso de habitas y cubiertas con consomé de mojama. Es un plato tibio de gran sutileza que se completa con unos pedacitos de jamón. Las navajas a modo de transparentes raviolis marinos dan un punto excelente a la verdura guisada.

Vuelve el tapaculo con una meuniere elaborada con una mantequilla singular porque se macera con caviar durante un año, lo que consigue convertir en espectacular un pescado más bien insípido.

Venía ahora una ostra, pero estoy harto de ostras y de pichón, tanto que estoy pensando decir que soy intolerante a ambas cosas. Me la han cambiado por un sabroso morrillo de atún en adobo con pepino osmotizado y hoja de col de Bruselas deshidratada. Muy bueno de sabores y texturas.

Conocía otra genialidad de León: la chuletita de lubina. Trata al lomo y usa las espinas como si fuese un carré de cordero y lo empana y acompaña de una salsa sobreusa (de aprovechamiento) que se utilizaba en Andalucía para cocinar las sobras de pescado. Crujientes, intensas y sabrosas.

Y más tipismo sobresaliente porque me ha encantado el guiso de choco a la cochambrosa, una preparación que sería sencilla si no fuese por la extraordinaria salsa holandesa de tinta y un adictivo crujiente de puntillón. Ademas, unas miniverduritas que le sientan muy bien.

También complejo y lleno de sabor el guiso de cangrejo boca (un crustáceo autóctono) con vainilla y quinoa crujiente. Se guisa intensamente con cebolla, Armagnac, oloroso y muchas otras cosas.

Ya es difícil seguir, pero es imposible resistirse al pollo asado marino, una broma culta y ecologista del chef. Si los pollos se alimentan de harina de pescado y estos con harinas hechas co restos de pollo, confundiéndose todo ¿por qué no hacernos pensar con un pollo marino? Usa un pez que se llama tomaso y lo asa como un pollo. Salsa de espinas para aprovechar estas, limón marroquí, salicornia, cebolla confitada y la piel crujiente.

Cuando parecía imposible seguir, llega el último y brillante plato, el botillo de atún una recreación del embutido del Bierzo con las partes equivalentes del atún y macerado y sazonado con lo mismo. Curado y ahumado después, ofrece un sabor fuerte y asombroso y, lo siento, mucho más elegante y delicioso que el cárnico.

Menos mal que la piedad se llama aquí helado de lima y albahaca. Frescura cítrica y sosegante presentada como una elegante ensalada con uva macerada en fino y rociada con una sopa fría de albahaca y sudasi. Muy bueno y perfecto en este momento.

Y para acabar, un postre que me encantó a pesar de -o gracias a- su barroquismo: merengue seco relleno de ganache de chocolate blanco con plancton y toques de wasabi que se quiebra en la mesa para cubrirlo de fresas, en coulis, shot, al natural, etc. Y ello con grandes resultados por su ligereza y por mezclar tantos sabores respetándolos y llenando de matices el resultado final.

A Poniente es tan brillante como sorprendente. Solo quiere mar y hasta es capaz de convertir el pescado en carne, practicando brillantemente la cocina de Km 0 con admirable devoción por esta tierra. Además arriesga e innova abriendo nuevos caminos. A veces es difícil pero siempre resulta apasionante, quizá porque estamos ante un revolucionario cocinero investigador que se adelanta a su tiempo. El Ferrán Adriá de los mares del sur.

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La Bien Aparecida de luxe

Cuando les hable de La Bien Aparecida alabé su decoración, así como su cocina sencilla y sabrosa de honda raíz popular. Sin embargo, veía en las redes sociales platos mucho más sofisticados que yo no encontraba en la carta. Hasta que un día conocí en unos premios a su chef, José de Dios Bueno, y preguntado sobre el particular me contó que eso era porque nunca pedía el menú degustación. Así que allá me fui y lo hice. Me encantó el refinamiento añadido y el mucho conocimiento clásico que demostraba. Así lo dije en Instagram y Twitter y el propietario del restaurante se enfadó diciendo que todo eso estaba en la carta. Decidí qué tan intemperante caballero no merecía que siguiera hablando ni publicando sobre su restaurante y así lo hice.

Sin embargo, seguí yendo al restaurante porque es el único que verdaderamente me gusta de su grupo y porque lo merece sobradamente. Tras la última experiencia, he pensado que el enorme talento de José de Dios no merece que yo no lo pregone por culpa de los malos modales -dejamos para otro día la polémica sobre si una persona que vive del público debe hacer otra cosa que dar las gracias a sus clientes- de su jefe, por lo que procedo a contarles un espléndido menú que les recomiendo, desde ya, muy vivamente.

Los aperitivos son unos pequeños bocados, muy elegantes y de intenso sabor, que llegan todos juntos: el bombón de mejillón y pan de semillas es puro sabor, intenso y profundo de escabeche, pero aún está mejor la espléndida versión de la gilda de bonito ahumado y chiles porque es un poderoso bombón líquido con el vinagre y la guindilla que estalla en la boca.

El barquillo de anguila (ahumada) y sisho es un cornete que rebaja la fuerza del pescado y mezcla dos texturas, blanda y crujiente, al igual que el steak tartare de novilla y crema fina de sésamo es una suerte de bocadillo crispy con un picante perfecto.

Y falta solo el agua de mar y mango, un gran caldo en el que se sumerge una esferificación de mango que se rompe en la boca y endulza el caldo marino y las flores de ajo.

Le gustan las flores al chef y comparto esa predilección. También las usa en un espléndido, y fuerte de vinagre, ajoblanco de tomate, copos de coliflor y erizo gallego. Varias texturas de coliflor (láminas crudas y esferificación) y un delicioso erizo que se mezcla bien con el ajoblanco al que se incorpora un poco de agua de tomate que se nota poco.

Berenjena a la brasa, anchoa y flores de primavera es una suave y tierna berenjena japonesa con toques ahumados que aligera una muy buena anchoa. Tiene además un sabroso pesto de hierbas anisadas y un buen toque de aceite de café.

Los guisantes nuevos, jugo de cebolla tostada y Angélica estaban muy buenos porque los guisantes eran excepcionales y se bañaban en un intenso jugo de cebolla, pero eran demasiado simples comparados con el resto de los platos. Quizá un descanso de lo ya paladeado y una preparación para lo que venía, una inmersión profunda en la alta cocina hispano francesa.

Y es que las habas tiernas, meloso de langosta y pil pil de sus vainas tienen una salsa de langosta y mantequilla muy francesa. Se acompaña de unas delicadas habas a la crema. Me encantan ambas preparaciones pero mejor por separado ya que tantas cremosidades juntas me han resultado algo empalagosas. Sin mezclar son ambas una delicia, como la langosta asada al josper y de punto impecable.

Los espárragos de Tudela son tiernos y un punto amargos, pura primavera, y se acompañan de un espumoso sabayón de ave lleno también reminiscencias francesas.

Purrusalda (pasta fresca, crema fina de ajos y bacalao) es un plato complejo y redondo. Una base de suave emulsión de patata, ajo y puerro sobre la que se coloca una finísima pasta rellena de brandada de bacalao y de unas delicadas kokotxas de merluza, toda una sinfonía de sabores marinos y vegetales.

Las vieiras asadas con jugo de hinojo es también un plato muy elegante y afrancesado aunque solo fuera por el empleo del hinojo. Además, la muselina espumosa sabe a crema y mantequilla y esconde algo de eneldo fresco y trozos de hinojo crudo. Me ha encantado aunque las vieiras quedan un poco escondidas.

El San Martín con beurre blanc de capuchina tiene un nombre que no deja lugar a dudas. El pescado está perfecto y la meunier que lo acompaña es magnífica. También el acompañamiento: unos crujientes tirabeques y una buena crema de los mismos.

Suprema de pintada trufada y jugo de levístico. Me encantan las aves y dentro de ellas, aprecio mucho la suavidad y dulzura de la pintada. En esta preparación se coloca la trufa entre la piel y la carne y se rocía con una salsa reducida y glaseada con un toque dulce del levístico. Muy elegante y clásico.

El foie asado con fondo de chipirones es un plato muy original en el que el pescado da un punto original y diferente al hígado. También la crema de remolacha aporta toques dulces y avinagrados que quedan muy bien.

El pepino fresco tras los «excesos» anteriores es una opción perfecta, fresca y desengrasante. Se trata de un buen sorbete de pepino con bolitas de merengue y gel de gin tonic, algo tan adecuado para un postre como para empezar un menú.

El postre en el pleno sentido de la palabra es una capuchina de café, dacquoise de almendra y cacao. Varias preparaciones de sabores intensos: un excelente helado de cacao, tarta de yema y café y una crujiente galleta con toques de clavo.

Y para acabar, con el café, otro bombón, como los del principio, pero esta vez dulce e igual de restallante: de galleta y laurel.

Ya se lo decía al principio. Es este un buen restaurante con un gran cocinero que los demuestra en cada plato, pero que en sus menús degustación despliega inteligencia, elegancia, creatividad y buen hacer. Se puede comer muy bien a la carta también, pero si no están demasiado hartos de esta modalidad del menú -aunque aquí no rija lo que yo llamo ya la tiranía del menú degustación- les recomiendo que vayan a probarlo porque solo así verán en todo su esplendor el magnífico trabajo de un gran profesional llamado, ya lo saben, José de Dios Bueno.

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Santerra

Les voy a hablar de un local que parece maldito. En apenas unos años este es el tercer restaurante que abre bajo su techo y lo malo es que el último, que estaba muy bien, Aduniaduró lo que un suspiro. Misterios del éxito y la fama que, me harto de decírselo, no siempre sonríe al mejor ni al más esforzado, contradiciendo así a los cursos de autoayuda y a las frasecitas de frigorífico. ¿Volvemos a recordar la muerte en soledad y pobreza de Mozart, Modigliani o Dostoyevsky? O lo que es peor, ¿los suicidios de Mayakovski o Van Gogh? Pues eso le pasó al anterior restaurante aunque menos dramáticamente.

Y así fue como uno de sus discípulos, también firme creyente en la cocina castellana y en las propias raíces, se quedó con el local y pidió su oportunidad, bautizándolo Santerra. Ojalá tenga éxito porque ya saben cuanto me gusta que la gente triunfe, especialmente cuando es gracias a la preparación, el esfuerzo y la osadía. Además el restaurante me ha gustado y ha tenido la inteligencia de no tocar una bonita decoración, ya que no entiendo esa manía de querer cambiar lo que funciona, especialmente cuando cuesta tanto esfuerzo y dinero. Ejemplos: los añadidos de Urrechu al bello The Hall o el estropicio de Amazónico sobre las bellas ruinas de Pan de Lujo.

Qué raro no arrasar y qué raro encontrarse en un restaurante con una carta normal en la que ni siquiera imponen un mal menú degustación (es sólo opcional y sencillito). Igual que Thackeray decía (¡¡¡en 1.873!!!) que ya hay tanta gente que se hace con un nombre que lo verdaderamente distinguíos es permanecer en la sombra, daría la sensación que lo verdaderamente transgresor es volver al menú tradicional, sin imposiciones ni exageraciones.

Antes de la llegada de los platos pedidos, buenos aperitivos, los primeros servidos con una decoración de bosque encantado: un buen melón marinado,emparedado en hojas de sisho y animado con unas cuantas huevas de salmón. Junto a él un recio merengue relleno de un intenso y aromático paté de paloma torcaz.

A continuación un bombón de queso manchego, servido sobre una cuchara, que me ha parecido de excelente sabor pero demasiado denso, lo que le confería una consistencia algo pegajosa.

Para empezar una correcta, nada más, ensalada de perdiz compuesta por numerosos verdes, algo de perdiz escabechada, daditos de manzana deshidratada y unas pocas, muy pocas, setas enoki.

Magnífico sin embargo el arroz de conejo con zanahorias mini muy buen perfumado con numerosas hierbas campestres, con varias preparaciones de conejo, todas en perfecto punto, como el arroz, y con el crujir agradable y fresco de las zanahorias.

Hacia años que no veía trucha en una carta, así que no me he resistido a pedirla, sobre todo porque anunciaba que era asturiana y porque me han anunciado que era salvaje. También por otra infrecuencia: la guarnición de berenjenas de Almagro. Demasiada cosas para resistirme. Y he hecho bien porque me ha encantado. El pescado se marina y después se glasea, lo que le otorga bellos colores anaranjados y ocres y un sabor con un delicioso toque dulce. Las berenjenas tienen varias preparaciones -de crudas a puré- y su toque avinagrado contratasta a la perfección con el rubio dulzor del glaseado.

También se glasea una deliciosa terrina de un cordero, pequeño, deshuesado y de sutil sabor. Aquí los matices dulces se potencian con varias texturas de maíz y algo de pesto, que no le va mal pero que tampoco le aporta gran cosa.

Si la carta y las preparaciones son a la antigua, y lo digo en el buen sentido, las porciones son antiquísimas, de la España del hambre, cuando se iba a comer para hartarse y no para deleitarse. Aún así estábamos bebiendo un excelente -y muy barato- Viña Tondonia de 2005 y pedía quesos a gritos. Lo que ven es «solo» media tabla de buenos quesos españoles de muy diferentes regiones. Bien escogidos y con originales acompañamientos dulces.

Elegir ya un postre era muy complicado pero tras tanta cantidad y variados sabores, el helado -helado y granizado- de tomillo, limón y perifollo resulta perfecto. Es suave y muy refrescante y todos los sabores, de nuevo naturales y muy campestres. Un colofón muy coherente al resto del menú.

Todavía hay que mejorar mucho el servicio y organizar ciertas ideas, porque no cualquier mezcla o aderezo funciona, pero es muy joven este lugar y hay tiempo. En cualquier caso, quién no posee errores de juventud. Lo que importa es que la cocina es buena, sensata, tradicional y delicadamente modernizada, el ambiente amable y el futuro, largo. ¡Vayan por favor!

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Menú de caza en Surtopía

Supongo que recordarán que me gustó mucho Surtopía, uno de los descubrimientos de este año. Si no lo recuerdan -no están obligados- pueden verlo pinchando aquí. Pues bien, ante aquella abundancia de atún en el menú y de una carta plagada de pescado, me faltaba corroborar, aunque ya lo suponía, que el chef José Calleja, también domina el mundo cárnico. Y ya les digo que lo hace, y de qué manera, nada más y nada menos que con un menú de temporada enteramente de caza. Así que habrá que ir bastante a este lugar que cuando el atún está en sazón se atuniza y cuando llega el otoño se carnifica.

Antes de lanzarnos a la caza, nos entona con un Bloody Sherry (yo prefiero llamarlo Sherry Mary) uno de mis cócteles favoritos que sustituye la dureza agreste y alcohólica del vodka por la suavidad civilizada del vino de Jerez. Para mayor tipismo, tiene sorpresa: una gilda sumergida en el brillante líquido. Se acompaña también de bombón de Picual, vainilla y cacao, una audaz mezcla a la que en mi opinión le sobra la vainilla.

Los panes de masa madre, de hogaza y de cereales, son muy buenos y van bien con todo, también con el intenso, aromático y reparador consomé de caza con huevo de codorniz y la pringá de perdiz de tiro, bello y típico nombre andaluz para un buen canapé de paté de perdiz.

Le ha salido un digno competidor a Mario Sandoval, el rey de los escabeches. Al menos eso pensé al probar el solomillo de jabalí en escabeche com su punto justo de acidez y muy bien contrastado con manzana verde encurtida y unos toquecitos de puré de manzana.

El pato salvaje confitado en manteca colorá y cítricos parte de una gran idea pero mal resuelta. La manteca colorá le da fuerza y gracia, pero que sea el fondo del plato, simplemente derretida, llena el conjunto de grasa pura y eso a mí… no me gusta nada. Menos mal que esos cítricos ayudan un poco.

Ahora bien, si esto parece una crítica, vayan mis más encendidos elogios a la tórtola al oloroso y su arroz trufado, quizá el mejor plato del menú y uno de los grandes arroces de este año, meloso, suave, de sabor fuerte y campestre, más una evocación mental que un placer del gusto. Excepcional.

Y también estupendo un lomo de corzo tierno, jugoso, en su punto, con civet de tintilla de Rota y bizcocho crujiente. Esconde también un poco de crema de castaña que le da un punto tradicional y una textura más. Y son variadas.

Para paladares más timoratos que el mío se debería poner algo frutal y fresco de postre, pero para mí el chocolate es perfecto con la caza -no en vano es componente esencial de muchas de sus recetas- y mezclado con especias y marrón glacé, una especie de colofón lógico de este buen menú.

Me gustó mucho el menú de atún de Surtopía y me ha encantado este de caza. Si les gusta dense prisa, porque vale la pena y si no les agrada, o no conocen el sitio, vayan también, porque hay deliciosos platos de cocina andaluza (el lugar es tan andaluz que hay maravillosos generosos, pero prepárense para la minúscula oferta de tintos, todos andaluces. Excesos del nacionalismo…) ejecutados con originalidad, modernidad y respeto. Además, no es caro. ¿Qué más se puede pedir?

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47 Ronin y los haters de Floren «el Pendenciero»

Debo este post a la cortesía de Floren Domezain. O quizá debiera decir a la descortesía. Resulta que animado por la insistencia de algunos amigos me decidí a realizar una visita tranquila a este restaurante, famoso por sus lechugas. El concepto, bullicioso, clasicorro y abarrotado no me interesaba mucho, pero allí me planté un dorado domingo de Julio a las 13.55 de la tarde o sea, a horas muy tempranas dados nuestros estándares horarios.

Aunque solo conocía los comedores de fuera, pronto comprobé que son muchos y, aunque el restaurante estaba aún vacío, nos condujeron al último, un espacio que si no fuera por el éxito del local dedicarían a otros menesteres y que no olía muy bien. Nada más ver nuestra mesa essquinada al lado de la puerta, pedí un cambio que la esquiva hostess no me concedió. Como tenía día de tragaderas anchas, me callé y lo intenté con altura de miras, pero cuando me vi junto al codo de mi vecino y con el pico de la mesa en el estómago, volví a internarlo, después de abandonar en la horripilante mesa un inquietante paño de nylon rojo que me habían entregado. No sé si para ponérmelo al cuello pero sí sé que por ser San Fermin. Volví a intentarlo en vano. Todos los otros comedores estaban vacíos aún, pero insistieron que todas las mesas estaban reservadas -como la mía, claro- por lo que la única explicación es que o los clientes habituales reservan una concreta porque ya saben del comedor mazmorra o porque solo dan este a los nuevos.

El caso es que di las gracias, nos fuimos y gracias a eso disfrutamos de una estupenda y tranquila comida en 47 Ronin, que casi se me atraganta, porque cuando conté en Instagram lo referido hasta ahora, el Sr. Domezain en persona me mencionó en un comentario en su perfil personal poniéndome de hoja de perejil. Hasta ahí más o menos normal, aunque no sé si un profesional que se debe al público, como yo también, puede ser tan emotivo, activo y primario. Sin embargo, lo más sorprendente es que sus muchos fans se transmutaron automáticamente de respetables seguidores en verdaderos haters dispuestos a despedazarme. De golfo -una estrella del telecotilleo dixit- a ignorante hubo de todo. Ni siquiera microinfluencer que es lo que soy. Cosas mucho más fuertes como respuesta a la respuesta, porque pocos leyeron siquiera mi comentario, lo que significa que todos llevamos un troll en nuestras profundidades. En fin, que me parece que no verán por aquí a Floren el Batallador. O quizá si, pero antes, si tan medieval es, habrá de hacer su camino de Canosa

Aún así valió la pena la visita a 47 Ronin, un lugar del que ya debería haber hablado antes, pero el haber ido siempre con amigos de la casa me lo había impedido. Quizá todo era efecto de esa causa, aunque no me parecía. Y así no era porque en esta ocasión nadie nos conocía ya que ni por tener ni siquiera teníamos reserva (cortesía -descortesía- de D. Floren el Bravo). A pesar de su opulenta y bella decoración y de su buena y original cocina de raíz japonesa no está teniendo el éxito que debía. Dice el maestro Ansón que por causa de unos precios que al principio eran más que prohibitivos. Ahora no ocurre así y se puede comer muy bien por unos 50€. Ronin ocupa un enorme y luminosísimo local que antes era propiedad de Gallery, la tienda multimarca más lujosa de Madrid -con permiso de Just One-  y que es todo cristal, techos altos y espacios abiertos. En la planta baja, un enorme y otoñal árbol de hojas ocre hace de techo boscoso.

No pedimos el menú degustación e hicimos una comida sencilla que empezó con unos excelentes canutillos de setas shitake sabrosos, cremosos y fragantes.

Las tostas de atún rojo tienen un grosor perfecto para que su toque crujiente sea a la vez frágil y contundente. Ahora todas me suelen parecer demasiado finas y quebradizas. La calidad del atún toro es excelente y muy refrescante el toque de polvo de tomate nitrogenado, es decir helado y etéreo. Un poco de coco y otro de chutney de mango hacen el resto.

El hamachi (pez limón japonés) tiene un toque de grasa que me encanta. En la boca resulta carnoso y suculento. Este se envuelve en un suave marinado de siete especias japonesas y se acompaña con unos refrescantes berros en vinagreta. Ni más ni menos para hacer un buen plato, aunque por decir algo quizá cortaría el pescado algo más fino.

Otro pescado que me encanta -otrora bastante despreciado- y no solo por su sabor sino también por su bello escamado tornasol es el jurel. En Ronin, sus filetes, perfectamente desespinados, se ahúman en roble y se sirven bajo una campana de cristal que cuando se abre deja escapar los últimos vahos del ahumado. El pescado esta excelente, cierto, pero lo que me pareció colosal fue un delicioso falso risotto de trigo  con algas y emulsión de alga nori. El sabor es magnífico pero el aspecto de los brillantes verdes mezclados con el rosa violáceo de la flor de ajo sobre un fondo de cerámica negra semibrillanfe, me encantaron.

Y para acabar, una buena carne: costillar de cerdo glaseado cuyos dulzores se matizan con su envoltorio de pak choi y se combinan con los de la calabaza. Para animar, algo de curry y un alegre golpe de cítricos, en especial kumquat.

El primer postre es también una sinfonía pero del no color, una elegante variedad de blancos para juntar coco, yuzu y un mochi crujiente que es justo lo que me llamó la atención. Mochi crujiente parece un oximorón y lo es porque el bollito en vez de hervido está horneado.

Y que mejor  colofón que chocolate: una buena combinación de varias texturas, -entre las que resalta una gran crema- y sabores, básicamente los del chocolate negro y el té matcha. Y aunque no soy muy partidario de mezclar chocolate he de reconocer que su fuerte sabor aguantaba muy bien el añadido de un buen helado de frambuesa. 

Aún quedaban unas estupendas mignardises y un tranpantojo cortesía de la casa, la cereza que es un buenísimo bombón con yuzu y espuma de champán. 

Después de varias visitas y en especial de esta última, les recomiendo sinceramente este restuarante que siempre deberá agradecer este post a Floren el guerrero!

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Del más es menos al menos es más…

Me quejaba hace apenas cinco meses de que La Candela Restó naufragaba en la complicación. También decía que era un restaurante más que notable que si corregía errores, podía ser uno de los que protagonizara el relevo de la anterior generación de Freixas y Ronceros. Sin embargo adolecía de gran confusión intelectual y hasta de esa clase de exhibicionismo culinario que obliga a mostrar todas las técnicas y el conjunto de los conocimientos. 

Para mi sorpresa, cuando publiqué el artículo Más es menos y sus correspondientes tuits, el cocinero, lejos de enojarse, en cierto modo me dio la razón. Aunque solo fuera por eso, le debía una visita, pero mucho más porque el lugar me gustó y merecía una revisión. Afortunadamente no he dejado pasar más tiempo porque me habría perdido grandes cosas y es que en tan breve lapso los nuevos platos han suavizado los excesos, simplificado las mezclas y aclarado los conceptos. Por si esto fuera poco, la técnica está presente en todo, pero sin alardes presuntuosos. 

Como ya les hablé de los detalles decorativos, les hice un prólogo que sigue vigente y además pueden ver aquel artículo  tan solo pinchando sobre el título que está más arriba, me dejo de pormenores y voy al grano del menú degustado, el más corto esta vez, el de seis deliciosos platos y 53€, precio excelente y que espero que mantengan, porque cada vez que se ensalza este esfuerzo los cocineros parecen sentirse minusvalorados y lo suben, a veces hasta un 50% de un día para otro, como ya hizo La Cabra. Craso error, porque la relación precio calidad continúa siendo esencial y los altas cuentas privan de esta experiencia a muchos verdaderos aficionados. 

Los crujientes (a la manera del pan de gambas chino) de alioli, bravas, arroz y camarón, continúan siendo tan sencillos como brillantes y las mezclas con tinta o ajo, chispeantes, si bien el más sobresaliente es la finísima y crujiente lámina con sabor a pimentón picante y patatas bravas, todo un plato lleno de sabores que aquí se concentra en un suspiro gustativo.  

 A pesar de haberlo visto ya, sigue sorprendiendo el tronco de árbol sobre el que se encabalgan los aperitivos más vistosos, ahora renovados. Permanece el perfecto cucurucho de steak tartar pero el bombón, ahora de lengua de ternera, es mucho más fino que cuando era de manitas y la esferificación de leche de tigre, no sólo es bella sino que parece el alma de un ceviche perfecto.  

 El ususzukuri de corvina no ha cambiado en absoluto y es justo que así sea porque es un plato redondo. Cierto que el corte del pescado (algo grueso) lo acerca más al del sashimi, pero la ensalada de flores y verdolaga y la salsa ponzu le dan un toque único y refrescante que une la sencillez de los ingredientes a lo complejo y arriesgado de la idea, justo lo que esta cocina necesitaba.  

   Lo mismo sucede con la gyosha que ahora se prepara con un gran caldo dulcepicante de intenso sabor a carne y rematado -toque brillante- con una esferificación de yogur que lo aligera y refresca al instante.  

 Sarda, codium y foie es un pedazo de un tipo de túnido, levemente hecho y muy jugoso, que se mezcla primero con polvo de aceituna y después con la crema de la potente alga (codium) que, para mí, ganaría mezclada con tirabeques o guisantes a la manera de Ramón Freixa. Contrasta la suave carne con el crujido de la alfalfa frita y se remata el plato con una bolita de foie sobre una hoja de begonia que, a pesar de no tener mucho que ver con el resto, resulta un contraste agradable e ingenioso.  

 Guiso y sashimi de paloma es excelente. Las lonchas levemente ahumadas en brasa de pino, a pesar de poco hechas a la manera actual, no tienen ese sabor a crudo del que pecan estas aves las más de las veces. Se mantiene su pureza pero enriquecida. Los rollitos de berenjena rellenos de su carne son simplemente extraordinarios y llenos de sabor a caza y huerta; por eso recuerdan a otros maravillosos de perdiz que Arzak le dio a probar, en otros tiempos lejanos, a la Reina de Inglaterrra en el Palacio de la Moncloa.  

   Versión cárnica de la anguila es otro hallazgo casi sublime. A pesar de no entender por qué no antecede a la paloma dada su condición más suave, no hay nada que se le pueda criticar, ni el intenso caldo cárnico, ni la crema de coliflor, ni el crujiente de piel de pollo que la anima. Un plato sorprendente y delicioso que viene con sorpresa final: 

 Ginebra eléctrica, un caramelo líquido -acompañado de una flor de hinojo de intenso sabor a anís- que llena la boca de frescor helado durante varios minutos, exactamente igual que cuando uno toma de esos fuertes caramelos de eucalipto o menta que entran por la boca y salen por la nariz.  

 El tomate de tomillo, parmesano y albahaca está más dulce que en su versión anterior por lo que es un postre a gusto tanto de dulceros como de los no tanto. Las texturas denotan gran maestría y la belleza es cautivadora.  

 Los petit fours son bocados excelentes, como el ortodoxo pastel de limón, o muy sorprendentes porque otros llevan azafrán, wasabi o chile, tal y como hacen los mexicanos para alegrar (¿?) los dulces infantiles. 

  Ahí se acababa el menú pero vi en otra mesa un plato irresistible y como dice la palabra… no me pude resistir al bun de Masala y choconaranja, un excelente panecillo chino con el que esté chef siempre se luce, relleno de intenso chocolate y acompañado de toques de naranja y de la crujiente alegría de unas almendras garrapiñadas.  

   No se deberían perder esta dirección cada vez menos secreta, porque está muy en alza y hasta quizá algún día -cuando los de Michelin sean menos rácanos- le den una estrella. Aun con los pacatos criterios que usa con España la merece sin duda porque, si le aplicara la liberalidad con las que las reparte en Francia o Japón, quizá le darían dos!

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Stendhal en Gerona

  Conocí el Celler de Can Roca, mucho antes de ser el mejor restaurante del mundo, bastante antes de tener tres estrellas Michelin y en un momento en que era francamente feo. Cuando el plano –entonces los navegadores solo estaban en las películas de ficción científica- nos indicó que habíamos llegado, nuestro desconcierto fue tan mayúsculo que hubimos de bajar del coche para preguntar en un bar, que resultó ser, gran sorpresa, el de los padres Roca, el mismo lugar donde todo comenzó. Para no olvidar sus orígenes y mantenerse fieles a sí mismos, en un constante ejercicio de humildad y sensatez, nunca han abandonado el barrio obrero y fronterizo en el que nacieron y sólo cuando juntaron la cantidad de seis ceros que necesitaban para alcanzar la gloria, comenzaron la obra del actual edificio, una bella caja triangular de vidrio y madera que gira en torno a un melancólico y diminuto patio interior en el que unos cuantos árboles adornan el lugar con sus esbeltos y plateados troncos, filtrando una luz que entra a raudales, haciendo brillar las sonrisas y construyendo un entorno alegre y vital en el que degustar los platos. 

 Esta bella historia de superación personal y aprendizaje constante –Joan comenzó a ayudar a sus padres en el humilde bar con nueve años y Josep con doce- se ha visto coronada, como en las novelas del XIX, cuando el bien triunfaba por encima de todo mal, con los más grandes éxitos y no puede haber nadie que no se alegre, porque los hermanos exhiben una humildad y una sencillez rayanas en lo tolstoiano. Esos valores son los que se reflejan en su cocina, en la que prima el sabor y se esconden los alardes técnicos. Aprenden de todo el mundo y ocultan su lado más vanguardista haciendo aparecer sus platos como bellas creaciones de la cocina tradicional, cuando la verdad es que en ellos se atesora un deslumbrante conocimiento. Se dice que la simplicidad de Azorín Santa Teresa, grandes maestros del castellano y del estilo, solo se adquiere después de mucho limar la frase, porque nada hay más difícil para un intelectual –o un místico- que despojarse de todo artificio y llegar al alma de las palabras, la pintura o los espacios arquitectónicos.

Y ese es el mérito que mundialmente se reconoce a este gran triunvirato que renuncia a toda pretenciosidad y alarde. Hay muchos creadores que, ansiosos por ser reconocidos, se obsesionan porque su maestría quede demasiado patente, con lo cual se colocan permanentemente al borde de la vulgaridad. Dicen que el mayor elogio que podía escuchar Miró es que pintaba como un niño, porque para hacer eso con ochenta años y poblar de imágenes infantiles el mundo entero, hay que saberlo todo y haberlo olvidado todo después… 

 Hoy en día la llegada a estos grandes restaurantes del mundo predispone al placer como las peregrinaciones al éxtasis y ello es debido a que ambas actividades participan del mismo recorrido iniciático. Todos peregrinamos aquí como antaño se hacía a mágicos santuarios y el placer y la ilusión comienzan cuando se hace la reserva, es este caso con más de un año de antelación. Después está el viaje, a veces a lugares recónditos o incluso desiertos, como era el caso de El Bulli, y por fin la visión del gran anhelo. Si se tiene tiempo este es un camino bellísimo porque todo el Ampurdán lo es y al contacto con un mar encrespado de azul imposible, bordeado de pinos salvajes en recónditas calas y un paisaje campestre pintado con todos los tonos de ocre y amarillo, se puede añadir todo un mundo onírico y tan extravagante como el de cualquier sueño, el de Dalí, hijo de estas tierras a las que regaló el museo más delirante, bello y desmesurado que cabría imaginar, un teatro reconvertido en escenario de su genio y de su inagotable vitalidad creadora.

Sin embargo, llegados al lugar, todo se olvida menos la comida que comienza con un surtido de aperitivos que son una vuelta al mundo en unos cuantos sabores: la dulzura China, el chispeante México, el exótico Marruecos, la ignota Corea y la opulenta Turquía. La presentación, ya conocida, esconde los aperitivos en una bola del mundo de papel plisado con lazos negros.  

  Es un comienzo sorprendente pero mucho menos memorable que la delicia infantil de comer calamares o tortilla española acompañada de Campari, sobre un teatrillo de papel que desplegado encima del plato, evoca la niñez de los hermanos en el popular bar paterno. Todo son sencillos sabores de toda la vida pero recreados de modo tan novedoso que todo es diferente y apasionante. 

 Llega a continuación un olivo auténtico, perpetuado en bonsai, del que cuelgan unas deliciosas aceitunas que son bombón helado y otra forma de atrapar su alma mucho menos trillada que la de la esferificación, hoy un plato casi incorporado a la cocina casera (en el Corte Inglés venden el kit para hacerlas….) 

 Las sorpresas estéticas siguen cuando aparece un coral de plata diseñado bellamente por un orfebre. Contiene entre sus argentinas ramas, un ceviche de dorada absolutamente perfecto y un original escabeche de percebes al Albariño, ambos refrescantes, salobres y muy marinos. 

 El crujiente de maiz con cochinillo es un nuevo paseo a México y aunque sabe a genuina tortilla, la suavidad de esta se sustituye por un crujiente con intenso sabor a maíz. El bombón de boletus parece un mochi y es excelente y lleno de sabor, lo mismo que el brioche de trufa, que deja paso en el paladar a una crema después de romper su rígida corteza que resulta un perfecto engaño para la vista porque cree estar ante una trufa entera. 

    
 En un alarde de sensatez, acaban aquí sorpresas y trampantojos (quizá no estamos preparados para más) y se sigue con un delicioso consomé de caldo transparente y semisólido -conseguido tras muchas horas de cocción y ningún hervor- y microscópicas verduras que forman un hermoso y multicolor collage. Sigue la sopa de pistacho, melón, pepino, queso de cabra y granada, una mezcla refrescante sumamente potenciada por el queso y servida en un rico plato de oro. 

   
El helado de ajoblanco con merengue de jerez, clorofila y sardina es Andalucía pura interpretada por catalanes, cosa natural en una tierra en la que están algunas de las ciudades más importantes del sur, tanto son los sureños que en ellas habitan. 

 Loes pescados comienzan con una excelente caballa que se guisa de muchos modos (desde la salsa al marinado) y se acompaña con unos encurtidos que aligeran y alegran el plato en el que las huevas de mújol tienen un gran y sabroso protagonismo. Ya nos han demostrado que nunca renunciarán a los intensos sabores de esta tierra y a sus intrépidas combinaciones populares. 

 La gamba marinada en vinagre de arroz es de por sí perfecta en su toque semicrudo, pero el pan de plancton le da más sabor marino y el crujiente hecho con sus patas un acompañamiento que es todo lo contrario a lo crudo.  

 He de reverenciar el siguiente plato porque, como sabe todo el que me sigue, detesto las ostras, seguramente el único manjar que yo no pruebo porque, en su desnudez impúdica resulta tan agresivo como en exceso voluptuoso, pero todo cambia cuando un maestro las mima, vistiéndolas de cualquier cosa, aquí con anémonas (hermoso nombre este), arena de ajoblanco y manzana. Increíblemente la ostra no pierde nada de su fuerte sabor, pero se enriquece con muchos otros, todos de una sutileza extraordinaria. Un plato sobresaliente. 

 La raya es otro pescado algo infrecuente, como la caballa, y es incomprensible porque ofrecen enormes posibilidades. Los Roca la combinan con variadas mostazas que le dan un toque excelente sin matar su sabor y eso que tampoco le hacen ascos a otros toques avinagrados como el de las alcaparras o el vinagre de Chardonnay. Otro plato enormemente complejo pero que se come con placer pensando en su “sencillez”, es el mosaico coloreado de un contundente, perfecto y untuoso besugo con samfaina, el maravilloso pisto catalán que lo cubre como si fueran escamas y además de vestirlo de ceremonia, lo aligera con ese dulce toque vegetal. Belleza y enjundia, alma y cuerpo en un solo plato. 

   
Y llegan las carnes en las que también son maestros y lo demuestran igual con un churruscante cochinillo con mole de algarrobas que es un alarde de originalidad porque renueva la gran salsa mexicana sin desvirtuarla permitiéndose además darle un toque más picante que a la original y eso es un gran reto, que con un cordero amorosa y lentamente asado con puré de berenjenas y garbanzos, tan suave como aromático; o con la ternera más suave y delicada que imaginarse pueda. 

    
 Y, por fin, los postres. Digo por fin porque también al pequeño de la familia, Jordi, se le considera el mejor repostero del mundo. Y con razón. Siempre lo recuerdo como lo vi la primera vez, elaborando una enorme bola de caramelo transparente, absolutamente absorto, como una versión viva de un gran cuadro: Joven haciendo pompas de jabón de Manet.  

 Su versión del Suspiro Limeño, mucho más suave y delicada (la receta original es tan deliciosa como contundente) es de una sutileza extraordinaria y su belleza está a la vista en una foto que, sin embargo, no le hace justicia, ya que es aún más bello al natural. 

 El Perfume Turco es otro culto paseo por el mundo y mezcla, en equilibrio perfecto, melocotón, azafrán, comino, canela, pistacho y sobre todo, rosa, en una deliciosa combinación que se sirve sobre un plato de color azul cobalto que parece el cielo de Estambul al caer la noche. 

 El colofón, el del niño de la burbuja de jabón manetiano, es el Cromatismo naranja, una bellísima y perfecta esfera que da pena tocar porque sus tonos iridiscentes dejan transparentar muchos otros colores. La mezcla de sabores y texturas –la bola es tan delgada como crujiente- nos compensan y redimen por haber quebrado tan bello objeto. 

 Aún faltan bocaditos deliciosos con el café, pero seguramente ni se aprecian, porque ya han sido demasiados placeres gastronómicos como para poder apreciarlos. La peregrinación a este santuario de la discreción, el esfuerzo, la sabiduría y la buena cocina no empañan la ilusión con la que se emprende el camino, aunque, como en el libro de Foster (A room with a view), el síndrome de Stendhal (gastronómico) ponga muchas veces en peligro nuestra cordura y cada grano de nuestra razón. 

 

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