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Celler de can Roca

Los hermanos Roca (Jordi Roca en la foto) son un ejemplo de superación, perseverancia, sencillez, humildad e inteligencia, valores todos tan ensalzados por los libros de autoayuda como ausentes del mundo actual.

Gracias a ello han llevado el humilde pequeño bar familiar a la cima de la restauración mundial y es tan bueno que lo sacan de las listas para evitar que ganen siempre. Por supuesto cuentan desde hace años con tres estrellas Michelin y toda clase de premios al mejor chef, al mejor pastelero o al mejor sumiller/jefe de sala, papel que desempeña cada uno de los tres hermanos. Cada día es un examen en un restaurante que todos quieren conocer y del que todos esperan lo máximo por lo que, tributarios de tanta presión, lo han convertido en el templo de la perfección, asentado en un triangulo de vidrio en torno a un pequeño bosquecillo de álamos.

La carta de vinos es tan grande que se divide en tres tomos y se traslada en carrito. Casi tantos como los aperitivos de estas fotos: brioche de trufa (que estalla), consomé gelée con bolas de crema, y bocadillo (de merengue) de trufa.

Y después, una regla con bocados históricos: el canelón de la madre, bollo de brandada de bacalao, magdalena de pollo, sonsos en tempura y mar y montaña vegetal.

Y otro más: un merengue de saúco a base de blandos y crujientes, cremosos y crujientes, muchas texturas excitantes que

anticipan “toda la gamba” (marinada, con encurtidos y olivada). Todo es bello, sabroso y abrumador, con técnicas e ideas, equilibrio y brillantez, historia y futuro.

Y sigue la cabalgata de saber, sabor y perfección con una delicada velouté de hinojo, un cuajado delicado con agua de mar y caviar.

La caballa es recia por el marinado, la salsa de la misma caballa llena de sabor y varios encurtidos.

Fresquísima la ostra con pepino, apio, melón con granizado, helado y hervido de ostra. No me gustan nada las ostras pero levemente cocida y así acompañada resulta apta para todos y completamente diferente. Y de ahí al denso foie, algo aparentemente sencillo pero que se hace turrón con avellanas y cacao. Impresionante.

Esa fuerza de tanto sabor, da paso a una asombrosa y magistral secuencia de platos vegetales radicalmente actuales: lechuga, salsa de ortigas y ajoblanco de macadamia, granizado de lechuga y pepino y colinabo precede a la sopa de higo, pistacho y hoja de higuera, que es esencia y aroma de higo, con varios encurtidos y un toque fresco de sandía.

El tomate es de una intensidad arrebatadora y tanto sabor se debe a muchas variedades y a más de diez preparaciones: agua, seco, ahumado, encurtido, aceite, gelatina, helado, etc. Perfection…

Sigue por el mismo camino un intenso calabacín hasta con su flor crujiente, demi glace y otras preparaciones resaltadlas por limón, albahaca, queso galmesano (que es como se llama al parmesano gallego) y pipas de calabaza. Un festival de sabores sorprendente.

Y las acelgas en todas las preparaciones mantienen el listón: con grasa de jamón, encurtidas y con ajos confitados y anchoas. ¿Quien dijo que las verduras no tenían gracia…?

No hay ingrediente o técnica que se les resista. Todo lo absorben y aprovechan y todo lo hacen delicia; el apio nabo y pera que sigue la secuencia de los vegetales que tanto me ha impresionado, es plato dulce, salado y ahumado a la vez, lleno de los matices del protagonista del plato realzados por nata caramelizada, café y sarraceno.

Acaba esta parte con una espléndida berenjena: escabechada, lacada, caviar de berenjena… y además miso , yogur ahumado y varias cosas más que dan enorme sabor y múltiples texturas.

Empiezan lo marino con berberechos en escabeche y con muchos vegetales en una especie de transición.

La cigala, artemisa y vainilla, es lo único que no me ha encantado, la única duda, porque me ha resultado de un amargo tan excesivo que se come todo lo demás .

Pero el suquet me ha hecho olvidar cualquier reticencia con su intensa salsa y hasta su tradicional pan frito y las avellanas hechas espuma.

Dos carnes extraordinarias para rematar la faena salada: una sobrecogedora sinfonía de cordero (cuello, mollejas, manitas y sesos, ventresca y lomo, cada una con un diferente cuscús: de apio, apionabo, coliflor, manzana o pepino)

A continuación, una magistral obra de artesanía: brioche de pularda con trufa y salsa de hierbas frescas. Un plato casi adictivo, de sabor intenso pero delicado a la vez y muy elegante. Por si fuera poco, se trincha a la vista del cliente en un bello espectáculo.

Un gran festival (así se llama el menú) pero aún faltaba los postres y esos sí que me dejaron boquiabierto. Aunque no contara con tantas y tantas cosas que ya les he contado, el talento dulcero de Jordi Roca bastaría para tener al Celler entre los restaurantes más punteros del mundo. Yo que tanto me quejo de los postres de la mayoría, aquí voy de asombro en emoción y de emoción en júbilo, tal es su imaginación y capacidad técnica.

Llueve en el pinar tiene la puesta en escena más cautivadora que he visto nunca. Esa espuma flotante es traída en equilibrio por la camarera, como si hiciera magia, hasta su soporte. No sabe a nada pero “llueve” realmente sobre un parfait de miel y piñones. Y sobre granizado de limón y hierbas.

Al asombro sigue la belleza de una perfecta rosa de macadamia hecha pétalo a pétalo y acompañada de muchas fresas en texturas, nata, sorbete de fresa y rosas y un sutil y esponjoso mochi de rosas tierno y fragante.

Para acabar la fuerza de la crema de vainilla con muchas nueces, gelatina de tabaco y hasta un sorprendente helado de mantequilla tostada con pasas al PX.

Aunque no es todo porque el carro de golosinas es interminable y tiene cosas sabrosas y hasta tan bellas como esas bolas de jengibre y limón con granada que son como el compendio del espíritu de esta casa: belleza a raudales, sabor y aroma en cada detalle, enorme conocimiento, destreza técnica y sensibilidad depurada. Están mucho más allá de cualquier comparación justa.

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La Bien Aparecida

La Bien Aparecida se llama cono la patrona de Santander y pertenece un importante grupo cántabro, famoso por sus restaurantes populares de comida más bien casera y de corte tradicional. También está en la calle Jorge Juan, conocida por la enorme cantidad de locales de moda y escasa calidad gastronómica. Por eso, es un enorme mérito que, en medio de tanta mediocridad popular, sea tan bueno. Ello se debe al esfuerzo, la preparación y la buena mano de su cocinero, José Manuel de Dios. Además el sitio es muy bonito y el servicio, especialmente el de los maitres, eficaz, atento y no exento de elegancia.

Como me fío mucho de ellos, suelo pedir el menú degustación en su versión pequeña, que no lo es nada, y lo que les cuento es el resultado de mi último almuerzo.

Comenzamos con un buen crujiente de bacalao con crema de patata. Qué tontería y qué gran idea esta de aprovechar las pieles de bacalao convirtiéndolas en una agradable corteza. La crema está muy buena y ligera y se anima enormemente con el potente sabor de una cremosa brandada de bacalao.

Pero eso era solo un buen aperitivo, muy lejano de las bondades y belleza de la primera entrada: puerros con gambas de Denia y su emulsión, una estupenda mezcla de mar y huerta que combina el dulce sabor de puerro braseado con buenas gambas, huevas de pez volador y de mújol y hasta un sorprendente bombón de gilda que estalla en la boca y añade más texturas a las ya variadas del plato.

El cardo guisado con angulas es una delicia de guiso tradicional, bañado en una salsa cercana a la verde y con un toque elegante y marino: angulas. Imaginen cómo estaba si tal cual ya era excelente.

También me han encantado las alcachofas estofadas, un plato denso y con muchas cosas, pero en el que la alcachofa destaca -como debe ser- sobre todas las demás. Y son estas, una yema de huevo que la rellena y que impregna un estupendo puré de patatas, que le sirve de base, y una espectacular salsa de carne de una intensidad y glaseado perfectos.

Esa salsa de carne es untuosa y espesa, características que comparte con las chirlas con pil pil de algas. Sin embargo, esta me ha resultado excesivamente espesa aunque de sabor impecable e incluso, mejorado por el sutil toque de las algas. Las chirlas eran muy buenas y delicadas y pedían algo más de levedad en la salsa.

Por cierto, esta es comida para gente recia. Recetas contundentes y platos abundantes de imponente sabor y para prueba, la sepia guisada que es una espléndida versión de los calamares en su tinta con el añadido, quizá cántabro, de un muy buen huevo frito y un poco de salsa de tomate. Para mojar abundantemente. Por cierto, tanto el pan rústico como el de centeno, son estupendos.

Y un auténtico final (de lo salado) feliz: un tierno y jugoso foie fresco con arroz de pollo y una pincelada de remolacha para dar dulzor. El foie estaba perfecto, pero el arroz era tan jugoso, aromático y envolvente que se prefería la parte más humilde del plato. Claro que el secreto es la mezcla.

Y para dulzor la estupenda combinación del primer postre: caramelo y tofe, pura cremosidad y frescura de helado, dos texturas para mucho sabor.

Aunque para sabor potente, el del pastel de chocolate y lo digo yo. que soy fan del mas negro. Además del muy buen y clásico pastel, una adictiva sopa fría de chocolate, helado de chocolate negro y una excelente y crujiente base de galleta. Había tantos chocolates que ni me ha perturbado la presencia de un huevo hilado que sorprendía.

Les recomiendo mucho este restaurante siempre lleno y muy animado. Tiene una excelente carta -el menú degustación no es obligatorio- y su cocina gustará tanto a los más clásicos, como a otros más audaces. Además les servirá para conocer a este gran y discreto cocinero al que le auguro una brillante carrera.

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La Bien Aparecida de luxe

Cuando les hable de La Bien Aparecida alabé su decoración, así como su cocina sencilla y sabrosa de honda raíz popular. Sin embargo, veía en las redes sociales platos mucho más sofisticados que yo no encontraba en la carta. Hasta que un día conocí en unos premios a su chef, José de Dios Bueno, y preguntado sobre el particular me contó que eso era porque nunca pedía el menú degustación. Así que allá me fui y lo hice. Me encantó el refinamiento añadido y el mucho conocimiento clásico que demostraba. Así lo dije en Instagram y Twitter y el propietario del restaurante se enfadó diciendo que todo eso estaba en la carta. Decidí qué tan intemperante caballero no merecía que siguiera hablando ni publicando sobre su restaurante y así lo hice.

Sin embargo, seguí yendo al restaurante porque es el único que verdaderamente me gusta de su grupo y porque lo merece sobradamente. Tras la última experiencia, he pensado que el enorme talento de José de Dios no merece que yo no lo pregone por culpa de los malos modales -dejamos para otro día la polémica sobre si una persona que vive del público debe hacer otra cosa que dar las gracias a sus clientes- de su jefe, por lo que procedo a contarles un espléndido menú que les recomiendo, desde ya, muy vivamente.

Los aperitivos son unos pequeños bocados, muy elegantes y de intenso sabor, que llegan todos juntos: el bombón de mejillón y pan de semillas es puro sabor, intenso y profundo de escabeche, pero aún está mejor la espléndida versión de la gilda de bonito ahumado y chiles porque es un poderoso bombón líquido con el vinagre y la guindilla que estalla en la boca.

El barquillo de anguila (ahumada) y sisho es un cornete que rebaja la fuerza del pescado y mezcla dos texturas, blanda y crujiente, al igual que el steak tartare de novilla y crema fina de sésamo es una suerte de bocadillo crispy con un picante perfecto.

Y falta solo el agua de mar y mango, un gran caldo en el que se sumerge una esferificación de mango que se rompe en la boca y endulza el caldo marino y las flores de ajo.

Le gustan las flores al chef y comparto esa predilección. También las usa en un espléndido, y fuerte de vinagre, ajoblanco de tomate, copos de coliflor y erizo gallego. Varias texturas de coliflor (láminas crudas y esferificación) y un delicioso erizo que se mezcla bien con el ajoblanco al que se incorpora un poco de agua de tomate que se nota poco.

Berenjena a la brasa, anchoa y flores de primavera es una suave y tierna berenjena japonesa con toques ahumados que aligera una muy buena anchoa. Tiene además un sabroso pesto de hierbas anisadas y un buen toque de aceite de café.

Los guisantes nuevos, jugo de cebolla tostada y Angélica estaban muy buenos porque los guisantes eran excepcionales y se bañaban en un intenso jugo de cebolla, pero eran demasiado simples comparados con el resto de los platos. Quizá un descanso de lo ya paladeado y una preparación para lo que venía, una inmersión profunda en la alta cocina hispano francesa.

Y es que las habas tiernas, meloso de langosta y pil pil de sus vainas tienen una salsa de langosta y mantequilla muy francesa. Se acompaña de unas delicadas habas a la crema. Me encantan ambas preparaciones pero mejor por separado ya que tantas cremosidades juntas me han resultado algo empalagosas. Sin mezclar son ambas una delicia, como la langosta asada al josper y de punto impecable.

Los espárragos de Tudela son tiernos y un punto amargos, pura primavera, y se acompañan de un espumoso sabayón de ave lleno también reminiscencias francesas.

Purrusalda (pasta fresca, crema fina de ajos y bacalao) es un plato complejo y redondo. Una base de suave emulsión de patata, ajo y puerro sobre la que se coloca una finísima pasta rellena de brandada de bacalao y de unas delicadas kokotxas de merluza, toda una sinfonía de sabores marinos y vegetales.

Las vieiras asadas con jugo de hinojo es también un plato muy elegante y afrancesado aunque solo fuera por el empleo del hinojo. Además, la muselina espumosa sabe a crema y mantequilla y esconde algo de eneldo fresco y trozos de hinojo crudo. Me ha encantado aunque las vieiras quedan un poco escondidas.

El San Martín con beurre blanc de capuchina tiene un nombre que no deja lugar a dudas. El pescado está perfecto y la meunier que lo acompaña es magnífica. También el acompañamiento: unos crujientes tirabeques y una buena crema de los mismos.

Suprema de pintada trufada y jugo de levístico. Me encantan las aves y dentro de ellas, aprecio mucho la suavidad y dulzura de la pintada. En esta preparación se coloca la trufa entre la piel y la carne y se rocía con una salsa reducida y glaseada con un toque dulce del levístico. Muy elegante y clásico.

El foie asado con fondo de chipirones es un plato muy original en el que el pescado da un punto original y diferente al hígado. También la crema de remolacha aporta toques dulces y avinagrados que quedan muy bien.

El pepino fresco tras los «excesos» anteriores es una opción perfecta, fresca y desengrasante. Se trata de un buen sorbete de pepino con bolitas de merengue y gel de gin tonic, algo tan adecuado para un postre como para empezar un menú.

El postre en el pleno sentido de la palabra es una capuchina de café, dacquoise de almendra y cacao. Varias preparaciones de sabores intensos: un excelente helado de cacao, tarta de yema y café y una crujiente galleta con toques de clavo.

Y para acabar, con el café, otro bombón, como los del principio, pero esta vez dulce e igual de restallante: de galleta y laurel.

Ya se lo decía al principio. Es este un buen restaurante con un gran cocinero que los demuestra en cada plato, pero que en sus menús degustación despliega inteligencia, elegancia, creatividad y buen hacer. Se puede comer muy bien a la carta también, pero si no están demasiado hartos de esta modalidad del menú -aunque aquí no rija lo que yo llamo ya la tiranía del menú degustación- les recomiendo que vayan a probarlo porque solo así verán en todo su esplendor el magnífico trabajo de un gran profesional llamado, ya lo saben, José de Dios Bueno.

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El toque mágico 

Entré en Pierre Gagnaire pensando que lo hacía en el restaurante más caro del mundo. Con platos a 185€, postres a 50 y menú degustación a 310, parecerá imposible gastar menos de 400 largos por persona. Por eso, ultilicé mi argucia para poder comer en los mejores restaurantes de París, el menu déjeuner, una fórmula que debemos agradecer a la escasa afición (o posibilidad) de los franceses a comer fuera entre semana. Por su precio, pensaba que quizá sería escaso o tacaño pero vista la cantidad y calidad y que vale 90€, ya me parece que optar por esa opción, en este lugar, es casi un regalo.

Si comparamos hoy los restaurantes franceses con los más vanguardistas, especialmente los españoles, ellos serían al historicismo lo que nosotros al dadaísmo. Dominan la técnica, practican una fría elegancia y aman la cocina, pero no hay sorpresas ni evolución. Sin embargo, ese clasicismo hace que nos superen a todos en ritual y refinamiento. España se ha convertido en el rey de la informalidad, un país donde todo el mundo se besa, se tutea y se toca sin conocerse siquiera. Prueben a usar esas familiaridades en el extranjero y verán. No es simpatía, es falta de respeto y no es hábito democrático, sino todo lo contrario. En España los adalides de este compañerismo siempre fueron los falangistas. Esa informalidad, la simpatía obligada, se traslada, cómo no, a los mejores restaurantes de España y eso nos impide gozar de esa amable frialdad de los franceses. Me dirán que es una ventaja y puede que sea verdad, pero a mí no me gusta.

El restaurante de Gagnaire es clásico parisino. Paredes forradas con páginas de libros, semioscuridad, silencio y algunas mesas que parecen lamparillas porque se iluminan desde dentro.

Nosotros tuvimos el privilegio (¿me reconocerán ya hasta en Francia como bloguero de culto?) de comer en la mesa de la cocina, pequeña, recoleta, suficientemente alejada y en el paso de los visitantes, con lo que parecíamos unas deidades colocadas en una hornacina y ante las que había que inclinarse. Esta era nuestra vista:

En Pierre Gagnaire, apenas nos sentamos en la mesa, esta se cubre de un verdadero festival de aperitivos, mantequilla al limón (un sinsentido) y clásica (una maravilla), palitos de colores, una miniensalada de gambas grises y muchas otras exquisiteces

entre las que destacan un bello crujiente que soporta un damero de rábano y grosella y esconde una deliciosa tapenade,

Panecillos y palitos de queso, zanahorias deshidratas en aceite, envoltorios de obulato con macadamia recubierta de pimentón y una maravillosa bola de atún cubierta de tinta de calamar y rellena con las restallantes semillas de la mostaza en grano.

Llegan después tres deliciosos panes, de castaña, brioche y tradicional 

y rápidamente la mesa se cubre de entradas: una delicada ensalada Felicia que mezcla sin ningún embarazo la suavidad de los brotes de soja con la fuerza de la chistorra, primera concesión a los productos españoles

que se prolonga en un delicioso mejillón cubierto de tartar de algas y acompañado de un impresionante polvo de coliflor.

Las alcachofas se envuelven en Beaujolais, se esconden con hojas de capuchina y se mezclan magistralmente con unas rilletes de ganso.

Una insípida perca se rellena sabiamente de huevas de trucha y está colocada sobre una deliciosa lámina de apio y puré de ortiga. Es un plato bello y que mezcla maravillosamente tierra y agua, pero la que atraviesa los campos en forma de río, la más cercana y generalmente, más apacible.

Para acabar una brandada de bacalao mucho mejor que la habitual por contener más pescado y menos crema, hacerse con un delicioso toque ahumado y rematarse con hinojo marino y rábano negro.

Hay que decir ya y antes de pasar al gran cocido de la cocina francesa, que la principal virtud de Gagnaire, además de la elegancia, es su asombrosa capacidad para que cada ingrediente se note en el plato, que ninguno tape a otro y todos sean reconocibles. Algo que parece fácil pero que nunca lo ha sido, especialmente porque las especias y las salsas estaban concebidas para disimular la falta de frescura. Por eso es maravilloso este Pot au Feu, el gran cocido galo. Aquí las tiernísismas verduras se cocinan al dente y aligeran la carne de buey y de ternera que conforman este plato que se completa con una densa, intensa y maravillosa salsa perfumada con queso Beaufort.

Los otros acompañamientos se colocan en pequeños platillos, como antes hacía -y espero que cuando la receta lo pida, lo vuelva a hacer- Ramón Freixa. Aquí son un buen flan de chucrut, mucho más suave y delicado que el repollo fermentado así a secas y una rodaja de salchicha de Morteau con unas diminutas y aterciopeladas lentejas verdes y toques de cebolla muy crujiente.

Si hasta ahora, todo era pantagruélico, lo que nos esperaba en los postres era inimaginable. Primero una multitud de mignardises que aquí no se ponen al final: mazapán, gominola de rosas, chocolate con crema de caramelo, merengues

En un platillo, una deliciosa mezcla de ron, frambuesa, melocotón, almendra y yuzu con unas pepitas de granada. Un plato bellamente rosado y cuajado de aromas diversos.

Una teja de almendra se armoniza y mezcla con crujientes y cremas de almendra y avellana. Los frutos secos están tostados y un penetrante aroma a regaliz envuelve un postre que emociona.

Después, otros dos: un maravilloso babá con el toque exótico del caqui y creo yo que algo de clavo aunque me aseguraron que no. El helado de castaña que remata el postre era bueno en sí mismo y un gran compañero para el babá.

Para acabar un gran chocolate que es un clásico de los bombones -y las tabletas-, aquí deconstruido. Crujiente de chocolate, pastel de tres chocolates, salsa de chocolate negro y pasas embebidas en alcohol. Una mezcla segura y fantásticamente ejecutada.

Es verdad que Pierre Gagnaire es uno de los grandes del mundo y que sin embargo, arriesga poco.  Es verdad también que muchas cosas ya están algo trilladas pero no lo es menos que la maestría siempre embelesa, sea clásica o avant garde, y que eatamos ante Pierre Gagnaire, uno de los reyes mundiales de la cocina. Así que Salve Gagnaire!!!!

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