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La Finca Elche

Tenía una especie de deuda pendiente con Susi Díaz -una cocinera a la que mucho admiro-, y con su bello y escondido restaurante La Finca, una suerte de sobrio convento del buen comer, rodeado del barroquismo del paisaje ilicitano. Y, pagada la deuda, estoy encantado de haber disfrutado de esta cocina preciosista y delicada en lo estético y llena de sabor en lo gustativo. Encantado por eso y también sorprendido de que pueda hacerla para más de las 70 personas que había hoy, ya que cada plato parece una obra de arte.

El enorme menú más corto (Génesis Large de 105€) comienza con un derrumbe de piedras pintadas que sirven de base a un bombón helado de shitake y crema de anchoas, a un bollito de caldero, a una mezcla de yogur y pepino, a una flor de pimientos de cristal y a un bombón de queso y trufa que son crema helada, crujiente como de patata frita, airbag relleno con crema y un esponjoso buñuelo. Atención al frágil encaje de la foto. Eso da pistas de por dónde irá el resto.

El mujol de el Hondo a la brasa con crema de tomate, pimiento y almendra es un guiso muy mediterráneo y ricamente especiado, con mucho clavo y abundante cebolla, una explosión de sabor,

a la que sigue un clásico de la casa, el helado de espárragos blancos pero que no desprecia en su confección los verdes y se adorna con bellas mariposas de parmesano y polvo de cacahuetes en el fondo del plato. Cualquiera diría que con la delicadeza del espárrago no sabría a nada tras el potente mujol pero Susi consigue un sabor intenso a espárragos con muy sutiles toques de cacahuete y queso.

Mucho sabor marino en las deliciosas quisquilas con ñoquis y pulpo, en las que destacan unos delicados y pequeño ñoquis de patata y pimientón picante y un profundo y muy enjundioso caldo de las cabezas. Hubo que esperar bastante a que llegaran pero valió la pena.

Lo mismo (o peor) pasó con el lovely green, un estupendo cóctel de pepino, yerbabuena, lima, ginebra y clara de huevo que se alterna con un gran plato vegetal: las acelgas con crema verduras y embutido blanco que se alegran con el crujir de unas semillas sésamo tostado que rematan el plato. Tan bueno que, asustado porque el exasperante roto arruinara la comida, me quejé. Si bien la respuesta fue absurda (estaban muy llenos), todo cambió a partir de ese momento y comimos sin prisa pero sin pausas. Como debe ser…

Y nos encantó además, lo que comimos después, un espléndido pan artesano recién horneado y embebido en mantequilla, como hasta ahora solo había comido el de Rafa Zafra en Jondal. Esplendoroso (repetimos).

El siguiente plato es una elegante pasta fresca rellena de requesón y trufa que además está coronada por muy otoñales ceps y el golpe fresco de la rúcula equilibrando todo.

La yema de corral con holandesa de foie se esconde bajo un hermoso encaje de crujiente pan y tiene también cebolla, trufa y un rico salteado de setas. Tantas delicias solo pueden dar como resultado un bocado suculento y delicioso.

Potente, sabroso, muy valenciano, es el clasicismo del guiso de calamar y garbanzos que añade un crujiente de diferentes tipos de quinoa para darle modernidad y un gran caldo de calamar concentrado para llenarlo de sabor. Picante, envolvente, aromático y sempiterno.

El arroz meloso de sepia de playa y salmonete está lleno de personalidad y sabor y, como siempre, con el delicado toque de la hoja que aporta gracia, belleza y una textura crujiente y seca a la suavidad del arroz.

No puedo por menos que poner ya mismo el espectacular postre que resalta sobre los demás porque es todo un alarde de imaginación, técnica y gracia. Bajo una tierra de chocolate negro, nos descubren, a base de pincel, como en una excavación, un helado de panettone que es una perfecta recreación de la dama de Elche. Está muy rico pero la presentación deja sin habla, así que casi da igual que, como siempre, los postres sean lo más flojo.

El primero es un bonito y correcto financier de avellanas y crema de limón que cumple muy bien por lo jugoso de la magdalena, pero el coco yuzu y leche de merengada es demasiado denso, dulce y pesado, pecados que también cometen sus complementos de anís estrellado y pastel de lavanda. Salvo por la blanca y refinada estética del plato, no hay tanto de bueno. Por eso, están mucho más ricas las mignardises que son menos ambiciosas y se colocan sobre preciosas hojas de cerámica.

Ha sido un acierto venir hasta aquí. La cocina de Susi, tan bella y elegante, está llena de sabor y de una sabia tradición renovada. Es puro Mediterráneo y algo más, pero lo más excitante es el equilibrio en todo y una especie de afanosa e incansable búsqueda de la belleza que me ha cautivado.

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Dani

Siempre he tenido una relación peculiar con la cocina y la personalidad de Dani García. Lo sigo desde sus tiempos de Ronda y me fascinó en Tragabuches, me gustó en Calima y me sorprendió muchas veces en Dani García, donde consiguió aquellas tres estrellas Michelin, que recibió con tanta justicia como rechazó con tanta negligencia. Para mi ha sido el verdadero modernizador y reformador de la cocina tradicional malagueña y por ende, andaluza. Y así es, porque los caminos del más grande, Ángel León, son otros bien distintos.

Sin embargo nunca me han atraído los otros conceptos para hacer caja, Lobito de Mar y Bibo. Pensados para facturar pecan de descuido y aires de cafetería extremadamente cara. Pero ese es problema mío porque arrasan. Cuando una vez le “reproché” en las redes cambiar un Ferrari por muchos Fiat, me respondió, con su altanería castiza habitual, que lo que había hecho era comprarse la factoría de Ferrari. Bueno, de ilusión también se vive…

Por todo eso, estaba deseando conocer Dani, su nuevo restaurante en el elegante y al mismo tiempo populachero (basta asomarse a ese lobby que parece la plaza de Yamaa el Fna) hotel Four Seasons. Es un paso más de este chef porque precisaba de algo más elegante y cosmopolita, un lugar que sin perder las esencias tuviera eso que en los hoteles llaman cocina internacional.

Hay que decir, para empezar, que se trata del más impresionante restaurante de Madrid, al menos si se mira a su terraza, un enorme espacio oval que da a tres calles y acaba en un morro como de avión, una especie de pájaro a punto de desplegar las alas. Al frente la roja cúpula de cebolla del campanario del antiguo banco (el extinto Hispano Americano que acoge al hotel) flanqueada por las dos grandes cuadrigas de bronce, elegante remate del edificio vecino, y por el neo neoclasicismo de la torre de Generalli. También se atisban, por los lados, el verdor del Retiro, la elegancia decó de Telefonica, los merengues del Casino, todo el cielo y mucho más.

Ante tanta belleza, el interior es algo desangelado -quizá por falta de mesas en época de Covid– y soso y ello a pesar de los grandes cuadros que adornan las paredes y que son préstamo del Thyssen y de la vecina Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Pero basta mirar por los ventanales o instalarse en el exterior. Solo hay una palabra para tanta belleza: deslumbrante.

La cocina está a la par del entorno y mezcla platos populares como calamares a la andaluza, con otros clásicos del tres estrellas como la lata de caviar de Dani García (y los que veremos), con algún guiño al cliente americano como la hamburguesa, eso sí con foie. La carta de vinos está a la altura, gran altura, y el servicio aunque anda algo atolondrado y muy mal vestido (se ve en la foto…), tiene madera, máxime cuando han fichado a grandes jefes, como el hiper amable ex maitre de Alma, uno de los dos mejores restaurantes de Lisboa.

Para ser un restaurante caro (creo difícil con dos platos, postre y algo de vino salir por menos de 100€ por persona) no ofrecen aperitivo (ni mignardises) alguno, pero las raciones son muy generosas. Hemos empezado por el quizá más bello plato de Dani García que, además, es una explosión de sabor. Lo conocía muy bien e imposible es resistirse al tomate nitro y gazpacho verde, toda una explosión de sabor y color en el plato. En los primeros, se mezclan dulzores de helado de tomate, punzantes de pimiento y opulencia de un delicioso tartar de quisquillas. Un plato simplemente perfecto que es una suerte poder volver a comer. Sólo él vale la visita.

Desde que lo vi en Instagram (ha invitado a comer o cenar a media red social) quería comer el milhojas de anguila ahumada, sobre todo porque me muero por un buen hojaldre y ya pocos lo hacen. La crujiente masa es algo basta, pero de sabor está muy buena. El de la anguila ahumada y el de ese intenso rábano que es el daykon quedan perfectos. Para rematar, un poco más de sabor marino de alga nori. Las texturas estupendas, entre el crujiente del hojaldre, los blandos de la anguila y la espumosidad de una buena holandesa en la que el limón se sustituye por un poco (muy poco, felizmente) de yuzu. Una entrada entre lo clásico y lo elegante.

Dani es muy bueno en los pescados, pero había dos carnes a las que no podíamos resistirnos. La primera es el picantón de corral en dos vuelcos. Un picantón tiernísimo y muy sutil, de carnes blancas y sedosas, de dos maneras: en el plato relleno de trufa y foie con un buen fondo del asado y en cazuela aparte en un delicioso guiso de setas y el ave cocinadas a la crema. Un clásico, también muy elegante y que no sé en qué modalidad me ha gustado más.

La segunda carne es una excelente y, muy amorosamente cocinada, paletilla de cordero con maravillosos aires morunos, porque lleva ras al hanout (sobre todo aromatizando el puré de patatas) y un poco de tabulé. Por si fuera poco, unas exquisitas mollejas. Un plato con muchas cosas que está estupendo.

Había un postre que me encantaba en Marbella y que también hace aquí: flan de albahaca, en realidad una cuajada muy aromática de albahaca sobre la que campean, hilos de yogur, trocitos de pera, otros hilos de cremoso de caramelo y un rico helado de pera. Para dar textura, un poco de galleta y en el fondo de todo, para realzar los dulces, algo de sal y pimienta. Una mezcla, bonita estéticamente y extraordinaria en sabor.

Y si esto les ha parecido original, vean el chocolate en adobo. Lleva mascarpone pero yo solo he encontrado puro chocolate, delicioso y muy amargo, y unas estupendas “galletas” merengadas de vinagre que le daban un gran contrapunto al chocolate (crema y brownie) y a un excitante helado de especias en el que resaltaban los cominos y el clavo. Un postre no para cualquiera, quizá, pero tan delicioso como lleno de atrevimiento y talento.

Y como no hay mignardises, hasta aquí la comida. Faltan muchas cosas por probar, pero el entorno único y absolutamente maravilloso y una comida para todos los gustos pero llena de platos en los que se aprecia el enorme y estrellado talento del cocinero, bien valen la visita.

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Lakasa

Hacia mucho que no venía a Lakasa (culpa del tiempo y de otros restaurantes, aunque no me lo perdono) y está mejor que nunca. A pesar de su aparente sencillez, está lleno de detalles de buen gusto, la sala muy mejorada, gracias a Jorge (ex A Barra), y la cocina de César Martin más madura aún y cada vez más sabrosa.

Les he hablado muchas veces de este lugar en mí serie Más bistros y menos tascas y me reafirmo en la idea de que lugares sencillos y a la vez refinados -como este- son esenciales en Madrid, donde la oferta de lujo es enorme y aún más las de unos bares tradicionales que aún no se han adaptado a los tiempos.

La carta es cada vez más atractiva. Me apetece todo, así que me dejo llevar por Cesar que decide empezar por unas crujientes y deliciosas gambas de cristal que llenan la boca de sabor a mar y que acompaña con una sencilla mayonesa de lima. Estas pequeñas cosas marcan la diferencia. Es una buena mayonesa convencional, pero con la gracia de un buen chorro de lima. Igual pero diferente.

Ya saben que no como ostras pero me adapto cuando me las disfrazan con cualquier cosa, así que me animé con estas porque tienen un toque muy tai gracias a la salsa de leche de coco y lima, una preparación muy fresca y que mitiga con toques dulces la brutalidad salina de la ostra. En mi caso, estaba bastante salada y creo que se les cayó algo de la sal gorda que usan como base para que no se tambaleen en el plato.

Las verduras de temporada (cebolleta, judías verdes, piparras y tirabeques) son una deliciosa mezcla de verdes que se alegra con un delicioso salteado y un puñado de frutos secos que da otra textura de manera original y completa una suculenta crema de anacardos. Muy buenas.

También me ha encantado el mormo (una grasa y jugosa parte del atún que no soy consciente de haber comido antes) encebollado. El encebollado es mucho más que eso, en realidad una untuosa y golosa salsa con 25 ingredientes, entre los que destacan también la pimienta, los vinos olorosos y el laurel. Apenas un ramillete de pamplinas por encima sirve para refrescar el conjunto.

Un plato verdaderamente singular es la corvina macerada en achiote. Me gusta este pescado pero me parece algo insípido. Ese macerado la llena de sabor y fuerza que se acrecientan con una suave crema de frijoles y una deliciosa berenjena tatemada que se envuelve en el resto de los sabores.

Viendo el plato anterior, y la mayoría de mis relatos gastronómicos, pienso en qué sería de la actual cocina española sin la influencia mexicana. Los cocineros -y lo entiendo y aplaudo-, desde Dabiz Muñoz a los Roca pasando por Mario Sandoval o Diego Guerrero llenan sus platos con los exuberantes ingredientes y las fantásticas técnicas de esta cocina, sin duda una de las mejores del mundo. Así el solomillo de corzo en mole posee un gran sabor a chocolate y especias y hace de la simple carne un bocado lleno de matices. Se acompaña con unas buenas cebollas confitadas con muchas cosas, entre las que destaca el vinagre, el clavo y la pimienta en grano, una preparación que recuerda a un escabeche. Un atrevido toque picante acaba de rematar un gran plato.

Siempre me ha parecido que uno de los más refinados puntos de Lakasa es su predilección por los buenos quesos. Conozco algunos restaurantes de lujo donde no son capaces de mantener una tan acertada tabla. Esta cambia cada mes gracias a su afinador particular, uno de los mejores de Francia, François Antony. La de hoy se componía de Briquette de Joursac, que es cabra de Auvernia; Pont L’Eveque, leche de vaca de Normandía; Gruyere de Garde, proveniente de Jura y el inglés Stichelton, de vaca y familiar del Stilton.

Tanta afición a los quesos explica una de las mejores tartas de queso de Madrid, ahora de Idiazábal. Me gusta más cuando es de algún queso azul porque tiene más sabor, pero lo que importa es la calidad de esta receta. Además, el Idiazábal aporta un toque ahumado que me encanta.

Para acabar un buen sabayón con cerezas y fresas. Las frutas de esta preparación es imposible que estén malas así que resalto la cremosidad y elegancia del sabayón que, no obstante, ganaría si se sirviera templado.

Ya lo han visto. Tras la aparente sencillez de Lakasa se esconde un gran restaurante, un impecable trabajo y un festival de sabores y detalles incomparable. En su género de bistró ilustrado, es el mejor que conozco.

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La Candela Restó tras la estrella

Mucho antes de que le dieran su primera estrella ya les había hablado de La Candela Restó, muy bien me parece a mi (aquí lo tienen). Ahora ya ha sido reconocida por el mundo gastronómico -porque siempre tuvo éxito- y ha evolucionado mucho. Los platos son aparentemente más sencillos y claros, pero la rendición a la cocina oriental es absoluta. No hay ni un plato que no tenga algo de Extremo Oriente. Me gustan las influencias extranjeras pero me temo que esta orientalizacion absoluta de la cocina española es una pasada. Empezó David Muñoz y ha creado una exagerada escuela. Menos mal que la personalidad de la nuestra es tan grande que no hay peligro a pesar de la sumisión absoluta.

Y no se lo digo en balde. Miren si no el comienzo de este almuerzo con cuatro encurtidos: puerro con aliño japonés, tomate en vinagre, que está tan fuerte que solo a eso sabe, y okra y kimchi suave. Aliño japonés y kimchi coreano. Así, para abrir boca.

El siguiente aperitivo recuerda los primeros de esta casa. Se trata de una muy buena y bien presentada brandada de bacalao con varios crujientes para mojar: de tinta, patatas bravas, corteza… sabroso y lleno de matices.

La influencia mexicana -como la peruana- es la otra grande de la cocina actual. Aquí se convierte en una esferificación de huitlacoche, queso y sopa de maíz. Es el primer bocado de tres. Los otros, un buen cucurucho de pesto (de anacardos, no de piñones, gran idea) y tomate seco y una intensa albóndiga con salsa teriyaki (¿qué les decía yo?)

Muy delicado de aspecto -que no de sabor- es el bocadillo de gamba blanca con su tartar y crema de jalapeños. El «pan» está hecho con el propio caldo de las gambas, muy intenso. El toque de frescor viene de un cítrico exótico (australiano en concreto) que parece caviar de limón gracias a sus minúsculas bolitas: el finger lime.

Ya saben, no me gustan las ostras, así que hube de precaverme. La ostra gasificada en soda cambia de textura para hacerse mucho más compacta y aunque mantiene su intenso, agreste y -para mi- desagradable sabor, son varias las cosas que lo modifican. Para empezar una gelatina de limón y tequila, que se toma antes, y en la cáscara de la ostra, wasabi y fresa. Me gustó porque está tan fuerte de wasabi que no sabe a ostra.

Ya había comido sarda, un pescado tan agradable como poco utilizado. Esta es macerada en diferentes cosas y levemente braseada. La begonia seca le da un toque floral y crujiente. No hay foto porque se sirve en un soporte de cuarzo rojo iluminado por abajo que provoca un gran contraluz. Solo un pero, también fruto de las modas actuales: aunque por el marinado está pringosa hay que comerla con la mano. Otro, la sarda es blanda. El marinado acentúa ese carácter. Lo mismo (lo de las manos) pasa con un buen pez mantequilla ahumado con ralladura de nueces de macadamia y rúcula silvestre. El ahumado era tan intenso y perfecto que perdono lo de los dedos…

Estamos en época de espárragos y pocas cosas me gustan tanto. Estos están perfectos de punto, tiernos pero crujientes, y se bañan en salsa kabayaki (soja y pescado). No la conocía pero le queda de maravilla al espárrago.

Después otra vez pescado. ¿Por qué? Lo ignoro. Quizá porque depuesta la dictadura francesa todo es posible. O porque la kabayaki convierte en pescado al espárrago. Es salmón ahumado y braseado, salsa tarek y salsa bilbaína. Lleva también hoja de capuchina y begonia. Que ¿por qué tantas salsas? No lo sé pero estaba muy muy bueno.

Dice el menú que el objetivo de esta preparación es pegar los labios y ciertamente lo consigue: es un bocado de castañeta con salsa de avellanas y crema de aguacate , ácido y picante. Pega los labios, es bonito y el sabor muy fuerte se matiza con el acipicante del aguacate.

Para lavar el paladar – y es muy eficaz-, la piña que quiso ser lechuga, un trocito de fruta embebido (osmotizado se llama ahora) en jugo de lechuga. Lo lava para que podamos disfrutar el rollo de otoño, un crujiente rollito chino relleno de tres guisos: ternera con morro, tendón, callos y cerdo con chorizo. Fuerte, denso, muy sabroso y pegajoso por las gelatinas de la casquería. Parece mentira pero unas simples y pequeñas hojas de menta chocolate se agradecen para contrarrestar tanta untuosidad picante.

Me gusta a costilla de Waygu y esta me encantó. Buena consistencia, delicioso sabor y con salsa teriyaki y de vino tinto. Otras dos salsas que unidas arrojan un resultado nuevo. Para acompañar rábano encurtido.

Si sorprenden las salsas, mucho más lo hace el candy eléctrico, un caramelo líquido que va descubriendo sus sabores en explosiones sucesivas: ginebra, azúcar. pimienta… y que persiste impregnando el paladar bastantes minutos. La presentación -ya habrán visto que los platos son bonitos, sencillos y elegantes en su totalidad- se hace en una bella caja calada.

Ya solo faltan los postres, el primero sumamente original por sus ingredientes y por ser casi un trampantojo de polo de chocolate: helado de aguacate y cítrico con un buen fondo de mousse de coco y cubierto de densa crema de chocolate blanco pintado de negro para conseguir él efecto. Y eso es, bueno, efectista y original.

Me encantó la galleta de piñones y mantequilla negra. Es un postre mucho más  postre que el anterior. La corona una deliciosa y densa esfericación de té chai y qumquat y tiene un fuerte y estupendo sabor a clavo. Un postre lleno de matices que sirve para cualquier hora del día.

Algo no me tenía que gustar y cualquiera se equivoca, pero la inclusión de la basta (nombre premonitorio), al parecer un dulce sudanés con base de hojaldre, no es lo más acertado del menú. Para empezar cambian el hojaldre y su crujir por la esponjosidad -y sequedad- de lo que llaman microcoulant y es un bizcocho aireado relleno de bechamel dulce con vainilla. También tiene clavo y cardamomo, así que el resultado es seco, poco elegante y muy especiado.

Pero que nadie se engañe, la comida es de gran nivel, tanto por sabores y presentaciones como por creatividad y ejecución. Es este un restaurante que arriesga y prefiero los errores de la temeridad que la fría perfección que a nada conduce; y si no, miren lo que le ha pasado a la cocina francesa. Solo hay que seguir encontrando el lugar y este cocinero parece en búsqueda incansable, pero el presente vale ya mucho la pena y ustedes, mis queridos seguidores de exquisito gusto, deberían comprobarlo. Y probarlo…

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La Petite Maison

Ya saben qu siempre me ha fascinado la estética de Miami, esa ciudad que junta a los Estados Unidos con los chillones colores y el animal print de todos los trópicos habidos y por haber. Las faldas son cada vez más cortas, los brillos más refulgentes y los tacones más afilados. De ellos nada digo porque aquí no cuentan, si acaso para pagar las cuentas. Forman un universo de camisas discretas siempre por fuera, pantalones de diverso pelaje y zapatos banales. Ellos solo se distinguen por los enormes y rugientes coches y, a veces, por relojes aún más grandes y más llamativos. Antes parecía raro no tener un Daytona o un Royal Oak de puro oro rojo, pero como ahora los tiene tanta gente, les han incorporado diamantes por todas partes y es que Miami es puro brilli brilli.  También los bolsos de ediciones limitadas, sobre todo de Chanel y Gucci, abundan cada vez más y si les diferencia lo ostentoso de sus diseños y dibujos, les une, eso siempre, el descomunal tamaño. Aquí todo es grande grande.

Grande como los restaurantes y alto como sus increíbles techos porque casi siempre se sitúan en plantas bajas de enormes rascacielos. Paredes de seis u ocho metros y ventanales que se pierden de vista. Lo gracioso es que muchas veces quieren olvidar tanta desmesura y modernidad de acero y vidrio y hacerse acogedores y tradicionales, europeos en fin. En esa onda está La Petite Maison, un nuevo local que quiere ser un bistró parisino -enfermo de gigantismo, eso sí-, aunque para los tamaños miamenses hasta puede parecer recoleto. Primera característica. Segunda: aquí, en tierra de todos los mestizajes, habitada por gentes de todo el mundo aunque mayormente latinas, nada puede ser puro y por eso, en la carta se unen los escargots a las pastas y el coquelet al chimichurri. Segunda característica bis: la carta es enorme también, que ya saben ustedes de la desmesura americana, grandes espacios, cartas enormes y platos muy abundantes. Muchos han tratado de saltarse estas normas y han tenido que volver al redil.

Empezamos con una tosta de cebolla y anchoas demasiado fuerte y un tabulé de quinoa -podremos estar en Miami pero la quinoa ha psado de estar tan solo en el altiplano boliviano a aparecer en todas partes, hasta el punto que ya allí no se puede consumir debido a los altos precios- con queso feta, muy agradable y fresco porque, cómo no, la hierbabuena y el limón lo alegraban por todas partes.

También muy bien aliñada y con sabores suaves una ensalada de lentejas que llevaba pequeños tropezones de manzana y una ratatouille que estaba muy bien pero que era en realidad un plato de buenas verduras asadas más que ese mitificado y mítico pisto francés que hasta una película titula.

La buena carne es muy cara en este país, pero por serlo y porque le rinden verdadero culto suele ser excelente. El entrecotte es suave, jugoso y muy muy bien hecho, con un delicioso punto tostado por fuera y rosado por dentro, eso sí, todo caliente, no como en tantos lugares que por dejarlo sangrante también lo sirven frío. Después de ver que costaba 76 dólares, y comprobar que 14 onzas son 400gr, lo repartimos para dos ante el asombro de nuestro hercúleo y obeso mesero (ya les digo, todo grande grande) pero se lo aseguro, no hace falta más.

También me agradó, aunque lo que menos, el parpadelle con ragú, porque para mi gusto está algo soso y falto de gracia, aunque muy aceptable. Los pescados no son el fuerte de este país tan aficionado a las largas cocciones; siempre están demasiado hechos, pero este lo tomaba una amiga colombiana y a ellos también les encanta así, por lo que todos contentos.

Y buenos los postres: tarta de queso fresco, cremosa pero firme, y un pan perdú o sea, torrija con helado especiado en el que se adivinaba la canela, el clavo y, creo yo, hasta algo de cúrcuma. Muy bueno y original el helado y delicioso el caramelizado crujiente de la dorada torrija.

No es un lugar para ensalzar en guías mundiales pero quizá nimguno de Miami lo sea, aunque  sí tiene calidad suficiente, es bonito, con buena decoración y está por encima de la media, de cocina digo, porque la calidad es bastante alta en todos lados. Que sea de los dueños de Zuma y Coya asegura el toque It en todas ellas y casi en algunos de ellos. Deben ir si por aquí vienen.

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Estrellas y soles para Cebo

Escribo este post con el indisinulado propósito de pedir para Cebo estrellas a los Michelin y soles a los Repsol porque bien las merece (y no enumeraré aquí a los que las merecen menos y sin embargo las tienen). También porque este restaurante -bueno desde el principio- ha experimentado una gran evolución en apenas un año. Así que pónganle soles y estrellas por favor.

Veamos por qué; el lugar es elegante y bello, con enormes mesas muy separadas vestidas por crujientes manteles de hilo y se abre al atrio del hotel Urban por medio de un ventanal que deja adivinar alguna de las asombrosas esculturas africanas que forman parte de la gran colección del propietario. Otras mesas dan a un microjardín, a una pared de mosaico dorado o a una caja de cristal que es la hermosa bodega. El servicio es numeroso, profesional y tan de lujo como el restaurante.

Los platos de Aurelio Morales son, sin embargo, lo mejor de todo. Probamos recientemente el nuevo menú de otoño que mantiene algunas preparaciones que ya les he contado, pero que cambia la mayoría, cosa imprescindible en todo gran restaurante. El calçot de otoño es la ya conocida croqueta de intenso sabor pero ahora dulcificada por el higo fresco y una salsa romescu, también de higo, levemente picante y dulce a la vez.

Es un plato bello pero sencillo que nos prepara para una llegada barroca y excitante. De un lecho de algas humeantes de hielo seco emerge pollo negro y navajas especiadas, una corteza de piel de pollo sobre la que coloca la navaja mezclada con muchas especias, caldo de pollo y crema de almendras. El crujiente de la piel es el contrapunto perfecto para la blandura del molusco y la combinación, deliciosa y atrevida.

La quisquilla del Mediterráneo es una vieja conocida que me encantó desde el principio. Primero se come la suculenta y sabrosa cabeza y después un cuerpo perfecto de punto, convertido en albóndiga, que se moja en gel de huevas y aire de limón. La ligereza de este se agradece ante tanta potencia.

Felizmente tampoco ha quitado del menú  los callos, aunque siempre que así los veo enunciados en la carta me asusto. No me gustan los callos, ya saben. O no mucho. Aquí son una croqueta líquida de perfecto sabor que se esconde bajo una deliciosa y muy crujiente torta de grabanzos con emulsión de lo mismo. Los sabores se potencian como en el guiso tradicional pero no se me ocurre mejor y más elegante manera de comer nada menos que unos callos con garbanzos. 

Sigue el camino por los mismos derroteros con una receta demasiado arriesgada: migas, pie y oreja. Las migas en el crujir de un emparedado de obulato, el pie en brioche con una lámina crujiente que lo corona y la oreja con una salsa brava excelente. Demasiado para mi delicado paladar, especialmente las partes menos fritas de la oreja que me resultan ternillosas y correosas.

El boquerón ya tiene fecha, como los clásicos, 2016. Es una de los más complejas creaciones del chef y mezcla garum, la mítica salsa de los romanos, con boquerones en variadas preparaciones, helado de boquerón, su espina frita y esferificaciones de aceitunas de Campo Real. Por si alguien dudaba del manejo de la técnicas de Morales.

Técnicas y saberes antiguos también, porque del garum nos vamos a la salsa favorita de los españoles del Renacimiento, el manjar blanco servido aquí con bogavante. La había visto cientos de veces citada pero nunca la había probado. Es una exquisita mezcla de almendras, leche y almidón de arroz. Es la base de unos palitos de salsifí en los que se enrolla el bogavante. Para empapar la salsa, unas buenas y aéreas esponjas de almendra.

Ya estábamos bastante curtidos en sorpresas, pero el chpirón black andaluza volvió a desarmarnos por su belleza, preparaciones y sabores. Las patas se fríen en tinta de calamar liofilizada, el cuerpo se presenta al vapor y todo se engalana con alioli ligero o salsa de alga codium.

El arroz Costa Brava es otra buena muestra de esta cocina potente y de sabores marinos muy acentuados. No en vano Morales es un madrileño abducido por el Mediterráneo y formado a la vera del gran Paco Pérez en LLançá. El arroz está perfecto de punto y lleva pequeños níscalos y diminutos mejillones de roca. No me gustan para el pescado las salsas lácteas y cremosas, pero esta estaba sensacional; y aún quedaba en otro platito la sorpresa opulenta y exquisita de una maravillosa gamba de Palamós que lo acompañaba o más bien, lo poseía completamente.

Por contraste, y no solo, también me encantó el sencillo espárrago de Aranjuez con usuzukuri -el sashimi más delicado- de pargo, una receta muy sencilla y sabrosa de sabores muy suaves y contraste de blandos y crujientes, en la que el pescado no estaba completamente crudo.

Un solo plato de carne pero realmente bueno y simple, uno de los mejores del almuerzo, vaca vieja de 180 días y su caldo maduro, la carne en todo su esplendor, el caldo intenso, aparte, para racionarlo al gusto y unos escondidos brotes de mostaza.

El queso dulce de remolacha parece un dulce de fresa, es aromático y se deshace en la boca. Una gran transición del salado al dulce.

Me gustó mucho el primer postre, naranja y azafrán, una sabia combinación de helado, crujiente y shot de naranja con un oculto relleno de tocino de cielo de crema, poco dulce, muy equilibrado, y una leche de azafrán deliciosa y algo de algodón de azúcar.

Chocoratafía es la vuelta a barroquismo: crema y mousse de ratafía, el licor de hierbas y frutos de muchos aromas a especias, hojaldre de cacao, cremoso de chocolate y falso merengue de clavo. 

No acaba de ese modo el menú de otoño porque aún quedan algunos pequeños dulces con el café, pero prefiiero quedarme en ese plato tan barroco porque quizá es el compendio de la cocina de Morales que posee un alto grado de barroquismo -y eso a mi me gusta-, mezcla sabiamente fulgor maediterráneo y secarral manchego, maneja como nadie los pescados y lo convierte todo en fuerza, intensidad y pasión arrebatada, una obra que no para de crecer y que bien merece no ya la visita de todos ustedes, porque afortunadamente está muy lleno, sino variados galardones que tienen muchos con menos merecimientos. Esperemos que pronto lleguen porque este es uno de los lugares mas interesantes de Madrid. Y si no paciencia. Dalí nunca entró en la escuela de bellas artes y a Goya le costó tres intentos…

P. S. Por cierto, sigo yendo a los restaurantes que yo decido y pago mis cuentas sin dejarme llevar y/o invitar por agencia de comunicación alguna. Así que, señores cocineros, si me ven en algún dossier de prensa o relación de logros, como ya está pasando, primero no lo crean y después… ¡mándenles a freír espárragos!

 

 

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El toque mágico 

Entré en Pierre Gagnaire pensando que lo hacía en el restaurante más caro del mundo. Con platos a 185€, postres a 50 y menú degustación a 310, parecerá imposible gastar menos de 400 largos por persona. Por eso, ultilicé mi argucia para poder comer en los mejores restaurantes de París, el menu déjeuner, una fórmula que debemos agradecer a la escasa afición (o posibilidad) de los franceses a comer fuera entre semana. Por su precio, pensaba que quizá sería escaso o tacaño pero vista la cantidad y calidad y que vale 90€, ya me parece que optar por esa opción, en este lugar, es casi un regalo.

Si comparamos hoy los restaurantes franceses con los más vanguardistas, especialmente los españoles, ellos serían al historicismo lo que nosotros al dadaísmo. Dominan la técnica, practican una fría elegancia y aman la cocina, pero no hay sorpresas ni evolución. Sin embargo, ese clasicismo hace que nos superen a todos en ritual y refinamiento. España se ha convertido en el rey de la informalidad, un país donde todo el mundo se besa, se tutea y se toca sin conocerse siquiera. Prueben a usar esas familiaridades en el extranjero y verán. No es simpatía, es falta de respeto y no es hábito democrático, sino todo lo contrario. En España los adalides de este compañerismo siempre fueron los falangistas. Esa informalidad, la simpatía obligada, se traslada, cómo no, a los mejores restaurantes de España y eso nos impide gozar de esa amable frialdad de los franceses. Me dirán que es una ventaja y puede que sea verdad, pero a mí no me gusta.

El restaurante de Gagnaire es clásico parisino. Paredes forradas con páginas de libros, semioscuridad, silencio y algunas mesas que parecen lamparillas porque se iluminan desde dentro.

Nosotros tuvimos el privilegio (¿me reconocerán ya hasta en Francia como bloguero de culto?) de comer en la mesa de la cocina, pequeña, recoleta, suficientemente alejada y en el paso de los visitantes, con lo que parecíamos unas deidades colocadas en una hornacina y ante las que había que inclinarse. Esta era nuestra vista:

En Pierre Gagnaire, apenas nos sentamos en la mesa, esta se cubre de un verdadero festival de aperitivos, mantequilla al limón (un sinsentido) y clásica (una maravilla), palitos de colores, una miniensalada de gambas grises y muchas otras exquisiteces

entre las que destacan un bello crujiente que soporta un damero de rábano y grosella y esconde una deliciosa tapenade,

Panecillos y palitos de queso, zanahorias deshidratas en aceite, envoltorios de obulato con macadamia recubierta de pimentón y una maravillosa bola de atún cubierta de tinta de calamar y rellena con las restallantes semillas de la mostaza en grano.

Llegan después tres deliciosos panes, de castaña, brioche y tradicional 

y rápidamente la mesa se cubre de entradas: una delicada ensalada Felicia que mezcla sin ningún embarazo la suavidad de los brotes de soja con la fuerza de la chistorra, primera concesión a los productos españoles

que se prolonga en un delicioso mejillón cubierto de tartar de algas y acompañado de un impresionante polvo de coliflor.

Las alcachofas se envuelven en Beaujolais, se esconden con hojas de capuchina y se mezclan magistralmente con unas rilletes de ganso.

Una insípida perca se rellena sabiamente de huevas de trucha y está colocada sobre una deliciosa lámina de apio y puré de ortiga. Es un plato bello y que mezcla maravillosamente tierra y agua, pero la que atraviesa los campos en forma de río, la más cercana y generalmente, más apacible.

Para acabar una brandada de bacalao mucho mejor que la habitual por contener más pescado y menos crema, hacerse con un delicioso toque ahumado y rematarse con hinojo marino y rábano negro.

Hay que decir ya y antes de pasar al gran cocido de la cocina francesa, que la principal virtud de Gagnaire, además de la elegancia, es su asombrosa capacidad para que cada ingrediente se note en el plato, que ninguno tape a otro y todos sean reconocibles. Algo que parece fácil pero que nunca lo ha sido, especialmente porque las especias y las salsas estaban concebidas para disimular la falta de frescura. Por eso es maravilloso este Pot au Feu, el gran cocido galo. Aquí las tiernísismas verduras se cocinan al dente y aligeran la carne de buey y de ternera que conforman este plato que se completa con una densa, intensa y maravillosa salsa perfumada con queso Beaufort.

Los otros acompañamientos se colocan en pequeños platillos, como antes hacía -y espero que cuando la receta lo pida, lo vuelva a hacer- Ramón Freixa. Aquí son un buen flan de chucrut, mucho más suave y delicado que el repollo fermentado así a secas y una rodaja de salchicha de Morteau con unas diminutas y aterciopeladas lentejas verdes y toques de cebolla muy crujiente.

Si hasta ahora, todo era pantagruélico, lo que nos esperaba en los postres era inimaginable. Primero una multitud de mignardises que aquí no se ponen al final: mazapán, gominola de rosas, chocolate con crema de caramelo, merengues

En un platillo, una deliciosa mezcla de ron, frambuesa, melocotón, almendra y yuzu con unas pepitas de granada. Un plato bellamente rosado y cuajado de aromas diversos.

Una teja de almendra se armoniza y mezcla con crujientes y cremas de almendra y avellana. Los frutos secos están tostados y un penetrante aroma a regaliz envuelve un postre que emociona.

Después, otros dos: un maravilloso babá con el toque exótico del caqui y creo yo que algo de clavo aunque me aseguraron que no. El helado de castaña que remata el postre era bueno en sí mismo y un gran compañero para el babá.

Para acabar un gran chocolate que es un clásico de los bombones -y las tabletas-, aquí deconstruido. Crujiente de chocolate, pastel de tres chocolates, salsa de chocolate negro y pasas embebidas en alcohol. Una mezcla segura y fantásticamente ejecutada.

Es verdad que Pierre Gagnaire es uno de los grandes del mundo y que sin embargo, arriesga poco.  Es verdad también que muchas cosas ya están algo trilladas pero no lo es menos que la maestría siempre embelesa, sea clásica o avant garde, y que eatamos ante Pierre Gagnaire, uno de los reyes mundiales de la cocina. Así que Salve Gagnaire!!!!

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Atrio, la joya de Cáceres 

Recuerdo que una de las primeras entradas de este blog, hace ya casi tres años, fue la dedicada a Atrio. La llamé Pizarro en la cocina y en ella manifestaba mi admiración por este restaurante desde que lo conocí en su emplazamiento anterior, mi memoria quiere recordar que en los arrabales de Cáceres, un barrio francamente feo que contrastaba con un refinadisino interior obra del genial Duarte Pinto Coelho, un decorador de la Belle Époque de la decoración europea. Cuando Toño Pérez y José Polo se trasladaron a su escenario ideal, este palacete de piedras doradas que esconde una caja encantada de madera, vidrio y hormigón blanco ideada por otros dos genios (además de restauradores Toño y José son, casi sin saberlo, mecenas de las artes), Mansilla y Tuñón, la perfección fue casi completa y pensé que, al igual que a los Roca cuando hicieron lo mismo, les darían la tercera estrella. Pero no. Y sigo sin saber por qué puesto que tienen todo lo que le gusta a Michelin: elegancia, lujo sin estridencias, modernidad contenida, creatividad más que probada y platos que abren la cocina extremeña al mundo. 

Nada de eso he echado de menos en esta última visita. Al contrario, porque de haber cambiado ha sido para mejor. Los aperitivos son un gran comienzo que transita por los sabores fuertes de la aceituna, la esponjosidad de una excelente lionesa o el crujir de un sorprendente y bello cristal de queso

La zanahoria con empanada de anémona marina e hinojo consigue suavizar el fuerte sabor de las ortiguillas, ese shock de sabor marino que anula todo lo circundante, con los  frescos toques del jengibre y la zanahoria. El montaje del plato es también elegante y atractivo. 

Con la patata revolcona con su piel crujiente explotan uno de los grandes logros de la cocina de Atrio, las recetas populares transformadas en alta cocina y a eso no es ajeno ni el lujoso relleno de foie y panceta ni la piel de la patata reconvertida en virutas crocantes. 

Solo como ostras (o casi) en Atrio. Parece que al cocinero tampoco le gustan y siempre las disfraza con algo. Sé que a los puristas les puede disgustar, pero tiene el valor de ensalzar el producto con aditamentos sorprendentes. La ostra se pasa levemente por la parrilla y se acompaña con caldo de vermú blanco. El  aceite solidificado le presta su sabor, terrestre y untuoso, a la escurridiza ostra que comparte protagonismo con el caldo en un juego de sabores que se potencian. 

El ceviche sólido de mero con semiesfera de fruta de la pasión es una gran creación que se sirve en una semisfera de hielo que parece un cuenco. Para preparar el paladar, una esferificación de leche de tigre y lima servida sobre verdadera lima. La acidez, la frescura y la salinidad elevan este ceviche muy por encima de la receta original porque la descompone con talento. Uno de los grandes platos de esta nueva carta. Sencillo en apariencia pero lleno de complejidad. 

La loncheta ibérica con calamar en brioche de tinta es una receta sumamente excitante que alegra el calamar con el toque de cerdo. Arroz negro crujiente sobre el que se colocan los ingredientes, rematados por unos filamentos de cayena. Además, tienen la inteligencia de no llamarlo niguiri…

Viene después la llamada degustación de caviar Beluga que comienza con ortiguilla, atún seco y quinoa, otra buena y original mezcla de ingredientes, especialmente porque la fortaleza del atún, del caviar y no digamos de la ortiguilla, no se anulan sino que se potencian, cosa que nunca habría pensado. 

Sigue el caviar con huevo frito y apionabo al modo de Tomás Herranz (el recordado creador de El Cenador del Prado), otra elaboración sencilla y elegante que evoca una clásica mezcla para  el caviar, la patata, aquí sustituida por la suavidad y el delicado sabor del apionabo

La llegada de la seta otoñal baja bastante el nivel gustativo pero no estético. Además no es cosa de Toño sino una concesión (pedida por nosotros) a su jefe de cocina que ha ganado con este plato el premio a la mejor tapa y el derecho a no parar de salir en televisión. Se entiende bien porque como trampantojo es perfecto. El problema es que se sacrifica demasiado a la belleza. Para conseguir que esta sea perfecta el pan bao que le da forma resulta demasiado basto y grueso anulando casi por completo el excelente sabor de un escaso relleno de shitake y hongos. Hay que reconocer que es más forma que fondo pero ¡bonito es a rabiar!

Los sabores de la seta son genuinamente atrianos y lo mismo sucede con el contundente plato que sirven a continuación: vieiras con estofado de níscalos y habas, para mí el culmen del menú porque contiene todas las esencias de esta cocina: sabor, tradición, contundencia, salsas poderosas, bellas composiciones y toques de pacífica modernidad representados aquí por un aire de romero que a la vez refresca y embellece. 

Parecida es la sensación que produce un contundente pichón con morcilla de Guadalupe y humus de nueces de macadamia. Tiene aún más aroma que sabor y cuando llega a la mesa destacan los toques ahumados y boscosos que combinan con la potencia de la morcilla y del muslo y la pechuga del pichón, ambas con un punto perfecto. 

Después de tantos placeres casi era previsible que me decepcionara un poco el primer postre y es que la torta del Casar y pera con bizcocho de té matcha y aceite de oliva se ufana con una maravillosa estética pero decae por el contraste del queso y el , sobre todo por la excesiva fortaleza de un queso fuera de temporada.

El chocolate sin embargo, me encantó como colofón. Otra sinfonía de sabores fuertes y texturas perfectas entre las que destaca una torrija con PX convertida en esponja y el sabor excitante de esas cinco especias entre las que destacan el clavo y la sal de cayena.  

La cereza que no es cereza es ya un clásico de la casa. Alma de cereza como las esferificaciones de Adriá eran alma de aceituna. Hasta diminutas galletas semejantes a los huesecillos dan un contrapunto delicioso a la gelatinosodad de la cereza

Todas las golosinas son excepcionales pero es obligatorio destacar los buñuelos. Tampoco suelo comer buñuelos, demasiado grasos y densos, pero estos son el ideal platónico de buñuelo, masa ligera y suave sin gota de grasa y una crema etérea y muy untuosa, azucarada lo justo, que inunda la boca cuando estalla el buñuelo. Todo es igual al de siempre pero todo es diferente. 

Atrio es un gran restaurante pero es mucho más que un restaurante. Es un lugar imprescindible para amantes de la belleza donde se duerme acunado por las campanas y entre bellas obras de arte, donde el refinamiento abunda por doquier y al despertar algodonoso le sigue el mejor desayuno del mundo, una orgía de buenos platos, lino, plata y porcelana. Todo es posible y todo es alcanzable, pero si el todo no se puede lograr vayan al menos al restaurante y si eso tampoco, intenten conocer sus delicados espacios. Nunca se arrepentirán porque paldearán la belleza y acumularán nostalgias. 

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