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La Petite Maison

Ya saben qu siempre me ha fascinado la estética de Miami, esa ciudad que junta a los Estados Unidos con los chillones colores y el animal print de todos los trópicos habidos y por haber. Las faldas son cada vez más cortas, los brillos más refulgentes y los tacones más afilados. De ellos nada digo porque aquí no cuentan, si acaso para pagar las cuentas. Forman un universo de camisas discretas siempre por fuera, pantalones de diverso pelaje y zapatos banales. Ellos solo se distinguen por los enormes y rugientes coches y, a veces, por relojes aún más grandes y más llamativos. Antes parecía raro no tener un Daytona o un Royal Oak de puro oro rojo, pero como ahora los tiene tanta gente, les han incorporado diamantes por todas partes y es que Miami es puro brilli brilli.  También los bolsos de ediciones limitadas, sobre todo de Chanel y Gucci, abundan cada vez más y si les diferencia lo ostentoso de sus diseños y dibujos, les une, eso siempre, el descomunal tamaño. Aquí todo es grande grande.

Grande como los restaurantes y alto como sus increíbles techos porque casi siempre se sitúan en plantas bajas de enormes rascacielos. Paredes de seis u ocho metros y ventanales que se pierden de vista. Lo gracioso es que muchas veces quieren olvidar tanta desmesura y modernidad de acero y vidrio y hacerse acogedores y tradicionales, europeos en fin. En esa onda está La Petite Maison, un nuevo local que quiere ser un bistró parisino -enfermo de gigantismo, eso sí-, aunque para los tamaños miamenses hasta puede parecer recoleto. Primera característica. Segunda: aquí, en tierra de todos los mestizajes, habitada por gentes de todo el mundo aunque mayormente latinas, nada puede ser puro y por eso, en la carta se unen los escargots a las pastas y el coquelet al chimichurri. Segunda característica bis: la carta es enorme también, que ya saben ustedes de la desmesura americana, grandes espacios, cartas enormes y platos muy abundantes. Muchos han tratado de saltarse estas normas y han tenido que volver al redil.

Empezamos con una tosta de cebolla y anchoas demasiado fuerte y un tabulé de quinoa -podremos estar en Miami pero la quinoa ha psado de estar tan solo en el altiplano boliviano a aparecer en todas partes, hasta el punto que ya allí no se puede consumir debido a los altos precios- con queso feta, muy agradable y fresco porque, cómo no, la hierbabuena y el limón lo alegraban por todas partes.

También muy bien aliñada y con sabores suaves una ensalada de lentejas que llevaba pequeños tropezones de manzana y una ratatouille que estaba muy bien pero que era en realidad un plato de buenas verduras asadas más que ese mitificado y mítico pisto francés que hasta una película titula.

La buena carne es muy cara en este país, pero por serlo y porque le rinden verdadero culto suele ser excelente. El entrecotte es suave, jugoso y muy muy bien hecho, con un delicioso punto tostado por fuera y rosado por dentro, eso sí, todo caliente, no como en tantos lugares que por dejarlo sangrante también lo sirven frío. Después de ver que costaba 76 dólares, y comprobar que 14 onzas son 400gr, lo repartimos para dos ante el asombro de nuestro hercúleo y obeso mesero (ya les digo, todo grande grande) pero se lo aseguro, no hace falta más.

También me agradó, aunque lo que menos, el parpadelle con ragú, porque para mi gusto está algo soso y falto de gracia, aunque muy aceptable. Los pescados no son el fuerte de este país tan aficionado a las largas cocciones; siempre están demasiado hechos, pero este lo tomaba una amiga colombiana y a ellos también les encanta así, por lo que todos contentos.

Y buenos los postres: tarta de queso fresco, cremosa pero firme, y un pan perdú o sea, torrija con helado especiado en el que se adivinaba la canela, el clavo y, creo yo, hasta algo de cúrcuma. Muy bueno y original el helado y delicioso el caramelizado crujiente de la dorada torrija.

No es un lugar para ensalzar en guías mundiales pero quizá nimguno de Miami lo sea, aunque  sí tiene calidad suficiente, es bonito, con buena decoración y está por encima de la media, de cocina digo, porque la calidad es bastante alta en todos lados. Que sea de los dueños de Zuma y Coya asegura el toque It en todas ellas y casi en algunos de ellos. Deben ir si por aquí vienen.

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Belleza interior

Según Oscar Wilde «es mejor ser guapo que ser bueno, pero es mejor ser bueno que ser feo». Quizá la aguda frase valga para la vida, pero no para los restaurantes. Mejor ser bueno que bonito pero, la cuestión es: en el mundo del gusto y de los sentidos ¿hay bondad sin belleza? En mi opinión, no. El placer de comer ha de ser una experiencia sensorial total en la que impere la excelencia de la comida, pero en la que ninguno de los cinco sentidos resulte agraviado.

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Por esa razón, siempre entro refunfuñando en la Taberna Arzábal, el único lugar verdaderamente feo que aparece en estas crónicas. Local pequeño, pocas mesas, gusto pésimo en la decoración, ruido por doquier, servilletas y manteles de papel y… frigorífico en el comedor. Será un elegante Smeg, pero es un frigorífico.

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Y hasta aquí lo malo, porque todo el resto es bueno. Malo para mí, desde luego porque en esta ciudad, meca de las tabernas y centro de ese callejón del Gato, epítome de la fealdad valleinclanesca, esta parece importar muy poco. Será que al madrileño medio solo le interesa la comida, será que opinan como Jean de Labruyère de la mujer, que no las hay feas, sino solo las que no saben como parecer bellas. Ojalá en Arzábal tomaran nota de esta frase o de la más famosa de Coco Chanel («no existen mujeres feas, sólo mujeres que no saben arreglarse») y se encargaran en serio de que la decoración estuviera en consonancia con la excelente comida y la gran bodega. Si así fuera y descubrieran las flores, las alfombras, los tejidos, las luces tenues y la insonorización, dignificarían la taberna y tratarían con respeto sus platos. No seria una revolución, ni renegar de nada. Los bistrós parisinos son sencillos, baratos, populares y moderadamente bellos.

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Por eso, nada más que decir de la (anti)estética, así que hablemos de la comida y de cómo un simple vermú casero plagado de hierbas y pletórico de aromas embriagadores puede hacer olvidar el ambiente. Lo mismo que la aparición de una enorme banasta de mantequilla que brilla con un dorado de campo agosteño y un sabor que solo puede provenir de vacas felices en prados mullidos.

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Todos los productos son escogidos tan cuidadosamente como esa suntuosa mantequilla y el jamón, de variadas procedencias, está siempre perfecto, cualidad no ajena al excelente y luminoso pan con tomate que lo acompaña.

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Las croquetas están simplemente perfectas, gracias a una bechamel tan suave como consistente y una fritura justa y carente de grasas superfluas que las hace crujientes y cremosas. Las hacen de jamón y de boletus. No están mal estas, ahora tan de moda, pero en el mundo de la tradición, la antigüedad es la verdad y ninguna ha conseguido superar a las de jamón.

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También es memorable el pisto. Cielos, hacía años que no comía pisto y ninguno recuerdo tan sensacional como este. Será porque aqui asan las verduras en lugar de sofreírlas agrandando así el sabor y privándole de exceso de aceite. Bastante le aporta ya el delicioso huevo frito con que lo coronan, dorado y lleno de puntillas como de hogar antiguo, chimenea crepitante y sarmientos quemados.

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Ahora que estamos en temporada de setas tienen algunos buenos platos. No hay posible equivocación con los siempre festivos boletus que aquí sirven salteados y llenos de aromas: a campo de otoño, a flores secas, a paseos al sol, a mañanas frescas y a escondidos claros en el bosque.

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El salteado de arroz con setas y trufas tiene un punto perfecto aunque yo le suprimiría el segundo apellido. La trufa, supuestamente, es parte de un sofrito elaborado con ellas y variadas setas. Estas se notan a la perfección, pero no así las trufas que, o no existen o han muerto en el camino perdiendo su inconfundible y maravilloso aroma.

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También es excelente -y vistosamente servido en sartén- el arroz de pato, este seco por contraste con el salteado. Tan en su punto como el anterior y engalanado con un pato canetón tierno, jugoso y acompañado de un grano suelto, al dente y reluciente de pimientos.

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Antes de los postres yo no me perdería los quesos, porque son buenos y variados. Esta vez tenían, entre otros, un Comté de cura media, muy sabroso y un excelente y tierno Reblochon.

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Si como se decía antiguamente y no estoy de acuerdo, los grandes restaurantes se ven en los postres, este lo es también por ellos porque, si excelente era todo lo anterior, la parte dulce es sobresaliente. Una simple cuajada alcanza elevadas cotas de calidad gracias a una excelente leche de oveja y a una miel que parece escogida y premiada por un exigente jurado compuesto por las mismas abejas.

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La cremosa torrija es sobresaliente, quizá la mejor de Madrid. Muy tierna y jugosa por dentro, crujientemente caramelizada por fuera, ni demasiado dulce ni demasiado embebida en leche.

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Quito el «quizá la mejor…» cuando hablo de la tarta Tatin, porque esta es la mejor sin ninguna duda, con los gajos de manzana de tamaño perfecto y una suave base que acompaña pero no resta sabor a la manzana, que en muchas otras parece torpemente asada y sin una gota de azúcar. Aquí están doradas y levemente crocantes. Perfectas.

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Seguro que a estas alturas ya están pensando en la Taberna Arzábal. Yo también. Pensando, como se piensa en lo maravilloso que sería que ese genio de inteligencia excepcional y fascinante conversación que tenemos por amigo se arreglara un poco más, sacara partido de su físico y reparara, al fin, en que la bondad puede ser triste en la fealdad, mientras que es siempre perfección en la belleza…

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