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La Finca Elche

Tenía una especie de deuda pendiente con Susi Díaz -una cocinera a la que mucho admiro-, y con su bello y escondido restaurante La Finca, una suerte de sobrio convento del buen comer, rodeado del barroquismo del paisaje ilicitano. Y, pagada la deuda, estoy encantado de haber disfrutado de esta cocina preciosista y delicada en lo estético y llena de sabor en lo gustativo. Encantado por eso y también sorprendido de que pueda hacerla para más de las 70 personas que había hoy, ya que cada plato parece una obra de arte.

El enorme menú más corto (Génesis Large de 105€) comienza con un derrumbe de piedras pintadas que sirven de base a un bombón helado de shitake y crema de anchoas, a un bollito de caldero, a una mezcla de yogur y pepino, a una flor de pimientos de cristal y a un bombón de queso y trufa que son crema helada, crujiente como de patata frita, airbag relleno con crema y un esponjoso buñuelo. Atención al frágil encaje de la foto. Eso da pistas de por dónde irá el resto.

El mujol de el Hondo a la brasa con crema de tomate, pimiento y almendra es un guiso muy mediterráneo y ricamente especiado, con mucho clavo y abundante cebolla, una explosión de sabor,

a la que sigue un clásico de la casa, el helado de espárragos blancos pero que no desprecia en su confección los verdes y se adorna con bellas mariposas de parmesano y polvo de cacahuetes en el fondo del plato. Cualquiera diría que con la delicadeza del espárrago no sabría a nada tras el potente mujol pero Susi consigue un sabor intenso a espárragos con muy sutiles toques de cacahuete y queso.

Mucho sabor marino en las deliciosas quisquilas con ñoquis y pulpo, en las que destacan unos delicados y pequeño ñoquis de patata y pimientón picante y un profundo y muy enjundioso caldo de las cabezas. Hubo que esperar bastante a que llegaran pero valió la pena.

Lo mismo (o peor) pasó con el lovely green, un estupendo cóctel de pepino, yerbabuena, lima, ginebra y clara de huevo que se alterna con un gran plato vegetal: las acelgas con crema verduras y embutido blanco que se alegran con el crujir de unas semillas sésamo tostado que rematan el plato. Tan bueno que, asustado porque el exasperante roto arruinara la comida, me quejé. Si bien la respuesta fue absurda (estaban muy llenos), todo cambió a partir de ese momento y comimos sin prisa pero sin pausas. Como debe ser…

Y nos encantó además, lo que comimos después, un espléndido pan artesano recién horneado y embebido en mantequilla, como hasta ahora solo había comido el de Rafa Zafra en Jondal. Esplendoroso (repetimos).

El siguiente plato es una elegante pasta fresca rellena de requesón y trufa que además está coronada por muy otoñales ceps y el golpe fresco de la rúcula equilibrando todo.

La yema de corral con holandesa de foie se esconde bajo un hermoso encaje de crujiente pan y tiene también cebolla, trufa y un rico salteado de setas. Tantas delicias solo pueden dar como resultado un bocado suculento y delicioso.

Potente, sabroso, muy valenciano, es el clasicismo del guiso de calamar y garbanzos que añade un crujiente de diferentes tipos de quinoa para darle modernidad y un gran caldo de calamar concentrado para llenarlo de sabor. Picante, envolvente, aromático y sempiterno.

El arroz meloso de sepia de playa y salmonete está lleno de personalidad y sabor y, como siempre, con el delicado toque de la hoja que aporta gracia, belleza y una textura crujiente y seca a la suavidad del arroz.

No puedo por menos que poner ya mismo el espectacular postre que resalta sobre los demás porque es todo un alarde de imaginación, técnica y gracia. Bajo una tierra de chocolate negro, nos descubren, a base de pincel, como en una excavación, un helado de panettone que es una perfecta recreación de la dama de Elche. Está muy rico pero la presentación deja sin habla, así que casi da igual que, como siempre, los postres sean lo más flojo.

El primero es un bonito y correcto financier de avellanas y crema de limón que cumple muy bien por lo jugoso de la magdalena, pero el coco yuzu y leche de merengada es demasiado denso, dulce y pesado, pecados que también cometen sus complementos de anís estrellado y pastel de lavanda. Salvo por la blanca y refinada estética del plato, no hay tanto de bueno. Por eso, están mucho más ricas las mignardises que son menos ambiciosas y se colocan sobre preciosas hojas de cerámica.

Ha sido un acierto venir hasta aquí. La cocina de Susi, tan bella y elegante, está llena de sabor y de una sabia tradición renovada. Es puro Mediterráneo y algo más, pero lo más excitante es el equilibrio en todo y una especie de afanosa e incansable búsqueda de la belleza que me ha cautivado.

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Anómalo de A Barra

Me siento muy afortunado por haber sido invitado a conocer Anómalo, la nueva barra de A Barra que, siendo fiel a sus esencias, ha cambiado en todo.

Por eso me encanta este restaurante, porque es único en su concepto, que junta -separadamente- un restaurante a la carta (casi una rareza cada vez más apreciada) moderadamente moderno (o al revés), con una barra para unas veinte personas en la que arriesgan con talento presentando una cocina más vanguardista y audaz. Y ahora, manteniendo la misma calidad, apuestan mucho más por el juego, la diversión y aquellos platos que se preparan minuciosamente ante el comensal (absolutamente todos, lo que lleva el menú a unas tres horas y media).

Empieza el festín con una trilogía de parmesano: una esponjosa nube de uno madurado 60 meses con albahaca, piñones y un brote de lanzana y un pao de queijo (que se hace con harina de mandioca) cubierto de deliciosa papada Joselito y emulsión de sésamo negro. Dan mucha importancia a la música de fondo y hasta hacen un interludio con un programa de ordenador que saca sonidos de las verduras. Muy divertido.

De vuelta en el taburete, un complejo whisky sour de pimiento rojo (con angostura, limón iraní rallado y gel de bergamota) para acompañar el último elemento de la trilogía: una carbonara con base de espuma de parmesano (helada en tepanyaky) y pecorino, guanciale y yema de huevo, un bocado delicioso que es una exhibición de técnicas.

El tomate en texturas es un menudísimo tartar, con salsa de Bloody Mary y una estupenda caballa semi marinada. Un plato fresco y lleno de sabores.

Sigue la diversión y exquisitez gastronómica con unos noodles muy diferentes porque son vegetales (de setas enoki) y con un estupendo dashi de atún y ají amarillo y la sorpresa de unas huevas de sepia saladas y cocinadas a baja temperatura que parecen pollo de aspecto pero (cómo no) saben a pescado y en absoluto parecen nuevas por la homogeneidad de su textura.

Algo muy serio y lleno de sabor mediterráneo es el guiso de sepia tradicional, con el molusco lentamente cocinado y la originalidad de un velo que parecía de leche pero es de pil pil y funcuona mucho mejor que un alioli. Una mezcla explosiva y preciosa de tradición y modernidad.

La esencia de bogavante gallego es un caldo profundo que parece contener el alma del bogavante además de su cuerpo mortal. No necesita nada más pero lo rematan con hinojo marino encurtido, aceite de eneldo y aceite de ajo y jengibre, quizá demasiados aceites porque es resultado es algo más graso de lo deseable. Ayudan a rebajar, unos ricos ñoquis en plan glutinoso y japonés.

Menos mal que aprovechan y llega el resto del bogavante y aún mejor de lo normal, porque se realza con un toque de yuzu y un penetrante jugo de carne y 16 especias que constituye una espléndida salsa parecida a la café de Paris. Palabras mayores.

La lubina tiene salsa Martini y un blando oxalis con mantequilla de café realmente bueno. Es un buen plato en el que no se prescinde de la complicación pero sin que eso empañe el suave sabor del pescado.

La carne es lomo bajo madurado y acompañado de una emulsión (estupenda) de su grasa con el matiz picante del chile chipotle, espuma de azafrán y unos suculentos níscalos.

El primer postre es muy vistoso porque se hiela con nitrógeno y se prepara desde mucho antes porque la base en una rica y casera kombucha con albahaca y fresas encurtidas y es que estamos entre grandes frascos multicolores de los que sacan, como por arte de magia, encurtidos, kombuchas y semiconservas de las más variadas y exóticas frutas y vegetales.

Se acaba con sudachi (limón japonés), sésamo negro, wasabi fresco, bizcocho de espinacas, helado de cereza negra y cremoso de lo mismo. Si no puedes lucirte con la repostería, vete a la originalidad del postre que es el gran travieso de la alta cocina española…

Un lugar donde se come bien de un modo original y divertido. El servicio es excelente, porque se beneficia de la calidad de A Barra, y los vinos, pasa lo mismo, excelentes. Así que vayan con tiempo, eso sí, y disfruten.

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Lhardy

Habrá que esperar un poco para que Lhardy vuelva a brillar como antaño. Creo que los nuevos propietarios de Pescaderías Coruñesas se han apresurado demasiado a abrir o yo… a ir. El lugar sigue majestuoso, cos sus platas y sus oros (estos de plata sobredorada), los manteles de hilo, los variados salones, como de casa palaciega, y la bella decoración decimonónica.

La carta mezcla los grandes clásicos de la casa con algunas incorporaciones -para mi incomprensibles- de los restaurantes del grupo como una simplona ensalada de tomate y ventresca o el salpicón de marisco. Pero lo peor es empezar por unas ramplonas aceitunas como aperitivo. Me encantan las de O’Pazo y sus demás sitios pero este no es el lugar, máxime cuando esta casa era famosa por sus deliciosas tartaletas, especialmente una legendaria, la de riñones. También resulta raro que los únicos dos pescados que ofrecen sean para dos personas, por lo que si solo hay un ictiófago en la mesa lo tiene difícil. Por lo demás, grandes clásicos como el pato a la naranja o el mítico cocido, que es lo que come el 90%, al menos en este domingo de septiembre.

A mi me encanta el cocido, pero he preferido probar otras cosas como esa suculenta y famosa croqueta que ahora cruje más por el panko, pero sigue con su relleno delicado y aterciopelado de bechamel y buen jamón.

El consomé es sabroso, limpio e ilustrado porque lleva yema de huevo y una trufa aceptable y que será importada porque estamos fuera de época. Pero lo mejor es ese sabor profundo y antiguo. Es tan bueno que la gente se lo llevaba por litros de la encantadora tienda (ahora en obras) y otros lo degustábamos para acompañar un memorable aperitivo a base de esas mismas croquetas y de las tartaletas mencionadas. Y cómo era la de ensaladilla.

El foie escabechado cumple muy bien. No demasiado fuerte y muy aromático. Me encanta esta manera de hacer foie y que alcanza su mayor expresión en la receta de Mario Sandoval, escabechero mayor del reino. Las zanahorias embebidas en el caldo valdrían por sí solas y, aunque no me gustan las pamplinas, aquí queda muy bien su amargor y frescura.

Pero seguramente lo mejor de este almuerzo, quién sabe si de esta carta (he de volver a probar más cosas), es un solomillo Wellington que espero se haga popular para que lo puedan hacer entero y cortarlo en rodajas de un carro, como siempre. El bollo para dos es también bonito y tiene más hojaldre pero la presentación en piezas enteras trinchadas en un carro de plata, como hacen aún el el londinense, Simpson’s, es inigualable. Este es, cómo digo, para dos y es un dorado bollo de excelente hojaldre con gran sabor a mantequilla y una consistencia crujiente deliciosa. La carne roja y en su punto, con su farsa tradicional y aún más jugosa por efecto del tocino que la separa de la pasta. Ricas las patatas a la inglesa pero que desmerecen el refinamiento del plato. Esperemos que pronto sean suflé mucho más raras y exquisitas.

De postre, otro gran clásico (con el que se suele acabar el cocido), tan decimonónico como el lugar: el suflé Lhardy, que en realidad es una tortilla noruega y que es una tarta de merengue flambeado relleno de bizcocho y helado de vainilla y no un suflé de claras de huevo que, según el añadido, le dan uno u otro sabor. Esta es esponjosa y perfecta. Esta muy rica pero, dado que ya nadie hace suflés y es plato clásico y elegante, les sugiero que los pongan en la carta y a esta la llamen por su verdadero nombre. Por cierto, te odio ese ajuar de plata único, la jarrita de acero inoxidable del licor es una desgracia.

Para mi que están tanteando y aún falta mucho por hacer (el servicio muy amable pero, como antes, algo despistado y la carta de vinos más que escasa) pero, aun sabiéndolo, ya vale la pena ir. Es como un museo del buen gusto al que siempre apetece volver y en el que ya hay cosas tan memorables como el Wellington.

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La Bien Aparecida

Lo bueno que ha tenido el confinamiento es que ahora todo parece nuevo, que nos aferramos a la vida con mayores fuerzas y sabemos valorar hasta la más pequeña brizna de felicidad. Vivir como si se hubiera olvidado todo y disfrutar del presente como si todo se fuera a acabar. Ir a restaurantes donde ya habíamos ido, pero en los que hacía mucho que no estábamos, cobra un nuevo valor, especialmente cuando, como en La Bien Aparecida, las cosas incluso ha mejorado. Ha sido como el barbecho de los cocineros porque los buenos, como este gran y discreto, José De Dios Quevedo, regresan aún mejores. Y si no lo creen, acompáñenme por el menú degustación que nos preparó en la última (primera) visita.

Tres intensos, delicados y originales aperitivos para abrir boca: bombón de mejillón, tierno en la boca y con un fuerte escabeche casero inundando el paladar; un crujiente y bien condimentado steak tartare con base de pan y cubierta crocante y un espectacular barquillo de anguila ahumada en la que esta se trata como una brandada. Muy bonito de presentación y mejor de texturas.

Uno de los clásicos del lugar es la porrusalda por lo que siempre se agradece. El caldo es sabroso y apetitoso, la verdura excelente y además, le ponen la sorpresa de una cremosa brandada de bacalao que le da un espléndido toque de mar.

La berenjena a la crema con anchoas es un gran comienzo. La tierna y carnosa berenjena se envuelve en una aterciopelada crema de anchoas y contiene la sorpresa de un bombón de piparra que da mordiente a todo el plato y recuerda a una gilda deconstruida. Ha hecho muy bien en recuperar en esta receta ese estupendo bocado.

Después sigue otra vuelta de tuerca a estas verduras que yo llamaría marinas. También era excelente porque el chef conoce muy bien el mundo vegetal y se luce (y gusta) con el. Una base de coliflor, tratada como un cus cus, se corona de berberechos y se envuelve en un ajoblanco muy fluido, más sopa que crema. Le va a encantar a la legión de amantes de los berberechos. A mi con el ajoblanco, me apasiona la sardina ahumada, pero nada que objetar.

Sigue otra gran y aún más arriesgada trilogía: tallo de lechuga céltus con jugo de ibéricos. La humilde y deliciosa popieta de lechuga esconde un sugestivo relleno de de puré de lechuga y navajas. El jugo, con sus pedacitos de jamón, le da una gran alegría al conjunto, como también un suave picante. Un plato tan ligero como complejo y apasionante, de diferentes sabores de mar y tierra.

Lo mismo le pasa al garbanzo, azafrán y cigala. Una crema líquida de garbanzo, plena de aromático azafrán, es la base de una cigala simplemente cocida (y excelente) y de una yema que, cuando se rompe, acaba de ligar equilibradamente la salsa en la que flotan unos cuantos garbanzos que aportan crujiente y más sabor.

El cachón y chipiron de anzuelo es una mezcla de estos dos moluscos que combina el guiso (en su tinta) con la plancha, además de añadir una sabrosa salsa de tomate frito y hierbas variadas, de esas que tanto gustan al chef que las maneja a la perfección.

Me ha encantado el rodaballo, una buena y deliciosa pieza cocinada con una suntuosa salsa maître d’Hôtel de hierbas y es así porque, en vez de perejil, lleva cantidad de hierbas, entre las que destaca el hinojo silvestre. Como toque potente se acaba con ortiguillas, lo que le da un remate sobresaliente, como de algas. Y más verde escondido: acelgas frescas y en puré bajo el pescado. Un platazo que muestra dominio de la cocina francesa que se transforma y mejora, porque la salsa (tan parecida a la Meuniere) es mucho mejor.

Y por si se dudaba de la buena formación del cocinero, el clásico entre los clásicos, una casi canónica royal que solo puedo decir que estaba perfecta de sabor y texturas. Y digo casi canónica porque esta vez era de pato, lo que la aligera notablemente sin que pierda su goloso y potentísimo sabor. No creo que disguste a los fans (como yo) pero sé que encantará a los menos partidarios, porque es un plato tan de caza, tan fuerte que a muchos -para mí incomprensiblemente- no agrada.

Viene muy bien para refrescar el ya conocido bombón de galleta y laurel que es crujiente por fuera y líquido por dentro, como los ya tan antiguos bombones de licor. El sabor a laurel es tan notable como sorprendente, pero aromatiza muy bien la galleta.

Me ha fascinado el pequeño bocado que sigue. Un higo relleno de queso. Tan simple y tan bueno, tan original y complicado. Un sencillo higo fresco con un pedazo de queso es una delicia, pero esto es alta cocina y se exigen más. El higo se macera en escabeche japonés y la bolita resultante se rellena con la misma tarta de queso que es un icono de esta casa, tarta intensa hecha con queso Pasiego y algo de Brie (otra vez lo cántabro y lo francés). El resultado es dulce de fruta en almíbar y salado de queso intenso, más crujiente la fruta y muy cuajada la crema. Excelente

El final es muy brillante porque vuelve a mostrar maestría, ya que el borracho tiene mucho de babá, en especial la consistencia más sólida. Es español porque es borracho pero más babá que el babá porque está embebido en Armagnac y no en ron. El helado, delicioso y alcohólico, es de lo mismo. Además lleva una crujiente base y unas uvas pasas escondidas que le dan crujiente y sabor. Me encanta el borracho pero ¿cuándo se ha visto uno tan lujoso?

El caso de José de Dios Quevedo es singular. Escondido en un restaurante aparentemente popular y poco refinado, insisto, aparentemente, practica una cocina elegante desde una discreción admirable en este mundo de cocineros estrella. Transita desde los guisos populares reinventados, hasta la elegante cocina burguesa franco española pasando por muy contenidos detalles técnicos y de vanguardia, desde esa porrusalda modernizada, al bombón de gilda; desde la soberbia royale al teórica borracho al Armagnac. Todo es comprensible, refinado, sensato y con apenas tres ingredientes protagonistas. Mucha verdura y mucho buen fondo para una cocina sobresaliente.

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Julián de Tolosa

La calle Ibiza, en Madrid, es una bella arteria que, partiendo de una amplia avenida, acaba en una que reparte sus aceras entre los edificios y los primeros árboles de El Retiro. Ella misma es elegante y cuenta con un airoso bulevar que discurre entre casas centenarias que vieron nacer o vivir a gente tan insigne como Plácido Domingo o Dionisio Ridruejo. Desde hace años es, en la parte más cercana al parque, un verdadero enclave gastronómico; en realidad como todo el barrio donde se vive una verdadera inflación de bares y restaurantes. Pero siendo así, su último tramo no lo era tanto como el primero y ese es el que ha elegido el famoso chef José Andrés para el proyecto Bulibiza. En apenas una manzana se han abierto ya un asador, varias ilustradas tabernas, el excelente Bistronómika (del que ya les hablé aquí) y hasta una heladería.

La parte carnívora está a cargo de Julián de Tolosa, una ya muy conocida casa de Madrid, porque lleva deleitándonos con sus carnes desde hace decenios en un pequeño local de la Cava Baja, vecino de Lucio y del galdosiano Botín, aunque ya no del añorado y mítico El Schotis. En el local de la calle Ibiza, del que ahora les hablo, la decoración es aparentemente rústica y provista de vigas de madera, ladrillos envejecidos y sillas de recia madera. Sin embargo, todo está bien pensado y resuelto, porque las sencillas pero bellas decoraciones son sello distintivo de todos estos nuevos restaurantes de Bulibiza. Me encantan los grandes ventanales a la calle y la espléndida parrilla situada en una esquina.

A Julián de Tolosa se viene por la carne, una sola, y todo lo demás son pretextos o caminos que nos guían hacia ella. Por eso no hay casi cocina en las entradas donde priman las chacinas de calidad, las anchoas y los espárragos. Para poder hablarles de algo más elaborado, hemos escogido las casi únicas opciones cocinadas. Poco, eso si. Los boletus con yema de huevo son excelentes. Primero salteados y acabados al horno, se sirven acompañados de una yema -para muchos, con David Muñoz a la cabeza, la mejor salsa del mundo- que una vez rota, los envuelve y emulsiona suavemente. Nada más. Y nada menos…

La menestra de verduras usa todas las disponibles a estas alturas del verano (zanahoria, coliflor, brécol, judías verdes, tiernos puerros, etc) y las saltea en abundante aceite de oliva. Un plato muy simple al que acompaña muy bien el excelente pan rústico de la casa, todo esponjosa miga de grandes alveolos y consistencia bastante compacta y que es de lo mejor que nos ofrecen. Realmente muy bueno este pan.

Tal como les había dicho solo hay una carne: Chuletón de vacuno mayor (6 ó 7 años de edad, con una maduración media de 25 días, de razas nacionales y extranjeras, según dice la carta) y eligen el tamaño según los comensales, a razón de 55€ kg. La carne es intensa y muy tierna, pero al mismo tiempo recia y con una textura perfecta, lo que para mí quiere decir consistente y firme. El parrillero la sirve muy poco hecha por dentro y bien tostada por fuera. Está muy pendiente de que nos guste el punto. En mi caso le pedí que la hiciera un poco más, no por que estuviera demasiado cruda, sino porque el centro no había llegado a calentarse, auténtico secreto de una gran parrilla: carne casi cruda por dentro pero bien caliente. Realmente buena, como la espléndida guarnición de pimientos de piquillo que, tras un lento asado, llegan dulces, melosos y casi confitados. Solo por ellos, valdría la pena la visita.

En el capítulo de postres están mejor surtidos. Se ve que es casa de golosos. Arroz con leche, natillas, tejas y cigarrillos de Tolosa, cuajada, pastel vasco, etc. muchas y autóctonas cosas, por lo que no acabo de comprender la inclusión de las milhojas de Paco Torreblanca ni de un archimanido e innecesario coulant de chocolate.

Nosotros hemos optado por una espléndida cuajada, de las mejores que he probado, y eso porque la consistencia es más suave y menos compacta de lo habitual y el sabor de un sutil amargor que endulza una deliciosa miel. Estupenda la textura.

También estupendo el pastel vasco que sabe tanto a almendra y a crema llenando el paladar con ese contraste entre el dulzor de una y el delicado amargor de la otra. Muy bueno, sin despreciar el helado de miel que es más que un acompañamiento.

Agradable y sin trampas este restaurante. Con encanto sencillo, atento servicio, buena carta de vinos (aunque no quiten los que no tienen. Y me ha pasado con dos…) y unos platos basados en el excelente producto muy bien tratado. O sea, cocina de siempre, ahora, rabiosamente a la moda.

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Ovillo

Me gustó Ovillo -el restaurante del que les voy a hablar- pero no sé cuánta culpa la tiene la situación y la compañía, porque debo este almuerzo a un querido amigo que además, convocó a otros a los cuales hacía tiempo que no veía, así que la afabilidad y la charla amena sazonaron cada plato.

Y es que no hay una buena comida sin muchas otras cosas, porque la gastronomía es una experiencia completa. No volvemos a sitios estupendos porque nos traen malos recuerdos. O al revés. Tampoco regresamos por culpa del desagradable ambiente o por un servicio ineficaz y desatento o por el ruido excesivo. Yo por ejemplo, jamás acepto esas llamadas comidas de trabajo -donde ni se come ni se trabaja- y mucha gente ni pisa un sitio por su fealdad o su localización. Y está bien que así sea, porque la perfección es la suma de muchos factores, el resultado de un equilibrio difícil que cualquier pequeña cosa puede descomponer.

En esta ocasión, ya el mismo ambiente me gustó porque, a pesar de estar Ovillo en una calle alejada y desusada, es un precioso local a caballo entre invernadero y nave industrial. Lo de nave es real porque era el taller de marroquinería de Loewe en sus míticos tiempos de artesanía de lujo. Lo del invernadero por efecto de las muchas plantas que lo decoran y por los chorros de luz que se cuelan por todas partes. El chef es el famoso Javier Muñoz Calero que ya tuvo Tartán y la azotea del Círculo de Bellas Artes.

Empezamos con unos buenos aperitivos: mejillones en escabeche hechos en la casa, muy aromáticos y suaves, y anchoas y boquerones en vinagre con patatas suflé, una versión elegante de los que se sirven en los bares con patatas de bolsa. Estas suflé estaban bastante buenas pero algo blandas. Boquerones y anchoas excelentes.

También unas delicadas croquetas de jamón, crujientes por fuera, de interior fluido y encima cuadradas. La oreja de cerdo está perfectamente frita y sin gota de grasa. Es un aperitivo tan tradicional como, hoy en día, original. No me gustan mucho estos apéndices animales pero esta me ha encantado. Son adictivas.

El espárrago con mayonesa de lima y parmentier de patata estaba muy bueno. Un enorme, tierno y delicioso espárrago blanco levemente braseado con la gracia de la lima en la mayonesa. El puré de patatas estaba muy sabroso aunque no me parezca la mejor base para un espárrago. Mejor una liquida crema de verduras. Incluso unas huevas de pescado que dan crujiente y sabor marino.

El boletus es un plato suculento con su salsa intensa de soja, piñones y algo de romero que los perfuman mucho. A pesar de la fuerza de la soja, la seta no pierde un ápice de su sabor. La salsa y su brillo les hace parecer láminas de foie.

La vieira es un molusco versátil y queda muy bien con verduras. Servirlas con un puré de tupinambo y chirivías, sumamente sedoso y elegante, es una buena idea.

También muy sencilla es la menestra con yema de huevo (yo no la pondría porque añade demasiada viscosidad, pero es cuestión de gustos) y un poco de menta que le da un sabor fresco y campestre. Las verduras al dente y ymuy sabrosas.

El lorito es un pescado infrecuente y me encantan sus recuerdos a salmonete, aunque es menos suave. Javier le da un punto crujiente intensificado por sus propias escamas, del mismo modo que realza el sabor con huevas de maruca.

La porcetta es un gran plato italiano no muy conocido en España. Se trata de un rollo de carne de cerdo sazonada con muchas hierbas y después asada, perdiendo en el asado casi toda la grasa. Esta estaba deliciosa gracias a la densa salsa y a un dulce puré de membrillo. Para rematar, setas salteadas y nada más porque nada más necesita.

Buenos postres pero, como suele pasar en nuestro salado país, lo más flojo: una taza de amargo y delicioso chocolate con una lámina de bizcocho de los mismo y todo cubierto por nata batida sin azucarar, para dar un contrapunto estupendo.

La tarta de queso tiene un sabor intenso, está templada y se quiere más líquida de lo normal pero en este caso se había quedado a media cocción. De sabor estupenda, pero falllaba la textura.

Eso no empece el resto. Una cocina honrada y sencilla pero con muchos toques de conocimiento y talento, muy buen producto y un espacio hermoso y diferente. Luz en la sala y en los platos. Para qué más..:

 

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Maison Lú

Juanlu Fernadez es un gran cocinero que, con su Lú Cocina y Alma -del que ya les hable aquí-, ha conseguido una estrella Michelin en un tiempo récord -menos de un año- y en un lugar tan fuera de la excelencia gastronómica como Jerez. Durante muchos años estuvo a la sombra del gran Ángel León y ahora brilla con luz propia. Su éxito ha sido tanto y tan rápido que, en tan poco tiempo, ha madurado enormemente, redecorado bellamente su restaurante de Jerez y abierto recientemente uno nuevo en Marbella, este Maison Lu del que les voy a hablar y que será la sensación del verano.

Juanlu, que es el más francés de los cocineros españoles, solo podía hacer un bistró y Jean Porsche, -autor del insuperable Coque- lo ha interpretado de un modo brillante y cosmopolita, pasando del bistró castizo al restaurante global. En su estilo colorista y feliz, ha concebido muchos espacios, desde uno pequeño y recoleto al amparo de la bodega a una terraza cubierta, luminosa y exuberante, pasando por un jardín florido -presidido por una fuente que es un cubo negro por el que fluye el agua- y un espectacular bar de altos techos, muchos ventanales y una mezcla deliciosa -como el resto- de terciopelos rojos y maderas en zigzag, absolutamente brillante. En el mágico mundo de Jean Porsche solo se puede ser feliz y, créanme, porque sé de que me hablo.

La comida es una apasionante mezcla de muchos lugares pero presidida por la del país de los galos y que es la que da coherencia al conjunto. Casi todas las bases son clásicamente francesas, pero los toques mexicanos, andaluces o japoneses las realzan en grado sumo. Por ejemplo, la torta de maíz suflado con yema de huevo de campo y trufa de verano sabe a sope mexicano y, una vez partido el crujiente envoltorio, el huevo estalla en la boca aromatizado por la trufa. También llena el paladar un perfecto y jugoso bao (mollete al vapor lo llama) de atún de almadraba que esconde una chispeante salsa tártara a modo de relleno.

Se le dan muy bien las masas y por eso los panes son excelentes; lástima que no haya plato de pan, porque eso hace que la mesa se pase el tiempo llena de migas. Son de un negro brillante y dorado y no tienen mantel, así que el reflejo centuplica tanto desperdicio. Una pena.

Un soporte con tres platos ofrece otros tantos crustáceos, impresionantes por sus acompañamientos: ostras con una suave crema fluida de aguacate, conchas finas, cuya rudeza se atempera con una salsa Mignonet, chispeante de vinagre, y unos bolos con salsa Choron, que es una maravillosa bearnesa con un poco de tomate.

Del capítulo de crudos, me encanta el pulpo con emulsión de jalapeños, un encaje de finísimas láminas de pulpo, bajo el que se encuentra una delicada espuma de jalapeños y unos pequeños dados de pepino. El resultado es sencillo, diferente y muy fresco.

La corvina con gazpacho de tomates amarillos es una mezcla sumamente interesante. Parece un ceviche, pero es un buen pescado marinado, con maíz crujiente y una salsa que no es el clásico zumo de limón aliñado, sino ese gran gazpacho, lleno de aromas cítricos y con un suave toque picante de ají amarillo, que se vierte sobre una base de delicioso aceite de cilantro.

La vieira con waygu es una interesante mezcla que juega con la untuosidad del crustáceo, como si fuera tuétano, al mezclarla con un buen steak tartare sobre el que se colocan dos lonchitas de carne apenas tocadas por la plancha. Simple, atrevido y excelente.

Hace Juanlu un perfecto potage Saint Germain, antigua comida de pobres de aquel barrio y siempre una excelsa y cremosa sopa de guisantes con vainas ralladas. Para mayor elegancia y alejamiento del pasado, unos pedacitos de foie ponen elegancia al conjunto.

La versión patria es el potage ibérico a base de jamón, yema de huevo y champiñón de Paris. Hoy le daba una vuelta de tuerca con una versión excelsa, ofreciéndome uno de mis mejores platos de lo que va de año. La misma base del potage, pero aderezando una buena gamba de Huelva y unos de gnochis perfectos que se embebían de la salsa. Las cabezas se sirven aparte, muy frías y acompañadas de una cucharadita de caviar. Una receta increíblemente sabrosa, aterciopelada y elegante.

No hay pescados como tal en la carta porque los cambian cotidianamente y se ofrecen como sugerencias del día. Hoy hemos tomado un muy buen besugo con salsa grenoblesa (mantequilla, limón y alcaparras). La carne del pescado, firme, brillante y en su punto. La salsa, voluptuosa y muy equilibrada, perfecta para un pescado de fuerte sabor. Prefiero pescado sin salsas y menos de mantequilla, pero así me los comería todos.

Hasta ahora no he probado ninguna de las carnes porque, al lado de la cocina (impecable y a la vista), hay una preciosa rotisserie en la que asan pichones, canetones, pollitos coquelet y codornices, Presse, Perigord y Breton, así que como me encantan las aves (todas estas de Bresse o de las Landas y con una etiqueta numerada que entregan al comensal), siempre me decido por una de ellas. El pollito es tierno suave y delicioso, el caneton más recio y alguna vez de patas algo duras. El pichón tiene un punto perfecto, al igual que las untuosas salsas y un puré de patatas trufado, muy Robuchon. También me encanta la ensalada de espárragos, a base de tiras crudas de los mismos, muy crujientes y naturales; lo mismo que la de apionabo, un vegetal que es una perfecta simbiosis en la que predomina el apio pero mucho más suavizado.

Los postres bajan el nivel. Me temo que Juanlu ha optado por lo popular, algo así como los best sellers de la moda culinaria española, porque no creo que no lo sepa hacer mejor. Torrijas, como las de casi todo el mundo aunque mucho mejor resueltas, la tarta fina de manzana que nos atormenta desde los ochenta o el coulant de chocolate que ya se vende hasta congelado y que es la estrella de cualquier bar de pueblo. Menos mal que todo está muy bien elaborado y el arroz con leche (también un postre muy original…) mezcla lo entero del grano y la canela del madrileño con la untuosidad (aunque sea algo más líquido) del asturiano, en una gran fusión. También la versión de las fresas con nata es agradable y aromática, aunque nada apasionante. Como añoro los suflés que ya nadie hace (o ya ninguno sabe hacer…)

Al igual que los postres, el servicio está por debajo de decoración y cocina. Quizá por efecto de la horrorosa combinación de beis -lo único beis del lugar, gracias a Dios- y púrpura de los uniformes, una mezcla estética capaz de ofuscar cualquier conciencia. El maitre principal ejerce de relaciones públicas y no atiende, el segundo está adormilado y nuestra camarera -que dice cosas como buen provecho- es voluntariosa y amable, pero más adecuada para un chiringuito. No es su culpa sino de sus indolentes jefes de sala. Aún están en rodaje.

Dicho esto, que sé que se solventará en breve,  a ustedes les recomiendo vivamente este restaurante que ya es uno de los mejores de Marbella y la gran novedad de esta costa. La comida está muy por encima de la mayoría de los restaurantes andaluces (y no sólo) y el ambiente es fascinante. Así que, salvo por esos detalles por pulir, estamos ante otra muestra de genio de alguien que ya es por derecho propio uno de los grandes cocineros de España.

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Corral de la Moreria

Este va a ser un post muy raro. Va a tener pocas fotos -por falta de luz- y tanta música -flamenco-, como comida, pero supongo que lo entenderán si les digo que les voy a hablar de un tablao flamenco, aunque ciertamente, no de uno cualquiera.

Me gusta el flamenco y Madrid es una gran capital flamenca desde el XIX, por lo menos. Será por la capitalidad, por nuestra propensión a lo sureño y a la fiesta o por todos los andaluces que aquí viven. Quizá por todo junto, pero el caso es que en Madrid vivieron y triunfaron alguno de los más grandes (Caracol, por ejemplo) y hasta hay letras ambientadas en la ciudad:

Cómo reluce
la gran calle de Alcalá
cuando suben y bajan
los andaluces

Sin embargo, nunca he sido muy de tablaos, sobre todo porque el verdadero flamenco no solía estar en ellos. Ni siquiera conocía el famoso Corral de la Morería, –propiedad de la mítica bailaora Blanca del Rey-, hasta que hace poco más de un año iniciaron un curioso experimento: dotar a un enclave tan teóricamente turístico de una gran cocina, la de David Gracia. La primera sorpresa es que el lugar tiene poco de turístico, porque su espectáculo es profundo, exigente, intenso y apasionante. Si los turistas lo entienden, bien y, si no, siempre quedará el rigor y la calidad. Y el caso es que, como siempre que se apuesta por la calidad, naturalmente les gusta.

La segunda sorpresa es que se come muy bien, poseen un servicio impecable y un gran sumiller, administrador de una carta de vinos generosos tan asombrosa, que sólo la de Valerio Carrera en A Barra puede competir con ella. Hay que aplaudir que en un mundo tan dado a dar al turista gato por liebre, se apueste por la calidad en absolutamente todo. Supongo que la presencia constante e inteligente de los dos hijos de la bailaora no es ajena a tan alto nivel. Eso hace que esté siempre lleno y que haya tantos -o másespañoles aficionados al buen flamenco y a la gran cocina, como turistas.

Ya he ido varias veces y puedo decirles que es lo de mejor que se puede hacer en Madrid, porque añadir música y/o espectáculo a una buena comida es como ponerle olas a la bañera. Por cierto, la buena gastronomía ya se ha ganado una estrella Michelin y muchos otros reconocimientos.

Se puede comer a la carta, cosa que yo no he hecho aún, pero los suaves, y no muy largos, menús que he probado me han gustado mucho. Les cuento, por ejemplo, el último: empezamos con una estupenda versión de marmitako, en la que patatas, bonito y demás ingredientes se reducen a una crema de gran sabor a pimiento bajo que se esconde una especie de brandada muy espumosa, llena de sabores marinos.

Para continuar unas deliciosas kokotxas con salsa de tinta, siendo esta apenas un pequeño acompañamiento para unas excelentes kokotxas braseadas a las que el toque de tinta simplemente realza, sin restarle un ápice de sabor.

Sigue el menú con una gran interpretación del cocido madrileño con las carnes finamente picadas, una yema de huevo, los garbanzos y las verduras en crema y el caldo añadido finalmente. Hay que decir que todo tiene un sabor intenso pero que el caldo, sin gota de grasa, es pura y maravillosa esencia.

El plato de pescado es una merluza de enorme calidad y perfecto punto sin demasiados aderezos, apenas un «caviar» de hinojo marino encurtido y una gran salsa de anguila. Está perfecta.

Para acabar elegimos entre una buena costilla en salsa y un pichón, que le gana por goleada. Ya saben que estoy harto de pichón (y de ostras, por igual razón) porque está demasiado de moda y me lo ponen por doquier, pero el punto de este -asado y reposado- es simplemente único, así que enseguida olvidé mi hartazgo.

El postre es tan sencillo como apasionante, una receta vasca que me embelesa, la intxaursalsa, apenas una crema de nueces deliciosa. Pero si en su receta tradicional ya lo es, aquí resulta totalmente adictiva porque el fuerte sabor a nueces y crema de leche -que me encanta- se combina con un acabado de alta cocina, ya que lo que era una simple crema tipo natillas se convierte en una espuma densa y aireada, un sólido en lugar de un líquido, pero a la vez muy delicado porque se deshace apenas se prueba. Pura magia.

Es una pena que el flamenco exija ambientes penumbrosos y recogidos y que apenas hayan visto los platos, pero me aflige menos por pensar que irán a probarlos. Porque si les gusta comer, han de ir. Si les gusta el flamenco, no se lo pueden perder. Y si les gustan ambas cosas, me lo agradecerán siempre.

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Lúa

Tenía una cuenta pendiente con Lúa. Tiene muy buena fama y hasta una estrella Michelin, pero siempre está lleno. Conozco bien el bar aunque cada vez que intentaba comer en la sala -casi siempre- los fines de semana, me encontraba con que estaba a rebosar, cosa normal porque no caben más de veinte personas y el lugar es muy bueno. Pero el que tiene tesón tiene un tesoro y a mí me sobra, el tesón, no el tesoro. He decir que la espera ha valido la pena.

El restaurante está en un semisótano pero los ventanucos que ocupan el techo -y la parte inferior de la calle- le aportan luz y alegría. Nada hay espectacular, pero el ladrillo visto, la sencillez, las sillas de colores, un buen espejo y un gran cuadro confirman un entorno muy agradable para una comida elegante y sabrosa de raíz gallega, lo cual ya es mucho.

Solo hay menú degustación y empieza con un agradable y suave tartar de corvina que se refresca con un poco de sorbete de nopal y se sirve sobre una hoja de sisho. Tiene un punto picante y otro dulce que lo hacen delicioso. Se acompaña de unas agradables esferificaciones de aceitunas.

El foie se coloca sobre unas láminas de pera (lo llaman empanada) y bajo un picadillo muy crujiente de pipas de calabaza. Un poco de compota de membrillo remata los dulces que tanto realzan cualquier foie.

Me gusta esta moda de los calditos invernales. El capuchino de lentejas puede recordar a los de A Barra y Coque. Este lleva una deliciosa espuma de boletus y un poco de polvo de cacao. Perfecto para los fríos de febrero.

Tras los más bien monocromos aperitivos, una explosión de color: yema de huevo confitada, crema de coliflor y huevas de trucha. Nada de eso es muy colorido pero es que lleva además un brillante aire de remolacha que le da sabor y esplendor. También tierra de torrezno y olivas para que haya crujientes y pedacitos de sardinas ahumadas para reforzar el toque marino. Muy muy bueno.

Tampoco le falta color ni sabor a un original arroz verde de apio con pez mantequilla y quisquilla. El verde se lo dan la albahaca, el cilantro, el ya dicho apio y la menta. Delicioso resultado. Pero aún hay más: crujientes y diminutas quisquillas y piel de bacalao para completar un gran y sofisticado arroz.

La raya en caldeirada me gustó muchísimo por su simplicidad y clasicismo. El punto del pescado era perfecto y la patata, más que en puré, machacada resultaba excelente. La incorporación de un jugo de ibérico es una buena creación para dar más gracia y fuerza a lo que normalmente es solo aceite y pimentón.

Una sola carne y un gran plato de caza: lomo de venado, tremendamente tierno y sabroso, bañado en una untuosa salsa hoisi y acompañado de crema zanahoria y puré de patatas machacadas.

Antes del postre una estupenda broma. El más clásico y rancio de los postres en su versión más moderna: Melocotón en almíbar con gin fizz. Una buena y refrescante mezcla, sobre todo porque se trata de esferificacones que estallan en la boca llenándola de sabor.

El postre propiamente dicho no era lo mejor por su excesivo conservadurisno, pero era más que correcto y de sabores muy armónicos: Brownie, helado de turrón, praliné de cacahuete y sopa de vainilla. Convencional por falta de riesgo aunque bien combinado porque ¿que combina mejor con el chocolate que la vainilla y los frutos secos?

Me ha gustado mucho Lúa y creo que es visita imprescindible en Madrid. Modernidad sin exageración, clasicismo renovado, buena técnica, soluciones originales y platos bonitos y muy sabrosos. Poco más se puede pedir.

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Ramón Freixa

Como saben muy bien, yo siempre encuentro motivos para hablar de Ramón Freixa, uno de mis restaurantes preferidos. En esta ocasión vuelvo a hacerlo, primero porque ya hacía mucho que no ocurría, segundo porque ha consolidado su camino de aparente simplificación (en cuanto al número de preparaciones visibles en la mesa) y tercero, porque ya no parece el mismo. Y eso es porque la decoración ha cambiado. Ahora todo son tristes grises, eso sí muy elegantes, como corresponde al refinado Alfons Tots. Pero es que a mí me gustan los colores.

Sin embargo, tanta grisura le ha venido bien a Ramón que, como reacción inconsciente, está potenciando el siempre maravilloso colorido de sus platos. Una vez le dediqué un post en el que hablaba de los estetas de la cocina y ahí sigue porque, con Eneko Atxa, es uno de los que compone los más bellos platos. Bellos y sabrosos, por supuesto.

Y la prueba, llega nada más sentarnos porque la perla de ostra escabechada con ensalada de algas y uvas es una composición impresionante que se descubre lentamente cuando desaparece el humo que la envuelve y que crea una mágica composición. No me gustan las ostras –ya sé que lo digo cada semana, pero no hay chef de postín que no las ponga- pero sí de este modo, disfrazadas en otra textura, con sabor más suave gracias al escabeche y aligerada por las algas y las uvas, una gran mezcla.

Las piedras miméticas de queso manchego, nueces y trufa son la tercera o cuarta versión de este gran aperitivo. Grande en varios sentidos porque puestas entre piedras reales, como hace en los cócteles, no hay quien las distinga, porque la cobertura de crujiente bombón encierra un corazón semiliquiddo y porque el sabor es fuerte y punzante. Y estás, con tres ingredientes perfectos, son las mejores hasta ahora.

El Bellini de melocotón es tradicional pero se mejora intensificando la fruta y haciéndolo espuma. Delicioso.

Los cucuruchos de camarones parecen cocina tradicional pero no lo son porqoe el cucurucho se come. Cosas del obulato y de la cocina moderna. Muy crujientes, saladitos y sorprendentes.

Estos aperitivos son diversos en época de diversidad. Y si el anterior era andaluz, nada más catalán que este pan suflé relleno de crema de tomate y butifarra negra. El pan es una cortecita que estalla y el resto puro sabor recolocado con originalidad.

Y la multidiversidad está en el churro de patata con jamón y caviar. Churros y jamón se toman en toda España aunque este es de estilo madrileño. Caviar no se toma en casi ninguna parte, pero bien que nos gustaría.

El brioche de sardina y Coca Cola es una originalidad del sofisticado Ramón porque juega con el bocadillo de sardinas y Coca Cola de un famoso, chic y canalla restaurante parisino ya desaparecido.

Me encanta el Oveo: tiene cebolla, emulsión de pimentón de la Vera y huevas de trucha. Está templado y lleno de sabor: suave de dulzor de cebolla, punzante de pimentón y crujiente y salado de huevas.

Las sofisticaciones de este restaurante son muchas. Hay tres servilletas y ahora viene la segunda. La del aperitivo era de cuadros y apariencia de cocina, pero puro lino. La segunda es enorme y de un maravilloso y crujiente lino blanco, como oscura es la del postre.

El apego a la tradición es seña indiscutible de Freixa, pero solo para renovarla. Ahora viste al tradicional canelón catalán con muy diferentes cocinas. El de esta temporada es el canelón viajero: México y se compone de muchas cosas típicas de aquel país de eximia cocina: hoja santa, cochinita de ibérico, mimético de maíz, micronachos y sopa de aguacate. Como toque culto tiene hasta una katrina (la Señora Muerte) hecha de frijoles gelificados y unas gotas de punzante jugo de chile habanero.

Ya saben que me muero por un carabinero y que por eso mismo no tolero un error con este rey de los mariscos. Este plato no comete ninguno y lo realza como merece. Se llama carabinero en binomio porque cuenta con dos preparaciones, el suntuoso cuerpo a la llama y el resto en flan. Para no dejarlo solo -aunque podrían- pasta sarda con salsa de tamarindo, patas crujientes y bimi al té Pu Erth. Qué aparente tontería esto del bimi para dar el toque verde y qué gran idea. Me encantó.

Aunque para encantó otoñal -y eso que no ha llovido- todas las setas que nos trae el bosque envueltas en consomé de cebolla y con un delicioso puerro confitado. En plato aparte, devolviéndonos al Freixa de los muchos platillos componiendo una sola obra genial, yema de huevo curada con ciruelas al oloroso y tartaleta de finas hierbas con consomé de setas gelificado.

Sigue la revisión de lo tradicional e incluso de lo kistch y ahora refina algo tan popular y ajeno como el fish and chips a base de lenguado en caldo corto de jamón, y muselina de mantequilla y mostaza verde. Encima una patata gallega sin fin, que parece fácil pero que es una proeza técnica, guiso de mostaza fresca con miso y lima y una quenelle de lenguado, patata y vermú blanco. Así crea otro plato lleno de originalidad pero también de belleza porque Freixa y elegancia compositiva siempre van unidos.

Y si alguien no me cree, que vea la elegante y sobria geometría del siguiente conjunto: dos superficies nada simétricas separadas por una tenue línea verde pintada con algas. Son los pescados con R: raya con manteca colorá de pato (tan solo un toque para animar) y glacé de piquillos. En el centro el alga codium y a su derecha, rape curado en agua de mar y salsifí al pilpil. Un gran juego de colores y sabores que combinan bien y realzan los pescados.

El Wellington de ternera Charolais es otra nueva recreación a base de costilla de ternera charolés, salsa de whisky de Malta, espuma de chirivías y chips invierno. No puedo decir que no fuera un buen plato pero para mí que aún está en periodo de construcción. Ramón retoca mucho sus platos y ya me ha pasado probar versiones bien distintas de la primera. Con este lo hará porque la mezcla final resulta demasiado intensa y algo grasa, si bien es verdad que el original de este solomillo con setas y foie envuelto en hojaldre es una receta más que contundente.

El prepostre es muchísimo más que eso y para la mayoría sería todo un señor postre. Se llama viaje por América y tiene muchas y deliciosas cosas, Canadá: hoja de arce, USA: lemon pie, México: bombón de tequila picante, maíz, mezcal, chocolate y chile, Brasil: gominola de coco, lima y ron y Argentina: pizza de dulce de leche. Una serie de bocaditos a cual más espectacular.

Y no acaba ahí la cosa. También nos ofrece una cremosísima -pero intensa de sabor-, tarta de queso perfecta para muy queseros y de esas que no se puede parar de comer.

Y aún quedan dos postres más: Bajo un dolmen: castaña, cítricos y balsámico una excelente mezcla de texturas y sabores en la que destaca la castaña y el toque diferente del balsámico.

El otro es el chocolate araguaní 2017.3, así llamado porque el chef numera sus chocolates y está es su tercera preparación de este año. Ya la he comentado más veces, así que basta decir que sigue excelente y muy aromática.

No sé cómo lo conseguí pero me acabé las mignardises, una abundante y variada oferta de jugosos financiers y apetitosos chocolates.

Siempre me preguntan que cuáles son mis restaurantes favoritos. Siempre matizo e invariablemente digo varios de variados estilos. Es difícil decidirse por uno solo y lo mismo me pasa con los libros, las ciudades o la música. Lo que sí les aseguro es que Ramón Freixa, desde hace años, está permanentemente entre los tres primeros que menciono. Por su elegancia, su refinamiento, su cocina bella y culta; por su conocimiento de la técnica y de muchas cocinas de muchas épocas, por su originalidad tranquila y por su regularidad. Él, humildemente, dice que aún no está preparado para las tres estrellas pero yo no veo por qué no…

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