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Lhardy

Lhardy es tan mítico que mezcla realidad y fantasía como pocos lugares de Madrid. Existe en verdad pero, como todo lugar legendario, su historia está trufada de tradiciones inventadas, amoríos imposibles, conspiraciones soñadas y en suma de, las llamadas hoy, leyendas urbanas.

Solo unos pocos podían acceder a aquellos grandes salones -el japonés, el blanco, el isabelino…- en los lejanos años 30, del siglo XIX por supuesto, porque casi nadie se lo podía permitir. Eran republicanos o conservadores, socialistas o liberales, artistas o banqueros, pero todos procedentes del estrecho círculo de una burguesía elegante y altanera.

La Carrera de San Jerónimo, vecina de la Puerta del Sol, era la calle de moda que remataba ese elegante eje que comenzaba en el Palacio de Oriente y terminaba en el Salón del Prado, nuestro particular Bois de Boulogne, el nido de los murmullos y las murmuraciones, de los paseos en grandes carruajes o inquietos corceles, de las sombrillas y las chisteras, de las miradas y los suspiros, de la languidez y el apasionamiento amoroso.

Nadie adivinaría tanta elegancia en la Carrera viendo ese imperio del low cost que ahora se enseñorea de estas calles, antaño solar de los grandes palacios y de las modernas residencias burguesas, hogar de los personajes de Galdós o Mesonero Romanos. Allí estará también, pocos años más tarde, el recién estrenado Palacio del Congreso teatro de los más grandes oradores parlamentarios que vieron los siglos, los que tomaron el relevo de los que peroraban desde el púlpito y antepasados de los que ahora, menos brillantemente, siguen sus pasos, más que en el hemiciclo, en platós de televisión y plazas mitineras.

Era un Madrid con las primeras luces de gas, con un tímido liberalismo que sanaba las heridas del despotismo fernandina y que quería ponerse, con el ferrocarril y el capitalismo, en el camino de la modernidad. Y como no solo ahora la gastronomía va de la mano de la modernidad y de lo nuevo, un francés cuyo nombre no importa -y da igual porque D. Emilio adoptó rápido como apellido el nombre de su restaurante pasando a llamarse D. Emilio Lhardy– fundó esta joya decadente que ya no es lo que fue, pero que sigue siendo

Es casi obligatorio empezar por ese relicario de plata y cristal que es la tienda, con una media combinación -el cóctel madrileño por excelencia- y, ahí o ya arriba en la mesa, tomarse una de sus excelentes croquetas de cocido acompañadas de el mejor -y primer- consomé de Madrid, un ejemplo de clarificación y que además animan con es estupendo Palo Cortado de la casa.

Tampoco hay que perderse el refinado paté en croute que cuenta con un buen hojaldre y una aún mejor gelatina y que tampoco se olvida de los pistachos. Es, sin duda, el mejor probado por estos lares y también es aperitivo frecuente en la pastelería u objeto de lujo para llevar a casa.

Las almejas de Carril al Palo Cortado son estupendas, por calidad y elaboración, pero no las entiendo al lado de tantos platos clásicos de alta escuela y renombre internacional, aunque es comprensible que los nuevos propietarios hayan querido poner platos populares de sus otros establecimientos marisqueros, si bien a veces son una verdadera incongruencia. Pero deben tener razón porque nuestro amigo cubano no se las quiso perder. Claro que también pretendía meterse entre pecho y espalda todo un cocido. Por la noche…

La mayoría de los pescados son compartidos lo que limita bastante a mesas de dos pero vale probar el lenguado al champán o esa histórica a lubina Bellavista que me gusta más por la estética que por cualquier otra otra cosa. Es fría y delicada y aquí se refuerza con algo de salsa tártara servida aparte.

Es realmente bueno, ya lo dije aquí, el solomillo Wellington por su excelente punto, el hojaldre soberbio que se mantiene muy crujiente (su humedad es el gran riesgo de este plato) y una poderosa salsa que lo acompaña muy bien. No cabe duda que las patatas a la inglesa que lo acompañan (y que son las que sirven en O’Pazo y Filandon) están espectaculares, pero me temo que no son adecuadas a semejante receta. Mucho mejor estarían las insuperables suflé, pero eso sí, hacerlas bien es cosa de pocos y elegidos.

Hay bastantes postres con buen aspecto a y seguro que muchos están ricos, pero a mi no hay quien me saque del gran clásico de esta casa, el suflé Lhardy, que es es un falso suflé y más bien una deliciosa y espectacular tortilla Alaska. Ya saben, un esponjoso merengue flambeado ante el comensal, relleno de helado, aquí de vainilla. Sigue siendo una sorpresa que esté caliente por fuera y helado por dentro. Una verdura delicia.

También, es buena carta de vinos, corta y con buenos precios, y el servicio resulta más que atento si bien necesita algún retoque para adecuarlo a la elegancia del lugar y por supuesto, vestir un poco mejor…

No saben cómo se lo recomiendo porque se disfruta de todo y mucho, pero especialmente de un inmarcesible viaje al pasado del buen gusto.

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Horcher

Placer gastronómico, cultura culinaria (y de la otra) e historia a raudales es lo que depara una comida en Horcher, una joya del pasado aún llena vida, como un palacio barroco aún habitado o una iglesia medieval repleta de fieles.

Ya no quedan apenas lugares así (en Madrid ninguno) y la rareza de la experiencia multiplica el placer. Felizmente, sigue estando muy animado lo que parece hacer sonreír a sus hombrecillos de porcelana y refulgir a las platas. La decoración es suntuosa y el servicio de alta escuela europea. Muchos platos se acaban en mesitas auxiliares a la vera del comensal y eso da un mayor aspecto de ballet al conjunto.

Esta es la mejor época para ir, porque la caza es reina de esta cocina. Tras el aperitivo de la casa, un rico y clásico pate de ave a la pimienta con una extraordinaria gelatina, esta vez empezamos con la ensalada de perdiz estilo Horcher con refrescante granada y toques de mostaza. Sencillo y sin alharacas porque basta con el sabor y la gran calidad del ave.

El huevo poche sobre kartfoffelpuffer y salmón marinado es una suerte de huevos benedictinos a la centroeuropea, porque todo es igual de delicioso que en quilos, salvo que el bagel se sustituye por esa cosa de nombre tan raro e impronunciable y que es una crujiente y contundente torta de patata que, impregnada por la salsa holandesa y la yema de huevo, es arrebatadora y envolvente.

Segundos cazadores y deslumbrantes: la imponente perdiz a la prensa, cuya carcasa prensada al momento forma parte de la salsa que se comienza a preparar en cuanto se ordena. Esta es un mezcla de salsas inglesas y española y desprende tantos aromas a brandy y oporto que es una bendición. Toda la preparación se hace lentamente ante el comensal y es un espectáculo en sí mismo pero es que además, la perdiz está sensacional. Pura historia.

El lomo de corzo asado tiene una ternura perfecta y un punto admirable. Aterciopelada y cremosa salsa de caza y las mismas guarniciones en ambos platos: cremas de manzana y frutos rojos y una espléndida lombarda. Además un puré de patata que nada tiene que envidiar al famoso y muy cremoso Robuchon.

Y glorioso capítulo aparte para esas enormes patatas suflé que parecen de oro y se sirven recién hechas en un delicioso aceite de oliva y llenas de sabor a ese aire que contienen y que parece que sabe también. Nadie las hace como ellos.

Los postres son muy clásicos, como los crepes Sir Holden, con una salsa flambeada de frutos rojos, mucho más originales que los Suzette y nuevamente preparados al momento ante el comensal. También los tienen de chocolate, llamados Suchard. Como en en el caso de la perdiz, el espectáculo de la preparación es una delicia visual que hace desearlos aún más.

Hay otro postre que me entusiasma y es la delicia golosa del baumkuchen o pastel de árbol (bizcocho glaseado y enrollado en finísimas láminas) con helado de vainilla, nata y una salsa espesa de chocolate negro con tintes orgásmicos. En este no hay showcooking pero da exactamente igual.

Es el sitio perfecto para soñar con el pasado de un mundo perdido y adentrarse en una especie de museo de la gastronomía austrohúngara. No hay detalle que no esté cuidado ni belleza que no se cultive. Especial para nostálgicos y amantes de las corbatas y los tacones altos.

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Alejandro Serrano

Ha valido la pena hacer 300km para probar la cocina de este chef, uno de los cocineros del futuro, aunque ya sea todo presente. Se llama Alejandro Serrano y en su restaurante, de igual nombre, practica una cocina marina de tierra adentro llena de sentido, elegancia, sabor y técnica.

Esto ya es mucho pero si contextualizo, es aún más porque Alejandro tiene solo 24 años y su cocina es impropia de su edad. Además, el restaurante Alejandro Serrano parece ya muy hecho a pesar de su novedad. Es elegante, con buen servicio y espléndido menaje. No conozco tanto esta región pero hay muy pocos así en la mayoría de las capitales. Porque, por si fuera poco, resulta que está escondido en Miranda de Ebro, una ciudad sin tradición gastronómica conocida. Mucho menos en alta cocina de vanguardia y, en ese erial, Alejandro brilla mucho más.

Tiene un gran menú, muy de mar, pero hecho tierra adentro por lo que pescado y mariscos se hacen montaña y campo. Empieza con unos ricos entremeses, muy vistosos, de manzana infusionada con hierbas, aceituna mimética -que estalla llenando nuestra boca de intensidad líquida de aceituna y anchoascaracola de monte -que es un crujiente con romero-.y un bocado estrella: hoja de ostra y caviar cítrico que prepara el paladar para una densa e intensa bola de mousse de anchoa y pimienta de Sichuan. Por si fuera poco, un original trío de “untables” mantequilla tradicional, caviar marino que es alga nori convertida en diminutas esferas y una densa yema marina.

A caballo entre los platos y los aperitivos, dos platitos notables. Estupendo el falso suflé de albahaca y tomate provenzal, con un gran crujiente que lo abraza, y otra esfera púrpura, esta vez de salmorejo de Miranda. Como en las dos veces que he utilizado el adjetivo, me ha parecido demasiado densa. La idea es excelente y el sabor aún mejor, pero la mousse necesita mayor ligereza, algo de aire. Menos mal que la acompaña de infusión de tomate y hierbas, un caldo frío absolutamente perfecto a la manera de los que hace el gran Freixa.

Palabras mayores son el plato de las gambas al ajillo, una versión de uno muy premiado ya. A un delicioso ravioli (con punto de cocción de puro italiano) que estalla en caldo de las cabezas, acompaña a un espléndido tartar aliñado con Bloody Mary de limón y coronado por el crujir de la cabeza frita.

También son excelentes y muy diferentes, las almejas tomilleras de Carril, porque se esconden en aire de mantequilla de tomillo, se envuelven en una estupenda y clásica beurre blanc y -para no perder el toque de la marinera española-, se sirven junto a unos pequeños ñoquis de ajo y perejil que saben a la salsa de siempre, pero el ser de patata sustituyen al pan para mojar. Absolutamente estupendas. Hacer notar que también hay aquí hierbas de monte. Como en todos los platos y, como en cada ocasión, magistralmente usadas.

Me ha gustado la merluza en adobo de txakolí de Miranda y tempura de sake porque lleva a su terreno una gran creación del aún más grande Eneko Atxa. Está tremendamente crujiente por fuera y muy jugosa por dentro. Se acompaña de una muy original y espumosa mayonesa al limón caliente y de unas patatas fritas que son láminas transparentes que parecen de cristal. También de una estupenda y diferente limonada que es kombucha de limón y hierbas hecha en casa.

No hay guiso de pescado más de tierra adentro que el bacalao con patata: y aquí es una receta casi de puré: callos al pil pil con crema de piel de patata mezclada con otra de la pulpa, ambas tostadas. Sabores populares y toques ahumados por obra de ese tostado. Los más profundos por mor de la piel.

Sigue un cambio de tercio hacia una estupenda crema de mejillones escabechados con mostaza fresca y aceite de flores otoñales que me ha recordado el gran aperitivo de José Manuel de Dios en La Bien Aparecida. Densidad, intensidad y mucho sabor.

El rape al wok escabechado es otro gran guiso de interior, esa manera antigua e inteligente de conservar el pescado (y otras cosas) que eran esos grandes escabeches. La técnica de cocinado -que me mostró hace años David Muñoz– sella perfectamente el pescado, completamente cocinado pero extraordinariamente jugoso.

Había que acabar con carne, pero aquí todo es pescado, así que qué mejor que una espléndida parpatana glaseada (homenaje a su maestro Mario Sandoval) con raíces de puerros fritos y una crema de puerros ahumados que parece el famoso puré Robuchon en versión puerros. Espléndida.

Muy bien en lo salado, llega la dura prueba de los postres, durísima en España donde suelen ser tan mediocres. Alejandro la pasa con nota llenando la mesa de rosa. Son el Daikiri carbonatado de lima y fresa, una estupenda crema que parece una nube. Muy aterciopelado y conseguido el helado de vainilla y fresas con merengue rosa, sobre todo por la presencia de un soberbio merengue italiano. Aunque quizá me quedo con una súper originalidad: las palomitas, que son una pavlova de maíz y mango perfecta técnicamente y con un merengue (seco esta vez) sensacional. Para rematar esta preciosa y rica exhibición, piruletas de fresa y menta y macarron de albahaca y frambuesa helada, unos buenos bocados con sabores a hierba y fruta.

Ya pensaba que era todo pero la compañía del café está muy bien: uma buena creme brulee con vainilla bourbon (de textura y sabor extraordinarios) y helado de vainilla, para mi algo azucarado de más (me encanta la vainilla) pero estupendo también.

Alejandro Serrano es meticuloso, esforzado, imaginativo, audaz y, como todos los grandes chefs, solo piensa en cocina. Aún se le nota la influencia de sus maestros, en especial la de Eneko Atxa y Mario Sandoval pero eso se cura con el tiempo y en este caso, tan preparado y creativo, preveo que será muy corto. No conozco a todos los jóvenes talentos pero pocos tienen tanto futuro como él. Si están cerca, no lo duden y vayan hasta Miranda. Si están más lejos, bien vale la pena el viaje.

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Lhardy

Habrá que esperar un poco para que Lhardy vuelva a brillar como antaño. Creo que los nuevos propietarios de Pescaderías Coruñesas se han apresurado demasiado a abrir o yo… a ir. El lugar sigue majestuoso, cos sus platas y sus oros (estos de plata sobredorada), los manteles de hilo, los variados salones, como de casa palaciega, y la bella decoración decimonónica.

La carta mezcla los grandes clásicos de la casa con algunas incorporaciones -para mi incomprensibles- de los restaurantes del grupo como una simplona ensalada de tomate y ventresca o el salpicón de marisco. Pero lo peor es empezar por unas ramplonas aceitunas como aperitivo. Me encantan las de O’Pazo y sus demás sitios pero este no es el lugar, máxime cuando esta casa era famosa por sus deliciosas tartaletas, especialmente una legendaria, la de riñones. También resulta raro que los únicos dos pescados que ofrecen sean para dos personas, por lo que si solo hay un ictiófago en la mesa lo tiene difícil. Por lo demás, grandes clásicos como el pato a la naranja o el mítico cocido, que es lo que come el 90%, al menos en este domingo de septiembre.

A mi me encanta el cocido, pero he preferido probar otras cosas como esa suculenta y famosa croqueta que ahora cruje más por el panko, pero sigue con su relleno delicado y aterciopelado de bechamel y buen jamón.

El consomé es sabroso, limpio e ilustrado porque lleva yema de huevo y una trufa aceptable y que será importada porque estamos fuera de época. Pero lo mejor es ese sabor profundo y antiguo. Es tan bueno que la gente se lo llevaba por litros de la encantadora tienda (ahora en obras) y otros lo degustábamos para acompañar un memorable aperitivo a base de esas mismas croquetas y de las tartaletas mencionadas. Y cómo era la de ensaladilla.

El foie escabechado cumple muy bien. No demasiado fuerte y muy aromático. Me encanta esta manera de hacer foie y que alcanza su mayor expresión en la receta de Mario Sandoval, escabechero mayor del reino. Las zanahorias embebidas en el caldo valdrían por sí solas y, aunque no me gustan las pamplinas, aquí queda muy bien su amargor y frescura.

Pero seguramente lo mejor de este almuerzo, quién sabe si de esta carta (he de volver a probar más cosas), es un solomillo Wellington que espero se haga popular para que lo puedan hacer entero y cortarlo en rodajas de un carro, como siempre. El bollo para dos es también bonito y tiene más hojaldre pero la presentación en piezas enteras trinchadas en un carro de plata, como hacen aún el el londinense, Simpson’s, es inigualable. Este es, cómo digo, para dos y es un dorado bollo de excelente hojaldre con gran sabor a mantequilla y una consistencia crujiente deliciosa. La carne roja y en su punto, con su farsa tradicional y aún más jugosa por efecto del tocino que la separa de la pasta. Ricas las patatas a la inglesa pero que desmerecen el refinamiento del plato. Esperemos que pronto sean suflé mucho más raras y exquisitas.

De postre, otro gran clásico (con el que se suele acabar el cocido), tan decimonónico como el lugar: el suflé Lhardy, que en realidad es una tortilla noruega y que es una tarta de merengue flambeado relleno de bizcocho y helado de vainilla y no un suflé de claras de huevo que, según el añadido, le dan uno u otro sabor. Esta es esponjosa y perfecta. Esta muy rica pero, dado que ya nadie hace suflés y es plato clásico y elegante, les sugiero que los pongan en la carta y a esta la llamen por su verdadero nombre. Por cierto, te odio ese ajuar de plata único, la jarrita de acero inoxidable del licor es una desgracia.

Para mi que están tanteando y aún falta mucho por hacer (el servicio muy amable pero, como antes, algo despistado y la carta de vinos más que escasa) pero, aun sabiéndolo, ya vale la pena ir. Es como un museo del buen gusto al que siempre apetece volver y en el que ya hay cosas tan memorables como el Wellington.

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Horcher

Hacia mucho que no les hablaba de Horcher y ya es raro siendo uno de los restaurantes que más frecuento; y porque además, siempre es buen momento para hacerlo, mucho más ahora que aún resuena el dramático cierre de Zalacain, tremendamente triste por la historia que atesoraba, pero no por ello menos esperado, tras años y años de dorada decadencia. Para mi, que mucho se va a achacar al Covid en nuestra sociedad cuando las causas, al menos las esenciales, pudieran ser muy otras.

Pues bien, cerrado Zalacain, nos encontramos con la amarga realidad de que ya sólo nos queda Horcher en Madrid, como único representante del lujo elegante y de otra época, basado en grandes recetas clásicas, escenarios suntuosos de plata y terciopelo, luces tenues y una sala perfecta en la que muchos platos se realizan ante el cliente. Saddle lo intenta, pero está a años luz porque la decoración, a pesar del impresionante espacio, es más que corriente, y porque el servicio confunde elegancia y distinción con arrogancia y miradas de condescendencia al cliente.

De los grandes clásicos de alta cocina de Madrid, Jockey y Zalacain básicamente, Horcher fue el primero y no puedo ni imaginar cómo sería aquel lugar entre las ruinas y el hambre de la posguerra. Traía a tan provinciana ciudad, que algo sabía de elegancias francesas gracias a Lahrdy, los lujos de una Centroeuropa anterior en sus fastos a la Primera Guerra Mundial. Los comedores siguen cuajados de bellas porcelanas de Sajonia y la carta es un canto a lo germánico. Y qué belleza de sala.

Esta vez, como tantas otras, pensaba pedir la espléndida ensalada de bogavante y la perdiz a las uvas, pero siempre hay buenas sugerencias y he cambiado totalmente, ya que había faisán, un ave tan deliciosa y codiciada en las grandes mesas antiguas, como despreciada hoy. Estoy absolutamente harto de tanto pichón y añoro faisanes, becadas, perdices, patos, etc. Para poder gozarla, he empezado por algo ligerito, unos estupendos y muy carnosos boletus, simplemente salteados con ajo y perejil. No les hace falta nada más, especialmente si son tan grandes, tiernos y aterciopelados como eran estos.

Y después, oh maravilla, ese faisán simplemente asado, perfectamente trinchado a nuestra vera y suficientemente hecho, como debe ser, que no se entiende esa manía moderna de dejar la caza medio cruda. Para hacer carne tan recia y delicada más suculenta, una salsa Perigourdine algo menos densa de lo normal y plena de aromas a setas y trufa negra.

Pero quizá nada es tan impresionante como la elegancia de esas patatas suflé que en ninguna parte hacen mejor. Son enormes, doradas y perfectas, restallantes. Estallan en la boca porque el exterior es crujiente y el interior puro aire. Una especia de idealización de la simple patata frita.

He probado también una estupenda lubina salvaje (y así era porque aquí todos los productos son excelsos), pero también uno de mis platos favoritos de este restaurante y este tipo de cocina, el stroganoff a la mostaza de Pommery, con esa salsa tan densa de nata y mostaza que es puro XIX y el acompañamiento de una pasta estupenda y poco conocida por no ser italiana sino alemana, el späetzle, muy parecida pero también diferente a la que más conocemos, quizá por su harina de sémola.

No sé si pido las crepes Suzette por ellas mismas o por el largo espectáculo de su preparación, ese amoroso añadir de licores y zumos de frutas hasta conseguir una salsa flambeada y ardiente, en la que se sumergen las finas obleas de pasta que se embeben de tanto aroma y de tan dulces y alcohólicos sabores. Las de Horcher son perfectas.

Pero siéndolo, mi postre favorito es el baumkuchen, también llamado pastel de árbol porque se confecciona con finísimas láminas de bizcocho enrollado (y glaseado) que al ser cortadas en círculo semejan los anillos de un tronco. Se pone de fondo en el plato y se cubre de una espesa, amarga y pecaminosa salsa de chocolate caliente, sobre la que se coloca una espumosa crema Chantilly y un sobresaliente helado de vainilla. Nada más. Y nada menos. El paraíso de un goloso.

Y tan bueno es el baumkuchen que, en bellos fruteros de plata, se sirve sin nada más para acompañar el café. Y así, parece otra cosa pero igual de deliciosa porque acoge cualquier sabor y el del café lo perfecciona.

Es claro que ya está dicho todo. Horcher, con su perfecto servicio a domicilio, me alegró muchas comidas del confínamiento, pero es mucho mejor trasladarse a ese mundo de ensueño y austrias imperiales de la mano de su estupendo servicio y de sus mágicos salones.

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Soy Kitchen a domicilio

Aún recuerdo mi primer post sobre Soy Kitchen y lo mal que puse al sitio, sobre todo al lugar. La comida fue estupenda porque unos divertidos y muy interesantes amigos nos llevaron al feísimo restaurante y los platos ya me sorprendieron entonces pero tanta fealdad y descuido y que el inefable chef Julio Zhang no estaba de muy buen humor aquel día provocaron que no volviera. La reconciliación llegó cuando se trasladó a un bonito restáurate en una zona aún mejor y eso pareció endulzar su carácter. Por fin, había encontrado el lugar idóneo para su chispeante y sabrosa cocina china llena de ingredientes y algún toque español. Desde entonces soy cliente asiduo por lo que ha sido una alegría saber que empezaba su servicio a domicilio.

Y pensar que hace unas semanas me quejaba de la poca variedad y calidad de esta comida y hora se ha cumplido esa suerte de maldición que dice “lo peor de los sueños es que a veces se convierten en realidad”. Ahora son demasiados y esta semana hasta he llegado a probar tres para poder contarles cuando yo con pedir el fin de semana ya tengo bastante pero es que ya están muchos y me apetecen todos.

La carta de Soy Kitchen a domicilio es amplia y muy atractiva e incluye platos que van desde los 8€ que cuentan unos estupendos dim sum hasta los 17.50 de la corvina en curry rojo. También hay dos menos completos muy atractivos pero hemos preferido pedir a la carta. Todo ha llegado puntual, con un buen empaquetado y aún caliente, tanto que no ha habido que calentar casi nada.

Para empezar, los dim sum de cerdo y zanahoria con pimienta de Sichuan, un delicioso clásico de la casa que destaca por la finura de la pasta que es realmente deliciosa. El relleno un punto picante, me encanta también los hemos cómodo con las tres salsas que ofrece: agripicante que, aun algo grasa es mi preferida, agridulce y especial de soja Julio.

La otra entrada elegida ha sido la dorada ahumada con berenjena china, más parecida a una ensalada que a un pescado y muy refrescante. Las lonchas de dorada ahumada esconden una rica berenjena estofada y el plato se completa con lechuga y rodajas de chile fresco.

Me han encantado las verduras de temporada al wok. De acuerdo que es un plato muy sencillo pero está sensacionalmente realizado y además, me encantan las verduras. Mezcla texturas blandas y crujientes y contiene gran variedad en perfecto punto de sazón y aliño: coliflor, brécol, mini mazorcas, castañas de agua, setas enoki, champiñones, brotes de bambú y quizá alguna más que se me olvida.

Los kung fu noodles sin embargo me han decepcionado, no por el sabor del guiso de cerdo, pak choi, soja y bambú, que me ha encantado, ni por el punto de la carne ni por el buenísimo picante, sino por la misma calidad de la pasta, demasiado gruesa y ancha, al menos para lo que estamos acostumbrados. Tan gruesas tiras le confieren un carácter algo pastoso y pegajoso. Si me cambian la pasta, me enamoro del plato.

Pero pronto me he olvidado porque para acabar me he deleitado con uno de los mejores currys que he comido nunca. El curry amarillo de pato tiene un sabor único, muy aromático y levemente picante. Acompaña maravillosamente en un magret de pato con un punto excelente y se completa con verduras frescas. Lo hemos tomado con el extra de arroz blanco que también llega perfecto y “a la china” como no podía ser menos.

De postre ofrecen tan solo un mochi cheesecake y entre que el cheesecake no es muy chino que digamos y que tampoco los postres son una cumbre de la cocina china, he aprovechado las grandes ventajas de la comida a domicilio y el postre ha sido de Horcher. Aprovechando el maravilloso chocolate y la deliciosa nata que envían con el baumkuchen, los he comido con un simple helado de vainilla. Y estaba perfecto. Ya saben, si no les gusta todo lo de un restaurante o casi solo una cosa -como a mi me pasa con el humus de Honest Greens– mezclen. Es una opción divertida y estupenda.

Ya tenemos otra buena opción a domicilio, esta vez china o mejor dicho, china de autor porque Julio Zhang es un gran cocinero y más que repetir recetas tradicionales las recrea y muchas veces, mejora. La carta está llena de cosas apetecibles que quiero probar pero con lo ya contado creo que basta para recomendárselo encarecidamente.

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Tapisco

Ya saben que me gusta mucho Oporto. Es una bella ciudad abigarrada, muy alargada y serpenteante, porque sigue el curso de la desembocadura del río Duero. Por un lado se llama así y por el otro Vila Nova da Gaia que es donde están las bodegas y las más bellas vistas. Aunque también es muy bella, la belleza no la narcotiza, por lo que es más pujante y moderna que ciudades semejantes, por ejemplo Lisboa. Algo así como Sevilla -la de la belleza letal- y Valencia o incluso como Roma y Milán, siempre con las debidas distancias.

Su parte más antigua se llama, como en todas las ciudades portuguesas, (la) Baixa o sea, Downtowm pero en portugués. Esta es una zona colorida y chispeante plagada de restaurantes, cuestas y bellos edificios art decó que hacen pensar que esa fue la época áurea de la cuidad. Y justo ahí, a merced de las hordas de turistas que acaban de descubrir la otrora apacible villa, está Tapisco, el bar de tapas del gran Henrique Sá Pessoa, recientemente galardonado con su segunda estrella Michelin. Pero no se engañen. No es por Tapisco, es por Alma, restaurante del que ya les he hablado en varias ocasiones. No diría yo que Alma sea caro, pero si que no está al alcance de todos los bolsillos ni de todos los paladares. Así que Sá Pessoa ha hecho como muchos otros grandes creando una línea low cost, aunque no tanto.

El restaurante es muy bonito, con sus grandes ventanales que lo inundan de haces de luz cortados por bellas lámparas y ventiladores de elegantes aspas. Es una suerte de moderna y glamurosa tasca 3.0. Ya el nombre da pistas, porque la palabra tapa no designa en portugués aperitivo alguno ni pequeños platos. Es española cíen por cien, aunque ya parezca de todas las lenguas. Le queda bien este nombre porque la carta es una mezcla lusoespañola.

Hay muchas cosas y bastantes buenas, así que prefiero empezar por lo peor. Las croquetas son a la española (en Portugal son más bien bolas de carne sin bechamel) pero el relleno es muy malo, por culpa de una bechamel densa y grisácea con mucha más harina que leche. Una pena porque el aspecto es doradito y crujiente.

La ensalada de polvo es una especie de pulpo a la gallega deconstruido al que le sobra patata. El sabor es bueno y el pulpo más, lo que hace sentir demasiado la ausencia de este.

Las patatas bravas están muy bien fritas y son de gran calidad pero las salsas carecen de mordiente, todo lo contrario que un delicioso tartar de atún, repleto de aguacate, y animado con bastante wasabi.

En el capítulo de ovícola, excelentes los huevos (no) rotos que ha de romper el comensal. Una base de excelentes patatas, muy a la antigua y muy bien fritas, huevos con puntillas también muy bien hechos y una corona de jamón. Cremosos y suaves los revueltos con alheira, el mejor embutido portugués que debemos a los conversos que, dándole apariencia de longaniza, rellenaban solo de caza y sin rastro de cerdo.

Impresionantes por su gran calidad y punto unos enormes y sabrosos carabineros y

algo peor la presa que resultaba seca por exceso de brasa y algo dura, mientras que las verduras asadas -y animadas por avellanas– estaban perfectas.

Entre los postres, muy buena la sopa de fresas con bizcocho de aceite, nata y helado de vainilla. Una estupenda forma de mejorar las aburridas fresas con nata

de la misma manera que unas perlas de aceite de oliva y una pizca de sal, mejoran la tradicional y deliciosa mousse de chocolate.

Tapisco, la cadena que ya empieza a ser, no tiene más pretensiones que la de ser una taberna del siglo XXI y serlo con calidad y diseño. Lástima que el servicio sea más del XIX, por lo lento y distraído. O quizá fuera el día. En cualquier caso, la recomiendo para refecciones informales y, como dicen los portugueses, descontraídas.

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Club Allard

Ya he hablado varías veces del Club Allard y es normal porque va por su tercer cocinero. Empezó el proyecto el gran e inolvidable Diego Guerrero, ahora alma mater del igualmente importante Dstage. Allí consiguió dos estrellas Michelin y se hizo mayor. Cuando salió hacia Dstage continuó su obra la ya olvidada y siempre sobrevalorada Maria Marte y, huida esta, le llega el turno a José Carlos Fuentes. Como toda gran apuesta es arriesgada pero controlada, ya que el chef viene de la escuela magistral de Carme Ruscadella, con quien -en Tokio– hizo los primeros pinitos en solitario que continuaron en el bello hotel Vadepalacios, un lugar tan secreto y remoto que poco se presta al lucimiento.

El Club sigue igual, una triste exhibición de grises en uno de los más bellos edificios de Madrid, un lugar tan elegante como triste porque la elegancia, como el vicio y la virtud -según decía Unamuno– puede ser triste también. Menos mal que los colores que necesita la sala los pone una bella, refinada y bastante clásica cocina, lo que ha hecho que en esta primera visita de la New Age me haya gustado mucho.

Me encantó el comienzo: en un agradecido homenaje a Madrid, llega a la mesa una escultura que representa el oso y el madroño. Dentro lo más típico de la pobre y escuálida cocina madrileña -¿se puede decir esto de una Comunidad autónoma?-: tortilla de patatas pero hecha una bola forrada de crujientes hilos, bocata de calamares pero con pan de tinta y alioli y una muy buena croqueta de jamón, pero en versión líquida.

Más aperitivos: piel de pollo con tartar de gambas o sea, un buen mar y montaña en el que la fritura se come a la gamba, cornetes de pasta filo con ensaladilla rusa y un delicioso y sutil crujiente de bacalao con puntitos de emulsión de algas.

Navaja en ceviche de fresas y gelée de dashi de las mismas es un buen y arriesgado plato y lo dice alguien a quien estas mezclas de fresas y marisco no suelen gustar. El caldo dashi convertido en gelatina es potente y agradable y unifica muy bien todos los sabores produciendo un resultado tan fresco como marino.

Si el plato anterior me gustó bastante, el siguiente me fascinó. Y no solo por la delicadeza de sus sabores sino también por su refinada estética. Espárragos blancos y verdes mezclados con almendras, huevo de codorniz, tal cual o encurtido en remolacha, emulsión de ajo negro y botarga. Aunque debo decir que esta me paso desapercibida, lo cual es buena cosa porque su fuerte sabor de huevas en salazón puede hacer un estropicio en cualquier plato.

Como pescado, uno de fondos rocosos, el rubio. Con un buen punto, se sirve sobre un fumet de sus espinas y un punzante pan untado de picada. El pescado no se deja solo pero nada le roba protagonismo.

Hace no mucho me quejaba de la desaparición del faisán de nuestras mesas, cosa de estúpidas modas que habían olvidado una de las más opulentas y sabrosas aves, pero como soy tan influyente empieza a recuperarse. Al menos en Coque y aquí lo han hecho. Me encantó el faisán salvaje asado con chalotas y brócoli (me gusta más brécol). Se cocina a baja temperatura 18 horas y se envuelve en la salsa del asado ligada con mantequilla. Una preparación antigua, muy elegante y realmente sabrosa. Me embelesó.

Para postre una originalidad y lo más moderno del menú: torrija de remolacha, helado de vainilla y leche quemada. Dicho así parece una banalidad, a pesar de la remolacha, pero se trata de toda una sorpresa. El plato de tapa con algodón de azúcar que se rocía, quebrándolo, con la deliciosa leche quemada (más bien ahumada). Debajo se enconasen el helado de vainilla, la torrija y remolacha en gelatina y cruda. Un super postre, tanto para postreros como, por su originalidad, para quienes no lo son tanto.

Es una prueba de maestría pero, por si alguien dudaba, el chef se adorna y luce con uno de los carros de petit fours más completos de Madrid.

Acaba de empezar su nueva andadura, pero no he percibido fallos. Quizá falta de riesgo, pero no importa. Sobra elegancia, talento y grandes platos. Lo coloco desde este momento entre mis veinte favoritos de Madrid.

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Urrechu y la tranquilidad 

Aunque no es el tipo de restaurante que me apasiona, comprendo la existencia de lugares como Urrechu Velázquez. Son fáciles, inteligibles y muy apreciados por un gran público de ricos poco sofisticados. No exigen esfuerzo (DiverXo), ni preparación (Ramón Freixa) ni refinamiento alguno (Coque) ya que, por no tener, ni menú degustación tienen. También carecen de técnicas audaces, ingredientes desconocidos o mezclas arriesgadas. 

Eso sí, el producto es bueno, el servicio eficaz y despretencioso (palabra que tomo prestada del portugués) y la decoración bella y elegante, si bien los añadidos de Urrechu no ayudan nada. Me explico,  el local era una elegante obra de uno de nuestros grandes interioristas, Alfons Tost y se llamaba The Hall. Ya les hable de él, pinchen en el nombre y verán. Fracasado aquel proyecto fue a parar a este cocinero ya famoso en Pozuelo (nunca fui, queda muy lejos…) y, en vez de dejarlo como estaba, lo ha personalizado con sillones mucho más grandes que las mesitas de entonces y con algunas tapicerías dignas de «The design horror show». Pero era tan bonito que más o menos sigue siéndolo, así que no miren demasiado los detalles.

Lo demás es bastante aceptable, una carta variada con toques exóticos (ensalada de quinoa o arroz con curry), raciones enormes, vinos excelentes y a muy buen precio, camareros amables y eficaces y profusión de señoras rubias, lo que indica que esto es España y más concretamente, el barrio de Salamanca.

La mencionada ensalada de quinoa es agradable, aunque mejoraría bastante con menos vinagre. Se alegra -y mucho- con pequeños daditos de cangrejo de río y chicharrones y se endulza -demasiado- con una hoja muy carnosa, como cortada de un tiesto, que nadie ha sabido decirme que era.

El txangurro es realmente bueno con sus puntos justos de calor e intensidad, justos porque este plato denso y potente enseguida se sube de sabor o se va de calor. Se lo recomiendo.

El bacalao ajoarriero con kokotxas y pilpil es tan excelente como incomprensible. Para mi gusto, incomparablemente mejor el ajoarriero, realmente notable, aunque bueno el pilpil. Lo que no se entiende es la mezcla de ambas recetas en el mismo plato. Yo que Urrechu las separaría y tendría ¡dos por el esfuerzo de uno!

La vaca con maduración de 30 días también es una gran opción porque en su sencillez tiene una gran calidad y un excelente punto. La maduración tampoco es excesiva lo que hay que encomiar porque ahora hay que tener cuidado. Como exageremos en esto de la maduración acabaremos comiendo carnes semipodridas.

La tarta de manzana es bastante buena y divertido que le rallen manzana cruda por encima. Sin embargo lo realmente sobresaliente es un maravilloso y cremosísimo helado de vainilla que es el verdadero protagonista del postre y no sé si de la comida toda.

Para acabar, tarta de queso fresco con galleta agradable y demasiado fría, tanto que parecía semihelada. Pero es fácil de mejorar: sírvanla del tiempo por favor. O al menos, no tan fría. ¡O se le irá la mitad del sabor!

Urrechu no pasará a la historia de la innovación ni tampoco de la sofisticación, pero sí a la de las cocinas clásicas y burguesas sin complicaciones. Así que si son de los que les gusta llamar al pan pan y al vino vino, este es su sitio…

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Cocido en Lhardy 

Decir cocido en Lhardy es algo así como Desayuno en Tiffany’s o Té en el Sáhara, pero con una diferencia trascendental: aquí los gaseosos sueños literarios pueden convertirse en opulenta realidad, porque el tal desayuno jamás existió y aquel té no pasó de canción.

Sin embargo, Lhardy mezcla realidad y fantasía como ningún otro lugar de Madrid. Existe en verdad pero, como todo lugar mítico, su historia está trufada de tradiciones inventadas, amoríos imposibles, orgías inexistentes, conspiraciones apenas soñadas y en suma, (llamadas hoy) leyendas urbanas. 

Solo unos pocos podían acceder a aquellos grandes salones -que luego fueron el japonés, el blanco, el isabelino…- y a todos esos lujos galos en los lejanos años 30, del siglo XIX por supuesto, porque pocos eran los que los podían disfrutar y aún menos los que podían entrar. Eran republicanos o conservadores, socialistas o liberales, artistas o banqueros, pero todos procedentes del estrecho círculo de una burguesía que todo lo tenía atado y bien atado.

La Carrera de San Jerónimo, vecina de la Puerta del Sol, era la calle de moda que remataba ese elegante eje que comenzaba en el Palacio de Oriente y terminaba en el Salón del Prado, nuestro particular Bois de Boulogne, el nido de los murmullos y las murmuraciones, de los paseos en grandes carruajes o inquietos corceles, de las sombrillas y las chisteras, de las miradas y los suspiros, de la languidez y el apasionamiento amoroso. Nadie adivinaría tanta elegancia en la Carrera viendo ese imperio del low cost que ahora se enseñorea de estas calles, antaño solar de los grandes palacios y de las modernas residencias burguesas, hogar de los personajes de Galdós o Mesonero Romanos. Allí estará también, pocos años más tarde, el recién estrenado Palacio del Congreso teatro de los más grandes oradores parlamentarios que vieron los siglos, los que tomaron el relevo de los que peroraban desde el púlpito y antepasados de los que ahora, menos brillantemente, siguen sus pasos, más que en el hemiciclo, en platós de televisión y plazas mitineras. 

Era un Madrid con las primeras luces de gas, con un tímido liberalismo que sanaba las heridas de la tiranía fernandina y que quería ponerse, con el ferrocarril y el capitalismo, en el camino de la modernidad. Y como no solo ahora la gastronomía va de la mano de la vanguardia y de lo nuevo, un francés cuyo nombre no importa -y da igual porque D. Emilio adoptó rápido como apellido el nombre de su restaurante pasando a llamarse D. Emilio Lhardy– fundó esta joya decadente que ya no es lo que fue, pero que sigue siendo. 

A pesar de tanta sofisticación, el madrileño siempre ha vivido entre dos pulsiones, la del cosmopilitismo y la del casticismo, la misma que hoy hace preferir a la élite más conspicua El Qüenco de Pepa a Diverxo o Quintín a Paco Roncero. Así que Lhardy pasó a la historia por sus riñones al Jerez y su cocido a la madrileña y es de este del que les hablaré hoy, porque los riñones mejor tomarlos en tartaleta en su bella tienda bar. Allí abundan las platas y los cristales tallados, el gran espejo que todo lo ve y un enorme fanal repujado repleto de croquetas, barquichelas de variados rellenos y bollitos de hojaldre con entrañas de muchas cosas deliciosas. Recomiendo empezar por allí, bebiendo cosas antiguas de sus frascas centenarias con cartelitos de plata, un Jerez o por qué no, un Madeira. Sin embargo, lo más tradicional es una tacita de ese delicioso caldo de cocido, dorado, reconstituyente y clásico. Tomar ese aperitivo antes de subir o comer picando, lo que yo hacía cuando no me podía permitir otras cosa, porque la tienda sigue cara para ser bar, pero muy barata si la comparamos con un restaurante y sus bellezas conquistan tanto o más que el piso superior donde se esconden los sugerentes salones antes enumerados.

Comerse un cocido con estos calores abrileños es arriesgado, pero lo he hecho esta misma semana invitado por amigos extranjeros amantes de lo castizo y que me pidieron consejo. Yo el cocido siempre lo he tomado en casa aunque desde pequeño oía hablar del del Ritz y Lhardy o de los más populares de La Bola y la Gran Tasca, pero ahora a falta de madres o abuelas cocineras, lo busco por variados lugares porque, sí, yo, el amante de la esferificación y el limequat, de los aires y el nitrógeno, también amo el cocido, ese sueño nutricio de todos los personajes de nuestra literatura heridos por hambres milenarias, o sea, casi todos.

Lo tomamos en el salón Isabelino, todo paredes castañas, como de cuero repujado, espesos visillos de encaje que transparentan la luz y dfuminan las vistas, 

y grandes cantidades de bellos objetos de plata hoy en desuso, pero que entonces, en el XIX, eran imprescindibles en la puesta en escena de cualquier gran restaurante del mundo, bueno no, me corrijo, europeo y si me apuran, francés.

Antes de empezar con el cocido, nos regalan unas croquetas que son famosas en todo Madrid, doraditas y crujientes, con relleno suave, pero bastante más denso del que yo recordaba, Eso pasa a veces, pero ya saben, quizá es que el recuerdo todo lo embellece.

El cocido aquí es de dos vuelcos porque el de tres se separa en tres servicios, sopa, legumbres y carnes. La sopa es sabrosa, con un fideo fino y suave y plagada de esos aromas que prometen las carnes y verduras que llegarán a continuación. Ese caldo contiene el alma del cocido pero como todo mortal prefiere -a menos en la comida- realidad que fantasía, más parece simple preparación para las suculencias que llegarán mas tarde.

Estas son muy variadas, como corresponde a tan elegante y caro cocido. Los garbanzos están en un punto perfecto porque es fácil que queden duros o demasiado blandos y las carnes son todas las habidas y por haber y lo resalto porque no siempre se ponen todas, depende de presupuesto, gustos y bolsillo. Ternera suave, un pollo tierno y blanco, chorizo, morcilla y tocino, como debe ser, una deliciosa longaniza blanca que nunca había visto, punta de jamón y, para aligerar, repollo rehogado, patata y zanahoria. Como sorpresa final, algo tradicional y excelente, la pelota, una bola hecha con carne picada, especias, pan y huevo que posteriormente se cuece con el caldo. En mi casa nunca se comió con salsa de tomate pero aquí también la ponen por si acaso.

Los cocidos requieren finales ligeros pero en Lhardy la tradición manda acabarlos con el soufflé sorpresa. Así que, una vez más, me sacrifico por ustedes. Se trata de una esponjosa montaña de merengue que esconde un delicioso helado de vainilla. Dorado, níveo por otros lados, espumoso y algo crujiente por causa del leve tostado. Es fríamente maravilloso, un Xanadú para dulceros y una vuelta al pasado sin necesidad de máquina de Julio Verne alguna. Entre los calores del cocido y los dulzores del soufflé, aterrizar en el XIX es pan comido, por lo que no deben dejar de hacerlo. El conocimiento, y más el nuevo, ensancha el alma.

Las mignardises son también de otro siglo, intensas trufas de chocolate y delicadas yemas de Santa Teresa, repostería de tardes de canasta y rosario, lo mismo que una tradicional carta de vinos que tan añeja es que envuelve cada página en sobres de plástico, cosa práctica donde las haya pero que muy elegante no es.

El servicio es más que atento y correcto, el comedor está animado por turistas y locales, el ambiente es maravilloso y no sé más porque fui por el cocido y nada más que eso tomamos. Por eso no me responsabilizo del resto, pero hay muchas razones para visitarlo y si les gusta el cocido y el soufflé, muchas más.

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