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Lhardy

Habrá que esperar un poco para que Lhardy vuelva a brillar como antaño. Creo que los nuevos propietarios de Pescaderías Coruñesas se han apresurado demasiado a abrir o yo… a ir. El lugar sigue majestuoso, cos sus platas y sus oros (estos de plata sobredorada), los manteles de hilo, los variados salones, como de casa palaciega, y la bella decoración decimonónica.

La carta mezcla los grandes clásicos de la casa con algunas incorporaciones -para mi incomprensibles- de los restaurantes del grupo como una simplona ensalada de tomate y ventresca o el salpicón de marisco. Pero lo peor es empezar por unas ramplonas aceitunas como aperitivo. Me encantan las de O’Pazo y sus demás sitios pero este no es el lugar, máxime cuando esta casa era famosa por sus deliciosas tartaletas, especialmente una legendaria, la de riñones. También resulta raro que los únicos dos pescados que ofrecen sean para dos personas, por lo que si solo hay un ictiófago en la mesa lo tiene difícil. Por lo demás, grandes clásicos como el pato a la naranja o el mítico cocido, que es lo que come el 90%, al menos en este domingo de septiembre.

A mi me encanta el cocido, pero he preferido probar otras cosas como esa suculenta y famosa croqueta que ahora cruje más por el panko, pero sigue con su relleno delicado y aterciopelado de bechamel y buen jamón.

El consomé es sabroso, limpio e ilustrado porque lleva yema de huevo y una trufa aceptable y que será importada porque estamos fuera de época. Pero lo mejor es ese sabor profundo y antiguo. Es tan bueno que la gente se lo llevaba por litros de la encantadora tienda (ahora en obras) y otros lo degustábamos para acompañar un memorable aperitivo a base de esas mismas croquetas y de las tartaletas mencionadas. Y cómo era la de ensaladilla.

El foie escabechado cumple muy bien. No demasiado fuerte y muy aromático. Me encanta esta manera de hacer foie y que alcanza su mayor expresión en la receta de Mario Sandoval, escabechero mayor del reino. Las zanahorias embebidas en el caldo valdrían por sí solas y, aunque no me gustan las pamplinas, aquí queda muy bien su amargor y frescura.

Pero seguramente lo mejor de este almuerzo, quién sabe si de esta carta (he de volver a probar más cosas), es un solomillo Wellington que espero se haga popular para que lo puedan hacer entero y cortarlo en rodajas de un carro, como siempre. El bollo para dos es también bonito y tiene más hojaldre pero la presentación en piezas enteras trinchadas en un carro de plata, como hacen aún el el londinense, Simpson’s, es inigualable. Este es, cómo digo, para dos y es un dorado bollo de excelente hojaldre con gran sabor a mantequilla y una consistencia crujiente deliciosa. La carne roja y en su punto, con su farsa tradicional y aún más jugosa por efecto del tocino que la separa de la pasta. Ricas las patatas a la inglesa pero que desmerecen el refinamiento del plato. Esperemos que pronto sean suflé mucho más raras y exquisitas.

De postre, otro gran clásico (con el que se suele acabar el cocido), tan decimonónico como el lugar: el suflé Lhardy, que en realidad es una tortilla noruega y que es una tarta de merengue flambeado relleno de bizcocho y helado de vainilla y no un suflé de claras de huevo que, según el añadido, le dan uno u otro sabor. Esta es esponjosa y perfecta. Esta muy rica pero, dado que ya nadie hace suflés y es plato clásico y elegante, les sugiero que los pongan en la carta y a esta la llamen por su verdadero nombre. Por cierto, te odio ese ajuar de plata único, la jarrita de acero inoxidable del licor es una desgracia.

Para mi que están tanteando y aún falta mucho por hacer (el servicio muy amable pero, como antes, algo despistado y la carta de vinos más que escasa) pero, aun sabiéndolo, ya vale la pena ir. Es como un museo del buen gusto al que siempre apetece volver y en el que ya hay cosas tan memorables como el Wellington.

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