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Ramón Freixa

Ir a Ramón Freixa siempre es un placer. Por eso, es culpa mía haber tardado todo un año, porque me gustaría ir mucho más, como antes hacía. Pero entonces no vivíamos esta locura de aperturas, ni había tantos, ni yo viajaba como ahora. Pero en fin, mea culpa, porque sigue siendo un lugar imprescindible en el que disfrutar de la elegancia mediterránea y festiva de este chef y que comienza tanto en los espesos manteles de hilo y en las esponjosas servilletas, como en sus brillantes platas o en las sofisticadas vajillas. En fin, que hasta consigue disimular la tristísima decoración.

Sus menús comienzan con un colosal despliegue de aperitivos de intensos sabores: desde su clásico cucurucho de camarones -del que se come todo porque el envoltorio es obulato comestible- hasta un brillante bombón de vermú y aceitunas rellenas pasando por la sorpresa del fresón albino con erizo y

un gran bocado de caviar y crema de coliflor con una asombrosa tortilla líquida de tuétano. Brillantez y maestría desde el comienzo.

Antes de empezar con lo más sustancioso, un pase de los panes del padre de Ramón -que son justamente famosos- con una estupenda mantequilla de Isigny y un aún mejor aceite de arbequina de Castillo de Canena, elaborado para él.

La primera entrada se llama pureza. Y se entiende porque es inmaculado blanco de tupinambo en texturas sobre colas de cigalas y pil pil de almendras. Pureza y delicadeza que contrastan con una envolvente e intensa cuajada de cabeza de cigalas con algas. Deliciosa cuando inunda el paladar todo.

Hay mucha suavidad en ella, por lo que después es perfecto el tacto de una sorprendente seta de castaño, asada y lacada por lo que resulta tierna por dentro y muy crocante por fuera; reposa sobre un jugo de mar y tierra que es una especie de demi glace con toques marinos.

Me encantan los guisantes lágrima tal cual, pero si me los ponen con espardeñas, sot l’ y laisse (una pequeña molla exquisita que está encima del contramuslo del pollo) y abundante trufa y salsa de calçots, pues lo que era una piedra preciosa pasa a ser un prodigio de la orfebrería.

Lo mismo me pasa con las angulas, que los puristas solo quieren a la bilbaína. Pues a mi me encantan con esta potente crema de alubias de Tolosa que es pura alma de judías y más cosas. Quizá si les doy la razón a aquellos en que la panceta que escondían era demasiado potente.

Ramón borda la caza y hoy tocaba un pequeño lomo de gamo con una soberbia demi glace de arándanos, granada, acelgas, coles y apionabo, absolutamente exquisita.

Aparte, y eso le encanta al chef (y a mi), en una cuchara, un buñuelo sesudo de liebre y una cazuelita con un esponjoso y potente brioche con crema de rábano picante que se unta golosamente en una espléndida royal de whisky.

Y para reponernos de tamaña fuera, y como primer postre, un superior macarron abierto de vainilla y castañas que también se adorna (en belleza y sabor) con ruibarbo, salsifí y naranjas.

Pero como no puede faltar el cacao, repetimos ese genial croissant de chocolate, plátano y namelaca que es como un bombón gigante que parece embestir a una muy rica bola de remolacha con café y licor, perfecto colofón a tanta grandeza.

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Saddle

Mucho se ha hablado en Madrid de este restaurante bastante tiempo antes de su apertura. Sobre todo, porque ocupa el mismo local que el mítico Jockey, pero también por sus interminables y faraónicas obras. Ahora, abierto hace apenas un par de meses, se sigue hablando y mucho, porque apuesta por un concepto abandonado actualmente en muchos lugares, el del lujo clásico. Y es que solo nos movemos, o entre el refinamiento actual de la vanguardia y el menú degustación, o entre la informalidad de los restaurantes que apuestan más por cocina banal, el buen ambiente y, lo que ellos creen, precios moderados -que no lo son para lo que dan- sin que nadie apueste por esos lugares elegantes y de gran servicio que ofrecen una carta que no obliga a ningún esfuerzo intelectual y que se basa en los más excelentes productos. Solo A Barra ha acometido este esfuerzo en los últimos años, con sobresaliente, por cierto.

Así pues, Saddle es un restaurante lujoso y algo soso (ya saben, beig, gris y marrón, como en la decoración de finales del XX) con un gran despliegue de servicio, carta de vinos, carros varios (aperitivos, panes, quesos y destilados), cubertería de plata y refinadas vajillas y cristalerías. Por tanto, un digno sucesor de Jockey pero con una cocina más estimulante, lo que yo llamaría clásica renovada, no en vano su chef ha transitado por el clasicismo del gran restaurante (Santceloni) y por el del más puro bistró afrancesado (Lakasa).

Los aperitivos son demasiado pequeños y escasos, pero bonitos y sabrosos: un macarrón de foie algo dulce, un excelente buñuelo crujiente de kika (un tipo de pollo para mi desconocido) y una crema de coliflor con trufa que juega con más texturas al incorporar tropezones de coliflor cruda.

Lo que no es nada pequeño es el carro de panes, con tres estupendas hogazas de pan rústico, de espelta y de semillas, además de un enorme cono de dorada mantequilla francesa (¿por qué no de Soria que es igual o mejor?). Sirven también un buen aceite del inevitable (lo tienen todos aunque, eso sí, personalizado) Castillo de Canena.

Estamos en plena temporada de setas, por lo que empezamos con un buen ragú de ellas con un huevo a baja temperatura, algo de puré de patatas y un espléndido y complejo guiso de conejo de monte desmenuzado. El denso y aromático fondo del guiso es sobresaliente y nos da ya una pista de una de las grandes virtudes de este cocinero. La mezcla de las setas, las hierbas aromáticas y el conejo es puro campo.

Menos me ha convencido la codorniz escabechada, perfecta por sí sola pero rellena incomprensiblemente de foie y boletus. El escabeche es espléndido, como el relleno, pero juntos no funcionan demasiado bien. Quizá por eso jamás se han juntado tan tradicionales preparaciones. Las ramplonas lechugas que acompañan, tampoco ayudan demasiado.

De las excelentes alcachofas a la brasa con calamar de anzuelo me quedo con todo, pero especialmente con el espléndido caldo de azafrán que las perfuma. Como en la coliflor, se alegran con el crujir de unas láminas de alcachofa fritas.

El mero es un corte suculento y de extraordinaria calidad, muy en su punto, y al que los acompañamientos no estorban ni restan sabor. Lleva un suave escabeche de aceitunas de Campo Real que apenas se nota (mejor porque el escabeche es para conservar y disimular sabores, no para acariciar pescados suaves) y una delicada salsa de chirivías. Un buen equilibrio entre el respeto al pescado y las sosez del simple braseado.

Aún mejor y tierno y también muy en su punto lomo de corzo con setas y membrillo, realzado por una espléndida salsa de cacao algo picante y muy especiada, así como llena de recuerdos de las que borda también César Martin en Lakasa. Igualmente rememora a un mole aunque era una de esas exquisitas salsas de chocolate que tanto han hecho por la caza española.

El capítulo de postres es lo que más me ha hecho redondear la buena opinión, porque ya saben lo critico que soy con la repostería en España. Parecería que esos días los chefs españoles siempre hacían novillos. Hemos elegido lo más clásico de la carta. Mientras esperábamos el suflé, que ya nadie hace (hasta he preguntado desconfiado si no sería coulant), nos hemos deleitado con un perfecto babá al ron con su justo remojado y una deliciosa y espesa crema de vainilla. Sacan ante el comensal una mesa con tres espléndidos rones de diversa procedencia, para que este elija con cuál rociar el dulce. Pero si ya todo esto me había complacido, un helado de melaza para acompañar, me ha parecido simplemente impresionante.

Y finamente, gran remate, un verdadero suflé de chocolate con todas las de la ley. Esponjoso, dulce pero no demasiado, y bien aireado. Tan bueno -y tan exótico hoy que no se hacen- que ni presté atención al buen helado de avellanas que lo completa.

Me ha gustado Saddle. Habrá que esperar un poco para ver como se consolida y lima tontas imperfecciones como seguir poniendo vino blanco sin preguntar, cuando ya se ha pasado al tinto, que el camarero no sepa los nombres de los quesos que ofrece, que solo tengan un agua con gas y ni la marca sepan, que gotee la botella de vino de su fino soporte sobre la blancura inmaculada de un gran mantel de lino… Pero, a pesar de todo, ya les recomiendo la visita, especialmente si les gusta el clasicismo elegante y el refinamiento de otros tiempos adaptado a los de hoy, sin caer en repeticiones vulgares.

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La Terraza del Casino

No les descubro nada nuevo si les digo que Paco Roncero es uno de los más brillantes y prolíficos cocineros españoles. También les dije hace poco, hablando de su menú de invierno, que está en plena forma, más ambicioso que nunca y muy bien colocado para ser el segundo tres estrellas madrileño, aunque (al menos) otros dos lo merecen claramente también.

Vuelvo ahora, como todos los años, para disfrutar de su maravillosa Terraza del Casino, pero ahora en el exterior. El año pasado lo llenó de ruedas de oro que cubrían las altas paredes o se elevaban sobre las mesas como imaginarias sombrillas. Pero entonces aún seguían los andamios en el futuro Four Seasons y todavía no había recuperado las vistas asombrosas. Ahora vuelve a mirar cúpulas doradas o rojas, torrecillas de hierro teñidas por el sol del atardecer y grandes figuras de oro o negras cuádrigas que descansando sobre los aleros, permanecen casi invisibles desde la calle. Un conjunto único que la convierte en la más bella de Madrid.

Contemplar tanta belleza mientras se escucha la música de un excelente dúo y se degusta la más exquisita de las comidas y los grandes vinos que proponen los sabios María José Huertas o Juanma Galán, es una experiencia verdaderamente incomparable e imposible de mejorar en los estíos madrileños. Vengo desde hace muchos años y jamás me defrauda.

El menú para este verano mantiene algunas cosas del de invierno, reinterpreta y mejora otras y añade algunas nuevas. Antes de ir a la mesa, tomamos un cóctel (un perfecto Gin Fizz, para decirlo todo) con muy buenos aperitivos: el canapé de pollo usa su piel crujiente como base y descompone un pollo asado en diferentes texturas

La antigua pizza carbonara de Paco es ahora una estrella carbonara que recuerda la forma de las famosas flores de sartén de la cocina castellana. Está mucho más crujiente que una pizza y es más ligera y sabrosa. Además de muy bonita.

Me gusta mucho el guiño japonés del cornete de salmón y miso, un temaki diferente porque parece un helado de toda la vida, gracias a un cucurucho de alga nori relleno de tartar salmón y rematado con una espumosa crema de miso.

La secuencia del aceite es un clásico de la casa que juega con variedades desconocidas -y otras no tanto- de Castillo de Canena. Primero un árbol de plata con bombones líquidos, después polvo helado de aceite realizado a la vista del comensal con nitrógeno líquido y, para acabar, un espectacular pan de aceite con el que podemos mojar en todos los que habíamos probado en las elaboraciones mencionadas. Una gran manera de exaltar uno de los tesoros del campo español y seña de identidad de nuestra alimentación.

Quizá el aperitivo que más me gustó fue el jurel en escabeche. Simple y delicioso: el pescado con un exquisito marinado y el escabeche de zanahoria que es una delicada crema.

Ciertamente, tampoco se queda atrás el taco de cochinita pibil. El guiso de esta, típico del Yucatán, es impecable, pero lo mejor es el taco, que se sustituye por un crujiente de kikos o sea, un quebradizo cristal con toques dulces. Para rematar, cebolla encurtida, guacamole y una buena cantidad de frijoles refritos.

Y para seguir con lo crujiente, una suerte de pan de gambas para acoger un chispeante tartar de cigala en salsa americana con liliáceas y pesto de estragón. 

Ya saben que me encanta el ajoblanco y que, con el gazpacho, me parece la gran sopa fría del mundo. Roncero lo recrea constantemente. Ahora ha jugado más que nunca con texturas, temperaturas y alardes técnicos, realizando un espléndido sándwich de ajoblanco a base de almendra, melón asado y yuzu transformados en helado, merengue y fruta. Sobresaliente.

Y ya nos vamos a la mesa donde empezamos a disfrutar de la cercanía de las mágicas vistas y empezamos con otro clásico archicopiado, el huerto de Paco, miniverduras plantadas en tierra de aceitunas negras y una crema con algo de salsa tártara, coliflor, apio y nabo.

Todos los años, Paco Roncero inventa un nuevo gazpacho. Cambia texturas y formas pero el sabor siempre es perfecto, de un clasicismo impecable. Si se toma con los ojos cerrados no se nota más que un gran sabor tradicional, pero si se solo se observa es un magistral cupcake de nata o yogur. Los tropezones lo coronan, la parte blanca es agua de tomate y el interior, un corazón de gazpacho helado. Una gran obra.

Me gustó el queso de macadamia, manzana y apio, una refrescante entrada que podría ser un postre. Es bueno romper las barreras y el chef tuvo al mejor maestro, el que cambió el modo de comer, Ferrán Adria. Se trata de un sorbete de manzana y apio con queso y nueces. Ni más ni menos.

Ya había probado la navaja a la parrilla con curry vegetal y ha vuelto a encantarme. Es un plato lleno de matices y en el que reina la navaja a pesar de los buenos sabores del curry y las espinacas.

Esos mismos matices, al servicio de la cocina tailandesa, están en la gamba tai, un plato que nos remite a los sabores que identificamos con aquella exquisita cocina y entre los que destacan el tamarindo, la salicornia y los cacahuetes. Toques crocantes rematan muy bien el plato.

El chilli crab está excelente. Picante y muy sabroso, esconde la carne del cangrejo -muy bien condimentada- en una empanadilla crujiente, tierna y algo grasa y la picantita salsa, para mojar la empanadilla, en la concha. Una muy buena versión del clásico.

Hay un plato muy antiguo, muy en línea de alta cocina, que es la merluza a la bilbaína, una receta llena de salsas enjundiosas y que Paco revive con humor y talento. Rellena de buey de mar y recubierta de pil pil, está muy sabrosa, recuerda bodas del pasado y resulta enternecedora entre tanta modernidad y en una época en la que -casi siempre, afortunadamente- se han desterrado las salsas en los pescados, al menos las más fuertes.

Ya saben que no paro de quejarme del pichón, pero no por su culpa sino por la de los cocineros que parecen no conocer otra carne. Con todo, el del menú de invierno de Paco, con toda su puesta en escena de alta cocina clásica, ha sido el mejor de este año. Para el verano lo ha simplificado y además, para mi gusto, estaba algo crudo. La salsa sigue siendo enjundiosa y excelente y una maravilla el bombón/esferificación de foie, trufa, pichón -y muchas más cosas-, que estalla en la boca derramando su muy líquido interior. Para rematar, dos pequeños bombones de chocolate rellenos con los interiores del ave.

Y llegados al postre, tarta Alaska, una exótica combinación de base clásica que se compone de merengue flambeado, albahaca, helado de cilantro y crema mango. Crujiente y muy refrescante parece francés y oriental a la vez.

Pero el verdadero espectáculo llega con el Circus Cake, en enorme armario circense que al abrirse descubre una gran variedad de tartas montadas sobre bellos soportes de manos enguantadas, cabezas payasescas sonrientes y hasta la carpa de un circo.

La vez anterior las probé todas, pero esta vez era cena, y tampoco había que pasarse, así que opté por una opción dulcisalada a base de acahuete, chocolate con sal y una excelente galleta. Sabores variados como también las texturas. Deliciosa.

Y para acabar las mignardises también de circo, pequeñas y delicadas, y basta ver la foto para saber de qué les hablo.

Ya está todo dicho desde el principio sobre la grandeza y talento de Paco Roncero, sobre la belleza de la Terraza y hasta sobre la excelencia de servicio, vinos y comidas. Por tanto, que más decir. Solo que deberían hacerme caso e ir porque es una experiencia que no olvidarán fácilmente.

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