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Cuidado con el Ritz

Ya parezco todo un periodista. Miro este titulo, que tan poco tiene que ver con lo que voy a decir pero que es llamativo y algo escandaloso, y me siento entre director y redactor jefe de un periódico cualquiera,  porque yo sigo enamorado del decadentismo Belle Époque de hotel Ritz, de los pasos amortiguados por las alfombras, de las tenues notas del piano de la rotonda y de las suaves luces que ocultan cualquier imperfección. La vulgaridad de la realidad se queda fuera y en sus salones se respira la paz de un mundo perdido para siempre y que probablemente no fue mejor, pero que así nos lo parece porque nos empeñamos en soñarlo. Al fin y al cabo, ya lo decía Whitman, la belleza subsiste en el recuerdo…

 
De lo que aquí hablaré es tan solo del jardín inundado de plátanos y campanillas y dejando a salvo todo lo demás. Al menos, por el momento. Basta superar la distancia de cinco escalones, los que separan la terraza de su fachada oeste, la del restaurante Goya, para adentrarnos en un mundo decepcionante que parece ideado para maltratar a los sufridos y exhaustos turistas, exactamente igual que si estuvieran en los mesones de la Plaza Mayor o en los dominios de Lezama en la de Oriente

La carta del Jardín es mucho más sencilla que la del restaurante, también más barata, pero no tanto para justificar un servicio poco profesional y desatento y unas maneras campechanas y más bien burdas. Al fin y al cabo, un café cuesta 8€ y los dos únicos postres, 19. 

 
Los platos llegan en desorden y la mayoría fríos. No están mal las ensaladas

 y la sopa de cebolla es aceptable 

 
pero tampoco estamos hablando de platos que no pudiera hacer cualquiera. Las albóndigas con cuscús son sabrosas pero banales, insoportables servidas tan frías. 

 
El problema no es tanto la comida, de andar por casa, como la falta de cuidado, el trabajo mal hecho y la desatención a los detalles, o sea, todo lo que sería muy negativo en un simple bar, pero que en tan refinado lugar es simplemente intolerable. 

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El aroma de la belleza

Los viejos grandes hoteles poseen un aroma especial, compuesto por miles de sutiles partículas. El Ritz de Madrid posee todos ellos: frágiles pétalos de flores, denso humo de velas, exquisitos perfumes femeninos, mullidas y mil veces hoyadas alfombras, porcelanas multicolores, maderas pacientemente enceradas, betún para abrillantar zapatos y notas de muchos pianos.

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¿A qué sabe la belleza? Seguramente a eso. Y a pasos lentos cuyo sonido es amortiguado por los tapices, al improbable recuerdo de un pasado inexistente, a sueños rotos y a promesas de juventud perdida. Por eso embriaga almas y alimenta suspiros.

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Todo eso habita en los antiguos hoteles que, como este Ritz, son cajas de sueños en las que los recuerdos anidan en cada rincón, esperando a ser invocados. Es un bello edificio de principios de siglo, del siglo XX por supuesto. Se yergue orgulloso frente a un impertérrito Neptuno plagado de volutas y coronado de mansardas.

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Cuando se inauguró, la cocina era uno de sus grandes atractivos en una época de absoluta dictadura de la cocina francesa y de platos de nombres evocadores y poéticos, a veces más exquisitos que sus sabores: pularda derby, pollo Marengo, melocotón Melba, tounedo Rossini, pera bella Helena, langosta Thermidor, crepes Suzette, islas flotantes, savarin al ron, gratin dauphinois, caracoles a la bordelesa, lenguado Colbert, consomé Olga o tarta Waldorf. Belleza en todo que hace reparar en que ahora no se nombran los platos, sino que su denominación parece la larguísima y aburrida descripción de la receta.

En esos principios del siglo XX hasta los tés danzantes hicieron que la aristocracia abandonara su chocolate de media tarde (gran error) porque el lujo siempre se ha llevado mal con la tradición. Después llegaron los altibajos. Se comía peor pero seguían los excesos: las señoras no pudieron entrar con pantalones hasta el 75, los caballeros sin corbata (¡¡¡¡en cualquier dependencia!!!!) hasta casi los 90. Hoy la cocina mejora lentamente, las perversidades se han arrumbado y se mantienen toques únicos de distinción como las servilletas negras. La razón es sencilla y delicada: el buen lino blanco siempre deja huellas níveas en la ropa oscura. El negro no!

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Los salones del Ritz son incomparables y la terraza es la mas bella de Madrid. Solo por eso ya vale la pena la visita. Es fácil comprender que llamándose este blog anatomía del gusto puedo perdonar fallos en la cocina si son atenuados por el encanto del lugar, la excelencia del servicio o un ambiente singular. No al contrario. Aquí las tres cosas son sobresalientes y un gran equipo del que destaca una de las mejores sumilleres de España, hace deliciosa cualquier velada y eso que, en general, los platos demoran algo más de lo debido.

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Dentro de las entradas destaca un original canelón de buey de mar, langostinos y vieiras en el que la pasta se sustituye por tiras de mantecoso aguacate, una solución colorida, novedosa y fresquísima.

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Las vieiras son excelentes de calidad y sabor. Por eso solo se acompañan de un puré de brécol, otro de coliflor y unos excelentes tirabeques. Nada inolvidable pero mejor la sencillez que el sinsentido.

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Los platos principales cuentan con buenos pescados, como el atún de alambraba, de calidad excepcional y muchas buenas carnes como el clásico steak tartare -que desgraciadamente no cortan a cuchillo- al natural o vuelta y vuelta, una buena posibilidad que aumenta las texturas y quita el miedo a los que no gustan de alimentos crudos (¿quedan aún?)

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El roast beef es también sencillo y excelente. En su punto, levemente rosado, de un buey tierno de gran calidad y cortado finamente se acompaña de mantequilla de ajo negro y alcaparras, lo que intensifica y contrasta con el sabor de la carne, pero también de unas nubes de sabor no identificable y que, aunque le dan color, nada aportan y resecan el plato.

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Los postres son vistosos y respetan esta línea de buenos productos mínimamente adornados. El merengue relleno de sorbete de mango es realmente bonito y la sequedad del merengue combina muy bien con el frescor del sorbete.

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Lo que me gusta menos es el postre de chocolate, demasiado facilón, al no atreverse con la intensidad del chocolate negro y abusar del bizcocho, cuando en realidad no debería llevarlo. Para colmo, el helado es de chocolate blanco, ese pésimo invento solo comparable al vino sin alcohol. Afortunadamente se puede cambiar por el de chocolate negro que es realmente excelente, una de las mejores cosas de este restaurante. Desde siempre. La verdad es que solo con dar sabores mas adultos a este postre, en la línea del helado, podría resultar excelente.

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Menos mal que se mira alrededor, a árboles que permiten entrever los tejados del Prado, a ventanas que esconden tapices y a fuentes caudalosas y todo se perdona porque hay bellezas por doquier. Hasta en tazas y azucareros. Y la belleza es capaz de conjurar el dolor y hasta el mal. Aunque no siempre…

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La dolce vita

El Marbella Club es, desde hace más de sesenta años, el lugar más elegante y refinado de Marbella, un símbolo de distinción y cosmopolitismo en todo el mundo. Fue la obra maestra de Alfonso de Hohenloe, aquel gran visionario a quien los marbellíes -y el resto de los españoles- deberían bendecir cada día, además de seguir su senda y perseverar en su ejemplo. Él hizo de un pueblito de pescadores, toda una referencia mundial del turismo de lujo, arrebatando la corona a Saint Tropez, Cap Ferrat o Portofino.

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El Marbella Club es además de un hotel, el más bello jardín abierto al público -quién sabe cómo serán los privados- de todo el sur de España y en él se cobija un restaurante inundado de velas, coloreado por los delicados tonos de las rosas, los encendidos rojos de los hibiscos y los estridentes fucsias de las buganvillas. Los jazmines y la dama de noche perfuman de flores el suave aroma del mar, que hasta aquí llega a través de árboles y veredas. Como la brisa marina, que todo lo inunda.

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El ambiente mezcla vertiginosas minifaldas con mojigatos pañuelos, la elegancia discreta con las extravagancias de Dolce & Gabanna, pero así es Marbella, una tierra de excesos y mezcla de culturas, de lentejuelas y animal print.

La comida del Grill del hotel es orgullosamente clásica, como si nada hubiera cambiado desde que el príncipe lo abriera. Una profusión de carnes y pescados a la parrilla se mezclan con clásicos de la llamada alta cocina internacional. El perfecto servicio también parece de otra época, pero es estimulante saber que aún perviven restaurantes herederos de la Belle Époque. Todos los gustos deben ser satisfechos y la herencia debe ser preservada. En lo antiguo, como en lo moderno, la calidad y el saber son lo único importante.

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Por eso, hay que volver a disfrutar con los grandes suflés, tanto los salados como los dulces. El de queso es sobresaliente y el de Grand Marnier quasiperfecto. Lo mismo que un chateaubriand tierno, jugoso y en su punto perfecto de cocción, pero al que una salsa holandesa bastante mediocre no hace justicia.

Todos sus platos clásicos son buenos, por lo que sería mejor abandonar experimentos absurdos como un ajoblanco delicioso, asesinado por una inexplicable guarnición de foie. La cocina popular, tan alejada de agridulces, agripicantes o dulcisalados, decretó para este plato fuerte y algo graso acompañamientos ligeros y frutales como las uvas, el melón e incluso, la manzana verde, cualquiera que le quite fuerza y agresividad; lo contrario del foie que lo engrasa y enmascara.

Los experimentos de la modernidad funcionan con genio y criterio. Sin ellos, tan sólo son disparates carentes de sentido. Pero esta es sólo una pequeña mancha, disculpable por ese torbellino que es la vanguardia española, una tendencia que parece arrasarlo todo, porque quien no está en ella, se siente disminuido; por ello no está demás repetir que la modernidad no está al alcance de todos y que más vale el clasicismo bien interpretado que los remedos sin talento.

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Además, para todo hay gustos y todo es necesario, en especial la preservación de lo que siempre se ha llamado justa, aunque pomposamente, gran cocina internacional, esa que bautizaba a los platos con bellos nombres de escritores, mujeres, lugares…: Rossini, Thermidor, Wellington, Alaska, Suzette, bella Helena, etc.

Ahí es donde debe perseverar este bellísimo lugar parado en el tiempo, en la evocación de un pasado que no fue mejor, pero que en nuestra imaginación surge poblado de beldades, música, buen gusto, lentitud y belleza. Y es que como dice el gran Harold Pinter, el pasado es lo que recuerdas, lo que imaginas recordar, lo que te convences en recordar o lo que pretendes recordar.

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