Los botones de la duquesa de Osuna, se parecen a la cocina de Álvaro Salazar en Voro, como este al poético preciosismo de Goya. En el retrato de la familia Osuna, los grandes botones del delicado vestido de la duquesa tienen como pequeños lunares que, contemplados de cerca, evocan un esmalte con un paisaje. Solo el observador minucioso es premiado. El otro ve “tan solo” una obra de extraordinaria belleza.

Del mismo modo, cada plato de Álvaro es una cumbre de sabor y belleza, pero si se profundiza, se aprecia en ellos una verdadera filigrana: una enorme complejidad que se derrama en técnicas, texturas, temperaturas, colores y sabores, pero, sobre todo, en pequeñas flores de miniaturista, micro esferas, puntos diminutos y composiciones artísticas. Una cocina exquisita entre lo andaluz y lo balear y los más preciosistas platos que se pueda imaginar. Lo van a ver (recomiendo abrir las fotos), aunque lástima que no les pueda transmitir el espectáculo de verle componer cada plato con minuciosidad de orfebre y meticulosidad de alquimista, en un esfuerzo de concentración que parece sacarle de la realidad inmediata.
Cada plato tiene una lámina con un hermoso dibujo. El primero es ramallet mahones, un gran helado de queso de Mahón sobre una agua de tomate con fuerte sabor ahumado y esféricos de albahaca y caramelo de tomate. Al lado, una frágil tartaleta de tomate con pesto y tomate ramallet y brossat, una delicia quesera catalano/balear parecido al requesón.



De la tierra, queso y tomates y del mar, un crujiente bocado de merengue de algas con un potente atún y la emulsión de sus espinas; una coca de sardinas curadas con una lámina quebradiza de pimientos, crema de estos y un toque de queso; un cilindro de espirulina y algas es soporte para el delicioso cangrejo azul para acabar, un tradicional pastel de cabracho primigenio metido en un magnífico y delicado vasito de fina gelatina también de cabracho.


Los aperitivos cárnicos empiezan con un patito que es una nebulosa espuma de azafrán sobre una galleta de maíz y un estupendo paté de pato; siguen con un steak tartare de poderoso sabor gracias al tuétano asado y a una crujiente cecina. La base de torrezno suflado profundiza aún más. El buñuelo de ragú de ibérico con demi glas y sobrasada es una gran fritura y la pintada escabechada se potencia con unas deliciosas perlas de vinagreta.




La elegancia del ajoblanco con caviar es enorme. Podría bastar con la espuma de la rica sopa fría pero esta se rellena de un tofe de almendra, algo de aceite Picual y un delicado caldo de vainas de guisante que emergen en cuanto se toca. Delicioso e impresionante.

Aún más barroca es la ensalada avinagrada de mariscos (sepia y gambas de la isla, berberechos, mejillones y erizos gallegos) al Palo Cortado, porque junta una de las mejores vinagretas que he probado con los aromas del vino y el polvo helado (ante nuestros ojos y con nitrógeno líquido) de un aromático aceite al amontillado. Como dice el chef “una lectura andaluza del Mediterráneo”. Del oriental, digo yo.

No elegimos los exquisitos panes sino que ponen el más adecuado para cada plato. Son tres, más una ensaimada.

El del bogavante es de Kamut, un trigo de la zona. Perfecto para una recreación del bogavante con huevos rotos. La cola hecha en agua de mar, se ensalza con gazpachuelo de la cabeza del bogavante, con hierbas de la zona. Los huevos rotos son de codorniz y coronan un muy crujiente cilindro de patata relleno con las pinzas y un poco de pimiento, en un bocado perfecto.



El tierno San Pedro con un punto perfecto tiene un suave pil pil hecho con la cabeza, una más potente demi glas de las espinas y una marina holandesa de las huevas secas y ahumadas. Y fresco verdor de diminutas judías verdes.

El ravioli -glutinoso y oriental- junta gamba blanca y cerdo ibérico unidos por unas setas untuosas y caramelizadas. Para reforzar la gamba frente a la fortaleza del cerdo, una salsa espumosa de sus cabezas. Y otro gran pan, esta vez de cristal, más ligero y alveolado.

El pato es impresionante en técnica e imaginación porque cruza espléndidamente un clásico puchero andaluz con los lujos de la royale. El primero se hace con pato y después, con este la royale. Con chirivías, zanahorias, cebolla, col y garbanzos de cocido, se elabora la guarnición a base de esferas, flores, puntos de crema, círculos y otras bellas fórmulas. Pero no acaba aquí la genialidad del plato, porque se acompaña no de pan sino de una ensaimada en la que la manteca de cerdo se enriquece con grasa de pato.



Acabamos lo salado con una ternera en adobo andaluz que también se utiliza, muy reducido, con una demi glas para completar la salsa. Y para equilibrar, cilindros de manzana que dan frescor a un plato poderoso. Y el pan, esta vez, de malta tostada y dulces orejones.

Los postres están a la altura y son nuevas filigranas: primero refresca con una versión de la pomada menorquina (ginebra y limón) en sorbete. Para dar crujiente, quinoa suflada, vigor, pimentón picante, y sabores cítricoos, gelatina y rocas de limón y gajos de naranja. En una caja aparte, escondidos entre hojas y frutos de qumquat, un bombón de sorbete de pomada, roca de chupito de ginebra e indistinguible de los verdaderos, dos falsos qumquat, que son bombón y frescura.

La bella composición de fresas, hibiscus, rosas y pimienta rosa es una oda a estos delicias que comparten color y características: cada preparación es sobresaliente pero ninguna como la originalidad y el contraste levemente picante de un helado hecho con las cáscaras de la pimienta.

Y del rosa al amarillo de la más pura tradición infantil, con una torrija de brioche cubierta de frutos secos, espuma de galanga y con un gran helado de mantequilla noissette; y gachas, pero heladas y con toques de aceite y matalauva, sin olvidar el bello encaje que recubre todo. Cómo hacer de lo popular lo más elevadamente refinado y que sepa igual.


Los petit fours son pequeñas joyas, tan llenas de detalles que muestran a las claras que hoy el cocinero (como en el barroco) ha de ser mucho más que eso: un maestro de la artesanía, cuando no un artista.

Ver la concentración en de Álvaro y la de sus pocos cocineros basta para entender el milagro de este menú que, a la reflexión y el sabor, une tal belleza y personalidad que solo merece tres estrellas. Muy impresionante.
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