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Alejandro Serrano

Alejandro Serrano está en el mismo estado que “cuando las hadas atraviesan su sueño”(Browning, Paracelso). El éxito y la libertad le permiten arriesgarse y construir un mundo único. Además, se puede equivocar porque a los 28 años aún se puede. Y el resultado es un universo rosa lleno de juegos infantiles -como impregnar de este color muchos platos-, ponernos unas gafas de este color o hacernos comer a oscuras, ninguna cosa que me guste demasiado, pero que todas convencen con su relato y ese nivel onírico en el que parece moverse hasta su voz. 

La llegada, después de atravesar una bulliciosa Miranda de Ebro, es sumamente apacible, con sonido de pajaritos y en la semipenunbra del bar. Allí sirve sus aperitivos, de los que no hay foto porque la oscuridad es enemiga de las fotos. El primero es una crujiente y levisima tartaleta de esponjosa crema de flor de higo con piñones. Sigue otra con espuma de dulce remolacha y queso fresco y acaba con un rosado macarrón de kimchi de fresas, absolutamente cautivador por estética y por una mezcla espléndida de ácidos, picantes y dulces. 

Para pasar a la mesa nos pone unas gafas rosas, como si su ensaladilla no fuera suficientemente rosada. El plato es el del recuerdo infantil, pero estéticamente está entre los círculos concéntricos de Sonia Delaunay y las píldoras de Hirst. Pero lo mejor es que la hace líquida y engaña a la perfección. En el paladar, todo es ensaladilla rusa con fuerte sabor a atún y mahonesa

Empieza sin concesiones -aunque parece que es el plato favorito de la gente- y sigue por ese camino con otro bello experimento que coloca sobre un precioso y delicado mantel, que parece un gyotaku (si no fuera porque es en plástico) con un koi, la carpa japonesa que representa entre otras cosas, el amor y la buena suerte. Sirve de base a una carbonara sin guancialle y con anguila y en la que la pasta es gnochi de arroz glutinoso que, a mi que odio las gominolas y similares, no me gusta absolutamente nada, por su rigidez plástica. Lo demás es excelente, sobre todo la espuma de queso y remolacha y el helado de queso con caviar. Creo que no me hará caso pero sin lo gomoso, sería perfecto. Se toma con un gran rosado (cómo no) y les pongo muchos de los vinos porque la armonía es perfecta, gracias a ese alter ego de Alejandro, que es el magnífico sumiller y jefe de sala.  

No estaríamos en este rincón burgo alavés riojano si no hubiera menestra y esta es muy especial gracias a su coliflor de tres colores, mantequilla de lavanda y hojas de oxalys morados. 

Con el mejillón escabechado, espléndido y famoso, quieren que veamos las estrellas y por eso apagan las luces. Es raro, pero bellamente poético. 

La refrescante ensalada de lechuga (sumergida en agua helada para acentuar lo crujiente) lleva sardinas ahumadas, aceite verde y un estupendo kakigori de vinagreta y nata fresca. Muy sencillo y terriblemente complicado. 

Como esto es cocina marina de interior pone un plato -que se parece a los anticuados entremeses-, con lo mejor de cada semana. Juega con cocciones y preparaciones (wok, llamas, braseado, confitado, curado…), pero me quedo con lo más elaborado: la ostra con crema de judías blancas y panceta confitada

Sube mucho el nivel con la marinera de cocochas, porque cuenta con una magistral y cremosa salsa verde acompañada de berberechos y una aterciopelada crema de pochas con caviar. 

Como ya no podemos pasarnos en parte alguna sin influencia asiática, la de Taiwán llega a un delicado ravioli líquido de gambas al ajillo cubierto de angulas crudas que se pretenden hacer con caldo de gamba, cosa que no acaba de ocurrir, lo que no me gusta mucho. Orientalismos inevitables.  Menos mal que el excelente blanco de Roda I hace olvidar cualquier tropiezo. 

Acabamos en grande con el juego del calamar, un magnífico ejemplar chipirón a la brasa sobre una salsa de arroz fermentado con chalotas y mantequilla y otra, más dulce, de cebolla tatemada. Y además, una preciosa rosa de calamar y remolacha y un pan brioche, esponjoso  crujiente que queda bien com todo. 

Los postres son frutales y muy buenos: un homenaje al zumo de naranja con tartar de naranja, helado de naranja y una deliciosa leche reducida hasta conseguir su dulzor natural. 

Las fresas son un alarde de técnica y se hacen en esfera de gazpacho, cremoso de ácidas y silvestres y otras infusionadas en remolacha y granizadas. Como en el postre de toda la vida, una delicada base de chantilly de vainilla. 

Y se termina celebrando y para ello aparece una densa tarta individual con una vela. No es mala idea porque todo ha sido como el cumple la soñado: diversión, desmesura, buena comida, muchos mimos (supongo que uno es que nos llamen chicos constantemente), sorpresas y magia por todas partes. Celebren la vida yendo o al menos, desviándose.

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