Conocí a José María Borras en Santa Mariana, su anterior restaurante, casi por casualidad y lo primero que me sorprendió fue una innegable madurez culinaria a sus 24 años. Este año, se la han reconocido también los de San Pellegrino distinguiéndole como mejor chef joven de la península ibérica. Por si fuera poco, ha dejado aquel restaurante para hacerse cargo de todas las cocinas de los hoteles Amagatay y Morvedra de Menorca, su tierra. Solo en el primero tendrá tres cartas diferentes.
A la espera de su propuesta más arriesgada, refinada y personal, me ha invitado a probar El Olivar de Amagatay. Casi con un pistola porque, como sabrán, no me gustan los restaurantes recién abiertos.
Pero lo cierto, es que el lugar está ya bastante engrasado, sobre todo su cocina colorista, imaginativa y vistosa para la que usa técnicas variadas y estéticas no siempre acertadas. Claro que a mí no me gusta esta, tan de moda, en la que todo parece comida de cabras, tanto se abusa de las ramas, las hierbas y la rusticidad, en un falsísimo retorno al origen. Pero estamos en el Amagatay, un hotel hippy chic y es lo que predican.
Por eso empieza con una riquísima crema de aceitunas de la finca servida en una copa demasiado grande y poco adecuada para ella.

Después, delicadas aceitunas encurtidas que se esconden entre ramas y escarola en dos versiones: una fresca y otra frita que sirve de crujiente base a una riquísima anchoa. Una mezcla estupenda.

Sigue el sabor, pero vuelve la estética sin prejuicios con un dulce tomate con hierbas aromáticas del huerto, queso rallado, un garum de anchoas reinventado y un toque de miel.

Llama tuétano de cardo a una seta que se parece al hueso, pero quizá hace pensar al comensal que llevará algo de este y no es así. Pasada esa sorpresa, es un estupendo plato vegetal gracias a la calidad de la seta y, sobre todo, a una punzante crema de ajíes y crujiente avellana rallada.

La lubina envuelta en hoja de higuera, junta muchas cosas que me gustan y en especial el oliaigua -una humilde sopa de payeses hecha con agua/aceite y poco más, apenas tomate, cebolla y pimiento– y el trampo mallorquín -la ensalada a base de lo mismo- con algo de higo, que actúan como salsa. La mezcla de todo es suave, aromática y popular y elegante al mismo tiempo.

Una pena que los tagliatelle con el pequeño y sabroso carabinero de Menorca me haya gustado menos por lo plano de la salsa de sus corales. Eso sí, como todo lleva hierbas y vegetales, el hinojo encurtido mejora mucho el conjunto.

El pequeño pulpo menorquín estaba algo duro, a pesar de su buen asado. Pero el plato es rico gracias a una buena salsa de berenjena -en la que aprovecha el agua de la cocción- y pimentón ahumado de Mallorca, cortí. Ponerle un poco de chocolate rallado parace locura, pero aporta aroma y lo hace más apetitoso.

Acabar con tiernas mollejas siempre es una buena idea aunque parecen una ensalada de berros porque las esconde con hojas. Son tiernas y delicadas y se envuelven con lo que llama una satay mediterránea.

Postres ricos y fáciles como el cremoso helado de vino con uvas frescas y la crujiente y sabrosa ensaimada de Can Pons con helado de almendras y frangélico.


Acaba de empezar y ya está muy bien. Está muy por encima de la cocina habitual de los hoteles e incluso supera al que le da cobijo, un santuario de la moda de que todo parezca la casita campestre de un matrimonio de escasos recursos y cierto buen gusta que empieza en la vida. Porque esta cocina está muy pensada y es elegante, sabrosa y cosmopolita porque partiendo del terruño se abre al mundo.
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