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Ababol

Los héroes de Michelin o por qué hay que estar orgullosos de restaurantes únicos como Ababol. Ya he dicho decenas de veces que doy por sentado que, eligiendo bien, voy a comer estupendamente en las grandes capitales. En mi época de niño invitado por su padre, sabía que también sería así en pequeños lugares de Francia o Italia, pero no en España, donde se podía comer bien en plan popular, pero en el reino del fluorescente, las moscas y el frigorífico en el comedor.

Así que nada me puede complacer más que saber que alguno de los mejores restaurantes del país están en lugares impensables como Miranda de Ebro (Alejandro Serrano), Casas Ibáñez (cañitas Mayte y Oba) o Albacete, con el recién descubiertoAbabol de Juan Monteagudo, un cocinero elegante y colorista que hace platos de gran sabor e indudable belleza. Nadie podrá decir que la cocina manchega no es deliciosa, pero tampoco que es refinada. Por eso, convertirla en delicadeza y belleza, manteniendo el sabor, los productos y las recetas es un mérito innegable. Casi la cuadratura del círculo, pero con algunas técnicas, dos o tres productos prestados y mucho conocimiento e imaginación, es lo que aquí se hace.

Hacía mucho tiempo que Juan me invitaba, pero no somos señores de nuestro tiempo las más de las veces. La excursión de una hora en AVE desde Madrid, vale la pena. No sólo por él. Albacete es una ciudad luminosa y de anchas calles, limpia y ordenada y con algunos edificios verdaderamente imponentes, que alternan con grandes árboles. Un lugar próspero y apacible que se revela como una joya desconocida.

Ya desde los aperitivos muestra Ababol sus tres grandes características: técnicas variadas, belleza estética y sabores poderosos anclados en la tierra. El polvorón de sardina ahumada (hecho con su grasa) tiene la misma textura que el dulce y un sabor delicioso a mar y madera.

Pero aún es más audaz y elegante convertir las gachas de harina de almorta en crujiente panipuri indio. Las rocas escabechadas son tan perfectas que parecen un adorno. Son de setas en delicioso escabechado casero. Intenso y denso es el ajopringue, el paté manchego que se diferencia del delicioso morteruelo porque este es solo de caza.

Nos refrescan el paladar con el milkpunch de remolacha, un cóctel de deliciosos toques amargos que prepara para esa perfecta y premiada croqueta de jamón ibérico que es puro sabor y aterciopelada bechamel.

Sigue la frescura de un sutil gazpacho de tomate verde con bonito en mousse y laminado y el troque de mucho mar de una envolvente gelatina de dashi, todo el plato una oda a los métodos de conservación.

Para acompañar al esponjoso pan artesanal de harinas perdidas, no se conforma con algo normal y la mantequillla es de ajo morado y miel de retama. Una verdadera delicia con los picantes del ajo, el dulzor de la miel y la untuosidad soberbia de la mantequilla que es además una espiral hipnótica.

Siguen los vegetales (verduras y caza, pura Mancha) con una estupenda alcachofa frita con unas delicadas natillas de nabo asado y encurtido, todo de la huerta familiar también, y un fino gel de yema curada en soja.

Muy buena una coliflor (frita y encurtida) con mantequilla noisette de grasa de jamón rancia, un homenaje a la cocina popular manchega basada en las hortalizas y el cerdo.

Pero hay más vegetales porque la huerta manchega de secano, nada tiene que envidiar a la de Almería o a la de Murcia, tal como nos cuenta un orgulloso chef. Ahora tenemos zanahorias de colores con sabroso ajo negro y espinacas. La zanahoria está encurtida y también en emulsión, escabeche de ajo negro con unos buenos toques amargos que contrastan con el dulzor de la zanahoria. Para alternar, un canutillo de pieles y restos de la zanahoria, relleno de crema de pomelo. Un plato lleno de contrastes y texturas, muy bonito, pero en el que resaltan demasiado amargos muy fuertes.

El pinar, nombre evocador donde los haya, es un falso risotto de piñones, queso cabra y caldo de champiñones que tiene además gel de pino. Se ve muy bonito, pero hay un mimético de champiñón que es la guinda adorable (el pie es crema de piñones asados y el sombrero, crema tostada) y un bonito bizcocho de hoja de higuera. El plato es precioso, pero lo mejor es que todos los sabores recuerdan pinos, verde, setas y piñas. Si les gustan tanto los piñones, como a mi, es absolutamente irresistible.

En campo de secano no podían faltar las habas tiernas, aquí animadas con colágeno de bacalao y un estupendo aire de anís. También hay callos con un pilpil delicioso y gracias al corte y a la cocción estás mucho más blandos y más suaves de lo habitual. Deliciosos.

Y por fin, la caza, la otra gran pata de esta cocina de la tierra, sofisticada con mucha inteligencia y conocimiento. Es tendón de ciervo con vermu e hinojo, un enunciado que no me ha gustado nada pero resulta que está rico porque los tendones están muy tiernos, gracias a un estofado lento, y suavizados por la emulsión de hinojo. Tiene unos ricos noodles de vermú y también galleta de flor de saúco. No es lo que más me entusiasma pero es un buen plato.

Mucho mejor el desmogue del ciervo (que es cuando pierden los cuernos) en forma de tierno y delicioso bollito de caldereta ciervo con salsa bigarave y aparte, un fuerte tuétano a la brasa con gominola de erizo curado en miel. Un gran plato de caza, que son dos, aunque el erizo, que luego pruebo solo y está delicioso, no se nota lo más mínimo.

Creo que vamos subiendo, porque me ha encantado el arroz de setas y pato azulón hecho con un estupendo caldo de setas y demiglas. Sobre él la pechuga de pato, levemente crujiente, y lengua de vaca (la seta del caldo) laminada. Un súper arroz.

La liebre que quería ser francesa es una royal en terrina y le añade panceta, foie, Oporto y algunas otras delicias. La salsa sigue siendo potentísima, de las que usan de modo ortodoxo, la sangre. La preparación es más apta para todos los públicos que la royal pero está igual de buena y hecha con magisterio. Pone unas pequeñas ciruelas, excelentes falsas trufas de foie y cacao y al lado un sobresaliente rable de liebre cocinado con judiones y piparras. Lo pone junto, pero es tan bueno como el otro. Podían servirse por separado, porque ambos son tan diferentes como excelentes.

Cuando parecía alcanzado el culmen, llega una reina de las aves, becada con crema de aceituna y anchoa y profiterol (semilíquido) de los interiores. La pechuga esta asada y los muslos marcados al fuego pero todo bañado en una salsa del jugo de la becada, intensa y muy densa, una de esas que pegan los labios. De mano maestra.

Hemos pasado de fuerza a poder, de sabores muy fuertes a otras aún más profundos, por lo que viene de maravilla un postre de cítricos con maíz y azafrán que es fresco helado de pomelo rosa con granita de pomelo naranja, tierra de hibisco, una dulce y suave sopa de maíz a la brasa con mantequilla y chispeantes esferas de naranja sanguina, con ese amargor tan especial y único.

Queda aún, estamos dispuestos, “mancheguidad” absoluta de queso, miel y romero que es cuajada en el kamado para tener toques ahumados, un panal de miel con esferas de limón, maracuyá y flor de caléndula, con al añadido del frescor de un polvo helado de queso al romero. Dos grandes postres de pocos ingrediente, pero hechos, como si fueran palabras, en todas sus declinaciones/preparaciones.

Ya lo han visto, caza y huerta elevadas por la cocina, elegantes y sabias composiciones que llevan a la estratosfera de la alta cocina la deliciosa cocina castellano manchega. Vale la pena la excursión.

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