Me gusta juzgar a los restaurantes por el conjunto ya que el placer gastronómico es tan amplío que nunca puede obviar aspectos tan básicos como la decoración, el servicio o el amor a los detalles. Por eso, considero a Saddle el mejor clásico de alta cocina de Madrid y de bastantes sitios más. Otros pueden destacar en algún aspecto, pero el conjunto de este -aunque la banal decoración siga siendo el punto flaco- es magnífico y completo, empezando por la elegante y contenida cocina de Adolfo Santos y siguiendo por el exquisito servicio que ha perdido las rigideces del principio, asentándose en un refinamiento suave y más amigable.
Y como son los detalles los que encumbran en una ciudad cuajada de buenos sitios, empiezo por ese espléndido servicio del pan y la mantequilla que se sirve con una gran ceremonia que acentúa su enorme calidad.

Los mismos aperitivos (croqueta y tartaleta de guiso de cordero y queso) son siempre magníficos y bien pensados. Dan muy bien el paso a grandes pequeños platos de la casa como su gran versión de la popular gallina en pepitoria, aquí un suculento guiso de pollo, espuma de azafrán y crema de almendras. Sabe igual pero es mucho más poderoso y excitante.

Nos han ofrecido un plato nuevo y espléndido de quisquillas de Motril. Empeño difícil porque ¿cómo mejorarlas? Pues con un supremo escabeche de zanahorias con vinagreta de huevas con la cantidad justa de espléndido vinagre que, con su acidez, no anula el resto de los sabores (como suele ser habitual).

Seguimos con un ya clásico del restaurante: una delicada anguila ahumada con pencas de acelga y una soberbia y muy francoespañola velouté ibérica de palo cortado que me recuerda las grandes creaciones de Juan Lu Fernández.

Las pequeñas y tiernas alcachofas se engalanan con crema de piñones y una estupenda picaña madurada 3 meses. Un gran plato vegetal animado por esa soberbia cecina y sus toques ahumados y elegantes.

Como pescado, una gran elección motivada por el estupendo guiso de caracoles con migas crujientes que acompaña a un bacalao en un impecable pil pil de hierbas. Fue verlos en la carta y no dudarlo. Tan buenas resultan ambas cosas que son más bien dos platos en uno.

Las mollejas a la jardinera tienen un potente sabor que contradice su ternura y la salsa nos devuelve a los modos galos de la alta cocina decimonónica con su fuerza de alcaparras y estragón.

No se puede pasar por Saddle sin caer en la tentación quesera porque su mesa de quesos es esplendorosa. Apetecen todos pero ni siquiera yo puedo permitírmelo, salvo riesgo de muerte súbita. Hay desde grandes y viejos Comte, hasta sorprendente Gorgonzola dulce pasando por azules poderosos, picante Stilton e impresionantes españoles de norte y sur (cabrales, payoyo, camembesos…)

Y como colofón dulce, más clasicismo y elegancia y con estos mimbres que otra cosa que un esponjoso y dorado (nubes en el paladar) suflé al Grand Marnier con helado de naranja terminado sabiamente ante el comensal. Simplemente espectacular.

En un sitio normal ya habríamos terminado pero aquí (y por eso lo pongo) el café (y las infusiones) bellamente presentado, las mignardises y el apabullante carro de destilados completan una comida siempre memorable.

Pero si no encuentran ahí lo que buscan, los cócteles son estupendos y la carta de vinos, impresionante. Un sitio más que completo. Por cierto, no hay elegancia sin esfuerzo: yo exigiría chaqueta. Hay que “enseñar al que no sabe” y si en el resto de Europa se hace, no veo por qué aquí tenemos que ser campeones de la informalidad.
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