No me va a ser fácil escribir este post porque Adrián Quetglas es un agradable restaurante mallorquín, lleno de gente amable y muy profesional y con un chef, sin duda esforzado, que realiza platos de gran audacia, demasiada audacia y poco seso se podría decir. El problema es que además tiene una estrella Michelin en una isla donde hay muy pocos y solo uno de dos. Eso, indudablemente, aumenta las expectativas.
Los platos son en general, bonitos estéticamente y destacan por sus potentes sabores, pero todos mezclan tal cantidad de ingredientes de mucho y disímil sabor y lo hacen de manera tan arbitraria y sin sentido, que unos se tapan a los otros, haciendo que sólo se aprecie uno (en general no el principal), así que la pregunta es por qué tantos.
Veamos: nos ofrece en primer lugar salmonetes al natural con hinojo salvaje (además del muy potente marino), jugo de caracoles, alioli helado y aceite de sobrasada. Por si fuera poco, los acompaña de unos gofres con crema de sobrasada y alioli, además de hinojo fresco. Cierto que son los mismos ingredientes pero repetidos hacen que sólo sepa a eso y el alioli prevalezca sobre todo.

La yema de huevo de corral curada, foie gras con ravioli de pato y gambas, su consomé y granizado de manzana fermentada es ya un enunciado preocupante por la multiplicidad de mezclas. La yema está rica y el consomé también pero el pato estaba desaparecido y el foie también y eso que los crujientes de arroz que acompañan eran también de gambas y pato, eso sí con mayonesa de cebollino también. A lo mejor bastaría con no decir todo lo que lleva y así se notaría menos.

Quizá es eso lo que pasa con un excelente plato mucho más sencillo, un delicioso cordero Garam Massala con arroz de la Albufera de lichis, yogur de hierbas aromáticas y esencia de bergamota que se arroja de un espray, una vez colocado en la mesa. Al menos se nota el arroz y la salsa, especiada y levemente picante, envuelve suavemente a la carne.

El cordero es lo que más me ha gustado pero ha sido una falsa esperanza, porque el pargo con mole de pasión (mole con esferas de fruta de la pasión encima es un despropósito) y cacao, aire de leche de bambú y chile habanero. Como en todos los platos, cada cosa está rica por su lado pero las mezclas naufragan. Sin embargo, lo más incomprensible es un pescado que al ahumarse y también confitarse queda seco y muy hecho. No sé, los mexicanos llevan siglos haciendo mole y jamás se les ha ocurrido ponerlo con pescado y menos con maracuyá. Por algo será…

El solomillo con crumble de remolacha, muselina de berros y trufa blanca en polvo, tiene aún más cosas (como tartar y macarrones de remolacha) y todas son ricas y pegan mejor, pero la carne vuelve a esta mega pasada. En fin, ya he dicho que no me iba a ser fácil porque todo era servido con tanto cariño y maestría.

Hemos tomado dos postres : bizcocho de pistachos especiados con crema de Mahalabia y granada helada, un postre rico y precioso en el que el problema era que el bizcocho tenia tanto clavo que se apoderaba del resto. Acabado el bizcocho, el resto estaba estupendo.

Para acabar, otoño, chocolate pacari con calabaza y mandarina, un conjunto de menores mezclas que funciona mucho mejor, pero que a estas alturas me ha costado apreciar.

La carta de vinos también es sorprendente por lo pequeña, quizá por su afán de que todos sean baratos, pero la elección queda minimizada.
El chef tiene madera y maneja bien las técnicas de vanguardia, sin duda se esfuerza y tiene un rabioso afán por ser original. Pero quizá es víctima de tanta frase de autoayuda tipo “el que no arriesga no gana”, “el cielo está en ti mismo”, “no hay límites” o tonterías semejantes. Quizá bastaría con no hacerles caso, aplicar el sentido común y cargarse la mitad de los ingredientes.
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