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La Rotonde (Hotel du Palais)

Para quien aún no lo sepa, la emperatriz Eugenia de Francia (nuestra Eugenia de Montijo) fue durante su reinado (después no, porque se pasó 40 años de luto) la mujer más influyente del mundo en lo que se refiera a estilo de vida y moda. Isabel de Austria, Sissi, era casi una aprendiz a su lado.

No solo le debieron las grandes crinolinas y el paso al polisón, sino también la conversión de Biarritz en el sitio imprescindible para el verano. Y para conseguirlo, se construyó un enorme palacio al borde del mar que, aunque todo se lo debía al estilo Luis XIII, se consagró en ejemplo del más florido, como no, Napoleón III, su casquivano e imperial marido.

Gracias a su venta en 1880, hoy se puede disfrutar, ampliado, como un bellísimo y decadente hotel, uno de los más famosos de Francia, el Hotel du Palais. Y en un sitio así, más en tierras de la exreina de la cocina, se debe comer bien. Y se come… especialmente en su espectacular restaurante La Rotonde, una acristalada joya abierta al mar, plagada de alfombras y ornamentos, desde la que se contemplan unos atardeceres de ensueño.

La carta es decimonónica y encantadora y el servicio de la vieja escuela. Todo encaja perfectamente para parecer de otra época. Con lo bueno y con lo no tanto, como esos huevos, impensables hoy en día, llamados “les deux oeufs mayonnaise” y que son dos hermosos huevos duros acompañados de mayonesa y caviar. Hoy es cosa banal, hasta el caviar, pero hace siglo y medio, ni los huevos ni la mayonesa lo eran, como tampoco las huevas de esturión.

Antes de habíamos tomado un clásico y delicado petisú (petit choux) de queso que anunciaba la tradición posterior.

Los espárragos “reyes de las arenas” (¿cuándo volverá la poesía a las cartas?) hervidos, son perfectos y sencillos, por lo que se complican con una espumosa salsa muselina con limón confitado, que añaden al amargor, una deliciosa acidez.

El plato principal, es aún más clásico y espectacular porque se trincha y acaba en un bello carro de plata: pato de la granja Jean Sarthe. Antes de todo eso, aparece un camarero con una gran caja de madera y cristal, llena de hermosos cuchillos que parecen c navajas con cachas de nácar, para que elijamos.

La pechuga, un poco dura, se hace con la carcasa a la brasa y el muslo cocinado de igual modo y en su propio jugo, se mezcla con avellanas y se cubre espléndidamente de una espuma de zanahoria.

Mientras esto pasa, se asiste al espectáculo de un que desciende velozmente sobre el mar, cambiando todas las luces y reflejándose en la plata bruñida y en las enormes cristaleras. Es bueno no olvidarlo, porque tal visión adormece el sentido crítico y promueve una feliz indolencia. Reflejos y brillos que se centuplican en el carro de quesos de la región que son pocos pero excelentemente elegidos.

Tras ellos es difícil seguir, pero lo hacemos con otro espectáculo, los crepes Suzy que son unos canónicos y espléndidos Suzette -con un gran toque de anis, además del ron y el Grand Marnier– llamados así por la abuela del chef actual y antiguo chef pastelero del hotel.

Nada nuevo, todo vuelta al pasado, pero, eso sí, al esplendoroso pasado de aquella Europa que aún mandaba en la cocina y en todo lo demás. Ahora que ya se ha puesto el sol para ella, no es mala cosa combinar tanta nostalgia con los restos del día.

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