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Cornamusa

Mucho va a tener que mejorar Cornamusa para colocarse entre los buenos restaurantes de la cada vez más competitiva Madrid. Está en los altos del Ayuntamiento y cuenta con una de las más bellas vistas de la ciudad, pero disfrutarla supone pasar un arco de seguridad y subir seis plantas. Es una idea del Grupo Azotea, muy conocido por su colección de sitios bonitos, mucho ambiente y comida muy corriente.

Dicen en su página web que es alta cocina, pero por ahora es más un deseo (¿inalcanzable?) que otra cosa. Encomendarlo a Jesús Almagro, cuyos muchos proyectos, siento decirlo, se cuentan por fracasos (famoso es su breve paso por Top chef), no parece la mejor idea.

Como está en sitio tan castizo, todo ha de tener un toque madrileño y por eso empiezan con calamares fritos -en una presentación que recuerda a aquella gran tapa de Javier Aranda, pero empeorándola-, un rico y crujiente buñuelo de oreja con salsa brava y una croqueta jugosa.

La berenjena con setas es un canelón que se quiere parecer a una morcilla y en verdad lo consiguen, a base de condimentos y mucho sabor. Eso sí, a costa de la berenjena que no sabe a nada.

Los guisantes tiernos -así se llaman, a pesar de la dureza de la piel- están buenos y son elegantes con su salsa de mantequilla, pero se mezclan con unas grandes fresas de Aranjuez (nunca las había visto de tales dimensiones) y helado de lo mismo. Están ricos, pero poco equilibrados.

La roulade de conejo en pepitoria es una gran idea mal confeccionada. Ponerle encima un carabinero sin más, no le hace mar y montaña y -queriendo tostar los lados-, quemarla, la destruye sin remisión.

He pedido queso, pero como forzosamente han de ser madrileños, pues tampoco son nada del otro mundo. Ya se sabe, cuando uno se limita al terruño se queda casi sin elección. Quizá en unos decenios hagamos mejores quesos en Madrid que en Francia pero hoy por hoy, no es así. Eso por no hablar de la plástica y penosa presentación de sus escasísimas variedades.

Con los postres baja aún más el nivel. En realidad, ni siquiera han sabido integrar los lácteos, miel y nueces en un solo postre y ponen dos platos, en una mezcla desconcertante y tremendamente dulce, como si en la tarta de manzana estuviera por un lado un plato de hojaldre y en otro las manzanas y demás.

El sitio es bonito y el servicio voluntarioso, pero en esta vida, querer no es poder, por mucho que se empeñen los coaches y demás charlatanes. A veces no se puede, por más que se empeñe uno. Cuestión de aptitud, no de actitud. ¿Como era aquello de “lo que natura no da, Salamanca no presta?

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Paco Roncero

Hacía algo más de un año que no visitaba el restaurante de Paco Roncero y ha sido una gran cena con un chef muy en forma y un nuevo menú, llamado Afirmación y que transita desde sus clásicos a nuevas creaciones, pasando por un delicado y excitante homenaje a Madrid. Que ya era hora, porque -al contrario de lo que ocurre en las otras comunidades- nuestros chefs vanguardistas suelen adentrarse más en el cosmopolitismo que en la humilde, rica y poco conocida cocina madrileña.

Cenar allí en noches cálidas es una experiencia verdaderamente inolvidable. Una vista de cielo de colores cambiantes, de torres que quieren tocarlo, de cúpulas doradas o púrpuras y hasta de dos grandes cuádrigas gobernadas por colosos, enmarcan una cocina muy cuidada y llena de refinamiento (gustativo y visual) que es servida con exquisitez y perfecto ritmo. Sin duda el mejor lugar (si juntamos belleza y gastronomía) para el estío. Y no solo de Madrid.

La secuencia de aperitivos empieza con los clásicos y acaba con los madrileños y lleva a recuerdos opulentos. A mi, que soy tan mayor, a aquellos pantagruélicos entremeses de los paradores (¿por qué no los recupera alguien) que seguro que inspiraron a Adrià, cuando convirtió casi toda la comida en una suerte de sucesión de tapas, revolucionando la manera de comer del mundo entero.

La tarta aérea de trufa es una elegante pizza de merengue, el olivo milenario (todo un clásico) una oda a la aceituna (esferificada, bombonizada y tartarizada) y el filipino de foie una tierna delicia de chocolate blanco.

Muy sabroso y original el salmón marinado que envuelve en un taco de alga nori y adereza con miso blanco y wasabi. El salmonete en escabeche tiene una estupenda base de zanahoria y el matrimonio esconde un estupendo y cremoso romescu con picantes de ají. Una delicia.

También me encanta un lemon pie de brandada de bacalao, perfecto trampantojo con toques dulces como debe ser. La gallina es pepitoria es muy personal y se esconde en un crujiente rollito, igual que entre flores la melosa navaja al ajillo. Pero nada como ese esponjoso y muy sabroso buñuelo de oreja, puro madrileñismo también.

Llega sola por su importancia la tartaleta súper crujiente de steak tartare con creme fraiche y caviar ahumado oscietra. Muy muy buena.

Elegantemente nos cambian la servilleta marcando el paso de los aperitivos a los entrantes: una soberbia crema de almendra helada con berenjena, nectarina y sisho y almendra amarga, otra vuelta de tuerca a esos maravillosos ajoblancos y gazpachos que Paco reinventa cada año.

Tanto como el calamar encebollado, cortado a cuchillo, apenas hecho y embebido en un estupendo consomé de galeras y cebolla asada. Me daba un poco de miedo porque nada me gusta menos que un calamar crudo, pero aquí está levemente escaldado con un punto perfecto entre lo crudo y lo cocinado.

Las cocochas de merluza a la bilbaína esconden, bajo un denso pil pil, pimiento del piquillo y buey de mar o sea, una irresistible mezcla.

Después otra encantadora proeza, de lo vulgar a lo sofisticado: judiones (explosivas esferificaciones) con papada, cigala y la vuelta cosmopolita con los sabores thai, que tanto me gustan, a base de cacahuete y lima kefir, un favorito del chef.

Muy bueno el lenguado en dos salsas, un gran pescado a la mantequilla negra, pero también con original mostaza de mango que combina a la perfección.

Como carne, un tierno, denso, jugoso y muy intenso rabo de ternera con duxelle de jamón y setas que sitúo entre los mejores. Para refrescar, una estupenda ensalada de daikon, perrechicos y pipas de calabaza.

Los postres son ahora totalmente diferentes de aquel mágico armario circense. Y mucho mas audaces también. Ante nosotros preparan una especie de Sacher con foie y helado de espuma de lo mismo. Es delicioso y reversible: basta un poco menos dulce y estupendo aperitivo.

Después un más postre que es un corte a la antigua usanza de cacao, tofe y miso blanco, igual pero diferente. Como el manjar blanco de coliflor -con ese toque peculiar que da a un postre está verdura. Me enamoró desde que me lo dio David Toutain hace años- con avellana.

Fresco y también vegetal el de remolacha (¿por qué no? ¿No es fuente de azúcar?) y helado de ajo negro confitado, salsa de Módena, vainilla y cereza marrasquina, con unos puntos punzantes deliciosos. Y para acabar, clasicismo: una excelentísima pavlova de fresas con nata, un clásico que nunca falla y aquí absolutamente bordado.

Siempre me ha gustado pero mejora con los años, profundizando en un camino de elegancia, renovación, vanguardias bullinescas y ausencia de estridencias. Además, ya lo he dicho, el servicio es muy cuidado, notable el cantante y la carta de vinos, excelente y a precios sorprendentemente normales o sea, no abusivamente hinchados. No hay razones, pues para perdérselo. Y mejor aún mientras dure la tibieza de las noches.

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