El mejor restaurante de Lisboa es Belcanto y tan bueno es que ya merece la tercera estrella Michelin y es que su chef Jose Avillez, no solo es, junto con Rui Paula de la Casa de Cha, el más grande cocinero portugués, es que además es el mayor empresario gastronómico del país, algo sin parangón porque en España, por ejemplo, los estrellados no han creado un imperio de lugares populares y de moda, al tiempo que conseguían y mantenían las estrellas.
Dani Garcia es el único caso parecido pero él tuvo que cerrar el tres estrellas y empezar de nuevo. José todo lo hizo a la vez, construyendo un imperio dentro y fuera del país e influyendo a muchos otros cocineros.
Empezó muy muy joven y pasó por muchas cocinas, entre ellas las de El Bulli donde Ferrán Adrià le dejo una huella indeleble de modernidad, elegancia, creatividad, esfuerzo y primacía del sabor.
Por casualidades de la vida, lo conocí hasta antes de eso, hace casi 20 años y desde entonces, he seguido su carrera ascendente y su camino hacia la excelencia. Es un mago de la cocina, pero su formación universitaria en comunicación empresarial se nota en todo lo demás.
Nada más entrar en su sobrio y bello restaurante, parece que escudriñamos la maquinaria de un reloj. El servicio es tan meticuloso y eficaz que nada falla y el ritmo es perfecto pero, al mismo tiempo, como en cualquier reloj, todo sucede como si no pudiera ser de otro modo.
Con buenos cócteles en su punto de dulzor (margarita y pisco sour) saben de maravilla los primeros aperitivos: tarta de brécol y almendras con caviar (o cómo hacer magia con una verdura anodina), crujiente de percebes y algas, en plan zambullida en el mar, tenpura con atún y erizo, recordando la herencia portuguesa en Japón, y el clásico y dulce bombón de foie, ahora muy mejorado con los ácidos de un escabeche de perdiz.

La remolacha en diferentes texturas (y temperaturas) es un recuerdo de sus tardes infantiles en los pinares y por eso, no falta la crema de piñones y hasta un granizado de lo mismo y remolacha.

Después tres deliciosos panes (masa madre, maíz y abizcochado de aceitunas) con tres coloridas mantequillas, la más clásica y dos tan insólitas como sabrosas, de tinta y de farinheira (un gran embutido portugués sin parecido fuera para compararles).

El salmonete, curado y ahumado, se hace ensalada algarvia a base de zanahorias, crema de altramuces y el caviar vegetal del tomburi y todo se une en un plato fresco que es puro verano.

La huerta de la gallina de los huevos de oro es un clásico de la casa (2008) que mezcla la suavidad del dorado huevo escalfado con crujientes de carbón activado y puerro, además de un profundo caldo de ave, setas y trufa negra. Hecho para el legendario Tavares (el restaurante decimonónico favorito de poetas, políticos y cortesanas) y que él regentó, nunca sale de la carta y se entiende.

Un gran crabinero a la brasa se enriquece con tinta, un espectacular curry verde y unas cenizas de arroz que dan un toque que recuerda las brasas de carbón.

El lado más japonés de Avillez se muestra (hasta en el corte) en un lirio curado y bañado en un gran dashi que es también caldeirada portuguesa. Para acompañar, como si fuese un ikebana con una solitaria flor, una tempura de cebolleta a la plancha.

Después, una maravillosa sorpresa porque es un plato Anatomía del gusto, creado para nosotros y que se quedará en la carta: un excelente rodaballo a la plancha con espuma de sus espinas y caviar y un espléndido arroz bulhao pato (la salsa de las almejas del mismo nombre, a base de mantequilla, vino blanco y cilantro) con berberechos. Para mi que ya está hecho y redondo. Basta con matizar muchos sabores fuertes (lo son las dos salsas y los berberechos) y será un señor plato marino.

Los pescados se hacen tan bien y son tan buenos en esta Lisboa ribereña, que pronto se hace costera, que solo hay una carne, pichón. Tienen el buen gusto de proponerlo al punto y cuenta con una grandiosa salsa de canela y avellanas. Además, espárragos, setas, col y ese maravilloso pastel de “masa tenra” (pasta tierna) que Portugal llevó a los confines del mundo. Aquí relleno de la terrina del pichón y foie).


Americo dos Santos hace grandes postres en los que le gusta romper las barreras de lo dulce y lo salado y eso es una declaración de intenciones en el impresionante “uno, dos y tres cerditos” que no me canso de comer: un sándwich de jamón entre panes de harina de bellota y almendras y además un caramelo de tuétano y palomitas de torrezno. Una genialidad que anuncia los postres, pero puede ir en cualquier lugar. Y la estética, impresionante.

El postre veraniego consiste en fresas, lichis y rosas, una gran combinación que se concreta en muchas texturas y temperaturas en las que las excelentes fresas de Ribatejo son protagonistas. Además crujiente de gramola y varias preparaciones de nata y, al final, un agua de rosas texturizada, que lo envuelve todo en su aroma embriagador.

Las mignardises están llenas de cosas ricas y tienen una presentación preciosa. Pero hay más, antes de cada plato nos ponen en un soporte un precioso dibujo alusivo.


Al final, nos entregan todos en un sobre y se añaden tres tarjetas con los principios de esta cocina y los nombres de todo el equipo.

Y eso cierra una experiencia que es un cúmulo de detalles perfectos, alrededor de una cocina portuguesa y cosmopolita de gran sabor, consciencia e inteligencia. Nada se deja al azar. Nada es por casualidad. Ese es el camino a la perfección.
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