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El Portal de Echaurren

La fascinante historia de los Paniego (de casa de postas a finales del XIX a refinado hotel Echaurren y El Portal, restaurante dos estrellas Michelin) se refleja en la elegante, clásica y enraizada cocina de Francis Paniego.

Discípulo de su madre en lo tradicional y de muchos grandes -hasta de el Bulli en su época dorada- en lo demás, ha enciontrafo su propio y brillante estilo. Sus aperitivos son un homenaje a su tierra (piedra mimética de trucha, teja de leche de vaca o fantástico helado de tomate con ajoblanco), y a su madre (la famosa croqueta y los delicados huevos rellenos)

Ya en la mesa, una espléndida secuencia de verduras: guisantes con callos de bacalao y panceta y una salsa perfecta; acelga con pilpil de lo mismo y el toque maestro de un guiso de manitas; alcachofas en dos cocciones con caldo de las mismas y botarga; espectacular sinfonía de espárragos: en crudo, nieve, tofe…

Lo animal empieza con caza: picantitos caparrones con paloma, rulo de paloma y cremoso savarin de liebre. Un milagro que me gusten los tendones de vaca pero hechos gnochi y cocinados a la sorrentina, todo cambia.

Recuerdo son sus sardinas con montera (una tapa típica riojana) que él transforma con sabroso gazpachuelo; bogavante con puré de ajo asado y sus corales y sabayón al oloroso; la espléndida reinterpreración de la merluza rellena de jamón y salsa de mantequilla de su madre y un muy tierno pichón en su jugo con crema de coliflor y bombones de pichón

A una gran tabla de quesos nacionales siguen buenos postres: helado de cereza con licor Valvanera, sofisticados “churros” con crema diplomática y aceite con anís y la original y fascinante berenjena caramelizada con chantilly de ron y perlas de amaranto.

¡Un imprescindible!

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Blossom

Todo parece milagroso en Blossom: que pueda pervivir con apenas dieciséis comensales, que lo haga en una antigua cafetería donde hay más mesas altas que bajas, que haya conseguido una estrella en semejante lugar y que deslumbre con una cocina sutil y refinada de altos vuelos estéticos, entre los ruidosos bares de una calle más que bulliciosa, tomada por el actual turismo de Málaga, una mezcla de despedidas de soltero y amantes del botellón, cruceristas low cost y jubilados sin ahorros que se arreglan con la pensión máxima. 

En mitad de ese pandemonio, todo es bello y delicado en este restaurante, ya desde los frágiles aperitivos: tartar de ciervo, cebollino y puerro; tartaleta de colinabo encurtido, zanahoria y cacahuete y crujiente de atún marinado con limón fermentado y kimchi. Todo eso dicen, pero no a todo eso sabe y es que, aunque todo está realmente bueno, el chef apuesta por tal sutileza en los sabores los sabores, que los más fuertes no se detectan en absoluto.

Pasa también en el delicioso ceviche de pargo malagueño, aguacate, tierno boniato, cebolla roja y cilantro, con una estupenda salsa de ají amarillo demasiado floja. Se acompaña de un precioso encaje de harina garbanzo y cayena.

El tartar de gamba con guancialle, wasabi y mango parece un precioso florero y en él impera es salino sabor de un caviar oscietra de doce años. Da pena hincarle el diente, por mucho que apetezca.

La vieira asada con emulsión de mantequilla tostada, vainilla y vinagre, se refresca con un delicioso hinojo encurtidohoja de sisho y puré de boniato. También lleva foie soasado, pero no lo he notado. 

La estupenda lubina casa muy bien con una suave crema de mejillones y huevas y puré de apinabo con elegante pimpinela, anís y aceite de perejil. Maestro de sabores suaves, le encantan las hierbas de aromas sutiles. Al lado una con concha de apionabo que da pena comerse. 

El alfajor se hace salado en crujiente de patata y trufa y se rellena de una crocante molleja, embutida y a la plancha. Chalota encurtida y cebolla caramelizada aportan ácidos y dulces al plato.

Un tierno magret de pato, muy en su punto, se endulza con salsa de maíz y praline de ajo y almendra, además de una aterciopelada patata confitada.

Se acaba con una bella pera conferencia caramelizada con crema inglesa y tofe, ganache de chocolate, pistacho, cardamomo y haba tonka, que parece una vidriera. 

No le vendría mal un camarero más ni un pequeño chute de sabor, pero ya digo que todo está como al borde del precipicio. Lo bueno es que no se despeñan y, al contrario, levantan mucho el vuelo. Todo resulta armónico, amable, bello, delicado y donde no llega una cosa, la educada simpatía de todos, lo compensa con creces. 

Y además, Blossom sorprende hasta el final y, quizá después, como me pasó a mí, se descubre que también nos regalan un bello verso de la infortunada e inolvidable Alfonsina Stornin. Gastronomía y belleza, ¿qué más se puede pedir?

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La Mar Madrid

Gastón Acurio es un titán de la cocina mundial y uno de los cocineros que más admiro, ejemplo claro de que nada es por casualidad. Formado en Madrid y París (Cordon Bleu) revolucionó la cocina peruana, fundando en mítico Astrid y Gastón -durante años el mejor restaurante del continente- y no solo la enseñó al mundo, sino que, gracias a él antes que nadie, todas las miradas se volvieron a los fogones hispanoamericanos. Él solito, empezó el boom culinario latinoamericano. 

Entre sus muchas marcas, La Mar, presente en todo el mundo, es una cevichería popular en las formas y de altos vuelos en su esencia, porque ningún detalle se descuida, desde un buen servicio comandado por muchos elegantes jefes de sala, a un magnífico y muy conocido sumiller (con cientos de vinos), pasando por una bella decoración. 

La carta es enorme y todo apetece pero no pedir cebiche (con B, en peruano), sería un crimen.  El criollo es de suave bonito, aromática y picante (poco) salsa de ají amarillo y crujientes tortas de choclo (maíz). 

Combina muy bien con otra dulce obligación, un tiradito, este el sureño, con estupendos chips de plátano, pedacitos de aguacate mantecoso, esa gloria nacional y picosita del rocoto (otro ají que, por cierto, es chile o guindilla según la zona) peruano y una quinua frita espléndida en sus toques ahumados. 

La causa limeña es casi más típica y recuerda algo a nuestra ensaladilla rusa, más en esta presentación rectangular. Deliciosa papa con pollo, huevo, aguacate y un poco de mahonesa

Sin embargo, no había probado los mejillones sudados. Me han encantado porque se bañan una una salsa de ají amarillo muy muy cremosa. 

Los pescados pueden ser sudados (con salsa de ají), con salsa Nikkei o a la brasa y como este parece el más barroco, ha sido el elegido: era rodaballo a la meuniere peruana que es también salsa de ocopa, patatas empanadas y un buen toque de hoja de plátano

Buenos postres también, en especial un tres leches con merengues (italiano cremoso y crujiente francés) y helado de manjar (dulce de leche) que es casero, como todos los demás. Igual que el de lúcuma que da frescura a una estupenda mousse de chocolate negro peruano, amarga y profunda, coronada con crujiente quinoa caramelizada

Supongo que ya queda claro mi amor por esta cocina, porque en ese gran continente lleno de arte y color, hay dos grandes gastronomías que trascienden lo local para hacerse universales: la mexicana y la peruana. Pero, para mí, es aún más grande esta porque la personalidad de la mexicana es más íntima y local, mientras que la peruana está trufada de japonesa (nikkei), china (chifa) e hispano europea, sin olvidar las milenarias tradiciones precolombinas. O sea, todo un mundo condensado en peruanismo puro. 

Y ese mundo lo organizó, modernizó y lo enseñó al mundo Gastón, cuando los nuevas cocinas de la región aún empezaban a despuntar. Que buena cosa tenerlo tan cerca.

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Fismuller

Me gusta tanto Fismuller, como me molestan los tics autoritarios de Nino Redruello. Sus virtudes como restaurante informal, decadente y divertido con estupenda cocina, lo ponen entre los mejores de Madrid y lo hacen quizá el mejor,  en este estilo y rango de precios. Además, en la era de la copia, no se parece a ninguno y esa originalidad arrebatadora muestra mucho talento. 

Nino lo sabe y quizá por eso se empeña en solo servir café de filtro, licores destilados por ellos y otras zarandajas. Hemos colocado a los cocineros en un lugar de fama y veneración que no merecen y eso les lleva a imponer sus gustos por encima de los del cliente, no al revés. Basta con dar las dos opciones, la propia y la ajena, pero para eso les falta tanta humildad como para no obligarnos a comer con los dedos, en horarios absurdos o con un solo menú. Es la dictadura del chef. 

Pero como lo de tenerse que ir al bar de al lado solo llega al final, antes hemos disfrutado de unas crujieentes vainas con guisantes y finísima salsa verde mezclada con unos suculentos torreznos.

Siempre me ha encantado su tatin de cebolla, peor ya no sé, tras probar este de delicados puerros con mortadela trufada y una sutil salsa blanca.

Con el arroz rojo transitamos de tanta sutileza a la fuerza del sabor, gracias a un potente caldo y a unos buenos chipirones. Es muy cremoso y eso contrasta con crujiente de un estupendo cangrejo de cáscara blanda. Cuando un arroz es bueno, puede casi con todo lo demás. 

Menos mal que los aromas y el picante del pato mudo con maíz dulce y mole amarillo, brillan por sí solos. El ave muy tierna y la salsa potente y deliciosa contrastando con el dulzor del maíz.

Nunca se deben perder una de las mejores tartas de queso de Madrid, con varias consistencias y muchísimo sabor a queso azul. Pero si hay, el flan ahumado, pura crema, que se sostiene de milagro, les dejará complacidos y boquiabiertos. 

Hasta que les fastidien con el café… 

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