José Gordon tiene todo lo que me gusta: unos comienzos humildes, una historia de superación y éxito admirable, un tesón formidable y una obsesión por la excelencia que lo acerca a esa perfección única que solo nace del trabajo constante y de las ideas originales.
Con todo eso, ha hecho de la carne un tesoro ecológico y de conservación que se vuelve placer y dulces recuerdos para los gastrónomos. A su restaurante El Capricho, situada en un pueblo de 800 habitantes peregrinan paladares carnívoros y refinados de todo el mundo. Pero estuvo dos semanas en Madrid, en el hotel Palacio de los Duques, y allí supe por qué está segundo en la lista de los mejores de carnes del mundo.
Una aromática mantequilla de hierbas acompaña a una lengua convertida en delicado fiambre, sutileza que comparte con un exquisito roastbeef de picaña asada.
El rollito de lomo bajo y atún es un felicísimo matrimonio en el que el pescado -sin abusos- aporta lo justo de grasa y sabor. Como la picaña, se acompaña con refrescantes encurtidos.
La cecina, que semeja mármol veteado es la mejor que he probado, y la morcilla de buey, más sabrosa, elegante y sumamente cremosa.
Unas estupendas chacinas, también de buey ,preceden al tuétano, tan grande que no se corta a lo largo sino en rodajas. Sazonado con mantequilla, pimienta, jalapeños y cítricos no puede estar mejor.
Pero para mejor, la mítica chuleta. 1kg de de un buey de raza barrosa, con 626kg y 9 años, una sinfonía de sabores y texturas (según la parte) que permanece en el paladar y aún más en la memoria. Tomates y pimientos de su huerta completan la erupción de alegría.
También el postre lleva manteca de buey y remata la que ha sido mi mejor comida de carne hasta la fecha.
Hay trabajo intenso en los platos pero ciclópeo en todo lo anterior, desde la selección de las razas y los mejores ejemplares, el nacimiento, hasta los cuidados, los saldos, las maduraciones, etc
Alejandro Serrano está en el mismo estado que “cuando las hadas atraviesan su sueño”(Browning, Paracelso). El éxito y la libertad le permiten arriesgarse y construir un mundo único. Además, se puede equivocar porque a los 28 años aún se puede. Y el resultado es un universo rosa lleno de juegos infantiles -como impregnar de este color muchos platos-, ponernos unas gafas de este color o hacernos comer a oscuras, ninguna cosa que me guste demasiado, pero que todas convencen con su relato y ese nivel onírico en el que parece moverse hasta su voz.
La llegada, después de atravesar una bulliciosa Miranda de Ebro, es sumamente apacible, con sonido de pajaritos y en la semipenunbra del bar. Allí sirve sus aperitivos, de los que no hay foto porque la oscuridad es enemiga de las fotos. El primero es una crujiente y levisima tartaleta de esponjosa crema de flor de higo con piñones. Sigue otra con espuma de dulce remolacha y queso fresco y acaba con un rosado macarrón de kimchi de fresas, absolutamente cautivador por estética y por una mezcla espléndida de ácidos, picantes y dulces.
Para pasar a la mesa nos pone unas gafas rosas, como si su ensaladilla no fuera suficientemente rosada. El plato es el del recuerdo infantil, pero estéticamente está entre los círculos concéntricos de Sonia Delaunay y las píldoras de Hirst. Pero lo mejor es que la hace líquida y engaña a la perfección. En el paladar, todo es ensaladilla rusa con fuerte sabor a atún y mahonesa.
Empieza sin concesiones -aunque parece que es el plato favorito de la gente- y sigue por ese camino con otro bello experimento que coloca sobre un precioso y delicado mantel, que parece un gyotaku (si no fuera porque es en plástico) con un koi, la carpa japonesa que representa entre otras cosas, el amor y la buena suerte. Sirve de base a una carbonara sin guancialle y con anguila y en la que la pasta es gnochi de arroz glutinoso que, a mi que odio las gominolas y similares, no me gusta absolutamente nada, por su rigidez plástica. Lo demás es excelente, sobre todo la espuma de queso y remolacha y el helado de queso con caviar. Creo que no me hará caso pero sin lo gomoso, sería perfecto. Se toma con un gran rosado (cómo no) y les pongo muchos de los vinos porque la armonía es perfecta, gracias a ese alter ego de Alejandro, que es el magnífico sumiller y jefe de sala.
No estaríamos en este rincón burgo alavés riojano si no hubiera menestra y esta es muy especial gracias a su coliflor de tres colores, mantequilla de lavanda y hojas de oxalys morados.
Con el mejillón escabechado, espléndido y famoso, quieren que veamos las estrellas y por eso apagan las luces. Es raro, pero bellamente poético.
La refrescante ensalada de lechuga (sumergida en agua helada para acentuar lo crujiente) lleva sardinas ahumadas, aceite verde y un estupendo kakigori de vinagreta y nata fresca. Muy sencillo y terriblemente complicado.
Como esto es cocina marina de interior pone un plato -que se parece a los anticuados entremeses-, con lo mejor de cada semana. Juega con cocciones y preparaciones (wok, llamas, braseado, confitado, curado…), pero me quedo con lo más elaborado: la ostra con crema de judías blancas y panceta confitada.
Sube mucho el nivel con la marinera de cocochas, porque cuenta con una magistral y cremosa salsa verde acompañada de berberechos y una aterciopelada crema de pochas con caviar.
Como ya no podemos pasarnos en parte alguna sin influencia asiática, la de Taiwán llega a un delicado ravioli líquido de gambas al ajillo cubierto de angulas crudas que se pretenden hacer con caldo de gamba, cosa que no acaba de ocurrir, lo que no me gusta mucho. Orientalismos inevitables. Menos mal que el excelente blanco de Roda I hace olvidar cualquier tropiezo.
Acabamos en grande con el juego del calamar, un magnífico ejemplar chipirón a la brasa sobre una salsa de arroz fermentado con chalotas y mantequilla y otra, más dulce, de cebolla tatemada. Y además, una preciosa rosa de calamar y remolacha y un pan brioche, esponjoso crujiente que queda bien com todo.
Los postres son frutales y muy buenos: un homenaje al zumo de naranja con tartar de naranja, helado de naranja y una deliciosa leche reducida hasta conseguir su dulzor natural.
Las fresas son un alarde de técnica y se hacen en esfera de gazpacho, cremoso de ácidas y silvestres y otras infusionadas en remolachay granizadas. Como en el postre de toda la vida, una delicada base de chantilly de vainilla.
Y se termina celebrando y para ello aparece una densa tarta individual con una vela. No es mala idea porque todo ha sido como el cumple la soñado: diversión, desmesura, buena comida, muchos mimos (supongo que uno es que nos llamen chicos constantemente), sorpresas y magia por todas partes. Celebren la vida yendo o al menos, desviándose.
Conocí a José María Borras en Santa Mariana, su anterior restaurante, casi por casualidad y lo primero que me sorprendió fue una innegable madurez culinaria a sus 24 años. Este año, se la han reconocido también los de San Pellegrino distinguiéndole como mejor chef joven de la península ibérica. Por si fuera poco, ha dejado aquel restaurante para hacerse cargo de todas las cocinas de los hoteles Amagatay y Morvedra de Menorca, su tierra. Solo en el primero tendrá tres cartas diferentes.
A la espera de su propuesta más arriesgada, refinada y personal, me ha invitado a probar El Olivar de Amagatay. Casi con un pistola porque, como sabrán, no me gustan los restaurantes recién abiertos.
Pero lo cierto, es que el lugar está ya bastante engrasado, sobre todo su cocina colorista, imaginativa y vistosa para la que usa técnicas variadas y estéticas no siempre acertadas. Claro que a mí no me gusta esta, tan de moda, en la que todo parece comida de cabras, tanto se abusa de las ramas, las hierbas y la rusticidad, en un falsísimo retorno al origen. Pero estamos en el Amagatay, un hotel hippy chic y es lo que predican.
Por eso empieza con una riquísima crema de aceitunas de la finca servida en una copa demasiado grande y poco adecuada para ella.
Después, delicadas aceitunas encurtidas que se esconden entre ramas y escarola en dos versiones: una fresca y otra frita que sirve de crujiente base a una riquísima anchoa. Una mezcla estupenda.
Sigue el sabor, pero vuelve la estética sin prejuicios con un dulce tomate con hierbas aromáticas del huerto, queso rallado, un garum de anchoas reinventado y un toque de miel.
Llama tuétano de cardo a una seta que se parece al hueso, pero quizá hace pensar al comensal que llevará algo de este y no es así. Pasada esa sorpresa, es un estupendo plato vegetal gracias a la calidad de la seta y, sobre todo, a una punzante crema de ajíes y crujiente avellana rallada.
La lubina envuelta en hoja de higuera, junta muchas cosas que me gustan y en especial el oliaigua -una humilde sopa de payeses hecha con agua/aceite y poco más, apenas tomate, cebolla y pimiento– y el trampo mallorquín -la ensalada a base de lo mismo- con algo de higo, que actúan como salsa. La mezcla de todo es suave, aromática y popular y elegante al mismo tiempo.
Una pena que los tagliatelle con el pequeño y sabroso carabinero de Menorca me haya gustado menos por lo plano de la salsa de sus corales. Eso sí, como todo lleva hierbas y vegetales, el hinojo encurtido mejora mucho el conjunto.
El pequeño pulpo menorquín estaba algo duro, a pesar de su buen asado. Pero el plato es rico gracias a una buena salsa de berenjena -en la que aprovecha el agua de la cocción- y pimentón ahumado de Mallorca, cortí. Ponerle un poco de chocolate rallado parace locura, pero aporta aroma y lo hace más apetitoso.
Acabar con tiernas mollejas siempre es una buena idea aunque parecen una ensalada de berros porque las esconde con hojas. Son tiernas y delicadas y se envuelven con lo que llama una satay mediterránea.
Postres ricos y fáciles como el cremoso helado de vino con uvas frescas y la crujiente y sabrosa ensaimada de Can Pons con helado de almendras y frangélico.
Acaba de empezar y ya está muy bien. Está muy por encima de la cocina habitual de los hoteles e incluso supera al que le da cobijo, un santuario de la moda de que todo parezca la casita campestre de un matrimonio de escasos recursos y cierto buen gusta que empieza en la vida. Porque esta cocina está muy pensada y es elegante, sabrosa y cosmopolita porque partiendo del terruño se abre al mundo.
Andreu Genestra padre me contó que con una poliometitis a los 17 meses, solo podía destacar estudiando y que hasta se enfadaba cuando solo sacaba un 9. Habla 6 idiomas, ha tenido una carrera muy exitosa y ahora cultiva primorosamente la huerta de su hijo, en lo que es una vuelta al los orígenes de sus padres campesinos.
Sabiendo esto se entiende mejor el carisma y los valores de Andreu Genestra, un cocinero elegante y refinado, tremendamente meticuloso, equilibrado entre modernidad y tradición, sabiamente esteticista, apegado a la tierra y abierto al mundo. Hace tiempo que lo mallorquín se le quedó chico y ahora desborda el Mediterráneo todo.
Su nuevo restante, Mediterranean, en el hotel Zoetry, está en una bella casona del XIV, continuando su gusto por el Renacimiento mallorquín, ya que el anterior iba por los mismos rumbos. Allí nos reciben, bajo una falsa cúpula de espejos, decorada con grandes tarros de encurtidos, como en una espiral inacabable. Junto a una roca símbolo de Mallorca, la roca del Mediterráneo, una frágil coca de pimientos con pescado seco, una deliciosa raya que ensalza al pimiento.
En la mesa, una copa de excelso Krug con una galleta que es una bella flor prensada, como en libro antiguo, con queso y un increíble kebab hecho milhojas. Se toma con infusión de hierbas e hibiscus y precede a la sabrosa croqueta voladora que es un juego encantador que parece prestidigitación porque el platillo vuela en un gran juego de imanes.
Los panes, seis (de las semillas al judío pasando por la torta árabe o las aceitunas y la algarroba), son de gran calidad y acompañan a una delicada baba ganush con escabeche de aceitunas y pétalos de pimientos choriceros. A modo de pintura rupestre, una frágil galleta con anchoas que es puro sabor salino. Con un sublime Domaine Le Flaive, se llega a la perfección.
Hay que tener mucho talento para hacer con un poco de maíz uno de los mejores platos del menú. Ilusión perfecta porque parece una mazorca, pero el interior es delicada y sabrosa crema de maíz y garbanzos. La salsa de maíz tostado picante le da un toque excelente, como los puntos de algarroba y garbanzos tostados. Remata un gran helado de maíz y ajo tostado.
La excelente ventresca de atún viaja a Francia gracias a una mantequilla noisette -graciosamente servida como un quesoTete de Moine– y se queda en la isla con unas estupendas habitas verdes.
Una enorme cigala real se va a la montaña con bocaditos y salsa de perdiz y el refrescante sabor de la manzana. Un gran plato y muy bonito además.
El bacalao “escopeta” (al pilpil y con una gran versión de la ensalada mallorquina de aceitunas, cebolla y tomate) también es sobresaliente, pero la tarta de bacalao que lo acompaña, es una delicia de crujiente galleta de pieles de bacalao, brandada y tomate seco.
El “porc negre” es un gran plato de aprovechamiento (y por sí solo): cochinillo de 21 días, papada de cerdo grande, salsa de manitas y una magnífica piel laqueada que se corta artísticamente. También un crujiente y potente bocado de chicharrón con la salsa del fondo del asado y para acabar un dulce albaricoque relleno de manitas y sesos. Uno de los más grandes platos de cerdo.
Recomiendo no perderse los estupendos quesos. Es inmejorable modo de llegar a la sinfonía de frutos rojos en helado, marshmallow y zumo. El boniato asado con vainilla (helado), brandy (tofe) y merengues de achicoria, pomelo y naranja sanguina es un gran postre lleno de equilibrio y mesura azucarera. Pero, si ya no podéis, haced un poder. Las mignardises son estupendas.
Todo está acorde a tan gran cocina, empezando por una sumiller sobresaliente y un servicio cuidado. Y todo está tan bien que la única estrella Michelin ya se le quedó corta.
Gracias Andreu por estas magnífica invitación para descubrir tu magnífico y gran mundo mediterráneo.
Me contaron en Perú que, como ellos no son buenos en fútbol, la mejor manera de que un niño convirtiera sus sueños en realidad, era dedicarse a la cocina, disciplina en la que son una potencia mundial. No digo yo que en España sea la única, pero es cierto que se ha convertido en una de las más bellas y eficaces.
Pensar que dos jóvenes, muy jóvenes, de un pueblo perdido, al que muchos hemos peregrinado por ellos, llamado Casas Ibáñez, se puedan convertir con menos de 30 años en estrellas de la cocina y ser reclamados todas partes, es indudablemente un sueño, pero no una casualidad. Porque tanto Javi Sanz como Juan Sauquillo son dos jóvenes creativos, esforzados, preparados y tremendamente trabajadores.
Mi última visita Cebo, su restaurante madrileño del Hotel Urban -el único que con el Ritz, ha apostado por la gran cocina- así lo ha demostrado en un almuerzo memorable en el que me he comido todo su menú más largo, llamado temporada.
Empieza con tres estupendos aperitivos de anchoa en el bar: la raspa frita y con un poco de polvo de tomate, otras, al modo tradicional y saladas, magníficamente por ellos y las últimas en un bocado delicioso a base de lechuga de mar y paté de los interiores.
Como se enorgullecen de mejorar con sus cocinados productos extraordinarios, nos los muestran en cuatro cajas camino a la mesa: una de vegetales y otras tantas de mariscos, pescados y carnes.
Pero aún nos espera una parada con sorpresa. Y trufas. Las últimas de la temporada que ponen a infusionar con un denso y magnífico consomé de ibéricos. Y mientas se hace, degustamos un magnífico crujiente de piel de pollo con mantequilla de setas y trufa cubierto de esta laminada.
Al llegar a la mesa también hay un producto rey, como antes la trufa o la anchoa, y ahora le toca al cerdo, pero no a cualquiera sino al mejor del mundo, el de Joselito: un cerdito de patata crujiente con steak tartare y queso de oveja, su multipremiada y magnífica croqueta de jamón con una loncha de copa y leche fresca de oveja y un rico chicharrón al limón.
El tomate embotado es un impresionante plato vegetal. Embotan el tomate como antiguamente, unos meses antes y después lo pasifican y caramelizan. Le ponen un velo lácteo, brotes tiernos y un poco de aceite de chile. Al lado, un gran Bloody Mary de agua de tomate y palo cortado con toque picante y un espléndido pan al vapor y después frito.
Las navajas de buceo son puro mar. El agua de la cocción se hace gelatina y el alga codiun escarcha helada. El toque untuoso lo pone el gazpachuelo y el cítrico un poco de cáscara de mano de Buda.
El camarón se viste con zanahorias encurtidas y en escabeche de muchos ácidos. Los corales de una concha fina con algo de camarón y el contraste estupendo y delicioso del consomé de pollo.
El esturión lo ahúman en la casa y lo adornan con cosas infalibles como un buen caviar y una estupenda beurre blanc. Como original “tostada” la piel del esturión hecha crujiente.
Los guisantes son tan pequeños y deliciosos que no se sabe si gustan más que la estupenda cococha de merluza, ambos a la brasa. Y para armonizarlo todo, una cremosa salsa verde. Tan bueno que no esperaba emocionarme con una “simple” tartaleta de espinacas rellena de crujientes y dulces guisantes crudos y con el golpe ácido del kéfir.
Una delicia. Los calamares se hacen tallarines congelándolos y rompiéndoles las fibras. Los suavizan con una base de yemas y los llenan de sabor con una densa salsa de rancio ibérico. Otra gran mezcla llena de ideas y buena cocina que aún se complementa con un no muy bonito -pero muy rico- velo de calamar pintado con tinta y grasa de jamón.
La receta de las angulas es memorable por su salsa, otra vez… Se acarician en la brasa con un poco de ajo y se enfrentan a un grandioso pilpil de pieles de bacalao y pollo asado.
Hay también en este festín gambas rojas de Palamos bañadas en alga kombu y que se acaban delante de nosotros en grasa de orza, lo que les da un toque inesperado a carnes antiguas y recias.
Acaba el mundo marino con un estupendo virrey, poco hecho para mi gusto. Tiene un intenso gusto porque lo han dejado reposar y en ese proceso hasta la piel se seca y acharola.
En Cañitas Mayte tienen algunos de los mejores arroces que se pueden probar y quizá por eso, aquí no renuncian a servir uno como prólogo de las carnes: es mantecado con mantequilla de oveja y cocinado con falda y mollejas de cabrito. La coliflor y la col ponen la parte verde, más bien blanca, pero ya me entienden.
El pato caneton, tierno y suave, se cocina en su propia grasa y mantequilla. Se aprovecha todo en el picadillo y en la salsa golosa, pero lo mejor es el relleno -con los interiores- de una espectacular colmenilla.
Los postres están muy ricos pero bajan el nivel. Es la desgracia de la cocina española, un país sin gran repostería. Aún así, ricas las fresas en varias texturas con crema de yogur y vainilla y el denso cacao con crema de chufa y barquillo. Pero hay más y están muy bien las mignardises entre las que estaca un buen borracho con almendras garrapiñadas y en ganache.
Me encantan estos chefs y este es su mejor restaurante. Ellos están volcados en Oba pero eso es ese neo primitivismo (el de Rousseau, el pintor, ¿se acuerdan?) y vuelta al origen que se ha practicado cíclicamente pero que es una moda que siempre pasa. Porque la evolución y la gran cocina es lo que permanente. Como en Cebo…
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