Parecerá increíble, pero en un una ciudad, tan marina y fluvial como es Lisboa, no hay buenos restaurantes de mariscos y pescados, si exceptuamos la cutrez populachera de sitios como Ramiro o las hordas turísticas de Ribadouro.
Hasta ahora, había que irse a la elegante Cascáis para encontrar sitios encantadores al borde del mar. Pero no siempre se quiere, o se puede, recorrer casi 30km para comer.
Y es por eso que los perspicaces dueños del grupo Jncquoi han llenado esta falta con un precioso, enorme y espectacular restaurante en plena Avenida da Liberdade, un lugar regentado por el gran chef Filipe Carvalho, asistido por más de treinta cocineros.
Empezando por lo más simple, los “camaroes de espinho” (quisquillas) recién cocidos, son puro placer y preceden a una estupenda croqueta de bacalao con caviar y a varias preparaciones de moda, con gran profusión de hierbas, que dan el punto delicioso y diferente: estupenda ventresca de atún con mango y aceite de cilantro,
láminas de atún (demasiado gruesas) con aceite de eneldo y hierbas silvestres y un gran tartar de atún con huevo escalfado, mayonesa de soja y jengibre, huevas de trucha y salmón y algo de brioche para empapar.
Los espléndidos carabineros del Algarve se hacen al ajillo y el magnífico rodaballo, con una salsa de sus espinas.
Aunque casi lo mejor es un arroz de tomate hecho amorosa y muy lentamente y unas simples judías salteadas y muy finamente cortadas.
Hay tres postres (al menos) estupendos: baba de cocodrilo (de exquisito dulce de huevos), tarta de chocolate con helado de pistacho y mi favorito, un esponjoso y amantecado brioche caliente con crema inglesa.
Acaba de abrir y ya está de moda con estupendo ambiente. Todo es bueno y bonito y los vinos de magníficos , especialmente ese inolvidable Casagne Montrachet Benoit Moreau. Para ir mucho.
Me encanta Marruecos y es la cocina marroquí una de mis favoritas. Por su riqueza, originalidad y variedad la considero -y no solo yo- una de las mejores del mundo.
Pero lo mismo pasa con su artesanía, su opulento estilo decorativo, su abigarrado mundo creativo o sus ropas bordadas. Han conseguido algo que pocos pueblos logran y es un estilo único, reconocible y absolutamente original.
El cus cus tiene todo eso y es un colorido, elegante, complejo, sabroso y muy saludable plato que me fascina. Además representa celebración, amor a la familia y compartición con los amigos. Sobre todo los viernes, día sagrado de los musulmanes.
Por eso, tomar tan delicioso plato, un viernes y en el lujoso marco del hotel Royal Mansour de Marrakech -toda una cima del barroquismo arquitectónico y decorativo marroquíe- es más que un privilegio.
Allí, en un patio añil y blanco, mecidos por el murmullo de una fuente de plata, resguardados por grandes puertas de bronce y bajo mil arabescos, zeliges, girihes y mil motivos más, la comida transcurre plácidamente gracias a un exquisito servicio vestido como en un cuento oriental.
Se puede elegir hasta el tipo de sémola (integral, trigo duro, etc) y por supuesto entre carne (pollo y cordero) o vegetariano. Todos son espléndidos y, pareciendo iguales, poseen algunos ingredientes diferentes (como garbanzos en el de cordero) o especias distintas.
Acompañarlos de un poco de harissa (una de las grandes salsas picantes del mundo) y de cebolla confitada y garbanzos es aún mejor.
Antes nos deleitan con las magníficas ensaladas marroquíes, grandes juegos de verduras de una cocina anticipadamente moderna, porque siempre les dio enorme protagonismo.
Me encanta la de densa berenjena asadacon tomate, y la de lentejas con cominos o la de remolacha y azahar. Hasta la muy dulce de calabaza que parece un postre.
Pero no la pueden usar así porque en ellos reina la mágica pastella su lait, una torrecilla de láminass de hojaldre rellenas de nata y aquí, crema helada de manzana asada y frutos secos, sobre todo anacardos y pistachos.
No, solo vale la pena por la buenísima comida, es que darse un paseo por este precioso Hotel vale la pena. Y digo pasear y no quedarse, porque yo no puedo renunciar a La Mamounia.
Desde 1911 es mucho más que una marisquería. Es un restaurante de alta cocina en el que mariscos y pescados son protagonistas. Antes de Estimar, no había en España restaurantes de este tipo, al modo de Le Bernardin en Nueva York. Todo era cocido, frito o a la brasa y la cocina no pasaba de una merluza a la gallega o unos chipirones en su tinta. Rafa Zafra, con cuerpo de taberna y alma refinada, lo cambió todo con sus beurreblancsde caviar, el escabeche de zanahoria, el pilpil de colágeno y demás.
Desde 1911 completó la tarea con un servicio exquisito, desnudas y lujosas instalaciones y un cúmulo de detalles de servicio de alta escuela, a cargo de Abel Valverde quien, en cada visita, sorprende con nuevos y exquisitos pormenores.
Hay tres menús con tres, cuatro o cinco entrantes, a elegir, de una carta que cambia con el mercado. Y como fijos, un gran pescado, enormes mesas de quesos, postres de un gran carro y un sin fin de pequeños dulces.
Siempre se empieza con aceite y palitos de pan negro, junto el salmón que más me gusta, el de Pescadería Coruñesas -propietarios del local-, magistralmente cortado ante nosotros.
El aperitivo del día, callos de bacalao con boletus, resaltan por una sabrosa y equilibrada salsa verde.
Abel nos ha puesto uno de los platos fuera de carta y que ya aprovecha la primera trufa blanca: un gran consomé con tropezones de gamba realzado por la trufa y con grandes acompañantes: deliciosa parmentier de patata, cremosa y muy mantecosa, y un demasiado denso brioche de caviar.
El pez limón lo hacen en tres preparaciones que sirven primorosamente: en sashimi, con gran salsa ponzu y el gran acierto del ají amarillo, en niguiris con soja blanca, y en un buen tartar con aromas de miso.
El cangrejo real de Noruega se muestra vivo cuando presentan los manjares del día. Para no alterar su delicado sabor lo hacen ensalada Waldorf, con la justa cantidad de manzana, nueces y mostaza, y la untuosidad vegetal del aguacate.
El magnífico carabinero es simplemente a la brasa y la sepieta, tierna y sedosa, a la parrilla con consomé de calamar y unos esparraguiines que son una joya. También un buñuelo de tinta con guiso de oreja muy rico, mas poco ligero.
En plena sala, preparan su versión de la bullabesa con langosta, quisquillas y salmonete, a la que añaden un gran caldo de cangrejos y galeras -hecha en la prensa- y el toque único y ahumado del mezcal flambeado.
Hay un magnífico arroz de cocochas y rabito de cerdo cuya intensa base se hace con este, consiguiendo un magnífico mar y montaña.
Han decidido sabiamente alternar los habituales pescados enteros para dos con grandes piezas que se trocean. Hoy era un maraviloso mero -quizá mi pescado favorito- de Cádiz de 22 kg. A la brasa y con un pilpil de vino, sidra y su colágeno es un verdadero manjar. Con las mini verduras de su finca, el resultado es perfecto.
Hace mucho que no hay tabla de quesos sino tres grandes mesas. Escuchar la descripción y dejarse llevar es un verdadero placer que no deja llegar a los postres.
Sin embargo hay que esforzarse porque están entre los mejores de Madrid. Y, entre los postes, el babá al ron es muy esponjoso y de punto perfecto y el suflé de chocolate, un clásico único. Como llenarse la boca con una nube de chocolate.
Hemos probado además una rica rueda de yogur frío y crujiente con higos y una gran sinfonía de fresitas (en sorbete, troceadas, en crema, etc) que también llevaba frambuesas. No es lo mismo pero no desentonan.
Se acaba con una noria de entremeses de principios del XX convertida en surtido de petitfours. Es un colofón a la altura.
Para muchos el mejor restaurante de Madrid. No diría tanto pero sí el más sobresaliente de pescado y mariscos, los cuales visten de detalles incomparables y sirven con un servicio excelente. Un imprescindible.
Había conocido Cura en su etapa primera y no fue uno de esos restaurantes que me arrancan suspiros o me provocan dulces emociones. Así que le debía una segunda visita, ahora que está el joven y talentoso Rodolfo Lavrador, uno de esos héroes que dejó su carrera, después de estudiar derecho, para abrazar la vocación cocineril.
Además, se halla en los bajos del imponente Hotel Ritz, una joya de los 60, distinto de todos y uno de los más bellos del mundo.
Rodolfo se ha sumado a esa magnífica ola de cocineros que, partiendo de la maravillosa y algo tosca cocina popular portuguesa, construyen una obra genuinamente lusa, porque reinventan y estilizan los platos, pero sin pervertirlos con mezclas tan forzadas como foráneas. Si acaso toques de Goa, Macao o Bahía, lugares exóticos pero tan portugueses como Coimbra.
El exquisito y refinado mundo Lavrador comienza con trigo y aceitunas que es lo más mediterráneo de Portugal, porque también es Grecia clásica y Roma imperial. Una infusión de arroz y trigo sarraceno acompaña a un crujiente de lo mismo y suave crema de aceitunas con orégano y limón, su tradicional aliño.
Tras el aromático orégano, la frescura de la albahacaen cuajada para dar frescura a unos salmonetes apenas hechos. La berenjena y los tomates rematan un plato ligero donde sobresale lo vegetal.
La ostra es tropical y pasa de agreste y monosápida a ahumada, cítrica, ácida y frutal (qumquat confitado, granada, mandarina y hoja de ostra). De lo natural a lo civilizado.
Mezclar anguila ahumada del norte de Portugal con crujiente lombarda y ácidos de manzana verde es una gran y sencilla idea que resulta deliciosa. Y eso por no hablar del bello juego de morado y verde limón.
Otro gran plato vegetal es el calabacín marinado con salsa de cúrcuma y rematado con un estupendo granizado delima. Al lado una tempura de calabacín con puré de pipas de calabaza.
De esos platos toscos que hablaba, no me gusta la açorda (más o menos puré de pan mojado) hasta que la coge un gran cocinero y la mima, la aliña muy bien y la hace crema. Es base del jugo de la cabeza y del cuerpo de un delicioso carabinerodel Algarve cocinado como lo hacían en Goa, con ácidos y picantes, además de frescor de acelgas y una “pimienta” de las cáscaras deshidratas. Un enorme plato.
Me ha encantado el punto de los calamares ahumados, tiernos y levemente cocinados, y el añadido de un falso caviar (esferificaciones de kombu).
Los panes de masa madre y esponjoso brioche son magníficos, pero aún más lo es una mantequilla envejecida y ahumada con un poco de aceite de menta. Los sirven como un verdadero plato y dan paso a un estupendo mero con caviar, mantequilla tostada de algas y una perfecta salsa de caldeirada que tiene en su sabor todo el alma del guiso. Por eso, los puntos de pimiento me han resultado algo superfluos.
El empadao (pastel portugués de puré de patata y carne) es otro guiño a lo popular y aquí se ennoblece con buey gallego y buena acidez de encurtidos.
Una sola carne y de cerdo: deliciosa presa con endivias rojas y un delicioso jugo concentrado del propio cerdo ibérico con pimienta rosa.
El primer postre es muy cítrico y fresco: varias texturas de piña (con unas maravillosas láminas de gelatina), crujientes de merengue y flores de Sichuan que duermen y excitan la punta de la lengua.
Después la complejidad de un helado de eucalipto mezclado con amarga tierra de cacao, crumble de avellanas, membrillo fresco y en dulce y el golpe de gracia de caramelo salado de eucalipto, en versión líquida. Una gran mezcla que se contrasta con dos cucharas con dos esferificaciones de membrillo y eucalipto.
Aún hay dos bocados más: original macarrón de cúrcuma relleno de batata y una gran trufa de chocolate con café servidos con manzanilla, que no sé yo, pero que se puede sustituir por café (mejor).
Y mención aparte a los vinos, un gran paseo por todas las regiones de país, incluidas las islas, para conseguir la más perfecta armonía con la comida. Portuguesismo elegante en estado puro. Hay que estar muy atentos a Rodolfo porque en tan poco tiempo ha hecho un gran trabajo y porque lo tiene todo para mejorarlo: ideas, formación, tensión, audacia y elegancia.
El término “restaurant” aparece en París a mediados del siglo XVIII. Procede de unos caldos “restaurativos” (bouillons restaurants) que ofrecía el cocinero Boulanger en su local de 1765.
La mayoría son posteriores a la revolución francesa, cuando los cocineros de los nobles se quedan sin trabajo. Y ¿cuál fue el primer restaurante de España? ¿Cuál fue el primero que puso mesas separadas, manteles, comida a cualquier hora y cocina a la carta? Pues precisamente, en 1839, Lhardy, el mejor restaurante que se había visto nunca en la corte.
Sin embargo, al menos desde que yo tengo uso de razón, y ya hace mucho, Lhardy vivía una lenta decadencia que a la mayoría nos hacía dudar sobre supervivencia. Cuando ya todo parecía perdido y estaba apunto de cerrar, la mano mágica del grupo Pescaderias Coruñesas y el buen hacer de su elegante, director, Abel Valverde, obraron el milagro y no solo no cerró, sino que ahora mismo vive su mejor momento, al menos de los últimos 50 años. Todo el equipo, empezando por el director y el maitre y siguiendo por un estupendo chef y una gran sumiller, ponen todo su entusiasmo en que Lhardy vuelva a ser lo que fue.
Mi última comida, allí ha sido la mejor hasta el momento y ha tenido la culminación espectacular de un pato caneton a la prensa, preparado en la sala con preciosos utensilios de plata y cobre, y por supuesto, el gran flambeado tradicional.
También lo utilizan en otro de los clásicos de la casa: la tortilla Alaska, que tiene un merengue magnífico y la cantidad justa, en el relleno, de helado y bizcocho.
Me ha encantado el plato de los puerros, confitados y asados, con anguila ahumada. Glaseada esta con jugo de carne y todo rociado con avellana rallada, es una entrada deliciosa y elegante.
Casi tanto como unas colmenillas, cuya salsa muy reducida, de carne, cebolla y foie, es tan rica que deja pequeñas a las deliciosas setas.
También muy elegante y muy potente, una sopa de cebolla canónica, pero que tiene la gracia de estar coronada con una cúpula de crujiente hojaldre al estilo de la sopa V.G.E. de Bocusse.
El cocido nunca falla y es el mejor de Madrid, con una abundancia de productos impresionante. Para compensar una espléndida cigala, porque perteneciendo a Pescaderías Coruñesas, pescados y mariscos nunca fallan.
Han rescatado cuberterías, sofisticado manteles y servilletas y, haciéndolo todo más refinado, el ambiente también ha mejorado considerablemente. Hay que seguirles muy atentamente porque de un sitio turístico y decadente, se está convirtiendo en uno de los mejores restaurantes clásicos de Madrid, como siempre fue.
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