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Coque

En la vida de cada día parece no haber mudanza. Al menos en los que queremos, porque a los que no, siempre estamos prestos para adivinarles los defectos. A veces hay que alejarse un poco para percibir los cambios. Y así es en todo. También en gastronomía. Por eso, tras una larga ausencia (imperdonable) de Coque, puedo consolarme pensando que esta me ha capacitado para valorar más atinadamente el cambio, que ha sido para mucho mejor.

No ha perdido ese encanto de llevarnos de sorpresa en sorpresa -hasta que llegamos a la mesa- y que es una suerte de camino iniciático del placer al embeleso. Pero ha ganado en cocina gracias al brillante talento de Mario Sandoval. Coque está más lleno de luz y vida que nunca, ha profundizado en su cocina madrileña de alta escuela y, a pesar de ciertos extraños guiños al rusticismo y a lo sombrío, sigue siendo elegancia y alegría.

El fascinante recorrido/viaje comienza en el bar inglés con el estupendo cóctel de la casa, una ostra aromática y picante de jalapeños y Bloody Mary, y un crujiente euromex que junta magistralmente el foie con el aguacate y el maíz hasta con miso de garbanzo.

Y del bar al salón de los ónices, presidido por una monumental y alta mesa de amarillo ónix. Aquí españolismo puro de Cinco Jotas con un gran gelatina de jamón que nada más necesita y una mezcla tan loca como sublime: caviar y erizo con salsa de callos (un lejano invento de Mario que debería patentar) sobre tuétano de jamón. Impresionante.

El paso por la bodega es aún más sorprendente, porque parece un pequeño Panteón (por lo redondo e imponente) del vino. Rodeados de verdaderas joyas, bebiendo champán y bajo un cielo que evoca hojas de árbol, un macarron de vino, ajo fermentado y queso, que es un golpe de sabor, y un bombón de uva Sauvignon que estalla en la boca.

Siguiendo con los paralelismos eclesiales, el Panteón posee una pequeña capilla dedicada al Jerez. Allí nos venencian un límpido y dorado fino en rama y nos obsequian con bocados taurinos (pura carne de toro): un hojaldroso microbocadillo con forma de toro y relleno de alegre steak tartar y un canapé de embutido con mantequilla ahumada.

Y saliendo de este Hades del sótano (aquí todo es penumbroso y recoleto) llegamos al luminoso Olimpo de la cocina. Con los cocineros de fondo, nos deleitamos con los escabeches antiguos y caseros que Mario ha elevado a la alta cocina y llevado a la vanguardia. Son de mejillón con rambutan, pecan y piel de tomate y de pluma ibérica con pimentón y vinagre de Jerez y a cual más perfecto.

Escondido al fondo de la cocina está el “lab”, un precioso lugar que es el antiguo bar inglés, de impresiónate artesonado, de Archy (el mítico local de los 90 predecesor de Coque). Aquí tomamos ahumados, nuevo empeño del chef: son salmón con hierbas de la sierra de Madrid (donde está el Jaral de la Mira, la finca que surte a la casa) y lubina en salazón con las hierbas aromáticas del mismo lugar. Están tan buenos que espero que los vendan en la mantequería que están a punto de abrir. Pero nos da un bonus, un poco de piel de cochinillo crujiente con caviar que, como todo el mundo sabe, parece quedar bien con todo y mejor aún con estas pieles crocantes (también con la del pato Pekin)

Acaba el paseo pero no los aperitivos, porque quedan dos en la mesa: madrileñismo total de cocina de altos vuelos en el caldo del cocido con espuma de consomé a la hierbabuena y en un buñuelo de sus carnes (lo llaman desacertadamente pringá, aunque sea madrileño) que lleva una trufa que no necesita por lo intenso, delicioso y potente que es.

El primer plato es ya un clásico y felizmente Mario lo mejora, pero no lo olvida. Es la preciosa flor helada de pistacho con gazpachuelo de aceituna, caviar y espuma de pistachos y cerveza negra, un concierto de ingredientes que se ensalzan unos a otros y combinan a la perfección con la fuerza de un estupendo caviar.

En esa mágica finca que tienen, han conseguido unos estupendos guisantes lágrima que cocina en mantequilla de oveja y sirve sobre una barquito crujiente de su almidón y un sabroso encebollado de Tabasco, con el picante justo para animar y no matar los sabores más sutiles.

El cangrejo tiene dos variedades y presentaciones: el real es una etérea espuma con aire de erizo y el azul, a la parrilla, tiene piparras y manzana, pero sobre todo una colosal salsa americana con chiles habanero y jalapeño. Un matrimonio de cangrejos más que bien avenido y un precioso plato.

Si los guisantes elegantes eran una maravilla, aún lo son más, por rareza, los garbanzos verdes que se esconden bajo una carnosa piel de leche de oveja y se acompañan de perlas de albahaca, pesto y una potente infusión de parmesano, una gran receta italocastellana mejor que cualquier pasta o… casi.

En un trozo de tronco (el rusticismo) llega una tarta muy fina de nuez y miel rellena de crema espumosa de coliflor y escondida en el interior una mezcla compleja y fastuosa: yema curada con ponzu que, una vez rota, es una aterciopelada salsa para un rico guiso de berenjenas con papada, piñones y perlas de Jerez.

También muy goloso y primaveral es el tatin de trufa (bueno, invierno en primavera) con crujientes colmenillas, perrechicos, un toque cárnico de panceta, ácidos de tomate pasificado y un soberbio sabayón de champagne que unifica y enriquece aún más a las reinas de la estación. Mario tiene también la estrella verde, pero no es solo por sostenibilidad y demás. Es que sus verdes (pistachos, aceitunas, berenjenas, setas, garbanzos, guisantes, coliflor, etc) son platos magistrales. Que no todo es el archifamoso cochinillo (que ya llega).

Pasamos al pescado, de vuelta a la tradición renovada, con un gran alli i pebre con torrezno y papel de algas. No sé demasiado de este plato pero sí puedo decir que en el estilo Coque es un espléndido y enjundioso guiso que se remata de modo original y brillante: con un ácido y súper refrescante sorbete de anguila.

Y llegados a este punto, qué decir del cochinillo que les ha hecho famosos y que llevan varias generaciones perfeccionando. Y sobre todo, cómo explicar este final en un menú creativo y vanguardista. Pues diciendo, quizá, que es perfecto y que lo magnífico no conoce de modas. Si tienes lo mejor, además, para qué tocarlo. ¿Se puede mejorar una rosa?

Después de un cochinillo, el cuerpo demanda a gritos fruta y frescor y ellos lo saben. Poner un crocante cristal de remolacha (si esta es puro azúcar, ¿por qué no llegaba a los postres?) con sorbete de naranja sanguina y una espuma de yogur es alegrar cuerpo y alma, cuando ambos no pueden más. Es un juego espléndido de dulces, ácidos, fríos, del tiempo, blandos, crujientes… que da tanto placer como respiro.

Por poco, porque el helado de trufa (un bonito engaño a los sentidos, vulgo trampantojo) con caramelo de romero y pecan vuelve a llenar el paladar de sabor y aroma intenso junto con texturas muy envolventes y acariciantes.

Acaban con dos golpes estéticos y llenos de dulzor: leche de oveja con arándanos flambeados, qu no se sabe si gusta más por el espectáculo o por el sabor, y el más bello “plato” de mignardises que imaginarse pueda, un delicioso tiovivo para que sigamos soñando.

Con el menú de vinos (y ahí están las copas post aperitivo) es un sueño casi etílico, pero vale la pena porque un sumiller tan brillante como Rafael Sandoval emociona con cosas que van desde un Milmanda de 2018 a un asombroso Belondrade Les Parcelles 2018 (si el “corriente” es uno de los grandes, imaginen está joya), pasando por un blanco de Cos d’Estournel que ha sido un descubrimiento o esa gloria nacional que es el Vega Sicilia Único de 2007.

Si fuera sólo esto, quizá no sería el restaurante más completo de Europa, pero está el delicado buen gusto y la enorme elegancia de Diego, imaginando (y llevando a cabo) el exquisito servicio. Acepto, pues, que les guste más la cocina de otros, o el servicio, incluso la decoración o la puesta de escena, pero a esos, sean cuales sean, flojean en alguna de ellas, siendo Coque, por todas juntas al máximo nivel, cercanía a la perfección y meca de todos los placeres.

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Coque

Entrar en Coque es respirar alegría y es que Mario Sandoval ha construido un reino a la medida de su cocina elegante, racial, colorista, alegre y llena de técnicas que realzan y modernizan los platos sin abrumar al comensal.

No hay otro local tan suntuoso y variado en España y por eso la experiencia culinaria se presenta como un recorrido iniciático en el que descubrir bocados, pero también cada rincón de la mayor obra hasta la fecha de Jean Porsche. Y todo bajo la exquisita mirada de Diego Sandoval

Primero se desciende al recogido y umbroso bar donde el cóctel de la casa se acompaña de un espléndido sorbete de Bloody Mary y un dulce y crujiente taco de miso de garbanzo y foie.

Después, paso a una bodega colosal (por continente y contenido) que es como el árbol primigenio. Allí el estupendo champagne Grand Perrier La Cuvée se empareja con un pizpireto berberecho al albariño y un ceviche diferente y excitante: zamburiña con leche de tigre.

La siguiente parada es en la llamada sacristía de la bodega, separada por una reja neogótica y sancta sanctorum de Rafael Sandoval (el sumiller en jefe) y de los generosos. Para beber fino de Osborne y para comer, un bello torito relleno de steak tartare y un bocado de embutido de toro bravo ahumado.

Para ver la enorme, luminosa e impoluta cocina, una espardeña a la brasa con ají amarillo delicioso y una cerveza de trigo sorprendente y que me encanta, Casimiro Mahou.

Termina el paseo en un salón de artesonados techos donde está, cuál órgano, el enorme horno de asar cochinillos, como antaño en la casa madre. Para contrastar, un aperitivo vanguardista y campesino (la lechuga se recolecta al amanecer en la finca familiar): cogollo helado con mostaza, helado y crema sobre el auténtico.

Tras los numerosos aperitivos, el menú EÑE empieza con un clásico revisitado, la bella y muy sabrosa flor de pistacho con gazpachuelo de aceituna, espuma de cerveza y caviar, una creación única del gran chef.

Después, un gran pescado de temporada, el bonito en salazón de polifenoles y aceite escabechado de pimentón con un soberbio y potentísimo helado de anguila ahumada que realza los vinagres del escabeche.

Y a continuación, una de las cumbres de este menú, tanto por técnica, como por creatividad, como por sabor: pepino encurtido, shot helado de ostras, polvo de pepino, royal de ostras y una poderosa y cremosa sopa de maíz que aporta dulzor a tanto sabor recio.

La cococha tiene un denso y envolvente pil pil de ají amarillo y se aligera con unos guisantes del Maresme simplemente maravillosos.

Otro gran pescado es una estupenda lubina con salsa americana de tinta, una gran obra de Mario está salsa y que ya conocíamos de las angulas del invierno, lo mismo que el helado de anguila del salmonete. Es un acierto darles otro aire con nuevas mezclas porque, siendo lo mismo, es también completamente diferente.

Y tras tanto disfrute, llega mi plato favorito de foie: a la sartén en escabeche al oloroso. Mario es un mago de los escabeches con los que experimenta hasta la extenuación y esta receta es un hallazgo, porque los ácidos del vinagre y el alcohol del vino, se embeben de parte de la grasa del hígado haciéndolo mucho más ligero y menos empalagoso. Unos toques de mango acentúa aún más la suavidad del plato. Magnífico.

El cochinillo raya también la perfección después de varias generaciones de la familia asándolo, porque es así como todo empezó. Ahora lo sirve en tres prepraciones: enrollado en su piel crujiente (mucho, mucho) lacada, en chuleta confitada y las manitas, en un saam de hoja de shiso, tres maneras excelentes que combinan sabor y una cierta ligereza. Ya digo, mítico.

Sin ser lo mejor están muy buenos los postres, sobre todo esa gran idea de ponerle a las fresas escabeche, aireando el jugo y rematando con crema de queso. Muy bueno en su simplicidad y originalidad.

El sorbete de piña y lima con merengue de yogur es muy refrescante y la espuma de chocolate caramelizado vuelve a los clásicos del chocolate redondeando muy bien la comida.

Las mignardises ya no son tan suntuosas como antes pero casi no se llegaba cok fuerzas y además, a esas alturas, ya casi da igual porque el restaurante, poco a poco, nos va dejando atónitos de placer por su belleza, grandeza, buen servicio y deliciosa cocina. Lo dije desde el principio: un lugar único.

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