Buenvivir, Gastronomía

Un lujo a su alcance

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Puedo entender que Cataluña sea meca de la gastronomía mundial, pero no que las multitudes no se agolpen ante las puertas del barcelonés hotel Omm para poder comer en su restaurante Moo, regentado por los hermanos Roca, el mejor equipo gastronómico de España. Lo que en el Celler son precios a la altura de un tres estrellas Michelin, aquí es pura moderación y el menú de mediodía, un verdadero festín, cuesta 45€; incluye una copa de buen vino, café y agua.
Tienen hasta show cooking y los cocineros acaban los platos a la vista del cliente. El espacio es elegantemente frío y el servicio atento y profesional.
Contaré algo del menú que probé en mi última visita (abajo lo apunto entero para los más atentos) y que incluía la celeberrima tortilla de Joan Roca, esta vez de butifarra blanca y ceps, un alarde de técnica y originalidad. Se trata de una tortilla convencional pero con entrañas liquidas. Una sorpresa y una explosión de sabor y texturas. El civet de jabalí emparenta con los sabores fuertes y rotundos de la cocina ampurdanesa y con la mejor tradición clásica de la francesa. Los aperitivos fueron también excelentes.
Menos acertados la versión de la crema catalana, con exceso de pastas (galleta y bizcocho) y los panes: el de vino y pasas daba algo de miedo, así que no lo probé, el de queso y cebolla tenía demasiada del lacrimógeno bulbo y el de malta resulta algo seco.
Es curioso fallar en lo más pequeño, pero es más que disculpable y se olvida con facilidad. Lo que sorprende por su falta de tacto es la exacción coactiva a la que nos somete la propietaria, incluyendo en la cuenta una donación «voluntaria» para una ONG. Coactiva porque hay que tener muchas agallas para pedir que la retiren. Tantas como caradura para ponerla en el precio. Pero así son las originalidades Tragaluz.

MENÚ:
Aperitivos: bombón de Campari con fresa, grissini de camarón y ajo negro, brioche de cochinita, patata brava y foie con mandarina y boniato.
Gigala con coco, zanahoria y citronela.
Tortilla de butifarra y ceps.
Civet de jabalí.
Crema catalana con helado de sanguina y limón.
Pequeños dulces: gelatina de fresa y gengibre, plátano y trufa de whisky.
Agua Numen, viña Tondonia blanco 2008, Chateau Le Bocq 2004 y café.
Precio 45€, 53€ con la copa de vino tinto adicional.

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París: la isla encantada, su sargento reclutador y un diseñador español.

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La Isla de San Luis brota del Sena como por arte de magia. Es unos de los rincones con mayor encanto de París, un pueblecito recóndito que cultiva el hippy chic a base de un estudiadísimo descuido, pequeñas tiendas de diseño, restaurantes recoletos y esquinas para gastrónomos en busca de quesos y foie.
En su calle principal, reina un excelente restaurante que aúna la mejor cocina francesa con el más refinado diseño español, el de Jaime Hayon, ese santo milagrero que ha hecho de Lladró una marca respetable para los amantes del buen gusto. Quien suba la escalera de este bistró, entenderá por qué…
Es Le Sergent Recruteur, un restaurante muy elegante, según definición de la guía Michelin. Su refinamiento surge de la naturalidad y siendo así, relaja no intimida, lo mismo que los precios, elevados para la mayoría del mundo, pero sensatos para esta ciudad tan cara como bella. Sin embargo, ¿no es caro casi todo lo bello?
La casa se rige por el menú degustación que se puede cambiar y adaptar, pero no mucho más. Por eso es difícil hablar de sus platos cambiantes. Lo que no muda y eso sí hay que resaltarlo, es la elaboración de los pescados con salsas etéreas y sutiles, que no los anulan sino que los realzan. Las verduras también son cuidadas como pequeñas joyas repletas de sabor y color. Todo es primoroso en la preparación de los postres y en la elección del mejor producto para cada plato. Por eso, presumen de un buey gallego absolutamente único, como venido del pasado.
La cuenta no bajará de los 100€ por persona pero eso es lo mínimo en el París de la France para un restaurante de una estrella, en camino de dos.

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Ana non sancta

Hay una sola cosa en la que la cantina Ana la Santa no se parece a un comedor escolar: es mucho más ruidosa. El resto es muy semejante: la rudeza de un servicio que arroja las cosas sobre la mesa, la vulgar acumulación de comida en los platos, la zafiedad del menú y sus dimensiones de hangar.
Resaltan por su desacierto una merluza de espeso rebozado cubierta por una lánguida lechuga, unos calamares fritos, realmente correosos, acompañados de un espeso engrudo y una pan áspero y rugoso que evoca los mendrugos de la postguerra. En la edad de oro de tónicas y gin tonics, no hay que pensar mucho, sólo disponen de la arcaica tónica Schweppes.
Es alarmante la evolución madrileña de la «familia Tragaluz». Desde la inanidad del Tomate, taberna para vanidosos venida a menos, subieron un escalón con el aseado Lucy Bombón, para despeñarse después en este homenaje, sólo para turistas, a la España del ajo y la fritanga, que puede acabar con nuestra reciente reputación de Olimpo gastronómico.
Un lugar para evitar.

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Miami vice

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Érase una vez un restaurante al que los chicos acudían en camiseta y con relojes de al menos 30.000$ y chicas de curvas vertiginosas vestían elegantemente de cintura para arriba; porque por debajo nada llevaban, exceptuando aparatosos Loboutine y alguna insignificante franja de tela sobre los muslos. Al brazo, un Birkin o algo más «low cost» de Prada o LV. Unos llegan en poderosos deportivos, otros atracan barcos en la misma puerta.
Pueden ser magos de las finanzas, modelos o no, gurús de internet o narcotraficantes, pero poco importa. Estamos en Miami y en un templo del exceso, un excelente restaurante bendecido por la moda: Zuma.

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Siempre está bien pero aconsejo el brunch porque la gigantesca barra incluye especialidades japonesas y todas sus variantes mix: mex, californiana, peruana, etc. Ostras, cangrejo real, empanadillas, rollitos, pastas, sushi, nigiri, sashimi, salmón teriyaki, un delicioso entrecot y alguna cosa más para quien guste menos de lo japo.

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Todo excelente. Lo occidental está en el vaso: mejores Bellinis que en Venecia, alegres Bloody Mary, champán rosado o Martini de lichis.

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Se llega al postre sin casi reparar en el plato, tanta es la belleza circundante, pero aparece esa gigantesca torre de hielo, cubierta de tartas, cremas, macarrons, sorbetes y helados, y ya no se sabe donde mirar, si a las esculturas vivientes o a ese desbordante homenaje a la decadencia del Imperio Romano.

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Y es que Zuma es, como todo en Miami, pura desmesura. Barato (95$ con bebidas la versión «economy class») no es, pero vale la pena porque después se puede pasar un tiempo sin comer, alguno más sin ir al cine y bastante, teniendo los más dulces sueños.

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No pasar (La Huerta de Tudela)

No puedo hablar de la cocina de La Huerta de Tudela, la apoteosis del mal gusto. Si te colocan en el comedor de arriba es para salir corriendo, pero si pretenden hacerlo -y lo pretendieron- en ese maloliente sótano, que sólo vale para almacén o mazmorra, mejor demandarlos a Sanidad. No los demandé pero salí corriendo.

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laKasa: más bistrós y menos tascas

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Sobran en Madrid tascas y faltan restaurantes de barrio en los que el refinamiento se alíe al buen precio. Así es LaKasa, un lugar donde beber desde una sidra bretona a un tinto del Duero portugués pasando por numerosos caldos elegidos con originalidad y mimo.
Acompañan a setas en escabeche con aroma a campo, zamburiñas sobre verduritas asadas o sabrosos mejillones con un perfecto punto picante. Excelentes platos de caza, en especial, la torcaz al curry, una combinación perfecta. Los imprescindibles quesos llegan desde un afinador francés que borda el Brillat Savarin y el Comte.
Me ha faltado el solomillo Wellington y me ha sobrado ese negro ambiente que tanto gustaría a Batman. LaKasa no lo merece.

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