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Eleven

Ya he contado alguna vez que Joachim Koerper es una leyenda de la gastronomía ibérica, porque triunfó primero en España, con un gran dos estrellas, el Girasol de Moraira, y después se fue a Lisboa donde fundó Eleven, el primer restaurante digamos moderno de la ciudad, o al menos, el único que queda en la actualidad. Es por tanto, el patriarca de los grandes cocineros portugueses de la nueva ola. 

Eleven es, además, un bello estuche de cristal encaramado en los altos del parque de Eduardo VII, desde donde se divisan el río y el castillo, lo antiguo y lo actual, el río y la floresta y, en suma, toda la ciudad colocada a nuestros pies. 

La cocina es clásica, académica, elegante y conocedora de las técnicas del pasado, cosa que no podía dejar de ocurrir porque el chef se formó con los mejores cocineros franceses de los años 80. Obviamente, la actualizado inteligentemente, pero sigue fiel a un estilo y una personalidad muy propias. 

Su menú del almuerzo, que conmemora sus 50 años en la cocina, está lleno de buenos productos y comienza con los grandes panes de la casa, acompañados por un recio aceite del Alentejo, una gran mantequilla tradicional y otra, muy sorprendente, de sardinas, todo un homenaje a esta ciudad tan sardinera. 

Se puede elegir entre tres primeros, un delicioso y refinado carpaccio de cigalas con algas, pepino (su germinado, que me sabe a mar) y gelatina de vinagre de arroz, además de huevas de pez volador, o un imponente foie fresco con cerezas y una colosal salsa, densa y golosa. También la versión del gazpacho que no probé. 

Los principales son una aportuguesada interpretación del croque madame hecho con bacalao y salsa de lo mismo y el huevo frito convertido en “caviar” de huevo, un bocado crujiente y envolvente con mucho sabor. 

El ya famoso “mi día en el mercado de Singapur” mezcla uno de los platos nacionales, el cerdo asado al estilo de Bairrada, muy crujiente y jugoso, con un muy oriental arroz frito con gambas y todo refrescado por una crema de mango y fruta de la pasión. Un plato con mucha sabiduría. 

Y para acabar, el mejor suflé que he tomado en muchos años -yo que me paso la vida pidiendo suflé-, una gran obra de Cintia Koerper. De fruta se la pasión con helado de plátano, ácido, punzante, muy alto, súper esponjoso y técnicamente perfecto. Una maravilla. 

Y como el suflé tropical, clasicismo reinventado, es todo: elegante, clásico, sabroso, discreto y sabio. Quien no quiere lo popular pero tampoco lo arriesgado, este es su sitio. 

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Menú Chronos en Deesa

Uno de los principales enemigos de los grandes restaurantes es el menú degustación, una imposición que puede ser la puntilla de los no tan buenos. Y es que se ha impuesto con demasiada rotundidad hasta en lugares más modestos.

Sin embargo, mucha gente quiere comer con más libertad y en menos tiempo, en suma, poder elegir. Si el problema es de precio, basta con poner un precio mínimo. Quique Dacosta, tan visionario como excelente cocinero, ha sabido entenderlo y ha añadido a sus dos espléndidos menús de Deesa, uno más breve llamado Chronos (por algo será) en el que se elige una entrada, un pescado, una carne y un postre de entre tres opciones en cada bloque. Cuesta 120€, aseguran celeridad -fundamental en un hotel como el Ritz-, y además, hay entre las opciones, dos de sus míticos arroces.

Después de un vermú sin alcohol -pura y deliciosa infusión de hierbas y especias– o una sorprendente cerveza de pimiento verde, con una explosiva aceituna esferificada (y pasificada), nos sirven una pinza de cangrejo crujiente con salsa bearnesa y flores que deja con ganas de más.

La sopa fría de remolacha con salmón y eneldo junta dulces y salados y es un plato completo pero, además, tiene un helado de kéfir que aporta toques ácidos como en una borsch mejorada.

En este capítulo, esta también la mítica creme brulee de cebollas y un nuevo clásico: la fideua de azafrán, una de las impresionantes nuevas creaciones del chef y que no me gustó la primera vez por ser en invierno y como plato principal. De entrada veraniega es perfecta, con esos insólitos fideos transparentes de azafrán con tropezones de navaja y huevas de salmón, unidos por una ligera e intensa salsa de navajas y mejillones. Tan bonito como diferente y suculento.

No falta el pan de aceite y harina de almendras y yogur que cortan con la mano y es una cumbre de la panadería. O de la bollería, según se mire.

En un homenaje a la Belle Epoque y al propio hotel, acaban de estrenar un elegantísimo y canónico lenguado con beurre blanc pero no con vino blanco, sino al sake, lo que le da un toque más sutil y delicado.

El salmonete de roca gallego, tiene una consistencia recia y aroma a brasa. La salsa es de su glasa y azafrán, pero lo mejor es la espumosa emulsión de galmesano (el parmesano gallego, de ahí su nombre) de 12 meses.

Nunca me puedo resistir a los arroces de Quique y esa ha sido mi opción de carne: el arroz albufera meloso con carney pimientos rojos asados al horno de leña. ¿Suena bien? Pues es mucho mejor porque el profundo caldo es de costilla y codillo ahumado y los pimientos se convierten en un sombrero que cubre el plato por entero, siendo una especie de piel esferificada, sólida por fuera y líquida en el interior. Quien lo nota lo valora como una proeza, quien no, se toma un señor plato de arroz. Como todo lo demás, sorprendente para amantes de lo nuevo y clásico para los despistados.

La tierna molleja está envuelta en yuba (una especie de velo de leche) y además de risotto de piñones, tiene un sabroso cremoso de parmesano y la sorpresa de la trufa negra que, sí, es posible en pleno verano, porque llega de Chile.

Nos han invitado a un postre, así que hemos probado los tres. El de los cítricos de Todolí, el “frutero” de cabecera de Quique, que tiene cientos de variedades de todo el mundo, es un prodigio de imaginación y aprovechamiento: hasta el albero -la parte blanca y amarga del interior de la piel- usa y lo puede hacer porque lo confita. Hay un canutillo de caramelo transparente relleno de sabayón de limón, sobre bizcocho de lo mismo y ginebra y otro más tradicional relleno de sorbete de pomelo y naranja.

Su ligereza precede muy bien al clásico pino mediterráneo, postre emplematico de Denia, en honor a productos característicos de Alicante como la chufa, el arrope y (papel) arroz.

Y el gran remate chocolatero, es Gianduja (pasta de chocolate y avellanas), que es una royal de avellana caramelizada con rocas de chocolate y helado de gianduja. ¿Hace falta algo más?

Un menú para tener prisa o no querer comer tanto. O para conocer esta excelsa cocina gastando un poco menos. Además, eligiendo platos, en una terraza que es uno de los grandes paraísos madrileños y con un servicio magnífico comandado por María Torrecilla. Creo que no se puede pedir más…

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La Milla

Llevaba un tiempo sin ir a La Milla y ya sabía yo que me equivocaba, pero, después de esta visita, lo corroboro. Hay quien me dice que alguno cercano es igual o mejor, pero cuando hablo de restaurantes valoro un todo que incluye ambiente, estética y, por supuesto, ubicación. Nunca lugares feos estarán en mis listas de favoritos. Y este está encima de la arena, en plena milla de oro marbellí y frente a un luminoso mar Mediterráneo.

Y al paraíso del mar une el de la cocina, cambiante cada día según el mercado. Y sin preparaciones fijas, porque cada cosa pide su propia receta, como los personajes de una novela, su propia vida. Será por eso que las coquinas me han emocionado. Creo que han sido para mi, como la magdalena para Proust, un shock de infancia malagueña. Parecen a la brasa pero se “ahúman” con el salteado en una sartén casi al rojo. Luego basta un chorrito de aceite para obrar el milagro.

Después tres humildes moluscos, conchas finas, bolos y navajas, elevados de categoría por la acción de la brasa y tres emulsiones: de maíz, piparras y jamón ibérico. Buenísimos.

Poner un gran canapé de caviar sobre una lámina de aceite me ha asustado, pero está buenísimo. Igual o mejor que con mantequilla. Más original, sin duda. Como mezclar atún con chocolate blanco y lima (ya un clásico La Milla). Pero lo confirmo, está delicioso.

Aunque menos que el siguiente plato, un brillante ceviche andaluz que recuerda la zanahoria con cominos de los bares y es crema encominada de esta al ajillo y toques picantes magníficos y una estupenda leche de tigre.

El salpicón de bogavante es el mejor probado en mucho tiempo. Una pieza de calidad excepcional, limpia, troceada y con un aliño excepcional en el que brillan los ácidos.

Las opulentas quisquillas de Marbella se preparan de tres maneras: cocidas para destacar su tersura, con vinagreta de sus azules huevas para animarlas y con burrata para sorprender.

El frito de la gallineta es otra vez proustiano. Tan bueno, seco y crujiente que se devora solo, pero no se conforman y lo hacen saam con lechuga viva, cebolla encurtida y salsas barbacoa y tártara, pasando de lo denso a lo más fresco. Brillante idea.

Ahora he comido uno muy bueno en Besaya Beach, pero hasta ahora estos eran los únicos arroces buenos de Marbella y entre ellos, el de ibéricos es una proeza, porque a la originalidad de los ingredientes (solo carne y jamón recién cortado), une punto perfecto y un fondo potente y suntuoso. Será restaurante de pescado y marisco, pero cuando Luismi toca carne y arroz se convierte de marino en campestre.

Los postres son buenos, pero no tan buenos. Un clásico español. Seguramente porque son demasiado densos para agostos calurosos: una buena torrija, torrija al fin y una preciosa versión de los limones de la Menorquina. Más bonito que redondo por falta de ligereza y un curd demasiado espeso.

Pero también puede ser que se llegue ahíto y no se aprecien porque todo es magnífico. Un servicio de primera, mesas separadas, vistas asombrosas, una carta de vinos de grande de España, la cocina magnífica de Luismi y un meticuloso y elegante servicio de un César que parece estar en todas partes. Será por eso que a las cinco siguen llenando mesas (algunas por tercera vez) y uniendo turnos. Pero es que está siempre sobre reservado y, como es lógico, nadie se lo quiere perder.

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Casa Jondal

Mi cumbre del verano es simbiosis de Ibiza y Rafa Zafra y esa unión se llama Casa Jondal. El placer no es solo gastronómico. Es también comer sobre la arena, poder solazarse, antes y después, en sus hamacas vestidas de rojo Off White (flagrante contradicción ibicenca), sumergirse en ese cálido mar de tantos distintos azules, mientras se disfruta de aperitivos memorables y siestas inacabables.

Ibiza me conquistó cuando descubrí que sus playas tenían aparcacoches. Aquí las tumbonas tienen toallas y cestos a juego -para venir sin nada- y las sombrillas de ganchillo, hasta perchas. Que aunque este sea el reino del pantalón corto, el vestido de rejilla y la extravagancia ibicenca, el colorido de los tatuajes (nada es perfecto) se une al de las flores de Van Cleef, el azul Capri de Dolce&Gabanna o el rosado del toile de joie de los estampados de Dior.

Basta con mirar el mar o el paisaje humano para ser feliz, pero lo mejor está en esa placentera, elegante y (aparentemente) sencilla comida que pone a los mejores productos los aliños perfectos. Se ve ya desde unas carnosas ostras con agua de tomate y unas delicadas vieiras con (mi) la salsa perfecta para los moluscos: la mignonette.

El tiradito de atún está marinado con una vinagreta muy equilibrada con toques de moscatel y pimienta rosa.

Todo es delicioso y ultra lujoso, pero hay algo que es más bien lujurioso: las cabezas de gamba roja con el tartar de su carne y caviar. Y al lado un poquito más de este con finas tostadas. Una idea brillante porque esas cabezas son locura de todo marisquero, pero ellos han encontrado una sencilla e imaginativa forma de mejorarlas.

Tampoco nadie servia antes bocadillos de caviar -salvo un difunto y ostentoso constructor del pueblo llano en su megayate, pero eso era privado- y aquí se hace en bikini (con salmón ahumado) y en trikini (al que añaden bogavante). La mantequilla es excelente -como la de la espléndida hogaza rústica que sirven al principio- y el golpe de estragón estupendo.

Como me encantan las salsas, no puedo pasarme sin las espardeñas a la mantequilla negra, que es perfecta, y tampoco debería sin las almejas beurre blanc, aún mejor.

El huevo de siete yemas con gambas, velo ibérico y caviar, perfectamente frito, entre lo líquido, lo blando y lo crujiente, es la mejor receta de huevos y mar que he comido nunca. La mezcla perfecta y opulenta.

Es obvio que a la mejor cigala le basta un hervido o un “planchazo” porque la perfección no gusta de ser adornada.

Después un plato casi pecaminoso, la pasta con crema de caviar. Quizá la mejor manera. Como cuando es simplemente, con trufa. El matrimonio perfecto.

Pero Rafa no solo es famoso por salsas del mundo o productos excelsos. También hace los mejores fritos que conozco, por lo que les recomiendo los peces fritos enteros, hoy una rocha, crujiente, tersa y sedosa, que sirve con tortillas y avíos para hacerse unos tacos (por si quieren cambiar).

Estábamos soñando con la ensaimada rellena de helado de vainilla, desde hace muchos meses, pero ya no hay. Se ha convertido en una deliciosa versión de la torrija hecha con el gran bollo. Está muy buena y es hasta más original, pero me parece menos playera o será que, el pasado siempre se idealiza.

Lo que sigue igual, tan delicioso como vistoso, es la piña, que parece una caja china porque se va abriendo y aparecen sucesivamente una capa de natillas de piña y otra de delicioso helado. Un postre fresco, suave y súper atractivo.

Quizá esta última frase defina toda la cocina y las ideas del gran Rafa Zafra, porque tras unos grandes platos, llenos de sabor, hay una gran mano que consigue que todo sea distinto, pareciendo igual y que siempre se esté soñando con volver.

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