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Paco Roncero

Hacía algo más de un año que no visitaba el restaurante de Paco Roncero y ha sido una gran cena con un chef muy en forma y un nuevo menú, llamado Afirmación y que transita desde sus clásicos a nuevas creaciones, pasando por un delicado y excitante homenaje a Madrid. Que ya era hora, porque -al contrario de lo que ocurre en las otras comunidades- nuestros chefs vanguardistas suelen adentrarse más en el cosmopolitismo que en la humilde, rica y poco conocida cocina madrileña.

Cenar allí en noches cálidas es una experiencia verdaderamente inolvidable. Una vista de cielo de colores cambiantes, de torres que quieren tocarlo, de cúpulas doradas o púrpuras y hasta de dos grandes cuádrigas gobernadas por colosos, enmarcan una cocina muy cuidada y llena de refinamiento (gustativo y visual) que es servida con exquisitez y perfecto ritmo. Sin duda el mejor lugar (si juntamos belleza y gastronomía) para el estío. Y no solo de Madrid.

La secuencia de aperitivos empieza con los clásicos y acaba con los madrileños y lleva a recuerdos opulentos. A mi, que soy tan mayor, a aquellos pantagruélicos entremeses de los paradores (¿por qué no los recupera alguien) que seguro que inspiraron a Adrià, cuando convirtió casi toda la comida en una suerte de sucesión de tapas, revolucionando la manera de comer del mundo entero.

La tarta aérea de trufa es una elegante pizza de merengue, el olivo milenario (todo un clásico) una oda a la aceituna (esferificada, bombonizada y tartarizada) y el filipino de foie una tierna delicia de chocolate blanco.

Muy sabroso y original el salmón marinado que envuelve en un taco de alga nori y adereza con miso blanco y wasabi. El salmonete en escabeche tiene una estupenda base de zanahoria y el matrimonio esconde un estupendo y cremoso romescu con picantes de ají. Una delicia.

También me encanta un lemon pie de brandada de bacalao, perfecto trampantojo con toques dulces como debe ser. La gallina es pepitoria es muy personal y se esconde en un crujiente rollito, igual que entre flores la melosa navaja al ajillo. Pero nada como ese esponjoso y muy sabroso buñuelo de oreja, puro madrileñismo también.

Llega sola por su importancia la tartaleta súper crujiente de steak tartare con creme fraiche y caviar ahumado oscietra. Muy muy buena.

Elegantemente nos cambian la servilleta marcando el paso de los aperitivos a los entrantes: una soberbia crema de almendra helada con berenjena, nectarina y sisho y almendra amarga, otra vuelta de tuerca a esos maravillosos ajoblancos y gazpachos que Paco reinventa cada año.

Tanto como el calamar encebollado, cortado a cuchillo, apenas hecho y embebido en un estupendo consomé de galeras y cebolla asada. Me daba un poco de miedo porque nada me gusta menos que un calamar crudo, pero aquí está levemente escaldado con un punto perfecto entre lo crudo y lo cocinado.

Las cocochas de merluza a la bilbaína esconden, bajo un denso pil pil, pimiento del piquillo y buey de mar o sea, una irresistible mezcla.

Después otra encantadora proeza, de lo vulgar a lo sofisticado: judiones (explosivas esferificaciones) con papada, cigala y la vuelta cosmopolita con los sabores thai, que tanto me gustan, a base de cacahuete y lima kefir, un favorito del chef.

Muy bueno el lenguado en dos salsas, un gran pescado a la mantequilla negra, pero también con original mostaza de mango que combina a la perfección.

Como carne, un tierno, denso, jugoso y muy intenso rabo de ternera con duxelle de jamón y setas que sitúo entre los mejores. Para refrescar, una estupenda ensalada de daikon, perrechicos y pipas de calabaza.

Los postres son ahora totalmente diferentes de aquel mágico armario circense. Y mucho mas audaces también. Ante nosotros preparan una especie de Sacher con foie y helado de espuma de lo mismo. Es delicioso y reversible: basta un poco menos dulce y estupendo aperitivo.

Después un más postre que es un corte a la antigua usanza de cacao, tofe y miso blanco, igual pero diferente. Como el manjar blanco de coliflor -con ese toque peculiar que da a un postre está verdura. Me enamoró desde que me lo dio David Toutain hace años- con avellana.

Fresco y también vegetal el de remolacha (¿por qué no? ¿No es fuente de azúcar?) y helado de ajo negro confitado, salsa de Módena, vainilla y cereza marrasquina, con unos puntos punzantes deliciosos. Y para acabar, clasicismo: una excelentísima pavlova de fresas con nata, un clásico que nunca falla y aquí absolutamente bordado.

Siempre me ha gustado pero mejora con los años, profundizando en un camino de elegancia, renovación, vanguardias bullinescas y ausencia de estridencias. Además, ya lo he dicho, el servicio es muy cuidado, notable el cantante y la carta de vinos, excelente y a precios sorprendentemente normales o sea, no abusivamente hinchados. No hay razones, pues para perdérselo. Y mejor aún mientras dure la tibieza de las noches.

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De colipoterras y reinas destronadas

En el principio fue Estoril, pero en el principio del principio estaba Cascais. Ambas se confunden en la memoria y se desvanecen entre aromas de lujo antiguo, monarcas destronados, sombrillas aleteantes, encajes suntuosos, lánguidos Tadzios cubiertos de rayas, baños de mar, espías asomados a abismales cócteles y espaldas infinitas de rubias atómicas. Serpentear junto al mar recorriendo lentamente la marginal –la carretera costera que une Lisboa y Cascais- sigue siendo una de las experiencias más deslumbrantes del mundo, muy superior a los placeres que depara la ruta mítica de Niza a Montecarlo. Este camino es un empacho de luz, un hartazgo de mar y una borrachera de perfumes salinos, toda la experiencia del mar. 

Cascais mutó en un instante de pueblo pesquero a recreo de la realeza. Bastó que a mediados del XIX los reyes de Portugal la escogieran, del mismo modo que la emperatriz Eugenia eligió la brumosa Biarritz o Isabel de Austria la ignota Corfú. Casi de un día para otro se pobló de aristócratas y arribistas, de bañistas y diletantes. La misma metamorfosis le llegó a Estoril por causa de un casino tan mítico que inspiró a Ian Fleming y hoy en día a David Leavitt (The two hotel Francforts, recomendada). Plagados de reyes, espías, vividores, busconas, millonarios de variado pelaje y jugadores del mundo entero, estos pocos kilómetros de mar están llenos de sueños y leyendas, la mayoría del pasado. 

Hoy el casino es víctima de las tragaperras y el lujo de lo que Roth llama en Me casé con un comunista, la cultura del pueblo, pero las casas suntuosas de esta costa acogen a lo más acaudalados de Portugal y del mundo entero. Casas más modernas y prácticas que antaño porque los palacios de Borbones, Saboyas o Coburgo Gotha se han convertido en hoteles boutique, restaurantes o como mucho, en fundaciones. Toda la franja entre la carretera y el mar se ha mantenido impoluta y es salir de Cascais hacia el Cabo da Roca y tener una espléndida sensación de soledad. Del lado del mar los restaurantes están escondidos entre las rocas. Del de la tierra, las enormes mansiones se agazapan tras grandes jardines que solo muestran sus inocentes arbustos y sus imponentes arboledas. El respeto a la belleza del paisaje es admirable. 

El mar es añil, muchas veces de un azul oscuro  casi negro, un azul perturbador que reniega de los serenos turquesas del Mediterráneo, porque este es el inhóspito y agreste Atlántico, el del finis terrae, un mar que aquí no se engalana con arenas doradas sino con mortíferos roquedales, con laderas de piedra plagadas de líquenes. Azul intenso, gris inclemente. 

Sin embargo, el hombre ha domesticado tanta rotundidad salpicando esa costa de restaurantes escondidos, desde el turístico Furnas (cuidado con el propietario, si se enfada bufa) hasta Porto de Santa Maria, el preferido de las celebrities aunque no tenga terraza. No obstante, mi favorito es Montemar, un erizo envuelto en sedas y protegido por plumas, porque contando con uno de los parajes más bellos del mundo, todo en él resulta áspero en demasía. Y eso que es el más refinado… pero el portugués de raza, las boas familias, como ellas se autodenominan, son de gustos sencillos en el comer, más castizos que refinados, amantes de guisotes, mariscos y abundantes raciones. O sea, como el español. Por eso, todos estos restaurantes son la versión marítima de Casa Lucio, eso sí con vistas a la insoportable belleza del océano y no a la galdosiana Cava Baja

Para hacer justicia a Montemar hay que decir que el conjunto me encanta a pesar del descuido de la estética. Para hacer justicia a este post he de decir que van a ver fotos muy feas pero es que un crustáceo abierto en canal y descuartizado puede ser un manjar exquisito, pero bonito, bonito, no es. Aquí se puede comer de todo porque la carta es como la de la mayoría de los restaurantes populares, popularchic digamos, una reminiscencia de los 60, un cruce entre el cuerno de la abundancia y la minuta de Pantagruel. Hay hasta carnes, lo cual es una extravagancia en un restaurante más marino que los tritones. 

Yo les recomiendo los mariscos y entre ellos las afamadas -y bastante caras- gambas de esta costa. Los percebes, menos apreciados que en España y por eso más asequibles, no están mal pero tampoco son excepcionales, como sí lo es por ejemplo el buey de mar (sapateira en portugués) un crustáceo al que nosotros tratamos con desdén -será por culpa del centollo– y al que en Portugal, con razón, veneran. Se puede comer entero o para los más perezosos solo la concha rellena hasta los topes con su carne. En ambos casos está fresquísimo y su carne jugosa y exuberante nos colma de placer. 

Las almejas pueden ser a bulhao pato, a la marinera y a la española. Ignoro las diferencias porque siempre pido las primeras pero me malicio que las españolas no deben tener un ápice de cilantro, el ingrediente fundamental de las bulhao. Aunque los españoles seamos incomprensiblemente alérgicos a esta deliciosa yerba deberían decantarse por ellas, porque tal toque herbáceo les da un frescor y un golpe de tierra adentro que completan los ajos y de ese modo las convierten en un bocado delicado y sumamente aromático. 

El único plato que anuncian como especialidad son los filetes de merluza con arroz de berberechos. Esto es una novedad causada por la enorme afición a este plato de legiones de clientes. Yo soy uno de ellos porque el blanquísimo y fresco pescado se envuelve en esa capa dorada y jugosa que lo viste de gala y el arroz tiene un punto perfecto y es seco, cosa bastante insólita entre los arroces portugueses, casi siempre malandros (caldosos). Sus aromas combinan bien con la austeridad del pescado que hasta se puede aderezar con una excelente y anticuada, pero no por ello menos deliciosa (¡viva lo viejuno!) salsa tártara

Entre los muchos postres (creo que hasta pijama tienen) hay dos bastante legendarios aunque por diferentes razones. El queso de ovos, de ángel se debería llamar, es imprescindible porque ya raras veces se encuentra esa dulcísima y potente mezcla de yema semiderretida y tierno mazapán, una combinación estética que parece un delirio criselefantino. 

Los helados son de la heladería más famosa de Portugal, Santini, la misma que desde hace decenios ha infiltrado los sueños de decenas de millares de niños, muchos de ellos niños reyes o niños príncipes, como ocurre con nuestro propio Rey Juan Carlos y, como saben, para influencers, pues ellos… Los de chocolate y coco son verdaderamente deliciosos aunque sean más famosos los de vainilla o nata

Lo popular de la apariencia se extiende también a los confianzudos y profesionales camareros -como de asador español- pero no a los precios, porque estamos en Cascais, los ricos y famosos disfrazados de domingueros pugnan por una mesa y lo que se paga, creo, no es la comida sino una de las vistas más bellas del mundo. 

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