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Sud 777

Hacer lo más moderno desde la antigüedad más remota, es un evidente oxímorón. Salvo en el arte, que siempre se ha nutrido -especialmente el moderno y el contemporáneo- de otras culturas y de movimientos pretéritos. 

Ahora pasa lo mismo en la cocina y hay que saber mucho de mexicana para saber que Edgar Núñez, en su Sud 777, no hace algo modernísimo, con su mística de los vegetales, sino que se remonta a lo más tradicional del México precolombino. La mexicana es una cocina muy vegetal, también ahora, pero lo más popular e internacional va por otros derroteros. 

Él, sabiamente, vuelve a los orígenes con una cocina que es la que se está imponiendo en la actualidad y que será, según muchos, la del futuro. 

Me ha encantado y aunque empieza con una clementina mezclada con huevas de trucha,una estupenda tarta de arroz con calabaza y crema de especias y el líquido buñuelo de nata ácida con guanciale, no hay que engañarse, porque casi todo es vegetal. 

Por ejemplo, las delicadas remolachas baby con crema de aguacate, limón, chile güero y aceite de cebollino o la carnosa endivia a la brasa con emulsiones de punzante ajo negro y ácido labne (yogur colado, tan típico del Mediterráneo oriental como de México). 

De la misma estirpe, son los tallarines de arroz con salsa “encacahuatada” fermentada en kimchi y espuma de coco y granada, una mezcla de dulces y acipicantes sorprendente. 

La tartaleta de chalotas al vino tinto con un toque de caramelo, se acompaña de una tierna burrata con aceite. 

También hay delicias que engañan, porque el tomate (ahumado) tonnato, esconde en la salsa una rica crema de atún cocido y alcaparras. 

El arroz con salicornia es lo que menos me ha gustado. Algo duro y con poco más que la banal alga de moda. 

Menos mal que después llega el bacalao a la vizcaína, muy popular en México y muy distinto del original, porque la salsa es de chile güero, alcaparras y tomate. Está muy rica y aún mejor con el polvo de perejil y la ceniza de cebolla que lleva encima. 

También delicioso el bonito con pipian verde -una histórica salsa de la estirpe de los moles-, chayote (entre el calabacín y el pepino), frescas acelgas y unas graciosas palomitas

La única carne (opcional y sin coste) es un rico pato laminado con un magistral mole, cubierto de unas estupendas bolitas, huecas y súper crujientes, que resultan ser chicatanas (culonas). 

No hay grasas ni natas o harinas en los platos, así que tampoco hay azúcares añadidos en los postres: el puré de guayaba con tejocote y canela recuerda mucho a los ponches mexicanos, porque es esta fruta, parecida a la manzana, su ingrediente estrella. 

Es rico y muy original el cuscús de cítricos con gajos y sorbete de mandarina. La sémola da densidad al plato que está lleno de sabor y aroma.

Se acaba con una crujiente y sabrosa tartaleta de pera en texturas con toques de cacao. Solo desmerece mucho visualmente, porque es una pena que se dividan y sirvan solo la mitad. Bastaba con hacer raciones individuales más pequeñas.

Hay algunos altibajos, ciertos parones del buen servicio y un precio (unos 135€) que muchos critican, pero Edgar es un adelantado y arriesga con gran sabiduría; sin grandes técnicas, pero con enorme talento y mucha sensibilidad. Mezcla además su formación europea con su vocación mexicana, como también la antigüedad olvidada con el verde futuro. Un gran sitio. 

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La Mamounia

Como maravillosamente en Marruecos, porque me encanta su cocina, llena de contrastes entre las hierbas y las especias, lo dulce y lo salado, la carne y el pescado, con los vegetales, los frutos secos, con la miel y los ácidos de limones o qumquats confitados. Cuenta con una enorme variedad de productos y una gran riqueza imaginativa.

Pero comiendo siempre bien, mi mejor comida ha sido la cena -los restaurantes marroquíes, que son de comida tan contundente, se empeñan en abrir solo por la noche- en Le Marocaine, el restaurante más autóctono del maravilloso Hotel La Mamounia

En un refinado ambiente de palacio marroquí, se come en torno a un patio con una fuente en salones diminutos donde no caben más de cuatro o seis personas. Es una comida para compartir y gozar en compañía y así lo hemos hecho.

Se empiezan con los ricos panes que tienen hasta toques de anís

y, por supuesto, con la harira, la compleja, sopa nacional, que une cereales, legumbres, hortalizas, carne, especias, hierbas aromáticas y un sinfín de ingredientes. Para más originalidad, se acompaña con dátiles y pestiños.

Las ensaladas no se quedan atrás y eran de dulce tomate confitado, tiernos sesos con tomate, zanahorias aromatizadas con comino, calabacines con aceite, sabrosos, pimientos asados, unas fuertes aceitunas en salmuera y bakula que está hecha con verdolaga y perejil.

Se sirven con briouats, los ricos y crujientes, pastelitos de cordero, pollo, pescado y siempre verduras. No estaba en el gran menú, pero nos han hecho probar -qué maravilla- un refinado foie fresco del Atlas con dátiles y almendras, envuelto en refrescante col.

El tajine es como la paella, el nombre del recipiente en el que se hacen variadas recetas y ha habido muchos y muy buenos: de langosta de Agadir con garbanzos, espárragos y zanahorias, de rape con lentejas (me encanta el uso y abuso que de ellas hacen en esta cocina), hinojo, limoncitos confitados y una estupenda emulsión de azafrán.

Mi preferido, por su fuerte contraste de sabores, es siempre el de pollo de corral con aceitunas y limones con confitados, una mezcla que sabe a Mediterráneo y a todas las cocinas que lo bordean.

Excelente el de pierna de cordero confitada con miel y jengibre y servido con vermicelli, algo tan original como típico de la cocina marroquí. Para acompañar un poco de couscous de verduras, que sirve para impregnar lo de las estupendas salsas.

Me han encantado los postres reinterpretados, más que los tradicionales, que siempre me resultan muy empalagosos: un bombón con forma de cuerno de gacela, que esconde un estupendo praliné de almendras con agua de azahar y naranja (y helado de ambas cosas.

Y de remate, un delicioso crujiente de almendras con una crema helada de lo mismo

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La Grande Table Marocaine (Royal Mansour Marrakech)

Me encanta Marruecos y es la cocina marroquí una de mis favoritas. Por su riqueza, originalidad y variedad la considero -y no solo yo- una de las mejores del mundo.

Pero lo mismo pasa con su artesanía, su opulento estilo decorativo, su abigarrado mundo creativo o sus ropas bordadas. Han conseguido algo que pocos pueblos logran y es un estilo único, reconocible y absolutamente original.

El cus cus tiene todo eso y es un colorido, elegante, complejo, sabroso y muy saludable plato que me fascina. Además representa celebración, amor a la familia y compartición con los amigos. Sobre todo los viernes, día sagrado de los musulmanes.

Por eso, tomar tan delicioso plato, un viernes y en el lujoso marco del hotel Royal Mansour de Marrakech -toda una cima del barroquismo arquitectónico y decorativo marroquíe- es más que un privilegio.

Allí, en un patio añil y blanco, mecidos por el murmullo de una fuente de plata, resguardados por grandes puertas de bronce y bajo mil arabescos, zeliges, girihes y mil motivos más, la comida transcurre plácidamente gracias a un exquisito servicio vestido como en un cuento oriental.

Se puede elegir hasta el tipo de sémola (integral, trigo duro, etc) y por supuesto entre carne (pollo y cordero) o vegetariano. Todos son espléndidos y, pareciendo iguales, poseen algunos ingredientes diferentes (como garbanzos en el de cordero) o especias distintas.

Acompañarlos de un poco de harissa (una de las grandes salsas picantes del mundo) y de cebolla confitada y garbanzos es aún mejor.

Antes nos deleitan con las magníficas ensaladas marroquíes, grandes juegos de verduras de una cocina anticipadamente moderna, porque siempre les dio enorme protagonismo.

Me encanta la de densa berenjena asada con tomate, y la de lentejas con cominos o la de remolacha y azahar. Hasta la muy dulce de calabaza que parece un postre.

Pero no la pueden usar así porque en ellos reina la mágica pastella su lait, una torrecilla de láminass de hojaldre rellenas de nata y aquí, crema helada de manzana asada y frutos secos, sobre todo anacardos y pistachos

No, solo vale la pena por la buenísima comida, es que darse un paseo por este precioso Hotel vale la pena. Y digo pasear y no quedarse, porque yo no puedo renunciar a La Mamounia.

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Desde 1911

Desde 1911 es mucho más que una marisquería. Es un restaurante de alta cocina en el que mariscos y pescados son protagonistas. Antes de Estimar, no había en España restaurantes de este tipo, al modo de Le Bernardin en Nueva York. Todo era cocido, frito o a la brasa y la cocina no pasaba de una merluza a la gallega o unos chipirones en su tinta. Rafa Zafra, con cuerpo de taberna y alma refinada, lo cambió todo con sus beurre blancs de caviar, el escabeche de zanahoria, el pilpil de colágeno y demás. 

Desde 1911 completó la tarea con un servicio exquisito, desnudas y lujosas instalaciones y un cúmulo de detalles de servicio de alta escuela, a cargo de Abel Valverde quien, en cada visita, sorprende con nuevos y exquisitos pormenores. 

Hay tres menús con tres, cuatro o cinco entrantes, a elegir, de una carta que cambia con el mercado. Y como fijos, un gran pescado, enormes mesas de quesos, postres de un gran carro y un sin fin de pequeños dulces. 

Siempre se empieza con aceite y palitos de pan negro, junto el salmón que más me gusta, el de Pescadería Coruñesas -propietarios del local-, magistralmente cortado ante nosotros. 

El aperitivo del día, callos de bacalao con boletus, resaltan por una sabrosa y equilibrada salsa verde. 

Abel nos ha puesto uno de los platos fuera de carta y que ya aprovecha la primera trufa blanca: un gran consomé con tropezones de gamba realzado por la trufa y con grandes acompañantes: deliciosa parmentier de patata, cremosa y muy mantecosa, y un demasiado denso brioche de caviar

El pez limón lo hacen en tres preparaciones que sirven primorosamente: en sashimi, con gran salsa ponzu y el gran acierto del ají amarillo, en niguiris con soja blanca, y en un buen tartar con aromas de miso

El cangrejo real de Noruega se muestra vivo cuando presentan los manjares del día. Para no alterar su delicado sabor lo hacen ensalada Waldorf, con la justa cantidad de manzana, nueces y mostaza, y la untuosidad vegetal del aguacate

El magnífico carabinero es simplemente a la brasa y la sepieta, tierna y sedosa, a la parrilla con consomé de calamar y unos esparraguiines que son una joya. También un buñuelo de tinta con guiso de oreja muy rico, mas poco ligero.  

En plena sala, preparan su versión de la bullabesa con langosta, quisquillas y salmonete, a la que añaden un gran caldo de cangrejos y galeras -hecha en la prensa- y el toque único y ahumado del mezcal flambeado. 

Hay un magnífico arroz de cocochas y rabito de cerdo cuya intensa base se hace con este, consiguiendo un magnífico mar y montaña. 

Han decidido sabiamente alternar los habituales pescados enteros para dos con grandes piezas que se trocean. Hoy era un maraviloso mero -quizá mi pescado favorito- de Cádiz de 22 kg. A la brasa y con un pilpil de vino, sidra y su colágeno es un verdadero manjar. Con las mini verduras de su finca, el resultado es perfecto.

Hace mucho que no hay tabla de quesos sino tres grandes mesas. Escuchar la descripción y dejarse llevar es un verdadero placer que no deja llegar a los postres. 

Sin embargo hay que esforzarse porque están entre los mejores de Madrid. Y, entre los postes, el babá al ron es muy esponjoso y de punto perfecto y el suflé de chocolate, un clásico único. Como llenarse la boca con una nube de chocolate.

Hemos probado además una rica rueda de yogur frío y crujiente con higos y una gran sinfonía de fresitas (en sorbete, troceadas, en crema, etc) que también llevaba frambuesas. No es lo mismo pero no desentonan.

Se acaba con una noria de entremeses de principios del XX convertida en surtido de petit fours. Es un colofón a la altura. 

Para muchos el mejor restaurante de Madrid. No diría tanto pero sí el más sobresaliente de pescado y mariscos, los cuales visten de detalles incomparables y sirven con un servicio excelente. Un imprescindible. 

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Cura Lisboa

Había conocido Cura en su etapa primera y no fue uno de esos restaurantes que me arrancan suspiros o me provocan dulces emociones. Así que le debía una segunda visita, ahora que está el joven y talentoso Rodolfo Lavrador, uno de esos héroes que dejó su carrera, después de estudiar derecho, para abrazar la vocación cocineril.

Además, se halla en los bajos del imponente Hotel Ritz, una joya de los 60, distinto de todos y uno de los más bellos del mundo.

Rodolfo se ha sumado a esa magnífica ola de cocineros que, partiendo de la maravillosa y algo tosca cocina popular portuguesa, construyen una obra genuinamente lusa, porque reinventan y estilizan los platos, pero sin pervertirlos con mezclas tan forzadas como foráneas. Si acaso toques de Goa, Macao o Bahía, lugares exóticos pero tan portugueses como Coimbra.

El exquisito y refinado mundo Lavrador comienza con trigo y aceitunas que es lo más mediterráneo de Portugal, porque también es Grecia clásica y Roma imperial. Una infusión de arroz y trigo sarraceno acompaña a un crujiente de lo mismo y suave crema de aceitunas con orégano y limón, su tradicional aliño.

Tras el aromático orégano, la frescura de la albahaca en cuajada para dar frescura a unos salmonetes apenas hechos. La berenjena y los tomates rematan un plato ligero donde sobresale lo vegetal.

La ostra es tropical y pasa de agreste y monosápida a ahumada, cítrica, ácida y frutal (qumquat confitado, granada, mandarina y hoja de ostra). De lo natural a lo civilizado.

Mezclar anguila ahumada del norte de Portugal con crujiente lombarda y ácidos de manzana verde es una gran y sencilla idea que resulta deliciosa. Y eso por no hablar del bello juego de morado y verde limón.

Otro gran plato vegetal es el calabacín marinado con salsa de cúrcuma y rematado con un estupendo granizado de lima. Al lado una tempura de calabacín con puré de pipas de calabaza. 

De esos platos toscos que hablaba, no me gusta la açorda (más o menos puré de pan mojado) hasta que la coge un gran cocinero y la mima, la aliña muy bien y la hace crema. Es base del jugo de la cabeza y del cuerpo de un delicioso carabinero del Algarve cocinado como lo hacían en Goa, con ácidos y picantes, además de frescor de acelgas y una “pimienta” de las cáscaras deshidratas. Un enorme plato. 

Me ha encantado el punto de los calamares ahumados, tiernos y levemente cocinados, y el añadido de un falso caviar (esferificaciones de kombu).

Los panes de masa madre y esponjoso brioche son magníficos, pero aún más lo es una mantequilla envejecida y ahumada con un poco de aceite de menta. Los sirven como un verdadero plato y dan paso a un estupendo mero con caviar, mantequilla tostada de algas y una perfecta salsa de caldeirada que tiene en su sabor todo el alma del guiso. Por eso, los puntos de pimiento me han resultado algo superfluos. 

El empadao (pastel portugués de puré de patata y carne) es otro guiño a lo popular y aquí se ennoblece con buey gallego y buena acidez de encurtidos.

Una sola carne y de cerdo: deliciosa presa con endivias rojas y un delicioso jugo concentrado del propio cerdo ibérico con pimienta rosa.

El primer postre es muy cítrico y fresco: varias texturas de piña (con unas maravillosas láminas de gelatina), crujientes de merengue y flores de Sichuan que duermen y excitan la punta de la lengua.

Después la complejidad de un helado de eucalipto mezclado con amarga tierra de cacao, crumble de avellanas, membrillo fresco y en dulce y el golpe de gracia de caramelo salado de eucalipto, en versión líquida. Una gran mezcla que se contrasta con dos cucharas con dos esferificaciones de membrillo y eucalipto. 

Aún hay dos bocados más: original macarrón de cúrcuma relleno de batata y una gran trufa de chocolate con café servidos con manzanilla, que no sé yo, pero que se puede sustituir por café (mejor).

Y mención aparte a los vinos, un gran paseo por todas las regiones de país, incluidas las islas, para conseguir la más perfecta armonía con la comida. Portuguesismo elegante en estado puro. Hay que estar muy atentos a Rodolfo porque en tan poco tiempo ha hecho un gran trabajo y porque lo tiene todo para mejorarlo: ideas, formación, tensión, audacia y elegancia. 

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Lhardy

El término “restaurant” aparece en París a mediados del siglo XVIII. Procede de unos caldos “restaurativos” (bouillons restaurants) que ofrecía el cocinero Boulanger en su local de 1765.

La mayoría son posteriores a la revolución francesa, cuando los cocineros de los nobles se quedan sin trabajo. Y ¿cuál fue el primer restaurante de España? ¿Cuál fue el primero que puso mesas separadas, manteles, comida a cualquier hora y cocina a la carta? Pues precisamente, en 1839, Lhardy, el mejor restaurante que se había visto nunca en la corte.

Sin embargo, al menos desde que yo tengo uso de razón, y ya hace mucho, Lhardy vivía una lenta decadencia que a la mayoría nos hacía dudar sobre supervivencia. Cuando ya todo parecía perdido y estaba apunto de cerrar, la mano mágica del grupo Pescaderias Coruñesas y el buen hacer de su elegante, director, Abel Valverde, obraron el milagro y no solo no cerró, sino que ahora mismo vive su mejor momento, al menos de los últimos 50 años. Todo el equipo, empezando por el director y el maitre y siguiendo por un estupendo chef y una gran sumiller, ponen todo su entusiasmo en que Lhardy vuelva a ser lo que fue.

Mi última comida, allí ha sido la mejor hasta el momento y ha tenido la culminación espectacular de un pato caneton a la prensa, preparado en la sala con preciosos utensilios de plata y cobre, y por supuesto, el gran flambeado tradicional.

También lo utilizan en otro de los clásicos de la casa: la tortilla Alaska, que tiene un merengue magnífico y la cantidad justa, en el relleno, de helado y bizcocho.

Me ha encantado el plato de los puerros, confitados y asados, con anguila ahumada. Glaseada esta con jugo de carne y todo rociado con avellana rallada, es una entrada deliciosa y elegante.

Casi tanto como unas colmenillas, cuya salsa muy reducida, de carne, cebolla y foie, es tan rica que deja pequeñas a las deliciosas setas

También muy elegante y muy potente, una sopa de cebolla canónica, pero que tiene la gracia de estar coronada con una cúpula de crujiente hojaldre al estilo de la sopa V.G.E. de Bocusse.

El cocido nunca falla y es el mejor de Madrid, con una abundancia de productos impresionante. Para compensar una espléndida cigala, porque perteneciendo a Pescaderías Coruñesas, pescados y mariscos nunca fallan.

Han rescatado cuberterías, sofisticado manteles y servilletas y, haciéndolo todo más refinado, el ambiente también ha mejorado considerablemente. Hay que seguirles muy atentamente porque de un sitio turístico y decadente, se está convirtiendo en uno de los mejores restaurantes clásicos de Madrid, como siempre fue.

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Can Simoneta

Me ha encantado la alta cocina mexicana, mexiterránea, de Can Simoneta. Ya la echaba de menos desde Roberto Ruiz cerró Punto Mx y todos los mexicanos se dieron a lo más comercial. Lo gracioso es que solo he probado dos de sus platos más elaborados, cuando creía estar comiendo todo de su restaurante gastronómico, ya cerrado desde hace unas semanas. Y eso porque me ha preparado un menú que es de alta cocina, pero la tiene aún más elevada. Así que deseando que reabra en primavera. Lo de ahora ha sido elegante, colorista, creativo y lleno de ese sabor inigualable de una cocina sabiamente llamada mexiterránea, o sea, lo mejor de los dos mundos. 

La ostra vuelve a la vida es pequeña y delicada y equilibra su sabor a mar salvaje con un cóctel de tomate, lima y chile. Además un poco de sabor cítrico de un borde de chile tajin para dar el toque picante. 

El maíz -que ellos cultivan- y el aguacate están en cuatro grandes y bellos aperitivos: una bonita rueda de crujiente maíz con puntos de aguacate, gel de cebolla y limón tatemado, nachos con queso y cebolla morada, y sobre el mapa de México, un esférico de chilaquiles en una crocante tartaleta y una panacota de maíz. 

Dan tanta importancia al pan y la mantequilla que los ponen como un plato, no para acompañar, aunque luego se puedan quedar en la mesa. Y un gran pan rústico se acompaña del estupendo aceite Aubocassa (que es de los mejores y SÍ sabe a Arbequina) y grandes y originales mantequillas: mediterránea de aceitunas, picosa y deliciosa chile chipotle y semi dulce de mole, la cumbre de las salsas mexicanas. 

Preciosa y llena de sabor la tostada de atún Balfego, aún mejor por estar marinado en una salsa cantonesa con chipotle y acompañarse de crema de aguacate y nata agria en perfecta armonía. 

El aguachile es un intervalo de frescor. Es de lubina curada y se baña en la tradicional marinada a la que añaden esferificaciones de hierbas dulces y gelatina de cebolla sobre la tradicional salsa de jalapeño verde

La tostada es una tortilla crujiente y el taco esta misma pero más jugosa y blanda. Ambas formas me encantan y esta más, porque el taco es de cerdo negro mallorquín y se refresca con brotes de su huerto. Además cebolla rellena de cerdo (gran cosa), una profunda y sabrosa demi glas de verduras y el toque mágico y rústico de unas tiras de oreja de cerdo frita. Un plato sencillo en apariencia, pero lleno de sabor e ideas admirables. 

El lenguado glaseado con tamarindo y cacahuete, que además parece una costilla gracias a las espinas, tiene una aromática salsa de lima y guindilla y un rico estofado de esquites (maíz). Todo junto, es una explosión de aromas y sabores que no anulan el delicado sabor del pescado

La cochinita pibil es sencillamente la mejor que he probado. Respetando las formas tradicionales, David remata la riqueza de este guiso con una fresca ensalada de zanahorias y rabanitos con vinagreta fruta de la pasión y panela. Guacamole y tortillas de maíz nixtamalizado, completan unos tacos memorables. 

El mango Margarita es un rico postre homenaje a esa gran bebida a base de mango, lima y chile ahumado. En un plato crema fría de mango, mango fresco y delicioso helado de tequila. En un vaso calavera, el cóctel hecho con espuma de lima, tajin (salsa picante así llamada), mango y tequila. 

Está magnífico pero casi lo mejora un preciosa piñata llena de petit fours elegantes y delicados. 

Hay un enorme cuidado en las elaboraciones, en la presentación, el equilibrio de sabores y en la renovación de todo sin dejar de ser fieles a la tradición. Además, está en un bellísimo hotel que es todo mar y el servicio está a la par de tantas cosas espléndidas. Todo un hallazgo y, por fin, de nuevo, alta cocina mexicana. 

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Voro

Los botones de la duquesa de Osuna, se parecen a la cocina de Álvaro Salazar en Voro, como este al poético preciosismo de Goya. En el retrato de la familia Osuna, los grandes botones del delicado vestido de la duquesa tienen como pequeños lunares que, contemplados de cerca, evocan un esmalte con un paisaje. Solo el observador minucioso es premiado. El otro ve “tan solo” una obra de extraordinaria belleza. 

Del mismo modo, cada plato de Álvaro es una cumbre de sabor y belleza, pero si se profundiza, se aprecia en ellos una verdadera filigrana: una enorme complejidad que se derrama en técnicas, texturas, temperaturas, colores y sabores, pero, sobre todo, en pequeñas flores de miniaturista, micro esferas, puntos diminutos y composiciones artísticas. Una cocina exquisita entre lo andaluz y lo balear y los más preciosistas platos que se pueda imaginar. Lo van a ver (recomiendo abrir las fotos), aunque lástima que no les pueda transmitir el espectáculo de verle componer cada plato con minuciosidad de orfebre y meticulosidad de alquimista, en un esfuerzo de concentración que parece sacarle de la realidad inmediata. 

Cada plato tiene una lámina con un hermoso dibujo. El primero es ramallet mahones, un gran helado de queso de Mahón sobre una agua de tomate con fuerte sabor ahumado y esféricos de albahaca y caramelo de tomate. Al lado, una frágil tartaleta de tomate con pesto y tomate ramallet y brossat, una delicia quesera catalano/balear parecido al requesón

De la tierra, queso y tomates y del mar, un crujiente bocado de merengue de algas con un potente atún y la emulsión de sus espinas; una coca de sardinas curadas con una lámina quebradiza de pimientos, crema de estos y un toque de queso; un cilindro de espirulina y algas es soporte para el delicioso cangrejo azul para acabar, un tradicional pastel de cabracho primigenio metido en un magnífico y delicado vasito de fina gelatina también de cabracho

Los aperitivos cárnicos empiezan con un patito que es una nebulosa espuma de azafrán sobre una galleta de maíz y un estupendo paté de pato; siguen con un steak tartare de poderoso sabor gracias al tuétano asado y a una crujiente cecina. La base de torrezno suflado profundiza aún más. El buñuelo de ragú de ibérico con demi glas y sobrasada es una gran fritura y la pintada escabechada se potencia con unas deliciosas perlas de vinagreta

La elegancia del ajoblanco con caviar es enorme. Podría bastar con la espuma de la rica sopa fría pero esta se rellena de un tofe de almendra, algo de aceite Picual y un delicado caldo de vainas de guisante que emergen en cuanto se toca. Delicioso e impresionante. 

Aún más barroca es la ensalada avinagrada de mariscos (sepia y gambas de la isla, berberechos, mejillones y erizos gallegos) al Palo Cortado, porque junta una de las mejores vinagretas que he probado con los aromas del vino y el polvo helado (ante nuestros ojos y con nitrógeno líquido) de un aromático aceite al amontillado. Como dice el chef “una lectura andaluza del Mediterráneo”. Del oriental, digo yo. 

No elegimos los exquisitos panes sino que ponen el más adecuado para cada plato. Son tres, más una ensaimada.

El del bogavante es de Kamut, un trigo de la zona. Perfecto para una recreación del bogavante con huevos rotos. La cola hecha en agua de mar, se ensalza con gazpachuelo de la cabeza del bogavante, con hierbas de la zona. Los huevos rotos son de codorniz y coronan un muy crujiente cilindro de patata relleno con las pinzas y un poco de pimiento, en un bocado perfecto.

El tierno San Pedro con un punto perfecto tiene un suave pil pil hecho con la cabeza, una más potente demi glas de las espinas y  una marina holandesa de las huevas secas y ahumadas. Y fresco verdor de diminutas judías verdes. 

El ravioli -glutinoso y oriental- junta gamba blanca y cerdo ibérico unidos por unas setas untuosas y caramelizadas. Para reforzar la gamba frente a la fortaleza del cerdo, una salsa espumosa de sus cabezas. Y otro gran pan, esta vez de cristal, más ligero y alveolado. 

El pato es impresionante en técnica e imaginación porque cruza espléndidamente un clásico puchero andaluz con los lujos de la royale. El primero se hace con pato y después, con este la royale. Con chirivías, zanahorias, cebolla, col y garbanzos de cocido, se elabora la guarnición a base de esferas, flores, puntos de crema, círculos y otras bellas fórmulas. Pero no acaba aquí la genialidad del plato, porque se acompaña no de pan sino de una ensaimada en la que la manteca de cerdo se enriquece con grasa de pato

Acabamos lo salado con una ternera en adobo andaluz que también se utiliza, muy reducido, con una demi glas para completar la salsa. Y para equilibrar, cilindros de manzana que dan frescor a un plato poderoso. Y el pan, esta vez, de malta tostada y dulces orejones

Los postres están a la altura y son nuevas filigranas: primero refresca con una versión de la pomada menorquina (ginebra y limón) en sorbete. Para dar crujiente, quinoa suflada, vigor, pimentón picante, y sabores cítricoos, gelatina y rocas de limón y gajos de naranja. En una caja aparte, escondidos entre hojas y frutos de qumquat, un bombón de sorbete de pomada, roca de chupito de ginebra e indistinguible de los verdaderos, dos falsos qumquat, que son bombón y frescura.  

La bella composición de fresas, hibiscus, rosas y pimienta rosa es una oda a estos delicias que comparten color y características: cada preparación es sobresaliente pero ninguna como la originalidad y el contraste levemente picante de un helado hecho con las cáscaras de la pimienta. 

Y del rosa al amarillo de la más pura tradición infantil, con una torrija de brioche cubierta de frutos secos, espuma de galanga y con un gran helado de mantequilla noissette; y gachas, pero heladas y con toques de aceite y matalauva, sin olvidar el bello encaje que recubre todo. Cómo hacer de lo popular lo más elevadamente refinado y que sepa igual. 

Los petit fours son pequeñas joyas, tan llenas de detalles que muestran a las claras que hoy el cocinero (como en el barroco) ha de ser mucho más que eso: un maestro de la artesanía, cuando no un artista. 

Ver la concentración en de Álvaro y la de sus pocos cocineros basta para entender el milagro de este menú que, a la reflexión y el sabor, une tal belleza y personalidad que solo merece tres estrellas. Muy impresionante. 

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Coque

Siempre he dicho que Coque es el restaurante más importante de Madrid, porque une el más impresionante de los espacios, obra prima de Jean Porsche, a un gran servicio y un cúmulo de detalles excelentes a cargo de Diego Sandoval, la excelente bodega de Rafael y la esmerada cocina de Mario también Sandoval, la única verdaderamente alta cocina madrileña, con toques de vanguardia, que se practica en España

Pero en este camino hacia el madrileñismo total, Mario ha estado influido por muchas cocinas y tendencias hasta llegar a este punto en el que ha perfilado un enorme y culto menú en el que se recorre desde la cocina de corte hasta la más popular, pasando incluso por la literaria. Un ejercicio inteligente, refinado, científico y lleno de buen gusto y sabor. 

Y eso se nota, como una declaración de intenciones, desde el primer aperitivo del bar: un precioso mosaico de cremas, basadas en la chanfaina, que forman la cara de Cervantes, un escritor que consagra la importancia trascendental de la gastronomía en la vida, al utilizarla para definir a Francisco Quijano en las primeras líneas del Quijote. Además, un punzante helado de ajoblanco

Se bebe Coque club, un gran cóctel de whisky y vermú, espuma cítrica y pompa de fruta de la pasión

Después, en la barra de ónix, paté de cochinillo con esferificación de aceituna y una elegante gelatina de hueso de jamón; en la bodega uvas de PX (que estallan en la boca) y crujiente de maíz y foie con aguacate, un homenaje al Madrid más americano. Todo con cava, que no está mal, pero que empeora notablemente el champán de antes.

Llega después en la muy taurina sacristía, el fino espléndidamente venenciado y el toro bravo, en forma salpicón (que en su origen era de carnes) de vaca en vinagre antiguo y de potente tartar dentro de una crujiente y preciosa lámina con forma de toro. 

En la cocina, cerveza artesanal y la llegada de las aves con una magistral tartaleta de faisán en pepitoria, una elegante manera de dignificar la humilde gallina del guiso tradicional. Junto a ella una gran tortilla líquida con patata andina, una suerte de tierno bombón que inunda el paladar. 

Después del recorrido, el almuerzo en la mesa comienza con exquisita y límpida agua de tomate con espuma de hierbabuena y un ligero buñuelo de queso manchego, setas y trufa. 

Es muy opulento el salpicón de carabinero -ahora sí, el habitual de hoy en día, pero con un punto ahumado- y aliñado con mostaza de de los jugos de la cabeza. Además una estupenda yema de huevo curado eh vinagre y mole verde. Mucho más que un salpicón

Me ha encantado la reinterpretación de la adafina, el plato sefardí padre del cocido. Aquí se hace con garbanzos tiernos y un gran caldo traslúcido de cordero, vegetales y un mágico toque de canela. Aparte un rico bocado del solomillo del cordero con lechuga romana.

Un tomate de la finca Sandoval osmotizado en aceite de oliva es la base de una sinfonía de tomates en muchas ricas texturas que contrasta con los ácidos de un gran helado de piparras y un estupendo granizado.

Las quisquillas de Motril están siempre buenas pero Mario las hace aún mejores con dos sopas: una de cangrejo granizada y otra más, fría de maíz y ají. Una mezcla de dulces (del maíz y la quisquilla) y picantes del ají, absolutamente perfecta. 

Es muy compleja la lubina porque se cura a la manera japonesa antigua, con desangrado completo y reposo en sus jugos durante treinta días. La carne es más tierna y sedosa y lo que se falta de sabor a esta suave pescado lo aportan unos soberbios chipirones en su tinta al tika masala

Después, la fuerza del besugo. En sashimi con caviar, a la parrilla y en un colosal escabeche, que demuestra la maestría de Mario en este tipo de conservación heredada de su familia. El complemento de unas estupendas colmenillas al Oporto no hacen, sino realzar el plato.

Se lucen (por el Madrid afrancesado) con una gran galantina de faisán, perdiz y pichón. La salsa es una estupenda demi glas que contrasta con el puré de nueces y ajo negro.

Ya se sabe que el cochinillo de Mario Sandoval, después de varias generaciones, perfeccionándolo, es el mejor que se puede comer y como no tiene bastante con el tradicional, de lacado y crujiente perfecto, también lo hacen chicharrón y las manitas, en saam con lemon grass, redondeando un plato que ya es mítico. 

Es muy espectacular la preparación de las fresas en un hornillo que emerge de un enorme huevo amarillo, que es un precioso carro. Formas de servicio de alta escuela para flambearlas ante el comensal. Se sirven con helado de champán, crema de queso de cabra y una sorprendente y deliciosa espuma de rosquillas de anís. Como si la tosquedad de este dulce se tornara nube. 

Nada más típico que un arroz con leche. Es bueno como el mejor, pero los supera por sus toques de tapioca y su crocante de arroz inflado y caramelizado con limón

Se acaba con el más humilde y callejero de los postres, pero en una versión aromática, delicada, elegante y muy sabrosa: pan con chocolate y aceite. 

Son también excelentes las mignardises que sorprenden por su soporte de orfebrería. 

Y así se empieza cómo se acaba: sorprendidos por tantos detalles de belleza y saber. No solo en las cosas, también en los sabores, las recetas renovadas y los perfectos vinos. Un restaurante sobresaliente. Un tres estrellas de manual. 

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Iván Cerdeño

Tan elegante y estilizado como un caballero del Greco, sobrio como un noble toledano del Siglo de Oro, con tanto gusto como la ciudad que lo aloja. Y así es la cocina de Iván Cerdeño, que se pone en escena entre la nada de un blanco que enmarca Toledo y sus platos, para que nada distraiga nuestra atención. Y esa cuidad, una de las más bellas del mundo, es reciedumbre de piedra y acero, pero también blandura de agua y barroquismo de  filigrana y damasquino. 

Nada de eso falta en un poético menú que se llama MEMORIAS DE UN CIGARRAL. Los aperitivos muestran la sobriedad en sus sencillos productos y el refinamiento en sabias preparaciones y una bellísima estética que le sitúa en la santísima trinidad de los estetas, junto a Quique Dacosta y Eneko Atxa

Desde los ATISBOS de tatin de alubias aliñadas y garbanzos encominados (cremosos, crujientes y llenos de sabor), a los ADOBOS Y MAJADOS: maíz de la ribera y trucha, que es como un niguiri toledano, un asadillo aterciopelado y cremoso, recio pate de caza menor, otro, muy sabroso, de pimientos verdes y caballa ahumada y el prodigio chispeante de un milhojas (pieles crocantes) de pollo de corral con hojas, flores, huevas de pez volador y la dulzura de un relleno delicioso. 

ENTORNO, HUERTA Y RIBERA es corte helado de cebolla y queso, con ambos fuertes sabores en equilibro perfecto; encurtidos, salazones y jugo de cornicabra tiene esferificaciones, crema, salados, ácidos y el maraviloso y fuerte toque de la recia aceituna toledana;

La tarta de coliflor y nueces tiernas encurtidas con buñuelo de coliflor (muchas texturas de coliflor con nueces tiernas y encurtidas, y una sorprendente nata a la vainilla y escabechada. Para rematar, trufa de verano y la magia de un muy esponjoso buñuelo de salsa holandesa y coliflor;

sopa de pepino (escabechado y en sopa), rábano picante (refrescantes bolitas heladas, shots), yogur, requesón y hierbabuena es puro frescor con un toque marino de arenque

acaba con una gran secuencia de setas de temporada (tartaleta de setas en escabeche, entre lo crudo y lo ácido, profundo e intenso consomé de monte (muchas setas y gran sabor) y pil pil de rebozuelos con etérea espuma de miso). 

COCINA DE MONTE Y MAR es una crujiente, tostada y exquisita empanadilla (sin pan y de manitas) rellena de dulces y delicadas quisquillas, una mezcla deliciosa. 

El DIARIO DE CAZA es el lado más aparentemente sencillo y esencial por el que fluye el talento de Iván. Hasta parece abandonar algo el esteticismo para recrear estos sobrios platos  de caza.

El jabalí, muy tierno, se asa con mole y lo completa un baghir árabe que es una suerte de tortilla de jabalí especiado. El conejo de monte es una pequeña brocheta y también un magnífico y espumoso sabayón con amargos de café y dulces de maíz

CONFITERÍA es leche ahumada y caviar (una gran mezcla dulce y cítrica); curry, limón y hierbas, una estupenda mezcla de texturas y temperaturas en la que alterna acidez, dulzor y picante de curry;

buñuelo de viento esponjoso y semilíquido y almendras y flores, un níveo y aromático homenaje al mazapán en el que resalta un suculento bollito templado de almendra.

Ha sido un menú perfecto,  completado con una sobria narración y el saber del sumiller, además de un buen servicio. 

Quizá pido muchas estrellas, pero es que hay sitios que claman por una tercera. 

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