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Hermanos Torres

Mucho me temo que la belleza y la elegancia no están de moda. Actualmente, parecen valorarse mucho más cosas tales como la sostenibilidad, el producto y la esencialidad, un nuevo palabro que elogia el neorrusticismo. Sin embargo, cuando se disfruta de la cocina de los Hermanos Torres lo primero que nos viene a los ojos es la cuidada belleza de sus platos, de enorme altura estética, y la elegancia de una cocina que, bebiendo de la francesa y la española, de la más alta y la más tradicional, se moderniza con técnicas de vanguardia.

Pero demuestran además, que eso es compatible, cuando hay pericia y sabiduría, con la sostenibilidad de su propia finca, el producto buscado afanosamente entre los mejores y el amor a lo popular, que no a lo rústico, disfraz muchas veces de la falta de altura. Su “esencialidad” es un enorme comedor cocina absolutamente negro y desprovisto de adornos que era un antiguo garaje. Y en ese tenebrismo resalta, cómo el diamante en el terciopelo, su alegre colorismo.

Empiezan con un invernal y delicioso consomé de caza al que añaden un burbuja de trufa negra (con textura en el interior) y acompañan de un exquisito crujiente de muslos de pato y pomelo.

Siguen tres deliciosos aperitivos: un estupendo bombón de caldo de piparras con un boquerón ahumado que casi lo hace gilda, pan tomate con estupendo jamón y un suave tartar de rubia gallega con un velo de gelatina.

El calamar curado con guías de sake es mucho mejor que un crudo y contrasta deliciosamente con un consomé templado de ave, rico, elegante y suave. Una buena opción porque la potencia ya la pone el caviar en este gran trío.

Hay un pan de masa madre (conservada desde que abrieron hace cinco años) poderosos con una Arbequina de Borges Blanques muy delicado, que sirven con gran ceremonia.

Nos entretiene hasta que llega la preciosidad que es el crujiente de algas relleno de tartar de gambas blancas, coronado de erizos, y con los toques herbáceos y anisados de una gran infusión de cebollino. Los sabores marinos son excelentes, la mezcla de blandos y crujientes (también de huevas pez volador) perfecta y el equilibrio de las algas, tan bueno que hace que no se se carguen todo lo demás, como es habitual.

Poner una anguila a la brasa, en sentido homenaje valenciano, con puré de manzana verde no parece gran idea pero lo es. Compensa lo sabores ácidos de encurtidos, del apinabo y endulza una gran salsa de anguila con infusión de cítricos. Un concierto de sabores.

Aunque para eso los guisantes de su finca de Llavaneras, esmeralditas vegetales, con crujientes migas, almidón de tapioca -que desengrasa y absorbe sabores-, y un espléndido caldo de jamón con un afrancesado y cremoso punto de mantequilla.

Otra cumbre de la presentación es una versión calentita de la sopa de cebolla, que se hace con las enorme (y con denominación de origen) De Fuentes que, a veces, pesan hasta dos kilogramos. Se cubre con un precioso encaje de parmesano curado y una buena cantidad de aromática trufa. Aún mejor que el original.

El guiso de bacalao es tradicional de denso pilpil y tiernas judías de Granxet y diferente por sus pequeños ñoquis de chorizo, el limón curado y el precios crujiente de patata que lo recubre, todo bien armonizado y muy suculento.

Antecede muy bien a una de las cimas del menú que es un singular pato caneton a la naranja. Está madurado 30 dias lo que le da una singular ternura que contrasta con una piel muy crujiente. La perfecta salsa es magistral, clásica, nada exagerada y de naranja sanguina. Más que suficiente, pero añaden estupendos purés de naranja y Grand Marnier y un arquitectónico dolmen de pera y paté de pato.

Y un regalito fuera de menú, una tímida -por eso no me ha gustado tanto- royal de liebre con crujiente de zanahoria y trufa, en la que lo mejor, nuevamente, es una soberbia salsa, tan deliciosa que se le perdona su sabor tímido, menos intenso del habitual. Y es que para quien no lo sepa, este plato, cumbre de la cocina de caza, aterroriza a muchos por la potencia de sus sabores, que es justo lo que amamos sus fans incondicionales.

Por muy suave que sea la versión, necesita de epílogos frescos y para eso sirve a la perfección un gran postre de nieve de vermú blanco, naranja fresca, limón, romero y la sorpresa excelente de un sabroso bizcocho de aceituna negra que le da una naturaleza bifronte de aperitivo y postre a la vez.

Del mismo estilo atrevido y sobrio es la manzana detox con espinacas y hierbas que, a lo suavemente aromático, une punzante jengibre caramelizado, un buen pesto de menta y ñoquis de manzana.

Como soy tan chocolatero me ha encantado el cacao en texturas con un original sorbete de pulpa de cacao y eso que es un postre muy manido, eso sí, muy bien resuelto en este caso.

Una flor de naranja amarga inicia una serie de pequeños bocados deliciosos entre los que destaca un bombón de palo cortado que depositan en un estuche, como una joya. Porque lo es…

Cierto que hay un ejército de hábiles cocineros, amables camareros y expertos sumilleres -capitaneados hoy por un omnipresente y arrolladoramente amable, Javier Torres-, pero aún así sorprende tanto el buen ritmo -algo bastante raro en estas fórmulas estrelladas- que preguntan si van muy rápidos. Una máquina perfecta que sorprende tanto como los elevadisimos precios de los vinos, donde las opciones de menos de 100€ son reglamente pocas en tan amplísima carta.

Solo de eso me quejo -y de una pequeña copa de Clos Martinet 2003 a 50€-, porque lo demás es pura elegancia, personalidad, buena cocina y mucho placer. Uno de los más grandes, sin duda alguna.

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Mina

En pleno centro de Bilbao y con la ría a sus pies, Mina es un gran restaurante para solo 25 comensales. Ello les permite una cocina de producto muy cuidada y mimar a cada cliente. En su apuesta por el sabor, las elaboraciones parecen sencillas; no lo son aunque están en esa modernidad de los pocos ingredientes que se realzan unos a otros en la mezcla.

Buenos aperitivos ya lo indican: almejas con salsa vizcaína caliente y alcaparras, espuma (cremosa) de hígado de bacalao con su piel crujiente y huevas picantes, una rica sopa de pepino encurtido y menta con leche agria y aguacate. Un toque de Oriente en la ría.

El cremoso de ajo negro e infusión de champiñón (limpia y espléndida de transparencia y sabor) es un juego de temperaturas y lleva pieles de pollo y tinta de calamar.

El chicharro ahumado al romero, coliflor y sidra se anima con rábano encurtido y gel de sidra. El ahumado es muy suave pero también muy aromático y él plato, de recuerdos nórdicos, sabroso y equilibrado.

Estupenda la ostra Gilardeau a la parrilla con salsa americana y perfecta para los no fans porque el sabor de la salsa y el toque de brasa domestican y dulcifican tan salvaje sabor.

Impresiona la royal de cebolla morada de Zaya y caldo de chipirón por variedad de texturas, sabores (iguales pero diferentes) y temperaturas. Cebolla caramelizada en la base, royal de cebolla, caldo de lo mismo y unas huevas de arenque, dando fuerza y coronándolo todo.

Son espléndidas todas las verduras y la berenjena confitada al té rojo y gambas blancas, simplemente enamora con sus sabores a brandy, soja y miel. Es untuosa y también crujiente gracias a esa hoja, que es su piel, e intensifica los recuerdos a madera.

Muy conseguido el pastrami de ventresca de atún con crema de curry verde y limón encurtido. Picantes y ácidos para un pescado tratado como una carne.

La delicada trucha con mantequilla tostada y cítricos vuelve al mundo de los ahumados y navega sobre una gran salsa, entre meuniere y beurre blanc.

Todo me estaba gustando y había modernidad y audacia, pero la vuelta al clasicismo me ha dejado boquiabierto con una terrina de liebre a la royal simplemente perfecta y de sabores muy profundos.

Los ricos postres juegan con los sabores disímiles e inhabituales. Tamarindo, toffee y Perrins es dulce por tofe, ácido de tamarindo y picante por la salsa Perrins. Muy llamativo, gustoso y diferente.

La leche de caserío, ras al hanout y fruta de temporada (agrio, salado, especias y fructosa) está llena de sabores y sorpresas a base de salvia, pimienta rosa y romero. El fondo es un riquísimo y sorprendente crumble de ras al hanout y lleva también sirope de arce, ron, mascarpone y arándanos. Un gran postre totalmente fuera de lo habitual.

Y como sorpresa final, otra delicia: el sabayón de azúcar mascabado, helado de naranja amarga (con el rico añadido de sus pieles, como en la mejor mermelada inglesa) y crema de yogur (ácido, dulce, agrio)

Está muy bien Mina. Arriesga pero también hace guiños al clasicismo en grandes platos. Una gran cocina al servicio de una carta llena de propuestas interesantes en un bello y sobrio entorno en el que se mueve a sus anchas un buen servicio.

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