La cocina de Ramón Freixa es brillante, imaginativa, sabrosa y alegre. Refleja como pocas la personalidad de su autor que, transplantado y florecido en Madrid, sigue exhalando luz Mediterránea y exceso ampurdanés por todos sus poros. Lo mejor es que también es un cocinero culto y técnico que transita de lo clásico a lo vanguardista y de la sencillez al barroquismo, con suma naturalidad. Y todo ello, con una regularidad admirable. El invierno, época de trufas, setas, bosque, fuego y caza, es una muy buena estación para visitarle.
Y dicho todo eso, parecería curioso que enpiece su menú con un un homenaje a Andalucía, pero es que nada se explica en Cataluña sin ese profundo sur y qué mejor que un brillante cucurucho comestible (es de obuato) de camarones con salsa brava. Ese aperitivo en la mano, el resto en la mesa: chispeante paulova de lichi Martini picante con coco especiado, envolvente cupcake de lechuga, yema de codorniz curada y hojas cítricas y un brillante pan de cristal con tomate y jamón, que parece verdadero vidrio y en el que prima más la belleza que el sabor.
La secuencia de invierno se compone de un estupendo barquillo de romesco con calçots, un potente bombón líquido de perdiz roja escabechada y col líquida y una estupenda sopa de cebolla y tomillo que es una restallante esfera rellena.
Los guisantes del Maresme son suntuosos, crujientes y apenas hechos y se animan con callos de bacalao, de estupenda textura, aromática trufa y una “no” carbonara de panceta.
El caviar no se toca -afortunadamente-, pero se coloca en buena y original compañía de dulces: croissant de boniato, papaya calcificada, aterciopelada crema de chirivías y unas sorprendentes y extraordinarias natas de leche de oveja que, siguiendo la tradición de poner el caviar con lácteos, la mejoran en grado sumo.
El deslumbrante foie, de delicioso sabor, me ha complacido tanto como desconcertado y es que, a pesar de su belleza, la elegancia del cuajado de alcachofas y el toque de mar de la lámina de sepia con salsa de cebolla, he echado en falta algún elemento cítrico o muy fresco para contrarrestar los elementos grasos.
Ramón siempre ha sido maestro arrocero y por eso borda un arroz venere con boletus y butifarra que contrasta con un excitante socarratde arroz bomba, muy crujiente, con gamba roja. Pero no solo, falta la poderosa, cremosa y muy gustosa sopa de las cabezas, un prodigio con personalidad propia.
Con el excelentísimo Calvario de 2012, solo se puede tomar algo excepcional y el pato azulón lo es. Muy tierno y en su justo punto, lleva también crema de castañas, madroño al calvados (el primer madroño rico que pruebo en mi vida), membrillo y cítricos, puras frutas de invierno. Y lo mejor, una demi glas lujosa hecha con los muslos. Entre otras cosas. Por si fuera poco, con los interiores hace un rico parfait, tan bonito que da pena desbaratarlo.
Creo que el queso siempre es perfecto para acabar una buena comida, pero aquí me parece esencial y ello porque el binomio de queso Olavidia es magnífico y diferente: un delicado tocino de cielo que llena la boca de placeres y una crocante croqueta semilíquida de Stilton, llena de fuerza y sabor.
Así sabe aún mejor el pan tostdo con nueces, semifrío de tupinambo, apionabo asado con té ahumado y semi compota de limón y pera, toda una exhibición de preparaciones y un desparrame de sabores e ingredientes tan buenos para postres como poco usados. Junto a ellos y en un bello plato hexagonal, algo lleno de densidad frutal y golosa, una delicia, milhojas de galleta, plátano y caramelo con hechizante crema helada de vainilla.
Y si creo que los quesos son imprescindibles, aún más lo pienso del chocolate, aquí en un plato bello y arquitectónico con cacaos de cuatro intensidades y procedencias con perfectas mezclas: cremoso de lavanda, romero, tomillo limón, flor de saúco y estragón, otro admirable despliegue.
Supongo que con esto ya sabrán por qué es uno de los grandes. Pero hay más, porque es un chef esteta y, con la ayuda de espesos manteles, las platas de la familia hostelera y refinada, las exquisitas vajillas y cristalerías, que busca por todo el mundo, la experiencia táctil y visual es sublime. Y esas se añaden un gran servicio y una sumiller elegante que nos hace soñar. Sin duda entre los tres mejores de Madrid y eso es ponerse muy arriba en el mundo.
Me gusta tanto Paco Pérez que me fui hasta Llança (cuidad en la que lo mejor es el nombre, como en tantos libros e incluso personas) para conocer su esplendido Miramar.
Así que con esos antecedentes, la preciosa y luminosa Enoteca, del excelente y excitante Hotel Arts, lo tenia bastante fácil. Claro que ya tiene dos estrellas Michelin muy justificadas, por lo que tampoco descubro nada.
Paco es discreto y anda medio escondido en aquella esquina oriental de España, ya casi en Francia y es probablemente, con Ángel León, el cocinero que mejor trabaja los pescados y mariscos o cualquier otro producto del mar, como las algas. Los mezcla sabiamente, los somete a muchas preparaciones, los cambia sutilmente de sabor o textura, pero jamas los devalúa o traiciona. Al contrario, los frutos del mar parecen redoblar su sabor cuando pasan por sus manos. Además, lo celebra con tanto placer y alegría, que sus platos son bellos, coloristas y transmiten eso que los franceses llaman joie de vivre.
El menú actual de Enoteca permite gozar esta cocina en todo su esplendor, porque es un recorrido por estos 15 años.
Pero es mejor que vean todo esto a través de su cocina, empezando por cuatro grandes aperitivos: una nada marina -pero dulce y deliciosa-, y muy crujiente tartaleta de calabaza y naranja (helada) acompañada de un sutil pisco sour de calabaza y naranja (2022); un muy marino y sabroso sándwich de melba (que es también potente crujiente de alga nori), con punzante mayonesa de wasabi (2017) y un soberbio “recuerdo de Galicia” (2018), un mosaico de estofado de pulpo con patata y pimentón. Como un pulpo a la gallega, pero en mejor aún.
La tartaleta de erizo y caviar (2018) está hecha con obulato de tinta de calamar. El caviar polaco es excelente y espléndida la tartaleta. Llevamos hasta ahora cuatro crujientes diferentes para envolver los aperitivos y todos rivalizan en pericia, sabor y deliciosa fragilidad.
El escabeche de algas y mejillón (2033) es un prodigio de sabor marino concentrado, a través de esferas heladas, mejillón en escabeche de algas y de él mismo.
Estamos haciendo una gran prueba de vinos y tomamos ahora un sorprendente vino tratado como cerveza. Acompaña exquisitamente a El mar recordando a Gaudi (2017), un enormecollage de tartar de quisquilas, atún, percebes, caviar, algas, zamburiña y yema curada en dashi, una asombrosa mezcla de perfecto equilibrio, porque nada domina al resto.
Los guisantes con codium, zamburiña y trufa, de 2018, con sus toques ahumados, son guisantes lágrima (de Llavaneras) con su crema, cremoso de algas y estupenda zamburiña. Y todos los eximios ingredientes mejorando al resto.
Las espardeñas a la carbonara (2012) son una falsa pasta hecha como la otra (en la versión nata y mascarpone), pero reforzada con la piel de las espardeñas, panceta y, nuevamente, una maravillosa trufa.
Magnífico y potente es el bogavante con alcachofas de 2019. Se baña en un perfecto chili del crustáceo y se corona con un sutil aire de mantequila de hierbas, en la mejor tradición de la receta francesa. Por si fuera poco, unos helados shots de los corales. La alcachofa está encurtida para que no desmerezca ante tanta intensidad. Para mojar, un estupendo pan chino.
Tradición de 2020, es un magnífico arroz -en los que Paco es reputado especialista- cremoso con caldo de gallina, caviar de piñones (nitrógeno), otros al natural y deliciosa trufa, un plato en el que se ve poco porque todo está en el sabor del caldo que embebe el arroz.
El lenguado de invierno (2021) es una maravillosa receta de pescado con emulsión de pistachos, setas (sobre tíos trompetas) y chipirón a la brasa. La mezcla del exquisito lenguado con las setas es perfecta y la presentación de muy alta escuela.
Hay una carne, pichón (2021) de perfecto punto bien madurado, una profunda demiglas y los toques maestros e históricos (la salsa preferida de los romanos y que salía a espuertas se Hispania) de un garum de pichón y otro de portobello.
Me ha encantado para hacer la transición al dulce, un elaborado queso: fragilísima y crujientísima tartaleta (2022) de un muy cremoso brie, cubierta de trufa.
Magnífico prólogo para el invierno blanco (2020), un níveo paisaje de membrillo, shot de sake, una aterciopelada yuba (nata de soja), polvo de menta, lichi y hasta palomitas.
Mucha suavidad frente a la contundencia del exquisito chocolate de 2017, con maíz, mole, plátano frito, kikos y cilantro, un postre dulce, salado, amargo y herbáceo con aromas muy mexicanos.
Todo es rico y muy bonito y nunca decae porque la presentación de las mignardises es de una delicadeza incomparable, una suerte de dulce rama de cerezo en flor.
Y como no podía ser menos, el servicio acompaña y no digamos los buenos vinos de un gran sumiller. Una gran noche que agradezco a la amabilidad del Hotel Arts.
No sé si les gustará a los independentistas, tan esencialistas ellos, pero una de las cosas que más me agrada de Cataluña es su mezcla, es ese mestizaje milenario que le ha dado una personalidad única, y en la conformación de la misma, Andalucía ha tenido un papel esencial. Por eso, Aleia del gran chef andaluz Rafael de Bedoya solo podía encantarme, porque aúna, con mucho amor, lo mejor de ambos mundos.
Por si esto fuera poco, el restaurante se aloja en el antiguo comedor de la elegante y alocada casa Fuster, una oda de mármol blanco al lujo modernista.
Lo catalano andaluz está en todo y desde el principio, por lo que el Negroni se acaba con oloroso. El comienzo es muy fuerte, porque nunca había probado una ostra que supiera mucho más de lo habitual y esta del Delta del Ebro se refuerza con gelée de agua de ostra y hoja y vinagre de zacura (cerezo). Tiene la acidez justa y un sabor muy realzado, sobre todo para mí que soy poco fan.
Los aperitivos bajan la intensidad, ganando en delicadeza: gambas blancas de Tarragona con crema de raiford y aceite de perifollo, con el toque delicioso de la creme fraiche, tartar de jurela, qué es más sutil que el jurel, con los sabores punzantes de los encurtidos, tierno brioche frito relleno de guiso de chocos encebollados, con una espléndida holandesa de su tinta, y una soberbia croqueta de merluza en la que usan el cogote y en vez de harina el colágeno; espectacular y semilíquida.
La rosa de atún conquista, como los bellos, por su simple aspecto que consiguen mezclando láminas de descargamento de atún (la parte menos grasa) con otras de rábano sandía que restan intensidad al pescado, labor que continúa un delicado caldo de esencia de tomate aliñado.
En un precioso recipiente, llega el flan salado con consomé ibérico a la Manzanilla, girgola de Castanyer a la brasa, foie y el delicioso sabor de la anguila ahumada. Un conjunto soberbio.
Llegados a este punto, no puedo dejar de fijarme en el contraste entre el comedor modernista y la muy andaluza música de fondo y que es el mismo que se ve en los panes que juntan payés y mollete, los aceites, andaluz de acebuche y catalán de llargueta. Las estupendas mantequillas son de jamón, tomate y madurada como si fuera queso. Pero, por si fuera poco, pone esa “mantequilla” natural que es el tuétano, aquí mezclado con una picada tradicional.
El pargo está soasado al carbón y se acompaña de mejillones, huevas de salmón y un gazpachuelohaute cuisine por ser mucho más fino: a una mayonesa de anchoas junta el caldo de cocción de los mejillones. Creo que el pargo es puro pretexto para lucirse con ese excelso gazpachuelo. Y lo digo yo, que evito el tradicional.
La cigala (hecha a la brasa con su cáscara) tiene aceite de las carcasas, aire de las cabezas y otra vez, una salsa memorable, una beurreblanc de amontillado, sin duda una de de las mejores que he probado. Y vuelvo a decirlo, con salsas así, lo demás casi da igual.
Otro gran pescado es el rape madurado cinco días y confitado a baja temperatura con un guiso senderulas, trufa y una espléndida (también esta) e intensísima salsa foyotde fricandó, en la que Francia y Cataluña se dan la mano.
Hay un solo plato cárnico y es una maravillosa ave convertida en farcelletsde codorniz. Está deshuesada, rellena y envuelta en col. Una vez trinchada a nuestr vera, se completa con verduras de la familia de la col (brécol, coliflor, repollo, etc) en muchas preparaciones. Contrasta muy bien con la intensa, y perfecta, demiglas y un acentuado toque picante. Y cuando pensábamos que ya estaba, aparece la sorpresa de las patas glaseadas con trufa rallada.
Los postres son excelentísimos, cosa tan rara. Para empezar helado de nata quemada con aguacate y caviar. Sí, me pareció una locura pero el resultado es magnífico y ni siquiera el caviarKaluga domina el plato quedándose con todo el sabor, como podría esperarse.
Me ha parecido espléndida la versión del mel i matocon nueces, en la que el queso fresco es flan cremoso, la miel no es de abeja sino de boniato (asado, licuado y reducido, tanto que de 10kg salen unos 500gr) y las nueces son una frágil galleta crujiente.
Acabamos con otra versión, ahora de las Catanias que se transforman deliciosamente en bizcocho de chocolate, almendra en praline y exquisito helado y contraste boscoso de trufa negra. Un súper postre también.
Formado en la muy refinada escuela, tan francesa como andaluza , del gran Juanlu de Lu, cocina y alma, sus platos son de una gran belleza, sabores ora delicados ora potentes y un manejo de las salsas absolutamente admirable.
Todo funciona perfectamente, desde una sala elegante, a vinos que huyen de lo más convencional (y todos se sirven por copas, ojalá los copien) pasando por una refinada pastelería. Un restaurante completo.
Tras diez años en Dstage, Diego Gerrero ha alcanzado un envidiable grado de madurez en su propio mundo gastronómico, porque él no es de los que sigue modas, sino de los que las crea. Si sucede claro, porque si no, le da a igual.
Cosas de los que no persiguen el éxito, sino la fidelidad a sí mismos. Una cocina esencial y sin concesiones a la comercialidad, un estilo único basado en la investigación, la creatividad y la técnica, pero no en general, sino la que él mismo crea en función de las necesidades de cada plato.
Sabores concentrados y una motivación muy filosófica, porque si la sabiduría es lo que queda cuando lo hemos absorbido -y olvidado- todo, su cocina es lo que resta tras eliminar lo superfluo y reducirla a pura esencialidad.
Es fácil criticarle desde la insensibilidad o el rancio tradicionalismo, como es fácil denigrar a los artistas más vanguardistas, pero que eso no le aflija, porque eso es lo que permanece y en plan mironiano, cuánto hay que saber para pintar (voluntariamente) como un niño, qué humilde hay que ser para disfrazar el conocimiento de sencillez.
Diez años más tarde, pienso que es el único estrellado que practica el tan manido lujo silencioso y que es todo lo descrito, se aplique a lo que se aplique. El mérito es que lo practicaba hace diez años, cuando aún no existía…
Como ha acabado con cualquier artificio, se pasa directamente a la mesa y todo será sorpresa porque ha desdibujado todas las fronteras entre entradas y principales, dulces y salados… Es de lo único que me quejé -como contaré-, me lo explicó y me convenció. Empieza el menú con un arquitectónico tomate con aceite de oliva, montado sobre una base de gelatina, y que parece saber más que cualquier tomate. Está curado en sal y azúcar y la gelatina es de agua del propio tomate y aporta fuerza, elegancia y otro rojo. Como si fueran muchos tomates en uno.
Las mariposas de invierno son un bocado vegetal, lleno de intensidad, conseguido a través de una proteína vegetal, usada en pastelería, xilium, con la que se conforman unas alas de gran flexibilidad que envuelven una crisálida de baba ganoush. Se acaba con una hoja de sisho que contrasta muy bien con la intensidad de la berenjena.
Aparece ante el cliente con una lengua entera, es bastante arriesgado, al menos hasta que se prueba el delicioso pseudo paté que se hace con ella, y digo pseudo por que, en realidad, es una crema muy suave, que se produce naturalmente después de tener la lengua en aceite y sal cuarenta y ocho horas. Bastan un poco de sal y pimienta, alcaparrones y piparras, para completar esta sorprendente delicia. Después, basta untarla sobre un perfecto pan de masa madre de pasas y nueces, porque ahora también hacen panes y…vaya panes.
Ya decía que Diego nunca da la espalda al riesgo y si no explíquenme que es mezclar kiwi, coco y corazón de atún y que encima resulte muy bueno con esa mezcla dulce y salina. El kiwi está lactofermentado y el corazón de atún curado seis meses, lo que hace que quede con esa textura que recuerda más a un jamón que a una mojama.
Al chef siempre le ha encantado el ajo negro, que ha usado hasta en postres. Esta vez es una delicada y crujiente hoja que rellena con levadura tostada, a la que un kéfir de vinagre aporta sabores ácidos y punzantes ya que se debe alternar bocado y bebida.
Están experimentado mucho con almidones y el del arroz es de los más importantes. Sabiendo el erróneo origen del sushi (chino, por cierto), entierra una lubina en pasta de arroz fermentado durante siete días, lo que conlleva un peculiar curado. Una loncha se sirve tal cual (y sabe a pescado con arroz), mientras que la otra se cubre con un poco de ito togarashi. Me ha gustado más porque soy adepto a los sabores fuertes y mejor si pican. La ventresca se sirve aparte y es una especie de guanciale con kombu.
Como bien dice el cocinero, lo que ahora se llama sostenibilidad antes se llamaba aprovechamiento, y con esa filosofía sigue con el arroz del plato anterior, servido ahora en pasta de arroz, caldo y niguiri de quisquilla. La primera impresión es de insipidez, pero en cuanto se mezcla, adquiere un gran sabor gracias a la parte de arroz fermentado.
Ya les advierto que no se quedará así, porque es un plato nuevo y este chef es un inconformista. Si fuera él, yo lo dejaría tal cual porque la cuajada de pescado, con textura, perfecta, aspecto de flan y coronada con unas potentes y deliciosas huevas de lubina es un chute de sabor y un plato completamente redondo, lo que demuestra que, cuando hay talento, las cosas salen bien, casi del tirón.
Me ha encantado el impresionante, tanto por técnica como por sabor, fish and chipsdieguil, una patata suflé fundida con la piel crujiente del bacalao en un solo bocado.
Empiezo a cansarme de la banalización que algunos usan el caviar como si fuera sal y por eso necesito cocina a su lado, que para comerlo con blinis ya lo hago en casa más barato. Ponerlo con una galleta de calabaza, extrafina y a modo de sándwich, rellena de mantequilla tostada es mejorarlo hasta límites insospechados porque el simple bocadillo ya es de por sí impresionante.
Hay un gran plato de trufa que mezcla un canónica y elegante crema de trufa, generosa en nata con un llamado “plant print”, una lámina hecha de almidón impreso con multitud ze plantas que se mezcla con el caldo. un plato tremendamente sabroso, y aún más interesante, en el que lo más clásico y lo más atrevido se dan la mano.
Y siguiendo con los almidones, los usa para crear un frágil y delicado crujiente con un tartar de churra, con gran sabor y textura sedosa. Menos mal que son muchos bocados porque de todos apetece más, mucho más.
El aguacate y calabacín parte de la contraposición, tan querida por los cocineros, de lo graso y lo ácido (para contrarrestar uno con otro), pero esta vez es al revés porque surge para interactuar con el avinagrado de la piel de calabacín fermentado en miso de alubias rojas y que pedía una grasa vegetal para compensar su acidez. Y qué mejor para ello que ese elegante tapiz de aguacate. Brillante y bello.
La lasaña de anchoa es de una finísima pasta fresca cubierta de suave mantequilla lacto fermentada y una rica salsa de kombu y setas que acompañan muy bien a ese sabor tan fuerte, delicioso y yodado de la anchoa.
Recuerdo casi siempre el maíz como protagonista dstagiano pero nunca un plato tan redondo como este maíz en dos texturas (cuajado y mixtamalizado) y acompañado de un delicioso requesón de kéfir de leche de cabra con un aceite de chile con el picante justo para dar alegría y jugar con el dulzor del grano.
Hay mucha técnica y tradición en la tortilla francesa con jugo de pimiento asado. La técnica es la forma esférica y un interior semilíquido. La tradición, la humildad del plato y su recuerdo en cada paladar.
Iniciamos un recorrido por el norte con la cococha Padrón, en salmuera y a la brasa, y envuelta en aterciopelado pilpil de proteína de merluza y aceite pimiento infusionado. Otra vez la tradición hecha radicalmente nueva.
Están tan buenos los panes que su aparición se nos podría antojar tardía, pero es mejor porque estos de masa madre, tan meticulosamente hechos, son tan deliciosos que nos saciarían. Meticulosidad, he ahí otra de las virtudes cardinales de Diego a quien da gusto ver trabajar. Parece un orfebre o el mismísimo Spinoza, tallando lentes y pensando en el Tractatus Theologico-Politicus.
El paseo sigue con unas pochas gallegas -que están juntas y crujientes por la inoculación de un hongo (temper), que les cambia la textura- con morcilla de Bermeo (de puerros) convertidas en deliciosa y profunda crema.
Viene ahora una sorpresa porque, que otra sensación produce un boniato coulant que sabe a queso y casi lo es además. porque se trata con el mismo hongo con el que se elabora el Camembert, inoculándolo en el boniato, creándose la capa que lo recubre y dándole sabor a queso. Se acaba con un golpe de calor y, voilá, coulant de queso. Bueno no, de boniato. Magistral.
El flan sin huevos es desconcertante porque, siendo absolutamente dulce e idéntico, el huevo se sustituye por colágeno de tendones de ternera y el almíbar es caldo de carne endulzado. Pero sabe a flan… Y además se coloca en el lugar de la carne o del plato fuerte. Inexplicable e inexplicado.
Y, ¡abracadabra!, en ese momento preguntan que si tomamos café. Esos eran los postres, si bien queda algo para el café: el alma del cruasán, un almíbar que se hace con la esencia de este y se mezcla con algas crujientes y requesón.
Estoy absolutamente confundido porque no había postre o… ¿sí? Le digo a Diego que hay que advertir, que quizá diciendo que el boniato es como el plato de queso convencional, todo se entenderá mejor. Me mira, entre condescendiente y divertido, y me explica que eso es lo que busca, asombrar y sorprender, romper los límites. Aquí no hay dulce y salado, calientes y fríos, entrantes, platos y postres, aperitivos y mignardises, aquí cada cosa es el todo, como en el Aleph de Borges (eso lo digo yo), y el todo cada pequeña parte. El conjunto ha de ser coherente e interpelar a la razón y a la sinrazón, a la extrema libertad en suma. Es más preocupante el entendimiento que la confusión. Y me ha convencido. Por eso nada añado. Eso es Dstage.
Los héroes de Michelin o por qué hay que estar orgullosos de restaurantes únicos como Ababol. Ya he dicho decenas de veces que doy por sentado que, eligiendo bien, voy a comer estupendamente en las grandes capitales. En mi época de niño invitado por su padre, sabía que también sería así en pequeños lugares de Francia o Italia, pero no en España, donde se podía comer bien en plan popular, pero en el reino del fluorescente, las moscas y el frigorífico en el comedor.
Así que nada me puede complacer más que saber que alguno de los mejores restaurantes del país están en lugares impensables como Miranda de Ebro (Alejandro Serrano), Casas Ibáñez (cañitasMayte y Oba) o Albacete, con el recién descubiertoAbabol de Juan Monteagudo, un cocinero elegante y colorista que hace platos de gran sabor e indudable belleza. Nadie podrá decir que la cocina manchega no es deliciosa, pero tampoco que es refinada. Por eso, convertirla en delicadeza y belleza, manteniendo el sabor, los productos y las recetas es un mérito innegable. Casi la cuadratura del círculo, pero con algunas técnicas, dos o tres productos prestados y mucho conocimiento e imaginación, es lo que aquí se hace.
Hacía mucho tiempo que Juan me invitaba, pero no somos señores de nuestro tiempo las más de las veces. La excursión de una hora en AVE desde Madrid, vale la pena. No sólo por él. Albacete es una ciudad luminosa y de anchas calles, limpia y ordenada y con algunos edificios verdaderamente imponentes, que alternan con grandes árboles. Un lugar próspero y apacible que se revela como una joya desconocida.
Ya desde los aperitivos muestra Ababol sus tres grandes características: técnicas variadas, belleza estética y sabores poderosos anclados en la tierra. El polvorón de sardina ahumada (hecho con su grasa) tiene la misma textura que el dulce y un sabor delicioso a mar y madera.
Pero aún es más audaz y elegante convertir las gachas de harina de almorta en crujiente panipuri indio. Las rocas escabechadas son tan perfectas que parecen un adorno. Son de setas en delicioso escabechado casero. Intenso y denso es el ajopringue, el paté manchego que se diferencia del delicioso morteruelo porque este es solo de caza.
Nos refrescan el paladar con el milkpunchde remolacha, un cóctel de deliciosos toques amargos que prepara para esa perfecta y premiada croqueta de jamón ibérico que es puro sabor y aterciopelada bechamel.
Sigue la frescura de un sutil gazpacho de tomate verde con bonito en mousse y laminado y el troque de mucho mar de una envolvente gelatina de dashi, todo el plato una oda a los métodos de conservación.
Para acompañar al esponjoso pan artesanal de harinas perdidas, no se conforma con algo normal y la mantequillla es de ajo morado y mielde retama. Una verdadera delicia con los picantes del ajo, el dulzor de la miel y la untuosidad soberbia de la mantequilla que es además una espiral hipnótica.
Siguen los vegetales (verduras y caza, pura Mancha) con una estupenda alcachofa frita con unas delicadas natillas de nabo asado y encurtido, todo de la huerta familiar también, y un fino gel de yema curada en soja.
Muy buena una coliflor (frita y encurtida) conmantequilla noisette de grasa de jamón rancia, un homenaje a la cocina popular manchega basada en las hortalizas y el cerdo.
Pero hay más vegetales porque la huerta manchega de secano, nada tiene que envidiar a la de Almería o a la de Murcia, tal como nos cuenta un orgulloso chef. Ahora tenemos zanahorias de colores con sabroso ajo negro y espinacas. La zanahoria está encurtida y también en emulsión, escabeche de ajo negro con unos buenos toques amargos que contrastan con el dulzor de la zanahoria. Para alternar, un canutillo de pieles y restos de la zanahoria, relleno de crema de pomelo. Un plato lleno de contrastes y texturas, muy bonito, pero en el que resaltan demasiado amargos muy fuertes.
El pinar, nombre evocador donde los haya, es un falso risotto de piñones, queso cabra y caldo de champiñones que tiene además gel de pino. Se ve muy bonito, pero hay un mimético de champiñón que es la guinda adorable (el pie es crema de piñones asados y el sombrero, crema tostada) y un bonito bizcocho de hoja de higuera. El plato es precioso, pero lo mejor es que todos los sabores recuerdan pinos, verde, setas y piñas. Si les gustan tanto los piñones, como a mi, es absolutamente irresistible.
En campo de secano no podían faltar las habas tiernas, aquí animadas con colágeno de bacalao y un estupendo aire de anís. También hay callos con un pilpil delicioso y gracias al corte y a la cocción estás mucho más blandos y más suaves de lo habitual. Deliciosos.
Y por fin, la caza, la otra gran pata de esta cocina de la tierra, sofisticada con mucha inteligencia y conocimiento. Es tendón de ciervo con vermu e hinojo, un enunciado que no me ha gustado nada pero resulta que está rico porque los tendones están muy tiernos, gracias a un estofado lento, y suavizados por la emulsión de hinojo. Tiene unos ricos noodlesde vermú y también galleta de flor de saúco. No es lo que más me entusiasma pero es un buen plato.
Mucho mejor el desmogue del ciervo (que es cuando pierden los cuernos) en forma de tierno y delicioso bollito de caldereta ciervo con salsa bigarave y aparte, un fuerte tuétano a la brasa con gominola de erizo curado en miel. Un gran plato de caza, que son dos, aunque el erizo, que luego pruebo solo y está delicioso, no se nota lo más mínimo.
Creo que vamos subiendo, porque me ha encantado el arroz de setas y pato azulón hecho con un estupendo caldo de setas y demiglas. Sobre él la pechuga de pato, levemente crujiente, y lengua de vaca (la seta del caldo) laminada. Un súper arroz.
La liebre que quería ser francesa es una royalen terrina y le añade panceta, foie, Oporto y algunas otras delicias. La salsa sigue siendo potentísima, de las que usan de modo ortodoxo, la sangre. La preparación es más apta para todos los públicos que la royal pero está igual de buena y hecha con magisterio. Pone unas pequeñas ciruelas, excelentes falsas trufas de foie y cacao y al lado un sobresaliente rable de liebre cocinado con judiones y piparras. Lo pone junto, pero es tan bueno como el otro. Podían servirse por separado, porque ambos son tan diferentes como excelentes.
Cuando parecía alcanzado el culmen, llega una reina de las aves, becada con crema de aceituna y anchoa y profiterol (semilíquido) de los interiores. La pechuga esta asada y los muslos marcados al fuego pero todo bañado en una salsa del jugo de la becada, intensa y muy densa, una de esas que pegan los labios. De mano maestra.
Hemos pasado de fuerza a poder, de sabores muy fuertes a otras aún más profundos, por lo que viene de maravilla un postre de cítricos con maíz y azafrán que es fresco helado de pomelo rosa con granita de pomelo naranja, tierra de hibisco, una dulce y suave sopa de maíz a la brasa con mantequilla y chispeantes esferas de naranja sanguina, con ese amargor tan especial y único.
Queda aún, estamos dispuestos, “mancheguidad” absoluta de queso, miel y romero que es cuajada en el kamado para tener toques ahumados, un panal de miel con esferas de limón, maracuyá y flor de caléndula, con al añadido del frescor de un polvo helado de queso al romero. Dos grandes postres de pocos ingrediente, pero hechos, como si fueran palabras, en todas sus declinaciones/preparaciones.
Ya lo han visto, caza y huerta elevadas por la cocina, elegantes y sabias composiciones que llevan a la estratosfera de la alta cocina la deliciosa cocina castellano manchega. Vale la pena la excursión.
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