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Boccondivino

¿Os habéis preguntado alguna vez por qué comiéndose bien en un restaurante no os apetece volver? Pues eso me ha pasado a mí en Boccondivino.

Había leído tantos elogios que allá que me fui a almorzar un domingo normal. El sitio es más bien corriente y feúcho y el vacío de las mesas no contribuía a hacerlo más alegre. Nueve personas en total. El propietario llegó a las tres de la tarde, saludó en una mesa -hasta se sentó en ella-, tomó la comanda de otra y al resto ni nos dio las buenas tardes. Quizá se estaba preguntado por qué no había nadie. Quizá esa era una razón.

Lo que más resalta, más aún que un servicio amable pero como herido de tedium vitae, es una apabullante carta de vinos italianos a precios en consonancia. También me pregunto si muchos españoles serán tan expertos para gastarse 150/200€ de media en un vino que probablemente no conozca.

La comida, muy rica y con toques absurdos como es ponerle a una muy estupenda caponata unas diminutas lascas de ventresca enlatada.

Las alcachofas fritas a la romana son suculentas y crujientes gracias a un poco de pan rallado.

También me ha gustado, me encantan estos envoltillos, la berza rellena de carne de cerdo y suavizada por un sabroso puré de apionabo.

El pulpo se cocina igual que muchas pastas, con una salsa estupenda de tomate, aceitunas y alcaparras, y el resultado es muy bueno.

La pizza está rica sin mucho más. No soy un experto, pero mi perito pizzero, que fue quien la comió -yo también la probé- me dijo que nada resaltable.

Me apasiona la ‘nduja -la sobrasada calabresa-, y voy a comerla mezclada con pasta -ya lo he contado varias veces- a Pagus. Esta versión también es rica y con un picante excelente.

Con todo, lo mejor ha sido el postre, un memorable pastel de rosa, blando en el corazón y crujiente en los bordes, que se desparrama por el paladar inundándolo de sabor.

Ahora releo y quizá vuelva. La comida está buena, pero todo lo demás…

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Dal Moro, primavera en Roma

Llevo todo el día preguntándome por qué voy tanto a París si me gusta tanto Roma. Cada vez que llego a esta ciudad me quedo atónito ante su belleza caótica y desmesurada. Hoy me ha dado por compararlas. Porque no se parecen en nada. París es el triunfo de la razón, un prodigio de las matemáticas y la física, un cúmulo de rectas, una miríada de avenidas que buscan el sol y un firmamento de opulencias doradas y como recién pulidas. Y Roma es la emoción, un equilibro inestable entre el orden y el caos, una fascinante mezcla entre perfección e inmundicias, un crisol de calles arracimadas y curvilíneas que acaban en ninguna parte, un muestrario de todos los estilos, una narcotizante sucesión de colores dispares, manchas del tiempo, grietas de la edad y surcos en el agua. Roma es La Habana de Europa. París la ciudad celeste de San Agustín. Roma huele a pescado frito y a incienso. París a pan y mantequilla. Y las dos me fascinan, porque unos días soy más apolineo y otros más dionisíaco aunque la primavera nunca es buena aliada de la razón.

Ya se lo he dicho, estoy en Roma vadeando las multitudes que se toman selfies en el Panteón o asaltan las gradas de la Fontana de Trevi a la que inundan de dinero y roña. Estoy soñando con el pasado tranquilo y silencioso -si es que alguna vez lo hubo-, y temiendo que Dal Moro se haya llenado de vocingleros y desharrapados turistas. Pero no. Basta doblar la esquina de la atestada Via del Corso para encontrarse en un solitario callejón y ante una puerta anodina. Tras ella una elegante casa de comidas romana plagada de cuadros, con cubiertos de falsa plata repujada y caballeros de chaqueta y corbata, recién huidos del trabajo. Los pocos turistas, más de Vía Veneto que de Piazza Navona.

Comida clásica romana, muy clásica, servicio atento y eficiente, a la antigua, y una carta de vinos casi tan grande como la oferta de platos. Todas las pastas en muchas preparaciones (vongole, amatricciana, putanesca… ) y todas muy buenas. Embutidos, entremeses, verduras, carnes, menos pescados y todo lo habido y por haber.

Las excelentes y famosas alcachofas pueden ser a la judía (fritas) o a la romana y eso significa un embeberse, confitarse, en un delicioso aceite de oliva. Ni más ni menos y ya saben que estoy de acuerdo en el menos porque hasta les dediqué una oda. Estas son suaves, intensas, tiernas, brillantes y aterciopeladas, un oximorón del sabor porque son dulces y amargas a la vez.

La pasta al Moro, la única que lleva el nombre de la casa, son unos deliciosos espaguetis carbonara, un plato tan simple como maravilloso, compuesto por una pasta recia y en su punto perfecto y una amarilla salsa, como de charol, que los llena de la esponjosa untuosidad de las yemas de huevo.

Verdura: unos pequeños y muy delicados calabacines rellenos de carne picada y acompañados de una sobresaliente y dulcemente encarnada salsa de tomate a la que se añaden diminutas albóndigas. Imposible no acompañar la salsa del excelente pan de la casa, poca corteza y una enorme superficie de nívea miga, densa, poco esponjosa, equilibradamente compacta.

La melanzane, ya saben, esa maravillosa mezcla de berenjenas y queso suavemente gratinada está deliciosa. La tomamos en un momento raro, pero tardaba veinte minutos y siendo nuestro menú tan contundente y medio vegetariano ¿por qué no tomarla al final? Por cierto, le ponen de adorno unas hojas de albahaca fresca. Más que adorno. Le dan enorme frescura y un toque crudo y crujiente muy bueno.

Lo mejor de la crostata está muy arriba y muy abajo: la crujiente y gruesa galleta de la base y un puñado de deliciosas y diminutas fresitas del bosque que por sí solas traen toda la primavera.

Todos los postres están aquí: zabaglione, peras al vino tinto, helados, sorbetes… y cómo no, unos pecaminosos profiteroles todo nata, esponjosa masa y por supuesto, un delicioso y patinado chocolate negro caliente que parece un espejo, uno que refleja ojos de avidez.

Tan romano como la Fontana, tan clásico como el Panteón, tan simpático como los romanos y tan agradable como la cuidad toda. Una de las mejores (¿la mejor?) trattoria di Roma!

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