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A Barra

Soy muy fan de A Barra. Todas mis comidas allí se cuentan por instantes de placer. La calidez del lugar, el buen servicio, la deliciosa comida y la refinada bodega de Valerio Carrera , hacen que el placer esté asegurado. Hasta la música de fondo es un contrapunto perfecto.

Empezar con el excelente e inigualable jamón Joselito (empresa propietaria del lugar) es una gran idea. No solo se disfruta de su sabor intenso y sus muchos aromas, sino también del corte en directo. Gran acierto instalar al cortador en la sala.

El jamón es opcional. No así dos estupendos y vistosos aperitivos de la casa: una marina royal de codium con espuma de erizos y un terrestre y otoñal crujiente de trompeta de la muerte con ganache de lo mismo que queda algo quemado. Y es que a veces se sacrifica el sabor a la rutilante estética.

El gofre de foie es una preciosa opción que no falla. Por eso, permanece en la carta desde el comienzo. El foie es muy espumoso y los toques de coco y frambuesa le dan frescor y buenos contrastes dulces.

Todo lo contrario -porque no le hace falta- que un ragú de setas con yema curada y mantequilla de chalotas que es puro sabor de otoño.

Nunca hay que perderse la perdiz en temporada, porque es de las pocas salvajes que se pueden comer en un restaurante madrileño. Sé a ciencia cierta que lo es porque el propietario -gran empresario y mejor gurmé- se cuida de que así sea. El estofado, rico en chocolate y hierbas aromáticas– es excelente y las fabes que acompañan el toque aterciopelado que las remata. Una delicia de estación.

También es otro imprescindible, la silla de cordero al sarmiento, un producto excepcional, en su pequeñez y delicadeza justa, y con un vistoso trinchado ante el comensal.

Hay otra cosa a la que no me resisto nunca, en gran parte, porque ya son una rareza: las crepes Suzette. Las de aquí me encantan porque su grosor, algo mayor, permite que se embeban perfectamente en la deliciosa salsa. Hoy no estaban del todo rematadas porque no han conseguido flambear el alcohol. Yo creo que es un problema técnico, porque tampoco ayuda nada que el carrito no se pueda acercar a la mesa, por tener que estar cerca de una toma de corriente. Este postre, cumbre de la dulcería clásica, es tanto o más espectáculo que sabor.

No habido tanta perfección como siempre, pero me pasa como con las películas de Woody Allen. Pienso eso si lo comparo consigo mismo, que es un genio, porque si lo comparo con los demás, está infinita distancia. Como A Barra

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Saddle

Mucho se ha hablado en Madrid de este restaurante bastante tiempo antes de su apertura. Sobre todo, porque ocupa el mismo local que el mítico Jockey, pero también por sus interminables y faraónicas obras. Ahora, abierto hace apenas un par de meses, se sigue hablando y mucho, porque apuesta por un concepto abandonado actualmente en muchos lugares, el del lujo clásico. Y es que solo nos movemos, o entre el refinamiento actual de la vanguardia y el menú degustación, o entre la informalidad de los restaurantes que apuestan más por cocina banal, el buen ambiente y, lo que ellos creen, precios moderados -que no lo son para lo que dan- sin que nadie apueste por esos lugares elegantes y de gran servicio que ofrecen una carta que no obliga a ningún esfuerzo intelectual y que se basa en los más excelentes productos. Solo A Barra ha acometido este esfuerzo en los últimos años, con sobresaliente, por cierto.

Así pues, Saddle es un restaurante lujoso y algo soso (ya saben, beig, gris y marrón, como en la decoración de finales del XX) con un gran despliegue de servicio, carta de vinos, carros varios (aperitivos, panes, quesos y destilados), cubertería de plata y refinadas vajillas y cristalerías. Por tanto, un digno sucesor de Jockey pero con una cocina más estimulante, lo que yo llamaría clásica renovada, no en vano su chef ha transitado por el clasicismo del gran restaurante (Santceloni) y por el del más puro bistró afrancesado (Lakasa).

Los aperitivos son demasiado pequeños y escasos, pero bonitos y sabrosos: un macarrón de foie algo dulce, un excelente buñuelo crujiente de kika (un tipo de pollo para mi desconocido) y una crema de coliflor con trufa que juega con más texturas al incorporar tropezones de coliflor cruda.

Lo que no es nada pequeño es el carro de panes, con tres estupendas hogazas de pan rústico, de espelta y de semillas, además de un enorme cono de dorada mantequilla francesa (¿por qué no de Soria que es igual o mejor?). Sirven también un buen aceite del inevitable (lo tienen todos aunque, eso sí, personalizado) Castillo de Canena.

Estamos en plena temporada de setas, por lo que empezamos con un buen ragú de ellas con un huevo a baja temperatura, algo de puré de patatas y un espléndido y complejo guiso de conejo de monte desmenuzado. El denso y aromático fondo del guiso es sobresaliente y nos da ya una pista de una de las grandes virtudes de este cocinero. La mezcla de las setas, las hierbas aromáticas y el conejo es puro campo.

Menos me ha convencido la codorniz escabechada, perfecta por sí sola pero rellena incomprensiblemente de foie y boletus. El escabeche es espléndido, como el relleno, pero juntos no funcionan demasiado bien. Quizá por eso jamás se han juntado tan tradicionales preparaciones. Las ramplonas lechugas que acompañan, tampoco ayudan demasiado.

De las excelentes alcachofas a la brasa con calamar de anzuelo me quedo con todo, pero especialmente con el espléndido caldo de azafrán que las perfuma. Como en la coliflor, se alegran con el crujir de unas láminas de alcachofa fritas.

El mero es un corte suculento y de extraordinaria calidad, muy en su punto, y al que los acompañamientos no estorban ni restan sabor. Lleva un suave escabeche de aceitunas de Campo Real que apenas se nota (mejor porque el escabeche es para conservar y disimular sabores, no para acariciar pescados suaves) y una delicada salsa de chirivías. Un buen equilibrio entre el respeto al pescado y las sosez del simple braseado.

Aún mejor y tierno y también muy en su punto lomo de corzo con setas y membrillo, realzado por una espléndida salsa de cacao algo picante y muy especiada, así como llena de recuerdos de las que borda también César Martin en Lakasa. Igualmente rememora a un mole aunque era una de esas exquisitas salsas de chocolate que tanto han hecho por la caza española.

El capítulo de postres es lo que más me ha hecho redondear la buena opinión, porque ya saben lo critico que soy con la repostería en España. Parecería que esos días los chefs españoles siempre hacían novillos. Hemos elegido lo más clásico de la carta. Mientras esperábamos el suflé, que ya nadie hace (hasta he preguntado desconfiado si no sería coulant), nos hemos deleitado con un perfecto babá al ron con su justo remojado y una deliciosa y espesa crema de vainilla. Sacan ante el comensal una mesa con tres espléndidos rones de diversa procedencia, para que este elija con cuál rociar el dulce. Pero si ya todo esto me había complacido, un helado de melaza para acompañar, me ha parecido simplemente impresionante.

Y finamente, gran remate, un verdadero suflé de chocolate con todas las de la ley. Esponjoso, dulce pero no demasiado, y bien aireado. Tan bueno -y tan exótico hoy que no se hacen- que ni presté atención al buen helado de avellanas que lo completa.

Me ha gustado Saddle. Habrá que esperar un poco para ver como se consolida y lima tontas imperfecciones como seguir poniendo vino blanco sin preguntar, cuando ya se ha pasado al tinto, que el camarero no sepa los nombres de los quesos que ofrece, que solo tengan un agua con gas y ni la marca sepan, que gotee la botella de vino de su fino soporte sobre la blancura inmaculada de un gran mantel de lino… Pero, a pesar de todo, ya les recomiendo la visita, especialmente si les gusta el clasicismo elegante y el refinamiento de otros tiempos adaptado a los de hoy, sin caer en repeticiones vulgares.

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