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El Champagne Bar del Ritz

Entrar en el hotel Ritz es adentrarse en un mundo de belleza y refinamiento, en el que lo gastronómico es protagonista absoluto. Bien es verdad que ya no se abre un gran hotel sin asociarlo a chefs estrellados y a la mejor comida, pero no conozco otro caso como este y eso se debe exclusivamente al mecenazgo de la cadena Mandarin Oriental y al talento, creatividad, sabiduría y enorme esfuerzo de Quique Dacosta, que ha creado y coordinado todo, y eso son más de siete ofertas distintas que van desde el dos estrellas Michelin (no tardará la tercera) Deesa, al elegante y clásico Palm Court, pasando por el mítico brunch y los desayunos o las “campestres” comidas del jardín.

Y una joya, entre todos ellos, es el áureo, delicado y, como no podía ser de otro modo, burbujeante Champagne Bar, el único que me faltaba por probar. Y tras hacerlo, no saben como me lo reprocho. Claro, que lo mismo harán ustedes si acaban de leerme sin haber ido.

Hay dos menús, uno de seis y otro de nueve bocados -el que les cuento- pero ambos empiezan con ese monumento champagnil que es el legendario Blanc de Blancs de Ruinart.

Sirve para engarzar un ostra que parece salida de las grandes mesas francesas del XIX, y es que está depurada y mejorada por una salsa de champagne de la más alta escuela, a base de suave puerro confitado, sabayón de yema y nata. Después se gratina en la propia concha y llega más dorada que el champán.

Le sigue una coca crujiente (especialidad de la casa Dacosta) que esconde cebolla caramelizada, queso parmesano y bacon y aroma de tomillo. Aumenta sus sabores con un poco de salsa de bacon ahumado y un concentrado y sabroso consomé de rabo de toro trufado, que es por sí solo una maravilla.

La coca de oro es un cremoso de boniato, ligeramente picante, con una canónica y rica salsa bearnesa y poderosa yema de erizo. Como todo, es un homenaje al producto que protagoniza cada plato, pero no dejándolo tal cual (que para eso están los bares de toda la vida) sino vistiéndolo con galas de alta cocina que lo realzan y no lo disfrazan (que para eso están los impostores).

Claro que hay cosas que mejor no tocar, como ese huevito (el primero que pone la gallina) perfectamente frito con puntillas, buen pan y caviar osetra. ¿What else? que dice George Clooney.

La cigala, otro tesoro marino, tiene en la base una salsa americana de gran sabor, hecha con sus cabezas y además puerro confitado en aceite de trufa, aceituna negra en aceite, trufa y un magnífico crujiente de carabinero.

El salmonete llega oculto en su papillote y resalta por el perfecto punto. Acompañado de aceite de cangrejo, se sumerge en una muy marina emulsión -muy cremosa- de buey de mar.

Y como estaba tan bueno el buey de mar llega después en un guiso con ajo, cebolla y zanahoria que se flambea con brandy y jerez seco. Y para dar textura, un crujiente atomatado de panko.

Se acaba, sí, desgraciadamente se acaba, con unas láminas finas se papada ibérica con una salsa agridulce cantonesa y, para contrarrestar la deliciosa grasa, un buen arroz de sushi.

La parte dulce empieza con un postre que parece una joya: espuma de plátano con un interior semilíquido de caramelo, galletas de almendra y láminas de chocolate blanco y oro. Gran delicia.

Y para acabar, un clásico de Quique, la bellísima rosa que se come porque los pétalos son láminas de manzana en almíbar de rosas. Y en la base del tallo, macarrón de chirivía, chocolate blanco y vainilla, además de un bombón de chocolate blanco y casis.

Y ahora díganme: ¿no es cierto que tenia que haber ido antes y hasta varias veces? Sé cuál es la respuesta….

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Gordon Ramsay

Todo en Gordon Ramsay me emociona porque fue allí donde pagué mi primera gran cena en el extranjero, con el dinero de mis primeros sueldos. Pero no fue a Gordon sino a La Tante Claire, el mítico restaurante de Royal Hospital Road que después ocupó él, cuando abrió su primer local, con el que en tres años consiguió las tres estrellas con las que sigue. Por tanto, a ambos nos debe llevar a bellos tiempos pasados en los que él ha parecido quedarse, porque su cocina es más de los noventa que de ahora. Yo, espero haber evolucionado más…

En esa línea empieza con aperitivos tales como un rico paté al Oporto, una chispeante croqueta de chorizo (qué tendrán estos ingleses con el spanish chorizo) y una reconfortante crema de lentejas verdes con capuchino de trufa.

Y se empieza en grande con un colosal pan, que es pura esponjosidad, y ensalada otoñal, una fresca composición de verdes con moras, ramolacha, frutos secos y el rico añadido de pato ahumado. Tan sabrosa como corriente.

Menos mal que el ravioli del 98 (los inicios) sube el nivel con su clásico y elegante relleno de langosta, cigala y salmón con toques de limón y una clásica y excelente salsa americana donde se nota su sólida formación francesa con, entre otros, Guy Savoy y Robuchon.

El rodaballo de Cornualles tiene un muy buen punto, en esta línea de mayores cocciones que usan los ingleses, e incluye todos los aromas de la clementina en la salsa y en el acompañamiento, con excelentes y frescos resultados. Además, un toque de sisho y otro de calabaza.

Las carnes me han parecido lo mejor: el pichón asado, de punto y ternura perfectos, se envuelve en una salsa profunda que se refresca con apio y endulza con ciruelas pasas.

El solomillo de Blue Grey (una raza autóctona) de cien días de Cumbria es excepcional, una carne joven, tierna y llena de sabor que mejora con una salsa de tuetano excelente y la guarnición de alcachofas de Jerusalén y un punto de crema de ajo negro.

Me han encantado los quesos ingleses que ofrecen. No tienen una gran mesa, pero es bastante para tener variadas procedencias y algunos del país realmente ricos y diferentes.

El sorbete (que también lleva crema y espuma) se esconde en un encaje de miel sumamente bonito y combina el membrillo con el masala chai, esa deliciosa bebida india de leche con té negro y especias.

Es un gran y vistoso postre pero aún es mejor -cómo mejora el menú desde las carnes- el praliné de pecan que llena la boca con su cremosidad y está lleno de sabor a pasas y a PX, una combinación perfecta con un gran helado escondido, de semillas de cacao. Dulces, afrutados, levemente amargos de nueces y cacao, golosos alcohólicos de vino dulce… una delicia que es el mejor plato del almuerzo. Y ¿quien decía aquello de que el postre arruina o salva una comida? Pues eso.

Y dos notas para acabar: me ha recordado mucho lo que hacían Arzak y compañia hace varios decenios, lo que no quiere decir que no me haya gustado mucho. y sorprendido, porque este menú (210£) es más barato que el de cualquier tres estrellas español e incluso, que el de muchos dos estrellas. A lo mejor, es que en España nos estamos pasando con los precios

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Rural

Entre muchas otras cosas, Rafa Zafra es un maestro en crear conceptos nuevos. Parece hacer lo mismo que todos -aunque mejor-, para no asustar a esos que no quieren cambios ni avances, pero todo lo hace diferente.

Y en este nuevo restaurante Rural, entregado ahora a las carnes, hay de todo, pero en plan homenaje a los más carnívoros. Es un bonito lugar, una suerte de Estimar de las carnes donde, como es habitual en los restaurantes de este grupo, el producto es excelso, las preparaciones (plancha, horno, parrilla, barbacoa, Josper, cazuelas, etc) las más adecuadas, los puntos perfectos y, a pesar de la sencillez, multitud de pequeños toques de talento y alta cocina. Lo que en otros son muchos grandes pedazos de carne de vaca o buey de diferentes cortes y procedencias, además de unas pocas entradas, aquí son jamones y embutidos de la mejor calidad, casquería fina, bocadillos refinados, terrinas y pâtés, conservas y encurtidos, escabeches, tartares y carpaccios, guisos y hasta pollo y cordero y cochinillo. Es la oferta cárnica más amplia y variada que he visto nunca. Y esa, junto a pequeños añadidos de salsas o cocinados infrecuentes, son las dos grandes características de Zafra.

La tercera es la sabiduría para formar grandes y motivados equipos, que le permiten no estar en los restaurantes y que sigan funcionando magníficamente. Por eso, en Rural se ha asociado con dos de sus mejores colaboradores.

Como hoy nos invitaban, nos hemos dejado llevar. Una buena opción es empezar por los excelentes embutidos y jamones, en este caso de Joselito y Cinco Jotas, para comparar, porque en pocos sitios tienen ambos.

Después las delicias francesas, en las que se lucen, en forma de delicado paté de perdiz, sabrosas rillettes de faisán -mucho mejores que de pato- con una trufa aún floja y una soberbia galantina de ave en la que destaca una melosa gelatina de consomé, de profundo, sabor y estupenda textura.

En el capítulo de fríos y crudos, resaltan las láminas de waygu con foie y el clásico bikini Zafra, aquí de steak tartar, foie y caviar. Aunque lo que más me ha gustado ha sido la tostada de tuétano y trufa, una mezcla irresistible y mucho más barata.

Menos mal que han encontrado sitio para los maravillosos fritos de la casa, que aquí son sesos con picantita salsa diabla y unas crujientes mollejas en adobo.

El foie con frutos rojos y una clásica salsa de carne y vino de Oporto, nos devuelve a los grandes clásicos del recetario francés, sin quedarse atrás, otro imprescindible de aquella cocina: un tierno solomillo a la pimienta, que también tiene una intensa salsa de carne. Si además se mezcla con las perfectas patatas fritas en grasa de vaca, el resultado es arrebatador. Confieso que hemos repetido patatas.

Y para acabar, que hemos conseguido comer aún más, unos aéreos y esponjosos buñuelos y una tarta de Santiago que gustará a todo el mundo porque, basándose en el coulant, lo mejora notablemente.

Todavía faltan cosas por ajustar, puesto que acaba de abrir, pero ya es una dirección imprescindible en Madrid. Tanto que antes de acabar el almuerzo ya había vuelto a reservar para la primera fecha que tenía libre. Mas no se puede decir.

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Adrián Quetglas

No me va a ser fácil escribir este post porque Adrián Quetglas es un agradable restaurante mallorquín, lleno de gente amable y muy profesional y con un chef, sin duda esforzado, que realiza platos de gran audacia, demasiada audacia y poco seso se podría decir. El problema es que además tiene una estrella Michelin en una isla donde hay muy pocos y solo uno de dos. Eso, indudablemente, aumenta las expectativas.

Los platos son en general, bonitos estéticamente y destacan por sus potentes sabores, pero todos mezclan tal cantidad de ingredientes de mucho y disímil sabor y lo hacen de manera tan arbitraria y sin sentido, que unos se tapan a los otros, haciendo que sólo se aprecie uno (en general no el principal), así que la pregunta es por qué tantos.

Veamos: nos ofrece en primer lugar salmonetes al natural con hinojo salvaje (además del muy potente marino), jugo de caracoles, alioli helado y aceite de sobrasada. Por si fuera poco, los acompaña de unos gofres con crema de sobrasada y alioli, además de hinojo fresco. Cierto que son los mismos ingredientes pero repetidos hacen que sólo sepa a eso y el alioli prevalezca sobre todo.

La yema de huevo de corral curada, foie gras con ravioli de pato y gambas, su consomé y granizado de manzana fermentada es ya un enunciado preocupante por la multiplicidad de mezclas. La yema está rica y el consomé también pero el pato estaba desaparecido y el foie también y eso que los crujientes de arroz que acompañan eran también de gambas y pato, eso sí con mayonesa de cebollino también. A lo mejor bastaría con no decir todo lo que lleva y así se notaría menos.

Quizá es eso lo que pasa con un excelente plato mucho más sencillo, un delicioso cordero Garam Massala con arroz de la Albufera de lichis, yogur de hierbas aromáticas y esencia de bergamota que se arroja de un espray, una vez colocado en la mesa. Al menos se nota el arroz y la salsa, especiada y levemente picante, envuelve suavemente a la carne.

El cordero es lo que más me ha gustado pero ha sido una falsa esperanza, porque el pargo con mole de pasión (mole con esferas de fruta de la pasión encima es un despropósito) y cacao, aire de leche de bambú y chile habanero. Como en todos los platos, cada cosa está rica por su lado pero las mezclas naufragan. Sin embargo, lo más incomprensible es un pescado que al ahumarse y también confitarse queda seco y muy hecho. No sé, los mexicanos llevan siglos haciendo mole y jamás se les ha ocurrido ponerlo con pescado y menos con maracuyá. Por algo será…

El solomillo con crumble de remolacha, muselina de berros y trufa blanca en polvo, tiene aún más cosas (como tartar y macarrones de remolacha) y todas son ricas y pegan mejor, pero la carne vuelve a esta mega pasada. En fin, ya he dicho que no me iba a ser fácil porque todo era servido con tanto cariño y maestría.

Hemos tomado dos postres : bizcocho de pistachos especiados con crema de Mahalabia y granada helada, un postre rico y precioso en el que el problema era que el bizcocho tenia tanto clavo que se apoderaba del resto. Acabado el bizcocho, el resto estaba estupendo.

Para acabar, otoño, chocolate pacari con calabaza y mandarina, un conjunto de menores mezclas que funciona mucho mejor, pero que a estas alturas me ha costado apreciar.

La carta de vinos también es sorprendente por lo pequeña, quizá por su afán de que todos sean baratos, pero la elección queda minimizada.

El chef tiene madera y maneja bien las técnicas de vanguardia, sin duda se esfuerza y tiene un rabioso afán por ser original. Pero quizá es víctima de tanta frase de autoayuda tipo “el que no arriesga no gana”, “el cielo está en ti mismo”, “no hay límites” o tonterías semejantes. Quizá bastaría con no hacerles caso, aplicar el sentido común y cargarse la mitad de los ingredientes.

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Saddle

Lo primero que me ha advertido Israel Ramirez al llegar a Saddle ha sido que había asumido la dirección del restaurante y que esperaba no defraudar. Lo ha hecho casi disculpándose, por si la cosa había empeorado, pero ya les digo yo, nada más empezar, que no debe hacerlo, porque siguen la senda ascendente que los ha colocado como el mejor de los restaurantes clásicos de Madrid.

La alta cocina de influencias vascas y francesas de Adolfo Santos y un servicio refinado de alta escuela, lo han hecho posible y todo ello remarcado por bellas vajillas y cristalerías, impecables manteles de hilo y variados carritos que permiten el servicio junto al cliente.

Comprendo que ya les he contado el final pero soy narrador omnisciente, en este caso de verdad, porque ya viví toda esta historia que les voy a contar, la de la mejor comida en Saddle hasta la fecha.

Se empieza con un gran aperitivo, esa versión repensada del pollo en pepitoria que tanto me gusta, a base de picadillo de pollo, huidiza espuma de almendras y una intensa crema de azafrán.

He elegido de entrada el estupendo paté en croute de lujoso relleno de variadas carnes y pistachos (lo más clásico) y una buena dosis de gelatina que le da ligereza, al igual que un buen contraste de ácidos los encurtidos de la guarnición.

He probado el guiso del día que eran unas potentes (de sabor) y aterciopeladas (de textura) verdinas con calamares que envolvían los sentidos desde que salían de la cocina, gracias a sus intensos aromas.

Han querido que probáramos los boletus braseados y laminados en crudo con un estupendo y campestre guiso de conejo con aires de cremoso fricasé y unas estupendas migas de panko con pimentón.

Quizá la pintada de Bresse rellena sea el mejor plato que probado hasta ahora en Saddle. Confieso que soy un fanático de las aves rellenas pero esta era especialmente sutil y delicada, cocida al momento y rellena de la propia pintada con la pechuga convertida en mousse con hierbas variadas. Esa chispeante mezcla de especias (vadouvan) que llamamos curry francés da un toque incisivo realmente bueno al igual que el royal de maíz y la humita, matices dulces. Se remata con salsa al tomillo limonero y un intenso crujiente de la piel. Un plato redondo lleno de sabor y elegancia clásica.

No puedo pasar sin probar la crocante y tierna molleja a la jardinera cuya salsa emplea más de cinco kilos de verduras para conseguir una densidad glaseada -de la que pega los labios- y un sabor único.

Recomiendo encarecidamente, por mucho que hayan comido, como era nuestro caso, que no se pierdan los quesos, un carro lleno imprescindibles que se alternan con pequeñas joyas desconocidas se muy escasa producción. Tomen tiempo para que les expliquen y ayuden porque vale la pena aprender del maestro quesero.

Tampoco podemos pasarnos sin el mejor suflé de esta ciudad que es al Grand Marnier, de espumosidad deliciosa y una cantidad justa y adecuada de azúcar. Lo sirven con un helado que ha mejorado mucho porque ha abandonado la vainilla y ya es solo de naranja y Grand Marnier y usa las ralladuras de la cáscara para ganar en potencia. Tanto me ha llamado la atención el cambio que he preguntado y eso me ha permitido descubrir que tienen una nueva pastelera.

Y de ella también es obra un postre de chocolate lleno de texturas -entre más que destaca la impresionante ganachecon piña asada y helado de lo mismo como sabio complemento.

Hoy no estaba el gran chef del lugar, pero todo está tan medido y rodado que deja al cliente en buenas manos, gracias a un equipo de cocineros excelentes que replican a la perfección sus maneras.

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