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Rural

Entre muchas otras cosas, Rafa Zafra es un maestro en crear conceptos nuevos. Parece hacer lo mismo que todos -aunque mejor-, para no asustar a esos que no quieren cambios ni avances, pero todo lo hace diferente.

Y en este nuevo restaurante Rural, entregado ahora a las carnes, hay de todo, pero en plan homenaje a los más carnívoros. Es un bonito lugar, una suerte de Estimar de las carnes donde, como es habitual en los restaurantes de este grupo, el producto es excelso, las preparaciones (plancha, horno, parrilla, barbacoa, Josper, cazuelas, etc) las más adecuadas, los puntos perfectos y, a pesar de la sencillez, multitud de pequeños toques de talento y alta cocina. Lo que en otros son muchos grandes pedazos de carne de vaca o buey de diferentes cortes y procedencias, además de unas pocas entradas, aquí son jamones y embutidos de la mejor calidad, casquería fina, bocadillos refinados, terrinas y pâtés, conservas y encurtidos, escabeches, tartares y carpaccios, guisos y hasta pollo y cordero y cochinillo. Es la oferta cárnica más amplia y variada que he visto nunca. Y esa, junto a pequeños añadidos de salsas o cocinados infrecuentes, son las dos grandes características de Zafra.

La tercera es la sabiduría para formar grandes y motivados equipos, que le permiten no estar en los restaurantes y que sigan funcionando magníficamente. Por eso, en Rural se ha asociado con dos de sus mejores colaboradores.

Como hoy nos invitaban, nos hemos dejado llevar. Una buena opción es empezar por los excelentes embutidos y jamones, en este caso de Joselito y Cinco Jotas, para comparar, porque en pocos sitios tienen ambos.

Después las delicias francesas, en las que se lucen, en forma de delicado paté de perdiz, sabrosas rillettes de faisán -mucho mejores que de pato- con una trufa aún floja y una soberbia galantina de ave en la que destaca una melosa gelatina de consomé, de profundo, sabor y estupenda textura.

En el capítulo de fríos y crudos, resaltan las láminas de waygu con foie y el clásico bikini Zafra, aquí de steak tartar, foie y caviar. Aunque lo que más me ha gustado ha sido la tostada de tuétano y trufa, una mezcla irresistible y mucho más barata.

Menos mal que han encontrado sitio para los maravillosos fritos de la casa, que aquí son sesos con picantita salsa diabla y unas crujientes mollejas en adobo.

El foie con frutos rojos y una clásica salsa de carne y vino de Oporto, nos devuelve a los grandes clásicos del recetario francés, sin quedarse atrás, otro imprescindible de aquella cocina: un tierno solomillo a la pimienta, que también tiene una intensa salsa de carne. Si además se mezcla con las perfectas patatas fritas en grasa de vaca, el resultado es arrebatador. Confieso que hemos repetido patatas.

Y para acabar, que hemos conseguido comer aún más, unos aéreos y esponjosos buñuelos y una tarta de Santiago que gustará a todo el mundo porque, basándose en el coulant, lo mejora notablemente.

Todavía faltan cosas por ajustar, puesto que acaba de abrir, pero ya es una dirección imprescindible en Madrid. Tanto que antes de acabar el almuerzo ya había vuelto a reservar para la primera fecha que tenía libre. Mas no se puede decir.

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La Bastide de Bruno Oger

Llegar a La Bastide recuerda un poco al antiguo peregrinaje hacia el Humanes de Coque (pero en chic Costa Azul) y es que no está en Cannes sino en Le Cannet, una especie de suburbio industrial donde en vez de naves hay stands, de coches de lujo, pero stands al fin. Sin embargo, la casona donde se haya el restaurante es del siglo XVIII y pura paz provenzal, porque se come en un bello patio sombreado por árboles centenarios, de los que penden lamparitas de rafia mecidas por el viento.

No tan antigua como la casa, pero sí muy dilatada, es la carrera de Bruno Oger, un chef muy veterano y famoso en la zona (y no solo) por ser el artífice de las grandes cenas de gala del festival de Cannes.

Su cocina es elegantemente francesa y de raíz muy clásica y parece estar pensada para que en ella reinen las verduras. Aunque sin pasarse tanto como se lleva ahora… Fiel a ello, los aperitivos son enteramente, deliciosamente, vegetales, pequeños bocados sutiles de flor de calabacín frita, sándwich de remolacha (encurtida y hecha puré), tartaletas de ahumada berenjena y pequeños tomates confitados.

Dicen muchos seguidores de este blog, que en Francia los panes son otro mundo y es verdad que, a pesar de nuestras mejoras, aquí suelen ser extraordinarios. Como estos tres de texturas perfectas (blanco de costra fina y crujiente y esponjoso de centeno), entre los que resalta el hojaldrado arrebatador del de tomate.

Y podría parecer que en la pequeña entrada de sardina el chef abandona las hortalizas pero no es así porque en ella reluce el ruibarbo.

El mismo amor vegetal reluce en su delicada receta de calamares. Allí reinan los boletus -que se convierten en sabayon de mantequilla de “porcini”– y se perfuman con hinojo. Siempre lo digo,, pero como me encanta el hinojo aplaudo lo mucho que lo usan los franceses.

Y también los reverencia a unas tiernas alcachofas que son acompañadas (y no al revés) de unos pequeños avalones empanados.

Como pescado, un exquisito rodaballo, un poco demasiado hecho, que se baña en una verdísima y sabrosa salsa de apio, nueces y rábano,

Y aún más me gustó el tiernísimo cordero asado en su jugo con toda una declinación de zanahorias, que va del humus al glaseado. Precioso y estupendo.

Los postres son estupendos como es norma en Francia: como aperitivo una suave crema de vainilla con quinoa frita y pimienta roja.

Y después los que habíamos pedido: una elegante versión del manjar blanco (el postre favorito del medievo) de almendras con un corazón de compota de arándanos y el ácido contraste de un espléndido sorbete de mora.

Pero como lo que me fascina es el chocolate, nada mejor que su intensa crema de chocolate negro con una ligera crema fría de chocolate (la del extra de la jarrita que dejan en la mesa, me la he acabado a cucharadas) y un sorprendente helado de rábano que, nueva emoción, hace un contraste perfecto.

Como los franceses presumen de repostería con toda razón, unas mignardises a la altura, sobre todo un perfecto y crujiente pastel bretón, tierra del chef.

Un lugar elegante y sosegado con una cocina refinada y bastante vegetal (bastante porque, felizmente no es vegetariana) que me ha encantado.

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