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Pierre Gagnaire

¡Viva Pierre Gagnaire! Cada vez más brillante y a su aire, siempre barroco y alquimista de mezclas imposibles, un espíritu joven que pasa de los 70 y que es un mito de la gran cocina francesa y mundial, la siguiente generación de Bocusse -con quien aprendió- y de Girardet. Mi chef francés favorito, con permiso de Ducasse, y mi restaurante preferido de París, un lugar tranquilo, sencillo y sobrio que es obligatorio conocer para todo el que pueda.

Su secreto es la elegancia y su obstinación en profundizar en su personalidad, al margen de modas y manifiestos. Sigue con sus recetas multiformes (escoge un ingrediente y lo mezcla y cocina en varios platos distintos que coloca a la vez ante el comensal) y su gran despliegue de composiciones. Un festín de gran calidad y cantidades generosas que deslumbra de principio a fin.

Los aperitivos son un espectáculo que se despliega en la mesa en forma de un plato con tres bocados y un pote con otro, un frutero diminuto con dos más y un soporte con dos varillas de retorcido hojaldre de parmesano que yo ya me he comido antes de que me los presenten. En los demás, hay enorme delicadeza en su pequeñez y sabores que van de la fortaleza de las sardinas a la suavidad del tofu pasando por amargor de espárragos, dulzor de maíz, los cítricos del limón o la sequedad de la avellana. Y por encima de todos ellos, un aroma que nos invade, el de un canapé de trufa negra que esconde un soberbio consomé frío.

No pone demasiados panes pero los dos que sirve son deliciosos, especialmente el tierno bollo que acompaña perfectamente a una mantequilla salada clásica y a otra originalísima de caramelo.

La(s) primera(s) entrada(s) giran en torno al espárrago blanco, un ingrediente que domina. Aquí están algunos de los mejores que he probado nunca. El carpaccio de vieiras con naranja sanguina, lo cubre con una exquisita y aterciopelada sopa (emulsión para mi) de espárragos blancos de las Landas. Una mezcla impresionante.

Las puntas, muy crujientes, se acompañan de una imponente salsa de trufa, cuya base es mantequilla trufada derretida, y las acompaña de tiernas hojas de espinacas y piñones.

Acaba la declinación con vieiras hervidas en una sutil y muy aromática (hierbas, eneldo, estragón…) agua de espárragos que sirve fría. Un final sumamente sencillo y poderoso.

Un recio y exquisito filete de lenguado meuniere es base de un plato muy complejo que lleva además, láminas de abadejo ahumado, alcachofas en jugo de pulpo, setas, crema de cebolla blanca y aceitunas y una pequeña ensalada flambeada de treviso (una especie de radicchio más suave) y salicornia. Todo conjuga perfectamente y es un gran ejemplo de cómo combinar lo marino y lo terrestre.

En la misma línea, una excelente crema de erizos (bisque) es la perfecta salsa que unifica una potente mezcla de láminas de ostra Legris #1, calamares, finas láminas de queso Comté de Fort Saint-Antoine y toda una selección de verduras de invierno (puerro, zanahoria y nabo). Barroquismo, alta cocina y gaignerismo, todo en el mismo plato.

Las composiciones vuelven con la carne (y seguirán en los postres): la pechuga de una colosal gallina guineana de corral se rellena, bajo la piel, de crema de almendras y pistacho y se asa con hierbas aromáticas de Mr. Pil’s. Se coloca sobre un suculento puré de cebollas dulces de Roscoff, aceitunas verdes y zanahorias. Por si fuera poco, la parte grasa de los muslos se hacen en crujiente con puré de alubias blancas y, para refrescar tanta intensidad, helado de remolacha blanca con sirope de remolacha. Casi un postre que anuncia muy bien la catarata de placeres dulces que se nos viene encima.

Comienza esta, de menos a más dulzor, con tres asombrosos, sorprendentes y deliciosos postres: pannacotta semilíquida de azafrán, crujientes aceitunas y albaricoque; gingseng pasas, salsifí y vino griego; los muchos cítricos de limón, naranja sanguina y pomelo y coco helado y quemado. Con razón estos postres son famosos en todo el mundo.

La segunda tanda de platillos contiene tamarindo y sí, diminutas lentejas con miel que resultan un postre inesperado. Además, una piña cristalizada y fruta de la pasión y puerro (que también queda muy bien) y una tan francesa como excelsa crema de castañas con trufa, bajo un merengue crujiente que está entre lo mejor de la historia. No paran de sacar cosas. Será por eso que, sorprendentemente, porque esto es un tres estreellas, no cambian los cubiertos, bellísimos y de plata, eso sí.

Llega el dulzor total y el gran espectáculo galo del chocolate (creo que nadie lo hace así de bien): pero antes un delicado y diminuto babá al ron con crema de fresa y un toque amargo; también un súper crujiente hojaldre (tampoco nadie hace así los hojaldre) con manzana asada y caramelo -una excelente forma de reconvertir la tarta de manzana-, y por fin, bizcocho crujiente con crema de chocolate, almendras garapiñadas al chocolate, lámina de chocolate negro crocante, pistachos y un oculto centro de helado de nata, un postre que es muchos. Todo está al nivel de la cocina.

El servicio de la más alta escuela es una constante en los grandes restaurantes franceses y pocos lo superan en ceremonia y distante amabilidad. La carta de vinos, está llena de exquisiteces, muy bien escogidas, que los (numerosos) sumilleres hacen aún más atractiva. Y la experiencia general, agrandada por el mítico nombre del chef y la predisposición al disfrute, es absolutamente única.

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Rozemarijn

Varios son los restaurantes que me gustan en Holanda pero no conocía ninguno en Mastricht, o Mastrique, como se llama en español. Bueno, en realidad ni conocía Mastricht, una rica, sombría y ordenada ciudad, enclavada en un rincón de Holanda y a caballo entre Bélgica y Alemania. Es pintoresca pero poco interesante. No pasará a la historia de la estética a pesar de su bello río, sus interminables praderas de un jugoso verde y sus pesadas iglesias de torres apuntadas. No es bella, pero sí deseable por su sosiego, su previsibilidad y su elevado nivel económico.

Pero cuando la belleza no es propia bien se puede tomar prestada y en días idus de marzo, está allí toda la imaginable, porque se celebra TEFAF la más elegante y refinada muestra de antigüedades del mundo, un vergel de flores de todas clases, un dédalo de largos pasillos flanqueados por exquisitos stands y un mundo entero de bellezas del pasado. Visitantes refinados y elegantemente vestidos completan el paisaje con sus discretas galas y los pausados andares de quien todo lo observa: un bello y futurista Balla, verde pistacho y magenta suave, a 950.000, un mueble brillante y puliídísimo con su cubertería art decó a 65.000, pasando por una colección de globos terráqueos de bolsillo del XVIII, lentos móviles de Calder y hasta unos gemelitos de Cartier mucho más baratos, solo 8.000€…

La feria cuida enormemente la comida con barras de marisco, de ensaladas, de tartares y hasta de sushi, además de varios restaurantes. En todo prima la elegancia, los buenos vinos y el mimo de los detalles. Sin embargo, yo soy propenso al síndrome de Stendhal y por eso me salí a comer a Rozemarijn, un pequeño y coqueto restaurante en el centro con una gran terrraza que parece una pecera. Tampoco es raro que en lugares sombríos, se quieran apropiar de cualquier luz natural. Estamos en Holanda como ya saben, así que las flores también son bellas y variadas en la sala y en los espacios que separan el comedor interior de la terraza o de la cocina a la vista.

Por cierto, que si quieren estar en esa terraza deberían advertirlo antes, porque a mi no se me permitió a pesar de tener dos mesas vacías, no sé si por la antipatía de la encargada o simplemente por cuadriculez germánica. Por lo demás, el servicio es amable y eficaz, si bien horrorosamwnte lento, aunque más por culpa de los ritmos de la cocina que por ellos. Y esto es grave con menús de bastantes platos porque al final, uno solo quiere salir corriendo.

Y eso que la comida es buena y muy colorida, lo que conlleva bellos platos. Se empieza este menú TEFAF con una agradable crema de tupinambo a la que se añaden unos deliciosos espárragos blancos de la zona, los primeros de la temporada, tiernos y sumamente suaves. Una croqueta de camarones completa este aperitivo: una bolita muy crujiente y cremosa con algo de sabor a queso.

El primer entrante me ha encantado, entre otras cosas por su elegancia infalible de caviar con blinis y crema agria. Simplemente así seria excelente, pero también demasiado corriente, así que se completa con un buen salmón escalfado, eneldo, hoja de ostra para resaltar sabores marinos y un original caldo frío de vodka, muy potente y alcohólico, que remata como si el caviar se estuviera tomando a la rusa.

El atún con sabores orientales –que no lo son tanto- es una gran simbiosis de pescado y verduras marcando ya una de las grandes características de este restaurante que, mimando estas, realiza platos llenos de sabor vegetal aunque el ingrediente principal sea otro. Por eso, aquí el atún se acompaña de una espumosa crema de rábano y wasabi, galleta de sésamo negro, edamame, alga, calabaza, tanto cocida como en crema, pepino y un toque de caldo dashi que da mucha fuerza marina al plato.

La langosta (lomo y salpicón) con manzana y aguacate parece una apuesta arriesgada, pero no lo es, porque la manzana en tres texturas, rayada, en sorbete y encurtida, es un ingrediente que más que dar gran sabor aromatiza el plato. El aguacate (en crema y al natural) redondea una receta muy fresca y muy sabrosa en la que destaca felizmente la langosta.

El rodaballo con muselina de limón es una preparación francesa y clásica, muy suave y sutil aquí, mejorada por muchos vegetales de temporada: los primeros espárragos blancos y verdes, guisantes casi crudos y su crema a la menta, zanahoria e incluso alguna verdura que de tan autóctona no he reconocido.

La carne también me ha gustado mucho, un entrecotte perfecto de punto, muy tierno y de gran sabor, completamente vestido de rojo por mor de un tomate asado levemente, pimiento (asado y en puré), cebolla roja y algo de zanahoria. También un toque verde de judía. Un intenso jugo de carne hacía el resto.

Me encantan los quesos holandeses. También los holandeses. Estos eran de cabra, vaca de Jersey y normal holandesa -supongo- y aceptaban el extranjerismo de un Stilton muy intenso y excelente. Para acompañar, pan de pasas y frutos secos, dátiles, jalea de manzana y frutos secos.

Y como postre un gran dulce, nada original pero delicioso y muy buen acabado: caramelo, chocolate y avellana. Un muy denso toffe -como uno de esos helados infantiles que se pegan al paladar- relleno de avellanas y coronado de chocolate. Y para aligerar, un muy buen helado de caramelo. Con toda su sencillez, un postre excelente.

No es un restaurante muy excitante, pero sí muy bueno y que hace un gran uso de los vegetales. Moderadamente moderno pero de raíz clásica, crea platos bellos, cuidados y muy bien equilibrados. Vale mucho la pena, pero valdría mucho más si aceleraran el ritmo.

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